Cambiar las estructuras de pecado

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Los sistemas políticos y económicos no deberían dedicarse a curar las víctimas del sistema, sino a hacer que las víctimas sean cada vez menos y, si es posible, que desaparezcan.

 

Extracto del libro Poder y dinero . La justicia social según Bergoglio. (Michele Zanzucchi)

 

La gran mayoría de las autoridades públicas y de las organizaciones privadas realizan políticas sociales y emprenden múltiples iniciativas para combatir la pobreza. Hay que aplaudir estos esfuerzos encomiables, que muestran un crecimiento real en humanidad.

En la Biblia, pobres, huérfanos, viudas, paralíticos y hemorroísas -los «descartados» de la sociedad judía- eran ayudados y sostenidos con el diezmo y espigando el trigo. Con todo, la mayor parte del pueblo seguía siendo pobre, las ayudas que recibía no eran suficientes para alimentar, dar techo y cuidar a todos los hombres y mujeres necesitados.

Hoy hemos inventado muchos otros modos y hemos aplicado estrategias eficaces para dar de beber, de comer, cuidar e instruir a los marginados. Ciertamente, las instituciones actuales son más eficaces que las de los tiempos de Israel. Pagamos los impuestos para que funcione el Estado y también para que se pueda ejercer esta acción de solidaridad. Así, sí evado impuestos total o parcialmente cometo un acto ilegal, sí, pero además dejo de contribuir a la solidaridad ejercida por el Estado con los más pobres.

Negar la ayuda recíproca es negar la ley básica de la vida.

Sin embargo, hay algo que no basta en estas iniciativas, porque el sistema capitalista, el más cínico, sigue produciendo descartes humanos: los mismos que luego quiere atender. «La economía liberal de mercado es una locura»[2]sin un Estado regulador. Es un capitalismo inmoral porque, después de haber creado estas excedencias, trata de ocultarlas para que no aparezcan en los periódicos, en la televisión ni en Internet.

Es la misma lógica -muy poco lógica, a decir verdad- que regula, por ejemplo, el mercado aéreo: se ocasionan daños y luego se reparan. ¿Contaminan la atmósfera los aviones con sus regueros de hidrocarburos? Pues las compañías, con un minúsculo porcentaje del precio del billete, plantan árboles para compensar una parte del daño provocado.

Análogamente, las multinacionales que financian los juegos de azar dan aportaciones y ponen en marcha campañas publicitarias para curar a los jugadores patológicos que ellas mismas han creado. Y podemos imaginar que un día las empresas de armas financiarán hospitales para curar a los niños mutilados por las bombas que ellas mismas hayan producido, con lo que alcanzaremos el colmo de la hipocresía.

Los sistemas políticos y económicos no deberían dedicarse a curar las víctimas del sistema, sino a hacer que las víctimas sean cada vez menos y, si es posible, que desaparezcan.

Para llegar a eso hay que cambiar las reglas del juego en los sistemas económico-sociales globalizados y sin rostro.

Es universalmente conocida la parábola del buen samaritano (cf. Le 10, 30-37). Cuando tropezamos con una víctima, cualquier víctima, estamos llamados a cuidar de ella, y quizá, como el buen samaritano, a buscarle un albergue. Si el buen samaritano fuera un empresario, podría socorrer al pobre hombre y asociar a su acción personal de fraternidad el mercado, o sea, al hostelero. Pero no bastaría.

Actualmente hay que hacer prevención, es decir, actuar antes de que el hombre se tope con los malhechores; es justo combatir las estructuras de pecado que generan tanto delincuentes como víctimas. Un empresario, un banquero o un financiero que actúa como el buen samaritano solo cumple con la mitad de su deber: cura a la víctima, sí, pero no actúa para que en un mañana víctimas semejantes no tengan ya razón de existir.

Se puede hablar de «estructuras de pecado» porque existe un pecado que no es solo personal, sino social. La doctrina social de la Iglesia ha tratado sobre él abundantemente cuando ha afirmado que «el misterio del pecado se compone de una doble herida que el pecador abre en su propio costado y en la relación con el prójimo» (cf. CDSI117); que «algunos pecados […] constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa al prójimo» (cf. ibid. 118); que «las consecuencias del pecado alimentan las estructuras de pecado», convirtiéndose en «fuente de otros pecados» y condicionando «la conducta de los hombres» (cf. ibid. 119).

A este respecto, una segunda parábola, la del hijo pródigo (cf. Le 15,11-32), nos interpela a día de hoy: el Padre misericordioso espera en casa a hijos, trabajadores y colaboradores que se han equivocado, para abrazarlos y hacer una fiesta con ellos y por ellos, y no se queda paralizado por la corrección que invoca el hijo mayor ni por todos aquellos que, en nombre del mérito, niegan la misericordia.

Un empresario, un directivo, un funcionario comprometido en la producción -sea o no cristiano- que quiera llegar a la justicia y a una verdadera cohesión de su empresa, está llamado a hacer de todo para que los que yerran y abandonan la casa puedan esperar más tarde tener un trabajo y una paga digna y no tener que verse comiendo con los cerdos. Ningún hijo, ningún hombre, ni siquiera el más rebelde, merece alimentarse de bellotas o algarrobas.

 

Fuentes

1  Cf. Francisco, Discurso a los participantes en el encuentro de «Economía de Comunión», Aula Pablo VI 4-2-2017

2 Pape Francois – D. Wolton, Politique el sociélé. Un dialogue inédit, cit., p. 106.