UNIVERSITARIOS

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DISCURSO EN EL JUBILEO DE LOS PROFESORES UNIVERSITARIOS

Sábado 9 de septiembre

Amadísimos profesores universitarios: 

  1. Me alegra encontrarme con vosotros en este año de gracia, en el que Cristo nos llama con fuerza a una adhesión de fe más convencida y a una profunda renovación de vida. Os agradezco sobre todo el compromiso que habéis manifestado en los encuentros espirituales y culturales que han caracterizado estas jornadas. Al veros, mi pensamiento se ensancha en un saludo cordial a los profesores universitarios de todas las naciones, así como a los estudiantes confiados a su guía en el camino, fatigoso y gozoso a la vez, de la investigación. Saludo asimismo al senador Ortensio Zecchino, ministro de Universidades, que está aquí con nosotros en representación del Gobierno italiano.

Los ilustres profesores que acaban de tomar la palabra me han permitido hacerme una idea de cuán rica y articulada ha sido vuestra reflexión. Les doy las gracias de corazón. Este encuentro jubilar ha constituido para cada uno de vosotros una ocasión propicia para verificar en qué medida el gran acontecimiento que celebramos, la encarnación del Verbo de Dios, ha sido acogido como principio vital que informa y transforma toda la vida.

Sí, porque Cristo no es el signo de una vaga dimensión religiosa, sino el lugar concreto en el que Dios hace plenamente suya, en la persona del Hijo, nuestra humanidad. Con él “el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre” (Fides et ratio, 12). Esta “kénosis” de Dios, hasta el “escándalo” de la cruz (cf. Flp 2, 7), puede parecer una locura para una razón orgullosa de sí. En realidad, es “fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Co 1, 23-24) para cuantos se abren a la sorpresa de su amor. Vosotros estáis aquí para dar testimonio de él.

  1. El tema de fondo sobre el que habéis reflexionado, La universidad para un nuevo humanismo, encaja muy bien en el redescubrimiento jubilar de la centralidad de Cristo. En efecto, el acontecimiento de la Encarnación toca al hombre en profundidad e ilumina sus raíces y su destino, y lo abre a una esperanza que no defrauda. Como hombres de ciencia, os interrogáis continuamente sobre el valor de la persona humana. Cada uno podría decir, con el antiguo filósofo:  “Busco al hombre”.

Entre las numerosas respuestas dadas a esta búsqueda fundamental, habéis acogido la respuesta de Cristo, que brota de sus palabras pero, mucho más, brilla en su rostro. Ecce homo:  “he aquí el hombre” (Jn 19, 5). Pilato, mostrando a la muchedumbre exaltada el rostro desfigurado de Cristo, no imaginaba que se convertiría, en cierto sentido, en portavoz de una revelación. Sin saberlo, señalaba al mundo a Cristo, en quien todo hombre puede reconocer su raíz, y de quien todo hombre puede esperar su salvación. Redemptor hominis:  esta es la imagen de Cristo que, ya desde mi primera encíclica, he querido “gritar” al mundo, y que este Año jubilar quiere hacer resonar en las mentes y en los corazones.

  1. Inspirándoos en Cristo, que revela el hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22), en los congresos celebrados durante estos días habéis querido reafirmar la exigencia de una cultura universitaria verdaderamente “humanística”. Y, ante todo, en el sentido de que la cultura debe ser a medida de la persona humana, superando las tentaciones de un saber plegado al pragmatismo o disperso en las infinitas expresiones de la erudición y, por tanto, incapaz de dar sentido a la vida.

Por esta razón, habéis reafirmado que no existe contradicción, sino más bien un nexo lógico, entre la libertad de la investigación y el reconocimiento de la verdad, a la que tiende precisamente la investigación, a pesar de los límites y las fatigas del pensamiento humano. Hay que subrayar este aspecto, para no caer en el clima relativista que insidia a gran parte de la cultura actual. En realidad, si no está orientada hacia la verdad, que debe buscar con actitud humilde, pero al mismo tiempo confiada, la cultura está destinada a caer en lo efímero, abandonándose a la volubilidad de las opiniones y, quizá, cediendo a la prepotencia, a menudo engañosa, de los más fuertes.

Una cultura sin verdad no es una garantía para la libertad, sino más bien un riesgo. Ya lo dije en otra ocasión:  “las exigencias de la verdad y la moralidad no menoscaban ni anulan nuestra libertad, sino que, por el contrario, le permiten crecer y la liberan de las amenazas que lleva en su interior” (Discurso a la III asamblea general de la Iglesia italiana en Palermo, 23 de noviembre de 1995, n. 3:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1995, p. 7). En este sentido, sigue siendo perentoria la advertencia de Cristo:  “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32).

