Las guerras, el terrorismo, los traslados forzosos de personas,... no son fatalidades, sino más bien el resultado de opciones precisas.

Las guerras, el terrorismo, los traslados forzosos de personas,… no son fatalidades, sino más bien el resultado de opciones precisas.

 

Extracto del libro Poder y dinero. La justicia social según Bergoglio. (Michele Zanzuchhi)

 

Por desgracia, la globalización económica y financiera olvida con demasiada frecuencia la vocación fundamental de la persona humana a la dignidad y su derecho a la solidaridad. Pablo VI propuso en la Octogésima adveniens una frase que sigue siendo actual: «Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que el mero hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Hay que repetir que los más favorecidos han de renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás» (PABLO VI, Octogésima adveniens, 25, cit. en EG, 190.)

Con demasiada frecuencia, la globalización económica y financiera no garantiza una atención así a los pobres, sino que, al contrario, los excluye de hecho de la vida civil. Es más, es la globalización misma la que ha inventado e inventa cada vez nuevas formas de pobreza y de fragilidad: los sin techo, los drogadictos, los refugiados, los pueblos indígenas exterminados, los que son excluidos de la vida activa por su edad, los emigrantes ahogados, las víctimas de las distintas formas de trata, los trabajadores que mueren en las fábricas clandestinas, las nuevas formas de prostitución, los niños utilizados para la mendicidad, las víctimas de los crímenes de las mafias, las mujeres que sufren exclusión, maltrato y violencia y que en mucho casos tienen menos posibilidades de defender sus derechos, las víctimas de acoso escolar en las redes sociales…

Y ¿cómo olvidar a los no nacidos, los más indefensos e inocentes de todos? Hoy se quiere negar su dignidad humana con el fin de poder hacer con ellos lo que se quiera. Y no habría que olvidar a los ancianos abandonados, a quienes se invita a quitarse de en medio porque son un peso para la sociedad. El inventario no tiene fin.

Efectivamente, las formas de pobreza y de esclavitud van cambiando. A veces las alimentamos nosotros mismos con una complicidad cómoda y muda, con nuestra apatía. Y cedemos así, quizá por acallar nuestra conciencia, ante una tendencia escandalosa, terrible, que pervierte el lenguaje: la de los eufemismos. Es curioso observar cómo abundan en el mundo de las injusticias: ya no pronunciamos la palabra exacta, sino que tratamos de describir la realidad edulcorándola. Una persona segregada, orillada o que sufre por la miseria o por hambre es una «persona sin morada fija», expresión sin duda elegante pero hipócrita. Del mismo modo, las víctimas de los bombardeos son «daños colaterales». Nos podemos equivocar, pero, en general, detrás de esos eufemismos hay siempre un delito.

 

Las guerras, el terrorismo, los traslados forzosos de personas,... no son fatalidades, sino más bien el resultado de opciones precisas.

Los migrantes, los pobres del siglo XXI

Entre los pobres de nuestro milenio hay una categoría que la Iglesia ama especialmente. Son los migrantes. Hambre, desnutrición y consiguientes migraciones no son solo fenómenos naturales o estructurales de determinadas áreas geográficas, sino que son más bien el resultado de una compleja condición de sub desarrollo, causada por la inercia de muchos y por el egoísmo de pocos. Las guerras, el terrorismo, los traslados forzosos de personas, no son fatalidades, sino más bien el resultado de opciones precisas. En el mundo globalizado, entre los pobres de hoy, la categoría de los emigrantes es la que más crece y más visibilidad tiene.

Vale la pena detenerse en este fenómeno epocal. Las migraciones, en sus diversas formas, no representan un fenómeno nuevo en la historia de la humanidad. Han marcado profundamente cada época, favoreciendo el encuentro de los pueblos y el nacimiento de nuevas civilizaciones: «La inmigración puede ser un recurso más que un obstáculo para el desarrollo» (CDSI 297). Emigrar es la expresión del anhelo de felicidad propio de todo ser humano. Y para los cristianos -huelga recordarlo-, toda la vida es un itinerario hacia la patria celestial.

