Globalización o mundialización de la esperanza

4148

“Se puede desear una mundialización (y no solo una globalización) de la esperanza: la que nace de los pueblos y crece entre los pobres”

 

Globalización

Los problemas macroscópicos que afronta la humanidad en el campo económico y financiero, hoy tienen una matriz global. La historia sufre una aceleración insospechada, y los mismos cambios se suceden vertiginosamente y se extienden a todos los rincones del planeta. Se trata de una nueva dimensión del fenómeno humano, que produce recaídas en todos los ámbitos de la vida social, ya que afecta a la cultura, la economía, la política, la ciencia, la educación, las artes y, naturalmente, también a la religión.

Este fenómeno revela de por sí una aspiración profunda del género humano: la unidad; pero la globalización se reduce demasiado a menudo a fenómenos vinculados con la economía, la creación de grandes monopolios y la transformación del lucro en valor supremo.

El horizonte de la sociedad global no está constituido por la simple presencia de vínculos económicos y financieros que se crean entre agentes del mercado en diversos países, que por otro lado siempre han existido, sino más bien por la difusión y la naturaleza absolutamente inédita del sistema de relaciones, que día a día se hace más denso. Se constata que el papel de los mercados financieros es cada vez más central: se piensa que el mercado tiene que dictar inevitablemente sus leyes a todo el planeta, relegando el papel de la política a simple esclava suya.

Las dimensiones del mercado financiero, después de la liberalización de los intercambios, de la circulación de los capitales y de la digitalización de los procesos financieros, han crecido a una velocidad impresionante, hasta el punto de permitir a los agentes trasladar de una parte a otra del globo e inmediatamente capitales en cantidades antes inimaginables. Se trata de una realidad compleja, porque actúa en distintos niveles y evoluciona continuamente hacia trayectorias difícilmente previsibles. No hay más que mirar, por ejemplo, al crecimiento de las sociedades que operan en la red, convertidas en pocos años en las de mayor capitalización del mundo, pues alcanzan cifras desmesuradamente elevadas, más que el producto interior bruto de muchos Estados importantes.

Más en general, como ya había preconizado el Concilio Vaticano II, «la humanidad vive hoy un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y rápidos que progresivamente se extienden al conjunto del globo. Provocados por la inteligencia y por la actividad del hombre, repercuten en el hombre mismo, en sus juicios y en sus deseos, individuales y colectivos, en su modo de pensar y de obrar, ya sea con respecto a las cosas o con respecto a los hombres». Es una verdadera transformación social y cultural, «cuyos reflejos repercuten también en la vida religiosa» (GS 4). En estas últimas décadas, la familia humana se ha constituido poco a poco como una «comunidad unitaria» del mundo entero (GS 33).

Pero la globalización no ha traído consigo una disminución de las desigualdades. Al contrario: a la creciente riqueza económica y financiera la acompaña un crecimiento de la pobreza y, desgraciadamente, también un gravísimo neo colonialismo de naturaleza financiera y económica que actúa en la explotación de los recursos, en el acceso a las tecnologías digitales y en la capacidad de influir en los mercados globales.

 

Un cambio necesario

Para poner en marcha el cambio necesario, para combatir la cultura generalizada del descarte generada por la globalización, para poner en marcha las «reformas en las estructuras» (GS 63) socioeconómicas inaplazables por más tiempo, hay que plantearse varias preguntas serias:

¿sabemos reconocer que las cosas no están yendo por el buen camino en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, demasiadas familias sin casa, muchos trabajadores sin derechos, innumerables personas heridas en su dignidad?

¿Sabemos reconocer que algo no va bien cuando estallan tantas guerras insensatas y la violencia fratricida aumenta en barrios antes tranquilos?

Y ¿reconocer que las cosas se precipitan cuando el suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo una amenaza constante?

Y ¿Sabemos reconocer que un hilo invisible une todos estos problemas, provocados por un sistema que se ha convertido en global y que se basa en la lógica exclusiva del beneficio a toda costa, olvidando la justicia social?

Si estas son las preguntas, deberíamos decir sin temor: es preciso un cambio. Un sistema que no toma en serio la exclusión social, la destrucción de la naturaleza o las guerras desencadenadas por la avidez es un sistema gravemente enfermo.

Hace falta, pues, un cambio doble y paralelo: del corazón de cada uno, así como de las estructuras sociales de pecado. Sin cambio personal no hay cambio social (CDSI 134); pero quizá también se puede afirmar lo contrario: que sin cambio social, tampoco hay cambio personal. Juan Pablo II subraya en la Centesimus annus que toda aspiración a cuidar y mejorar el mundo exige cambiar profundamente los «estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que hoy rigen las sociedades» (CA 58).

El sistema globalizado ya no lo soportan los trabajadores, las comunidades, los jóvenes sin trabajo, los excluidos, los explotados, quienes piensan de verdad de modo autónomo, quienes viven el Evangelio. Y tampoco lo soporta ya la «Hermana Madre Tierra», como la llamaba San Francisco, la Pachamama, como la llaman las poblaciones andinas.

He aquí por qué es necesario un cambio, que es posible porque Jesús mismo es el que lo renueva todo, también hoy, mediante su Espíritu. En el Apocalipsis está escrito. «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Esta afirmación se ha de tomar en serio.

El cambio que se requiere no puede ser impuesto por alguien, por el más fuerte, por los poderosos de turno. Ha de ser comunitario, colectivo, ha de ser promovido por los pobres y los ricos a la vez, por los débiles y por los poderosos, aquí y allá, porque ha de ser al mismo tiempo local y mundial. Jesús lo sugiere.

Mundialización de la esperanza

Hoy la interdependencia planetaria requiere que se tomen en serio las «perturbaciones en el orden social» (GS 25) y que se desarrolle «una globalización de las tutelas, de los derechos mínimos esenciales, de la equidad» (CDSI 310). Para hacer esto hacen falta respuestas globales a problemas globales. Pero no se puede olvidar la dimensión local. La afirmación de un observador atento de la globalización, Edgar Morin, es clara a este respecto: «La unidad es el tesoro de la diversidad humana; la diversidad es el tesoro de la unidad humana».  Unidad y diversidad deberían avanzar siempre de la mano. Por eso se puede desear una mundialización (y no solo una globalización) de la esperanza: la que nace de los pueblos y crece entre los pobres.

Extracto del libro “Poder y dinero. La justicia social según Bergoglio”