Una lectura del Evangelio para entender el tiempo presente, según lo que dice el Papa Francisco, después del último Concilio: este es el tiempo de la misericordia, aunque el hombre de hoy – como dijo San Juan Pablo II – parece oponerse a esta palabra.

 

Sergio Centofanti

Este año es el 20º aniversario de la canonización de Santa Faustina Kowalska, Apóstol de la Divina Misericordia, y es también el 40º aniversario de la Encíclica “Dives in Misericordia”. El Papa Wojtyla recorrió proféticamente el camino de la misericordia, “siguiendo – como escribe en ese texto – las enseñanzas del Concilio Vaticano II” e impulsado “en estos tiempos críticos y nada fáciles”, por la necesidad de descubrir en “Cristo el rostro del Padre, que es « misericordioso y Dios de todo consuelo » (…) Por eso, “es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación”.

En esa Encíclica, San Juan Pablo II lanza “una vibrante llamada” para que la Iglesia dé a conocer cada vez más la misericordia de Dios ” de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad”. Y lo necesitan, “aunque con frecuencia no lo saben”. También porque ” La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia”. También porque la palabra y el concepto de misericordia “parecen producir una cierta desazón en el hombre”.

Francisco, en la estela del Concilio Vaticano II y de sus predecesores, afirma con fuerza que este es el tiempo de la misericordia (Carta Apostólica “Misericordia et misera”, 2016). Un anuncio proclamado con pasión que llena el corazón de muchas personas de alegría, pero que no deja de suscitar en algunos, incluso dentro de la Iglesia, dudas y perplejidad, si no una hostilidad abierta. Nos encontramos en la misma situación descrita por los Evangelios hace 2000 años: la misericordia se convierte en una palabra “buenista” y vacía para aquellos que no sienten que la necesitan, una palabra enemiga de tantas de nuestras “justicias” que sólo saben acusar y condenar de forma sumaria: la justicia de Dios, en cambio, salva.

 

Benedicto XVI: la misericordia es el núcleo del Evangelio

Para Benedicto XVI a misericordia es “el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que se reveló en la Antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor” (Regina Coeli, 30 de marzo de 2008). Los evangelistas nos dicen que los primeros en oponerse a Jesús fueron los escribas y los fariseos, que no podían soportar que el Señor se comportara misericordiosamente con los pecadores, incluso con los más notorios y odiados, y era particularmente duro con ellos, que se consideraban justos, verdaderos observadores y defensores de la Ley transmitida por los Padres, que también hablaban de “un Dios compasivo y bondadoso” (Ex 34, 6). Pero ellos sólo sabían ver a Dios como juez y castigador de los pecadores, de los otros, y acusaban a Jesús de transgredir la Ley, de blasfemar e incluso de estar endemoniado. Su ira es comprensible: creían que eran justos y se sentían criticados duramente. Creían que estaban defendiendo a Dios, y Dios los corrigió con palabras duras.

 

La dureza de Jesús hacia los escribas y fariseos

Las palabras más duras son las siete maldiciones que Jesús dirigió a los escribas y fariseos. Leamos una parte del texto de Mateo:

«¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones! Por eso serán juzgados con más severidad. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para conseguir un prosélito, y cuando lo han conseguido lo hacen dos veces más digno de la Gehena que ustedes! (…) ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que pagan el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, y descuidan lo esencial de la Ley; la justicia, ¡la misericordia y la fidelidad! Hay que practicar esto, sin descuidar aquello. ¡Guías ciegos, que filtran el mosquito y se tragan el camello! ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! (…) ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que parecen sepulcros blanqueados: hermosos por fuera, ¡pero por dentro llenos de huesos de muertos y de podredumbre! Así también son ustedes: por fuera parecen justos delante de los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía y de iniquidad. (…) ¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podrán escapar a la condenación de la Gehena?» (Mt 23, 13-33).

 

Los discípulos de Jesús acusados de transgredir la tradición

Cuando los escribas y fariseos le preguntaron por qué sus discípulos transgredían la tradición de los antiguos, Jesús respondió:

«¿Y por qué ustedes, por seguir su tradición, no cumplen el mandamiento de Dios? (…) Así ustedes, en nombre de su tradición, han anulado la Palabra de Dios. ¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, cuando dijo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos”» (Mt.15, 3, 6-9).

 

No los que dicen, “Señor, Señor…”

También son desconcertantes las palabras de Jesús al predecir que un día se dirigirá a algunos que se consideran creyentes:

«No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios e hicimos muchos milagros en tu Nombre?”. Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí; apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal» (Mt 7, 21-23).

 

“Misericordia quiero, y no sacrificios”

En ese momento se habían acumulado una gran cantidad de normas religiosas, muy detalladas, que podían dar seguridad, pero que habían perdido lo esencial. Jesús, criticado por los fariseos porque comía con publicanos y pecadores, dice:

«No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13).

 

La esencia del cristianismo

Los fariseos solían hacerle preguntas a Jesús para que respondiera con “sí o no”, secos, para ponerlo a la prueba. Otras veces, simplemente, lo ponían a prueba. A uno de ellos que le pregunta cuál es el mayor mandamiento de la ley, Jesús le revela claramente que la esencia del cristianismo es la caridad:

«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas» (Mt 22- 37-40).

 

Las preguntas del juicio final

Sabemos que seremos juzgados por el amor, y ya conocemos las preguntas del juicio final: son las obras de misericordia:

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria rodeado de todos los ángeles, se sentará en su trono glorioso. Todas las naciones serán reunidas en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt 25, 31-36).

 

Ejemplos de caridad “lejanos” para los “cercanos”

Nuestra perenne tentación es enjaular a Jesús en nuestros esquemas, pero Él va más allá, como nos recuerda la parábola del Buen Samaritano (Lc 25, 10-37): un hombre considerado hereje que hace un gesto de caridad, a diferencia del sacerdote y el levita que ven a un hombre medio muerto por los bandidos pero que no intervienen. El samaritano, en cambio, tiene compasión, se detiene y se ocupa de ese hombre. El juicio de Dios es diferente de nuestros juicios. Las palabras de mayor estima pronunciadas por Jesús son para dos personas aparentemente distantes que se acercan a Él no por sí mismas, sino por la curación de una hija y un sirviente. Le dice a una mujer cananea: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! (Mt 15, 28). Y a un centurión le dice: «Les aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe» (Mt 8, 10). El amor supera todas las barreras y etiquetas.

 

La humildad de dejarse corregir

A nadie le gusta que le llamen fariseo. Pero dentro de cada uno de nosotros hay un “doctor de la ley” que juzga a nuestro prójimo y se siente mejor que el publicano de turno, como nos dice la famosa parábola (Lc 18, 9-14): tenemos que ser correctos, a veces incluso fuertemente, para ser sacudidos en nuestra dureza. A todos nosotros, Jesús nos dice: «si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 5, 20). La justicia de Jesús es la de la misericordia que llega a amar al enemigo. La justicia de Jesús es la salvación.

 

Leer los signos de los tiempos

El Señor en el Evangelio nos invita a leer los signos de los tiempos para saber cuándo viene (cf. Lc 12,54-59). Con el último Concilio, la Iglesia continuó su camino en la comprensión de la verdad de la misericordia de Dios. Francisco sigue recorriendo este camino, como indicó San Juan Pablo II: “fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre” (Homilía en el Santuario de la Divina Misericordia de Cracovia-Łagiewniki, 17 de agosto de 2002).

 

 

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