Pero al comienzo del tercer milenio el fenómeno de las migraciones ha adquirido formas y dimensiones desconocidas anteriormente, Es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como el de las se trasladan dentro de su propio país y su propia área geográfica. Los flujos migratorios actuales constituyen el movimiento de personas y pueblos más amplio de todos los tiempos.

Por eso, aumentan los retos a los que se enfrentan la comunidad política, la sociedad civil y la Iglesia. Las respuestas giran en torno a cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar.

Ante todo, acoger. Hay un tipo de rechazo que aúna, que induce a no mirar al prójimo como a un hermano al que acoger, sino a dejarlo al margen del horizonte personal de vida del individuo, a transformarlo más bien en un competidor, en un súbdito al que dominar. Para todos los que huyen de guerras y persecuciones terribles, en muchos casos atrapados en las redes de organizaciones criminales sin escrúpulos, hay que abrir canales humanitarios accesibles y seguros. Las grandes aglomeraciones de peticionarios de asilo y de refugiados no han dado resultados positivos; más bien han generado nuevas situaciones de vulnerabilidad, esclavitud y pobreza. Al contrario, los programas de amplia acogida facilitan el encuentro personal, permiten una mejor calidad de los servicios y ofrecen mayores garantías de éxito.

Luego, proteger. Ya Benedicto XVI había subrayado que la experiencia migratoria suele hacer a las personas más vulnerables a la explotación, al abuso y a la violencia. Defender sus derechos inalienables, garantizar las libertades fundamentales y respetar su dignidad son tareas de las que nadie debería estar exento. Es un imperativo moral que hay que cumplir adoptando instrumentos jurídicos, internacionales y nacionales, claros y pertinentes; mediante opciones políticas de amplias miras, poniendo en marcha programas oportunos y humanizantes en la lucha contra los «traficantes de carne humana».

El tercer verbo, promover. No basta con proteger, sino que hay que promover el desarrollo humano integral de los migrantes, desplazados y refugiados. Según la doctrina social de la Iglesia el desarrollo es un derecho innegable de todo ser humano(CDSI 373-374). La promoción humana de los migrantes y sus familias comienza en las comunidades de origen, en las cuales se debe garantizar, junto con el derecho a emigrar, también el derecho a no tener que emigrar, o sea, el derecho a encontrar en su patria unas condiciones que le permitan realizar dignamente su existencia. A tal fin se debe alentar una cooperación internacional que, desligada de intereses partidistas, «genera futuro».

Por último, integrar. La integración, que no es ni asimilación ni incorporación, es un proceso fundado en el mutuo reconocimiento de la riqueza cultural del otro. No es opresión de una cultura sobre otra, como tampoco aislamiento recíproco, con el riesgo de que se formen guetos, tan nefastos como peligrosos. Quien llega a una patria de adopción está obligado, sin duda, a no cerrarse a la cultura y tradiciones del país que lo acoge, respetando ante todo sus leyes. Pero no hay que descuidar la dimensión familiar y comunitaria del proceso de integración, por lo que se deben favorecer las reagrupaciones familiares justas y verdaderas (CDSI 298). Por su parte, las poblaciones que acogen migrantes han de recibir ayuda para salir al encuentro del otro, del «diferente», comprender las culturas extrañas a sus tradiciones, apreciar las riquezas humanas y sociales que vienen de lejos y no juzgar sin conocer,

Para la comunidad cristiana, la integración pacífica de personas de diversas culturas es también un reflejo de su catolicidad, ya que la unidad, que no anula las diferencias étnicas y culturales, constituye una dimensión de la vida de la Iglesia.

 

Fuentes:

FRANCISCO:

Discurso en el Encuentro Mundial de los Movimientos Populares.

Discurso a los participantes en el Foro Internacional «Migraciones y Paz», Vaticano 21-2-2017.

Mensaje para la sesión inaugural de la 40° Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), 3-7-2017.

Mensaje para la 100ªJornada Mundial del Emigrante y del Refugiado.

Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Ciudad del Vaticano, Sala Regia, 12-1-2015.

 

BENEDICTO XVI:

Mensaje para la 92ªJomada Mundial del Emigrante y del Refugiado, 18-10-2005.

Mensaje para la 99ª Jomada Mundial del Emigrante y del Refugiado, 12-10-2012.