LA REVOLUCION BIOPOLITICA

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La verificación del estatuto de la vida humana se constituye en el máximo problema bioético y biopolítico, porque lo que está en peligro hoy no es la ética, sino la idea fundamental del hombre, sometida a una gran presión por la doctrina materialista.

El siglo XX ha sido el siglo de los totalitarismos, de la democracia y del impacto de la tecnociencia sobre el hombre. El siglo XXI parece estar marcado incluso más profundamente por esta última, con sus rápidos cambios y, en especial, por las biotecnologías, que penetran las circunstancias históricas de forma más incisiva incluso que la economía. La historia nos arrolla como un alud y a duras penas somos capaces de seguirle el ritmo.

En 1931, presentando su ficción distópica Un mundo feliz, A. Huxley consideraba que haría falta mucho tiempo para poder alcanzar «la sociedad totalmente organizada, el sistema científico de castas, la abolición del libre arbitrio por el condicionamiento metódico, la sumisión hecha aceptable gracias a un bienestar inducido químicamente, con dosis regulares…». El autor pensaba en el siglo VI o Vil d. F. (después de Ford). Pero veintisiete años más tarde, escribiendo Retorno a un mundo feliz (1958), observaba que muchas cosas que había predicho se estaban cumpliendo ya. No obstante, añadía: «Tal vez no sean cosas imposibles la gestación in vitro y la regulación centralizada de la reproducción; pero es manifiesto que continuaremos siendo todavía por mucho tiempo una especie vivípara que perpetuará al azar». Poco más de veinte años después, Huxley habría podido cambiar de opinión y constatar la enorme aceleración del cambio que ha afectado a la procreación humana. Digo procreación, porque no podemos confundir procreación y producción.

Estas y otras muchas nuevas posibilidades biotecnológicas dejan claro que estamos llamados a tomar decisiones en circunstancias difíciles e inciertas, y que no podemos hacerlo correctamente si no nos fundamos en una idea concreta y exigente del ser humano: este no puede ser sacrificado por un mito del progreso y del cambio mal entendido. Sigue siendo fundamental comprender que la técnica es un proyecto humano, que surge en la convergencia de saber y poder, y no un destino que se nos impone desde fuera. En el desafío de la biotecnología renace la pregunta sobre el hombre, sobre la noción de persona y la idea del humanismo. Esta última está sufriendo hoy no solo por un uso insensato y arriesgado de la biotecnología, sino quizás incluso más por el acoso de un naturalismo cientificista que pretende eliminar la excepción humana como si fuese una herencia infundada e irrelevante, reduciendo el hombre a animal. No se puede responder a tal desafío si se abandona el concepto de naturaleza humana y se rinde ante una cultura historicista, de pensamiento débil, postmetafísica, en la que el ser humano se entiende solo como la manifestación natural eminente del devenir cósmico.

La revolución biopolítica, nos hace preguntarnos si la biopolítica contemporánea podrá recorrer la ruta del humanismo y del respeto por el hombre; o si, en cambio, nos conducirá hacia el Biopower, el antihumanismo y cualquiera de las versiones del Mundo feliz preconizado por Huxley. La necesidad emergente exige que haya un estatuto de la vida humana (desde la concepción) que se reconozca y se respete, sin perjuicio del pluralismo de respuestas de la filosofía moral sobre la vida buena. La verificación del estatuto de la vida humana se constituye en el máximo problema bioético y biopolítico, porque lo que está en peligro hoy no es la ética, sino la idea fundamental del hombre, sometida a una gran presión por la doctrina materialista.

La revolución biomédico-tecnológica, que implica un control creciente de fines y procesos vitales, provoca cambios severos en los criterios de fondo que han guiado durante largo tiempo la comprensión del hombre y de la cultura. Se dirigen sobre todo a dos objetivos: cambiar la idea del ser humano reconduciéndola en su conjunto a sus elementos biológicos; pasar de la ética tradicional a una nueva ética que ya no esté basada en absolutos morales con significado deontológico, sino en normas puramente utilitaristas sin deontología. En este doble movimiento influye en Occidente el proceso de secularización, que está todavía en rápida expansión e implica una transformación del modo de entender al hombre y al humanismo. El elemento que más cuenta para afrontar los nuevos desafíos es el antropológico, al que nos referiremos preferentemente, también porque lo que realmente falta o se reduce a la mínima expresión en muchas bioéticas y biopolíticas contemporáneas es la antropología. Es obvio que subsiste una diferencia insuperable entre una antropobiología materialista asociada a cualquier tipo de funcionalismo y una antrobioética para la que el ser humano está dotado de espíritu y puede afirmar: non omnis moriar. La misma estructura del ser humano no puede justificarse con la tesis materialista para comprender qué es una persona.