  1. Arraigado en la perspectiva de la verdad, el humanismo cristiano implica ante todo la apertura al Trascendente. Aquí residen la verdad y la grandeza del hombre, la única criatura del mundo visible capaz de tomar conciencia de sí, reconociéndose envuelta por el misterio supremo al que la razón y la fe juntas dan el nombre de Dios. Es necesario un humanismo en el que el horizonte de la ciencia y el de la fe ya no estén en conflicto.

Sin embargo, no podemos contentarnos con un acercamiento ambiguo, como el que favorece una cultura que duda de la capacidad de la razón de alcanzar la verdad. Por este camino se corre el riesgo del equívoco de una fe reducida al sentimiento, a la emoción, al arte, en síntesis, una fe privada de todo fundamento crítico. Pero esta no sería la fe cristiana, que, por el contrario, exige una adhesión razonable y responsable a cuanto Dios ha revelado en Cristo. La fe no brota de las cenizas de la razón. Os exhorto vivamente a todos vosotros, hombres de la universidad, a realizar todos los esfuerzos posibles para reconstruir un horizonte del saber abierto a la Verdad y al Absoluto.

  1. Sin embargo, debe quedar claro que esta dimensión “vertical” del saber no implica ningún aislamiento intimista; al contrario, se abre por su misma naturaleza a las dimensiones de la creación. ¡No podía ser de otra forma! Al reconocer al Creador, el hombre reconoce el valor de las criaturas. Abriéndose al Verbo encarnado, acoge también todo lo que ha sido hecho por él (cf. Jn 1, 3) y por él ha sido redimido. Por eso, es necesario redescubrir el sentido original y escatológico de la creación, respetándola en sus exigencias intrínsecas, pero, al mismo tiempo, disfrutándola desde la libertad, responsabilidad, creatividad, alegría, “descanso” y contemplación.

Como nos lo recuerda una espléndida página del concilio Vaticano II, “gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, (el hombre) entra en la verdadera posesión del mundo como quien no tiene nada y lo posee todo. “Pues todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios” (1 Co 3, 22-23)” (Gaudium et spes, 37).

Hoy la más atenta reflexión epistemológica reconoce la necesidad de que las ciencias del hombre y las de la naturaleza vuelvan a encontrarse, para que el saber recupere una inspiración profundamente unitaria. El progreso de las ciencias y de las tecnologías pone hoy en las manos del hombre posibilidades magníficas, pero también terribles. La conciencia de los límites de la ciencia, considerando las exigencias morales, no es oscurantismo, sino salvaguardia de una investigación digna del hombre y al servicio de la vida.

Amadísimos hombres de la investigación científica, haced que las universidades se transformen en “laboratorios culturales” en los que dialoguen constructivamente la teología, la filosofía, las ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza, considerando la norma moral como una exigencia intrínseca de la investigación y condición de su pleno valor en el acercamiento a la verdad.

  1. El saber iluminado por la fe, en vez de alejarse de los ámbitos de la vida diaria, está presente en ellos con toda la fuerza de la esperanza y de la profecía. El humanismo que deseamos promueve una visión de la sociedad centrada en la persona humana y en sus derechos inalienables, en los valores de la justicia y de la paz, en una correcta relación entre personas, sociedad y Estado, y en la lógica de la solidaridad y de la subsidiariedad. Es un humanismo capaz de infundir un alma al mismo progreso económico, para “promover a todos los hombres y a todo el hombre” (Populorum progressio, 14; cf. Sollicitudo rei socialis, 30).

En particular, es urgente que trabajemos para salvaguardar plenamente el verdadero sentido de la democracia, auténtica conquista de la cultura. En efecto, sobre este tema se perfilan tendencias preocupantes, cuando se reduce la democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la aceptabilidad moral de una ley. En realidad, “el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. (…) En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles “mayorías” de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto “ley natural” inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil” (Evangelium vitae, 70).

  1. Queridísimos profesores, también la universidad, al igual que otras instituciones, experimenta las dificultades de la hora actual. Y, sin embargo, sigue siendo insustituible para la cultura, con tal de que no extravíe su originaria figura de institución entregada a la investigación y, al mismo tiempo, a una función formativa vital y, diría, “educativa”, en beneficio sobre todo de las jóvenes generaciones. Hay que poner esta función en el centro de las reformas y de las adaptaciones que también esta antigua institución puede necesitar para adecuarse a los tiempos.

