Se puede llegar a decir que el trabajo es la preocupación primaria de la Iglesia, la que está en el origen mismo de su Doctrina Social: pero no el trabajo en abstracto, sino las condiciones concretas de miseria en que vivía el trabajador industrial de finales del siglo XIX.

Durante mucho tiempo la justificación del trabajo (hasta llegar a hablar de “derecho al trabajo”) estaba en la obtención de unos recursos económicos para vivir.

Sin embargo, la virulencia del debate en torno a la propiedad privada dio al tratamiento de este punto un relieve en los documentos que remitió al trabajo a un indudable segundo plano.

Incluso en la ordenación de las cuestiones: hasta Mater et magistra no se coloca el trabajo por delante de la propiedad, como debe ser si se atiende a una justa jerarquía entre ambos.

En torno al trabajo, la Doctrina Social de la Iglesia ha formulado tres exigencias fundamentales, siempre basadas en la dignidad del trabajo como expresión de la dignidad de la persona humana, que lo realiza.

Un salario justo

La exigencia que ha ocupado más espacio en los documentos desde los comienzos es la de un salario justo.

Ese salario no puede ser, sin más, el salario que determina el mercado en el libre juego de oferta y demanda (Rerum novarum):

  • Tiene que llegar para cubrir las necesidades de la familia que depende del trabajador (Quadragesimo anno)
  • Ha de tener en cuenta las condiciones económicas de la empresa y del conjunto de la sociedad nacional e internacional.

Mater et magistra es la encíclica que elaboró de modo más completo los criterios que deben presidir la determinación de la retribución del trabajo.

Salubridad, seguridad, horarios, descanso…

Una segunda exigencia, muy acentuada en los primeros documentos (sobre todo en Rerum novarum) es la de unas condiciones físicas que no pongan en peligro la vida o la salud del trabajador: salubridad, seguridad, horarios, descanso…

Participación del trabajador en la empresa

Por último, a partir de Mater et magistra, se pide la participación del trabajador en la empresa. Esta tercera exigencia supone una mayor atención a la personalidad del trabajador, a su condición humana, para que no quede reducido a mero instrumento productivo, sino que ponga en juego todas sus potencialidades específicamente humanas (racionalidad, creatividad…).

 

Esta evolución no quedaría completamente recogida sin mencionar la primera encíclica social de Juan Pablo II, la encíclica sobre el trabajo humano (Laborem exercens).

Representa un punto culminante de la Doctrina Social al colocar el trabajo como la clave más adecuada para comprender y valorar éticamente todos los problemas sociales.

Esto exigió remodelar toda la doctrina anterior respondiendo a esta prioridad, cuyo fundamento está en una visión cristiana y teológica de la realidad, que corrobora toda auténtica antropología.

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