Algunas bioéticas y biopolíticas, que a menudo se autodefinen como «laicas», siguen un camino con otro método y contenido. En ellas, el punto de partida se sitúa mucho más abajo, en el supuesto —no siempre declarado, pero presente bajo cuerda— de que la antropología de referencia es la materialista-funcionalista en alguna de sus variantes. Estas propuestas pretenden constituirse en portadoras de un referente humanista bastante selectivo y, por lo general, centrado en la libertad de autodeterminación del individuo. Pero normalmente les falta una fundamentación antropológica adecuada, omitida no rara vez con desenfado a favor del utilitarismo ético y de la tesis materialista; y por eso se burlan de que haga falta una elaboración antropológica, lo cual me parece, como he dicho, el mayor problema bioético y biopolítico. El sueño de una nueva cultura biomédica no puede realizarse solo mediante una reforma ética.

La cuestión del humanismo ha sido central durante buena parte del siglo XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, el término «humanismo», heredero de una larga historia, volvió a estar en boca de todos con los diversos existencialismos, el personalismo, el espiritualismo, la filosofía de los valores y hasta en algunos sectores del marxismo. En Francia, en Italia, en Alemania, algunos ámbitos destacados del pensamiento aspiraban a ostentar el título de humanismo. Incluso donde se intentaba neutralizar cualquier idea metafísica, resistían en el centro el hombre y el humanismo. Con la imposición de las ciencias humanas a la filosofía y a la antropología filosófica, la cuestión del humanismo empezó a peligrar seriamente, y su situación se complicó aún más con el éxito del evolucionismo y del neodarwinismo.

Vale la pena meditar no solo el control creciente de las biotecnologías sobre el hombre, sino también el proceso de marginación antropológica efectiva en la cultura, esto es, de la pérdida de potencia del significado de lo humano. Este proceso lo aceleran de diverso modo la bioética y la biopolítica, y no rara vez favorecen un compromiso ético posthumanista en el que el ser humano no tiene más sentido que el asignado por su autonomía, último reducto de lo humano. Entre tanto, las biotecnologías contribuyen a cambiar rápidamente la percepción de nosotros mismos y el significado del humanismo y de la persona. Es sorprendente que el antropocentrismo moderno se desinfle a favor de un «neutrocentrismo» donde el sujeto humano ya no tiene un rostro auténtico, mientras aquí y allá se empieza a hablar de lo posthumano.

Si entendemos por humanismo el respeto y cuidado de lo humano y, más específicamente, el amor a la vida, la búsqueda de la verdad, del bien y de la excelencia, la dignidad, el respeto del otro, el sentido del límite, entonces en la base del humanismo debe haber una idea filosófica y/o religiosa del hombre. No basta un enfoque meramente científico, reacio a cualquier idea del ser humano que trascienda la suma de los informes empíricos de las ciencias.

La clave del debate se cifra en la pregunta de si queremos seguir pensándonos como hombres que participan en una tarea común. El recurso al racionalismo cientificista no nos sirve, sino que nos aleja del objetivo, porque tal racionalismo alimenta la idea peligrosa de mejorar al hombre recreándolo según las miras de la técnica. Por lo tanto, el problema mayor que se plantea no es preocuparse de que los efectos y los beneficios de las biotecnologías se distribuyan con equidad -cosa ciertamente deseable—, sino que su impacto no amenace al hombre y a su dignidad. La ciencia y las tecnologías se han convertido en un grave problema para las democracias liberales, un problema quizás mayor que los beneficios que, sin embargo, aporta. En las biotecnologías, los beneficios y los riesgos se entremezclan de tal forma que a menudo nos cuesta mucho distinguir el bien del mal, lo lícito de lo ilícito.

Desde hace tiempo hay tres factores fundamentales que amenazan el humanismo europeo: el libertarismo de origen liberal-radical, el recurso indiferenciado al poder de la técnica, el materialismo que interpreta las funciones superiores del hombre solo como expresiones o «secreciones» del nivel biológico. Si se piensa en la situación del humanismo, se abre camino la convicción de que atraviesa una grave crisis por la prevalencia neta del individuo y su libertad (erigida en absoluto) sobre la idea de persona y de su dignidad. Lo que está ocurriendo en Occidente ante nuestros ojos es el hundimiento de los fundamentos humanísticos y filosóficos del liberalismo, corroídos por el liberalismo libertario o liberalismo radical, que reducen en extremo la idea de persona y que intentan eliminar la idea de la naturaleza humana como normativa. El pseu-dohumanismo libertario pone la esencia de la dignidad del hombre en el postulado de su autonomía absoluta, identificando el «principio de dignidad» y el «principio de autonomía». Naturalmente, estos no se oponen, pues el segundo se incluye en el primero, pero la interpretación libertaria difunde una desconfianza creciente ante la idea de dignidad, considerando que este concepto llevaría a negar el núcleo de los derechos del hombre. La idea de dignidad limitaría gravemente la libertad y la autodeterminación absoluta del individuo en la relación que mantiene consigo mismo.

