Trabajo y Doctrina Social de la Iglesia

1931

El trabajo en  «Gaudium et spes»  

(Ricardo Antoncich – Jose Miguel Muñarriz)

 

Aunque la palabra «actividad» puede parecer más amplia que trabajo -hay actividades deportivas, artísticas, etc.-, sin embargo, el sentido que el concilio da a esta palabra es sinónimo de trabajo. Se refiere a la actividad transformadora del mundo, tanto interno del hombre mismo: «perfeccionar su vida», como el externo: «dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza». Esta actividad revierte en la comunidad de personas, puesto que «la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo» (GS 33).

El trabajo es, pues, la actividad central que «actualiza» todo lo anteriormente expuesto sobre la persona como ser solidario, la hace crecer en su ser y en su solidaridad.

El concilio quiere responder sobre todo a tres interrogantes: sentido y valor de la actividad, uso de lo producido por ella y finalidad del trabajo. El sentido y valor son explicados por la voluntad de Dios.

El trabajo «para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios» (GS 34). El ser imagen de Dios hace que el hombre deba «gobernar el mundo en justicia y santidad» (id) para glorificar a Dios. Todo trabajo, por humilde y pequeño que sea, participa del servicio a la vida, y de este modo se cumplen los designios de Dios en la historia.

Lo producido por el trabajo y el trabajo mismo debe orientarse al hombre como ser solidario. En tanto el trabajo es actividad que perfecciona a quien lo hace, tiene una dimensión inmanente (subjetiva, dirá Juan Pablo II); y en tanto produce objetos, tiene un aspecto transeúnte (objetivo). La perfección que da el trabajo al sujeto de él «es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse» (GS 35). «Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo» (id). Son precisamente los bienes de la justicia y fraternidad, frutos del trabajo, los que el concilio considera «reino de Dios» presente ya en este mundo, cuyo pleno sentido se desvelará en la escatología (cf GS 39).

En la actividad humana se refleja la ambigüedad del sentido que el hombre, desde su interioridad y en la convivencia con otros, da a su vida. Por eso, el concilio aborda el aspecto del pecado en el trabajo. «Las actividades humanas, a causa de la soberbia y del egoísmo, corren diario peligro» GS 37d).

Los dos pecados, soberbia y egoísmo, reflejan ruptura con dos relaciones fundamentales, Dios y los demás. El orgullo y la soberbia nacen de la satisfacción que el hombre siente al ver el propio progreso; el egoísmo, al no compartir ese progreso con los demás o construir el propio progreso a costa de los demás.

La tentación del orgullo es típica de la era de la secularización. El concilio aborda el problema distinguiendo entre una justa autonomía de lo temporal y una autonomía absoluta. La primera, que se mantiene relativa, sabe ordenar el orden autónomo (interno) de la ciencia y de la técnica a una finalidad (externa) que lo trasciende. En cambio, cuando la autonomía de lo temporal es entendida en sentido absoluto, sin referencia ninguna a otros valores, sobre todo éticos y religiosos, lleva al desorden y destrucción del hombre mismo. «Lo que hace que el mundo no sea ya el ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir el propio género humano» (GS 37). Se constituye en «alienación», nos dirá Juan Pablo II (Redemptor hominis 15).

El egoísmo es fruto de la subversión de valores, «pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno» (GS 37a).

Donde existió el pecado, sobreabundó la gracia. Y el evangelio se vuelve «evangelio del trabajo» cuando nos da la buena noticia del sentido escatológico del trabajo humano.

Este anuncio es hecho por Jesucristo, verbo de Dios, que por la encarnación entra en la historia y asume la condición del trabajo. Sin embargo, el trabajo más fundamental que realizó fue el anuncio del ser de Dios como amor, de la caridad como suprema perfección del hombre y, por tanto, de la esencial apertura del ser humano a la solidaridad. Pero la comunión humana exige el dominio de la tierra. Dominio y comunión constituyen vida humana, y responden así plenamente a la imagen de Dios, señor y trinidad.

Un doble aspecto se distingue en el trabajo: la transformación de la tierra y el establecimiento de las relaciones humanas. Los progresos técnicos sólo pueden ofrecer «el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo» (GS 35a). Lo decisivo es el campo de las relaciones humanas. Ambas dimensiones se exigen y se complementan. El espíritu de Dios distribuye sus carismas encaminando el trabajo hacia cada uno de estos aspectos y, sobre todo, llamando a otros a ser testigos de la vocación escatológica del hombre (GS 38a).

Gaudium et spes ofrece uno de los textos más claros sobre la relación entre escatología y trabajo en la historia. Su aporte, por un lado, relativiza el valor del trabajo y, por otro, lo absolutiza.

