La doctrina social apunta a dar la prioridad al trabajo frente al capital, construyendo el tipo de sociedad que haga posible en forma permanente y estable dicha prioridad. Anteponer el trabajo al capital es la definición de la utopía cristiana de la sociedad y, por tanto, la manera sencilla de contradecir todo otro modelo social que anteponga el capital al trabajo.

 

Ricardo Antoncich-José Miguel Muárriz

Dentro de una visión cristiana del hombre, el mundo, creado por Dios para servicio de la humanidad, ofrece sus frutos a través de la actividad del ser humano para dominar la naturaleza. A esa actividad llamamos trabajo.

Como actividad que procede de la persona, que brota de la interioridad de su inteligencia y de su libertad, el trabajo es expresión de un «proyecto», manifestación de unos fines y de unos medios y, por tanto, no exento de valores y exigencias éticas. Porque el trabajo es actividad humana, es decir, consciente y querida, o sea, actividad por la cual el hombre sabe lo que pretende al trabajar y quiere hacerlo, por ello el trabajo es susceptible de ser vinculado como fruto del absoluto creado frente al Absoluto creador. En otros términos, en el trabajo se da también el espacio del encuentro con la gracia o del rechazo de ella por el pecado.

El trabajo, por tanto, es uno de los más significativos «puentes» que unen la interioridad subjetiva (lo individual de la persona) con la exterioridad social (lo social de la persona). Por el trabajo, la persona establece una serie de relaciones con el mundo, con los demás y con Dios mismo. Por la importancia que tiene, por tanto, como manifestación de la unidad de la persona en la diversidad de sus relaciones, el trabajo sirve para definir al ser humano, para caracterizar su existencia.

La filosofía griega proponía una definición del hombre a partir del género (animal) y de la diferencia específica (racional). Cuando se define al hombre como «ser que trabaja» (como lo hace Juan Pablo II en la introducción de la Laborem  exercens) se explicita en qué consiste dicha racionalidad humana. «El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad relacionada con el mantenimiento de la vida no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza».

Si el trabajo es considerado como índice de toda actividad humana, se constituye en algo así como un «nudo» que amarra múltiples relaciones de la persona solidaria y que lo revela como tal.

El trabajo es el medio de ejercer el dominio del hombre sobre la naturaleza. Precisamente en este dominar el mundo se evidencia la semejanza de Dios en el hombre. Todo progreso en la tecnología, en la transformación de la materia prima en productos elaborados, en los servicios que permiten distribuir los bienes producidos, todo ello refleja el dominio de la persona sobre la naturaleza exterior a él y se hace parte del hombre como imagen de Dios, si tal dominio no se hace independiente de o contra la solidaridad. Un dominio que no se orienta a la solidaridad, sino -con frecuencia- a la explotación de los demás, por las ventajas del adelanto tecnológico y las crisis de los balances de intercambio, no revela a la persona solidaria, sino tan sólo a la persona inteligente y libre, pero que usa su inteligencia y libertad para destruir la convivencia solidaria, y por tanto, éticamente, se sitúa contra el proyecto de Dios.

El trabajo es también un índice muy exacto para medir las relaciones del hombre con los demás y para determinar la intensidad y grado de su solidaridad. Así, por ejemplo, los distintos valores dados a la actividad humana muestran la jerarquía social, las remuneraciones de salarios, las posibilidades de acceso a los bienes de consumo o las oportunidades de desarrollo intelectual y social. Por ello, Juan Pablo II ve en la justicia del salario el índice más seguro para medir la justicia de una sociedad en sus instituciones y estructuras. Como índice, revela el valor que se da al trabajo; el aprecio o desprecio que se hace de él. La remuneración del trabajo muestra si se valora sólo los frutos objetivos de la actividad humana o las dimensiones subjetivas de perfección del ser que trabaja. En una palabra, a través del trabajo y de su justa remuneración es posible percibir si el proyecto de Dios sobre la fraternidad humana se está realizando o no. Se puede medir si el trabajo es actividad que favorece la comunión o divide a los hombres.

Finalmente, el trabajo revela también las relaciones que el hombre establece con Dios. La subordinación de la actividad humana a la voluntad divina era expresada en la Biblia, entre otros signos, por el descanso sabático o los años sabáticos y jubilares. El descanso de la actividad humana moderaba el ímpetu de la producción, pero además recordaba las dimensiones sociales del trabajo. Los frutos de los campos de descanso pertenecían a los pobres, a los extranjeros, a las viudas.

Desde una visión cristiana, el trabajo es una de las características que definen al hombre como señor del mundo, hermano de los demás (o esclavo de ellos cuando el trabajo es explotado) y adorador de Dios, sometiéndose a sus designios y ofreciéndole el fruto de sus trabajos en holocausto. La bendición de Dios, como respuesta de agrado ante quien le es fiel, se representaba con la abundancia de los frutos del trabajo y el poder gozar de ellos; en cambio, la maldición de Dios como muestra de desagrado era revelada por la inutilidad del es- fuerzo del trabajo o por no poder disponer de sus frutos, porque «otros comerán lo que tú plantaste».

Como «nudo» de relaciones, el trabajo nos abre a la dimensión económica en cuanto producción y distribución de bienes que sirven a la persona humana. Nos abre también a la dimensión política, pues los conflictos históricos entre trabajo y capital han surgido de la tentación de explotar el trabajo y de la conciencia de su valor y exigencia de defenderlo ante la explotación. Junto con estas dimensiones, el trabajo nos abre también el campo de la espiritualidad por la comunión de los esfuerzos con Cristo trabajador y por la intencionalidad de los trabajos que quieren hacer presente el reino.

Privilegiamos el trabajo como eje articulador de muchos problemas, y de este modo asumimos la extraordinaria importancia que le da el papa Juan Pablo II al caracterizar al trabajo como uno de los problemas centrales de la doctrina social. Más aún; de alguna manera podemos decir que la doctrina social apunta a dar la prioridad al trabajo frente al capital, construyendo el tipo de sociedad que haga posible en forma permanente y estable dicha prioridad. Anteponer el trabajo al capital es la definición de la utopía cristiana de la sociedad y, por tanto, la manera sencilla de contradecir todo otro modelo social que anteponga el capital al trabajo.