El segundo factor de riesgo para el humanismo es la ideología de la técnica entendida como capacidad ilimitada de fabricar y producir todo y de pensar al ser y a los hombres exclusivamente como materia disponible para cualquier tipo de transformación. El conjunto entero de la existencia se reformula bajo la instancia de la técnica, de modo que también el derecho, con sus múltiples valores, se entiende solo como técnica productiva de leyes, llevando también por esta parte al nihilismo jurídico. Esta concepción se une después con el liberalismo libertario convencido de poder someter todo a la voluntad del individuo, aunque siga siendo necesario valorar si el individuo domina de verdad el proceso o acaba siendo dominado por él.

El tercer factor se expresa en el postulado evolucionista y materialista, para el cual el hombre no es más que un animal, aunque perfeccionado con respecto a los otros. Con ello se elimina la frontera fundamental entre hombre y animal. Esta doctrina, a menudo presente de forma subrepticia, se beneficia del notable auge postmarxista del materialismo. El fenómeno acontece de una forma que está marcada por el feroz antihumanismo de origen tanto nietzscheano como francés: me refiero a la línea de Foucault, Deleuze, Guattari, que llega a plenitud en Imperio, donde, entre hombres, animales y máquinas no existe ninguna diferencia, sino un continuum-. «Derribar las barreras que levantamos entre los seres humanos, los animales y las máquinas», esta es la nueva frontera en la que el ser humano debería desaparecer.

Estos factores, en especial el liberalismo libertario y la técnica, no permanecen separados y obrando cada cual por su lado. Antes bien, se ha creado una alianza entre el pensamiento libertario y la tecnología, en la que entran en juego y se ponen a prueba los conceptos tradicionales de persona y dignidad humana. Hemos de defender al hombre todo entero, con su mente y su cuerpo, porque es el hombre entero —alma y cuerpo- quien tiene dignidad, no sus secciones particulares.

La técnica y el liberalismo libertario nos sitúan ante una visión «titánica» de la política, entendida como una praxis sin límites que intenta cambiarlo todo, especialmente al hombre, traspasando todas las barreras y considerando todo principio u «objeto» dado como un obstáculo a superar. Este supuesto lleva a la política a una crisis permanente a fuerza de enfocar las acciones del individuo como algo exclusivamente opcional y libre: este efecto se produce porque la razón está desconectada de lo real, percibe la tradición como un estorbo y considera que en cualquier momento todo puede ser decidido y reordenado ex novo, porque al no existir ningún principio de orden inmanente a la naturaleza humana que sirva de fundamento, se puede proceder ad libitum. El énfasis puesto en una acción que nace por la opción libertaria y sin condiciones, significa que en ella no hay nada que sea bueno o malo por sí mismo, no hay un orden dentro del ser, por lo que el sujeto goza de una libertad de elección absoluta. Pero el intento de constituir un nuevo orden autofundado solo sobre las elecciones libres resulta necesariamente muy precario.

En todas estas discusiones, la noción de dignidad de la persona ha estado desde el principio y de manera intensa en el centro del debate bioético. Tanto que en muchas partes se cuestiona si esta noción será capaz de realizar ella sola la enorme tarea que se le atribuye en asuntos de bioética y biopolítica. Personalmente, considero que, en los temas más candentes, la noción de dignidad humana no es autónoma, sino que está sostenida por un enfoque ontológico y por una ontología completa sobre el ser-persona. En este sentido, al tratar sobre la persona y el humanismo, quedan implicadas desde el primer momento las instancias decisivas del pensamiento y de la vida.

La esencia del razonamiento propuesto aquí es que la instancia filosófica constituye una ayuda notable para estructurar ética y biopolíticamente los éxitos y los desarrollos de la biotecnología y, naturalmente, para profundizar en las ideas de persona, naturaleza humana y humanismo. En este terreno, resulta igualmente importante el apoyo de la religión como una larga tradición mantenida por debajo. Por tanto, es planteable que el elemento religioso no pueda quedar marginado a la hora de darnos acceso al nivel de la persona, de la dignidad y del discernimiento del bien y del mal. Dicho de otro modo, para diferenciarse del materialismo evolucionista, del secularismo libertario y de su consiguiente biopolítica, debemos movernos en un terreno en el que la filosofía del hombre y la inspiración religiosa puedan darse la mano.

VittorioPossenti (autor del libro “La Revolución Biopolitica”)