Se relativiza el trabajo cuando se dice que el progreso temporal no es el reino, aunque se relaciona con él «Hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo …; sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» (GS 39b).

Se absolutiza, sin embargo, el trabajo, cuando se afirma que los frutos que produce en la solidaridad humana no son exclusivos de la era temporal, sino que se proyectan, permanecen y se perfeccionan en la propia escatología. «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrados limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y gracia, reino de justicia, de amor, de paz. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección» (GS 39c).

Mantener el equilibrio entre la relativización y absolutización del trabajo, entre la subordinación del «material» del reino y lo que propiamente lo constituye ya en la historia y por ello permanece, aunque plenificado y transformado, hasta la vida eterna, es tarea difícil pero necesaria para dar al trabajo humano su sentido cristiano.

La unidad de la materia y del espíritu, de la tierra, del trabajo del hombre y de la acción de Dios, al mismo tiempo como realidad presente y como causa de vida eterna, en pocos lugares se ve tan clara como en los sacramentos. La materia entra en la economía sobrenatural; la materia corpórea pertenece al signo visible, significando y comunicando la gracia. En los sacramentos, la materia alcanza su densidad y significación más profunda. Las bendiciones de la Iglesia se extienden no sólo a las personas, sino a los instrumentos de su vida: casa, pozo, campo, prado, viña, comida, horno para fundir metales, máquina tipográfica, barcos, ferrocarril, instrumentos para escalar … Todo ello tiene su lugar en el ritual romano (C. V. TRUHLAR, SJ, Labor christianus?, 1963).

El concilio ve en la eucaristía el sacramento por excelencia: «El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza cultivados por el hombre se convierten en el cuerpo y sangre glorioso con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial» (GS 38b).

El sacramento eucarístico como memorial de pascua, como representación de la entrega de Jesús, de su donación total por la redención de sus hermanos, se vuelve un «nudo» de símbolos, donde el trabajo del hombre y los frutos de la tierra se hacen signo de vida temporal y eterna.

La valoración cristiana del trabajo es presentada en forma clara y completa por la encíclica dedicada a este tema, Laborem exercens. El análisis del pensamiento de Juan Pablo II en esta encíclica nos permitirá articular en forma sistemática las diversas dimensiones del trabajo. Sin embargo, no podemos aislar su doctrina del conjunto de enseñanzas del magisterio que le preceden. Hemos visto apuntar ya en Gaudium et spes algunos de los temas, como el trabajo en su dimensión objetiva y subjetiva, la alienación de la técnica y la referencia última del trabajo hacia la plenitud escatológica.

Otros textos nos ayudan a profundizar el valor del trabajo y los derechos que derivan de él. Nuevamente la GS, en otra sección dedicada a la vida económico-social, habla del trabajo.

«El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio, o en los servicios, es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos».

«Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia: por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar,. según propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común» (GS 67).

Pablo VI retorna y ahonda estas ideas: «El trabajo ha sido querido y bendecido por Dios; el hombre debe cooperar con el Creador en la perfección de la creación … Aplicándose a una materia que se le resiste, el trabajador le imprime su sello, mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de invención. Más aún; viviendo en común, participando de una misma esperanza, de un sufrimiento, de una ambición y de una alegría, el trabajo une las voluntades, aproxima los espíritus y funde los corazones; al realizarlo, los hombres descubren que son hermanos» (PP 27).

La valoración cristiana del trabajo tiene una larga tradición. Ya León XIII señaló en el trabajo dos dimensiones: «personal, en cuanto que la energía que opera es inherente a la persona»; y «necesario, por cuanto el fruto de su trabajo es necesario al hombre para defensa de su vida, defensa a que le obliga la naturaleza misma de las cosas, a la que hay que plegarse por encima de todo» (RN 32).

De esta afirmación deduce León XIII la existencia de una norma de «justicia natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes» (id), en virtud de la cual la remuneración del trabajo no puede ser determinada por criterios positivistas o de mercado, sino por principios superiores de derecho natural.

León XIII intuye en el problema del trabajo, de su valor y de su justa remuneración la clave para entender el problema de la violencia social. Sorprendentemente coloca esta violencia en la violación del salario justo, aun antes de cualquier acción reivindicativa por parte de los trabajadores. «Por tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el medio de un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia contra la cual reclama la justicia» (RN 32).

Del trabajo fluyen, por tanto, una serie de derechos que pueden ser violados, a veces «institucionalmente» por la legalidad, pero no por la justicia de una ley. Siendo el medio de subsistencia, el primer derecho fundamental del trabajo es el acceso al trabajo; y después de realizado, los derechos que fluyen como la justa remuneración, la cual lleva en sí misma la capacidad de llegar a la propiedad tanto de los medios de producción como de los de consumo.