La relación entre dinero y poder

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Papa Francisco: Meditación matutina, Capilla de la Domus Sanctae Marthae, 20-9-2013

Sí, el dinero puede usarlo el diablo, «el que divide», como sugiere la etimología de la palabra griega. Es significativo un pasaje de la Carta de San Pablo a Timoteo: «Los que quieren enriquecerse caen en la tentación del engaño de muchos deseos insensatos y dañinos, que ahogan a los hombres en la ruina y en la perdición» (1 Tm 6, 9). De hecho, la avidez -prosigue Pablo- «es la raíz de todos los males. Víctimas de este deseo, algunos se han desviado de la fe y se han buscado muchos tormentos» (1 Tm 6, 10).

El poder del dinero es tan fuerte que lleva incluso a desviarse de la fe, quita la fe, o al menos la debilita. Además, quienes obran así no comprenden nada y son maniáticos de cuestiones ociosas y de discusiones inútiles. De aquí es de donde «nacen las envidias, las luchas, las maledicencias, las malas sospechas, los conflictos de hombres corrompidos en la mente y privados de la verdad, que consideran la religión como fuente de lucro» (1 Tm 6, 4-5). Son palabras durísimas, estas del apóstol de los gentiles.

Los que se glorían de ser católicos solo porque van a misa, los que consideran que ser católicos es un estatus que no les exime de ir a lo suyo o incluso de hacer negocios sucios, estarían -como recordaba Pablo- corrompidos en la mente.

Sí, el dinero corrompe. No hay escapatoria.

Si uno elige la vía del dinero, al final será un corrupto y en muchos casos también corruptor.

El dinero seduce, lleva a deslizarse lentamente hacia la perdición.

Precisamente por eso Jesús es tan firme: no se puede servir a Dios y al dinero; o uno u otro. Esto no es comunismo, esto es Evangelio, es palabra de Jesús. Ciertamente, el dinero ofrece bienestar, aunque limitado: seguridad, comodidades…; y uno se siente importante. El bienestar limitado de por sí no se ha de despreciar, pero cuando es excesivo, sobreviene inevitablemente la vanidad. Nadie puede salvarse con el dinero, aunque es fuerte la tentación de perseguir la riqueza para sentirse poderosos, la vanidad para sentirse importantes, la vanagloria para revestirse no de caridad, sino de orgullo y soberbia.

Por eso Jesús dice que no se puede servir conjuntamente al ídolo dinero y al Dios vivo. O uno u otro.

Si uno de los primeros Padres de la Iglesia, Basilio de Cesárea, usaba una expresión especialmente fuerte («el dinero es el estiércol del diablo»), es porque crea idólatras, enferma la mente a base de orgullo, fabrica maníacos de cuestiones ociosas e incluso aleja de la fe.

El dinero corrompe.

El apóstol Pablo sugiere además tender a la justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad y a la paciencia. Contra la vanidad, contra el orgullo, hace falta mansedumbre, el camino de Dios: es el camino de la humildad de Cristo Jesús, que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecer a todos con su pobreza.

Existe una relación estrecha entre dinero y poder, como ya se ha comprendido.

Pero, al mismo tiempo, poder y dinero son distintos: si la gente pudiera elegir entre el poder por el poder, el poder «puro», y el dinero (que es solo un medio, potentísimo, pero un instrumento), elegiría el primero, porque a casi todos les gusta pensar que son Dios, al menos en su pequeño entorno.

El dinero da la ilusión de ser semejantes a Dios, sí, pero una sensación aún mayor la da el puro poder, la posibilidad de mandar, de «poseer» a los demás, sea un dominio universal o limitado al pequeño horizonte personal.

El poder que transforma al empresario en el pequeño dios de su empresa, al líder espiritual en el pequeño dios de su comunidad, al padre en el pequeño dios de su casa, al director en el pequeño dios de su escuela. El poder está en todas partes.

Por eso, dinero y poder están íntimamente conectados, porque sin dinero normalmente no se alcanza el poder, pero el deseo de poder puro es más profundo que el ansia de dinero.

La gente quiere tener dinero para tener poder sobre la vida, sobre la salud, sobre la incertidumbre, sobre el reconocimiento de los demás e incluso sobre la muerte.

También es verdad que el poder, la mayoría de las veces, llega después del dinero, porque este es el medio más poderoso para alcanzarlo.

Es cierto que demasiada gente idolatra el dinero en sí mismo, pero de un modo menos radical que con el poder en sí. No hay que pensar solo en el poder más tradicional, el de la política, sino en el que prolifera en el ámbito religioso o eclesiástico: el poder sobre las almas tiene una fuerza indiscutible, a veces nociva y perversa.

Un poder de esta naturaleza no necesariamente atribuye un papel excesivo al dinero. Es inútil negarlo. Existe un ejercicio del poder, y desgraciadamente también un abuso de poder, incluso en las comunidades religiosas, que no necesariamente pasa a través del poder del dinero.

Es mucho más potente y embriagador el control espiritual sobre la vida de los demás que el que pueda dar el dinero.

Hay que repetir que «el Evangelio no se puede anunciar con el poder humano».