Con su valor humanístico, la fe cristiana puede ofrecer una contribución original a la vida de la universidad y a su tarea educativa, en la medida en que se dé testimonio de ella con fuerza de pensamiento y coherencia de vida, mediante un diálogo crítico y constructivo con cuantos promueven una inspiración diversa. Espero que esta perspectiva se profundice también en los encuentros mundiales en los que participarán próximamente los rectores, los dirigentes administrativos de las universidades, los capellanes universitarios y los mismos alumnos en su foro internacional.

  1. Ilustrísimos profesores, en el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que no deja de irradiar valores culturales, humanísticos y éticos para una correcta visión de la vida y de la historia. Estad profundamente convencidos de esto, y convertidlo en criterio de vuestro compromiso.

La Iglesia, que ha desempeñado históricamente un papel de primer orden en el mismo nacimiento de las universidades, sigue mirándolas con profundo aprecio, y espera de vosotros una contribución decisiva para que esta institución entre en el nuevo milenio reencontrándose plenamente a sí misma como lugar donde se desarrollan de modo cualificado la apertura al saber, la pasión por la verdad y el interés por el futuro del hombre. Ojalá que este encuentro jubilar deje dentro de cada uno de vosotros un signo indeleble y os infunda nuevo vigor para esta ardua tarea.

Con este deseo, en nombre de Cristo, Señor de la historia y Redentor del hombre, os imparto a todos con gran afecto la bendición apostólica.

HOMILÍA EN EL JUBILEO DE LOS PROFESORES UNIVERSITARIOS

Domingo 10 de septiembre de 2000

  1. “Todo lo ha  hecho  bien:  hace  oír a los sordos y hablar a los mudos” (Mc7, 37).

En el clima jubilar de esta celebración estamos invitados, ante todo, a compartir el asombro y la alabanza de cuantos asistieron al milagro narrado en el texto evangélico que acabamos de escuchar. Como tantos otros episodios de curación, este testimonia la llegada, en la persona de Jesús, del reino de Dios. En Cristo se cumplen las promesas mesiánicas anunciadas por el profeta Isaías:  “Los oídos del sordo se abrirán, (…) la lengua del mudo cantará” (Is 35, 5-6). En él se ha abierto, para toda la humanidad, el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 17-21).

Este año de gracia atraviesa los tiempos, marca ya toda la historia; es principio de resurrección y de vida, que implica no sólo a la humanidad, sino también a la creación (cf. Rm 8, 19-22). Estamos aquí para renovar la experiencia de ese año de gracia, en este jubileo de las universidades, que os reúne a vosotros, ilustres rectores, profesores, administradores y capellanes, que habéis acudido de varios países, y a vosotros, amadísimos estudiantes, procedentes de todo el mundo. A todos vosotros os dirijo mi cordial saludo. Agradezco la presencia de los señores cardenales y obispos concelebrantes. Saludo también al señor ministro de Universidades y a las demás autoridades aquí reunidas.

  1. “¡Effetá!, ¡ábrete!” (Mc 7, 34). Esta palabra, pronunciada por Jesús en la curación del sordomudo, resuena hoy para nosotros; es una palabra sugestiva, de gran intensidad simbólica, que nos llama a abrirnos a la escucha y al testimonio.

El sordomudo, del que habla el Evangelio, ¿no evoca acaso la situación de quien no logra establecer una comunicación que dé sentido verdadero a la existencia? En cierto modo, nos hace pensar en el hombre que se encierra en una supuesta autonomía, en la que termina por encontrarse aislado con respecto a Dios y, a menudo, también con respecto a su prójimo. Jesús se dirige a este hombre para restituirle la capacidad de abrirse al Otro y a los demás, con una actitud de confianza y de amor gratuito. Le ofrece la extraordinaria oportunidad de encontrar a Dios, que es amor y se deja conocer por quien ama. Le ofrece la salvación.

Sí, Cristo abre al hombre al conocimiento de Dios y de sí mismo. Lo abre a la verdad, porque él es la verdad (cf. Jn 14, 6), tocándolo interiormente y curando así “desde dentro” todas sus facultades. Amadísimos hermanos y hermanas comprometidos en el ámbito de la investigación y del estudio, esta palabra constituye para vosotros una exhortación a abrir vuestro espíritu a la verdad que libera. Al mismo tiempo, la palabra de Cristo os llama a convertiros en intermediarios, ante muchedumbres de jóvenes, de este “effetá”, que abre el espíritu a la acogida de uno u otro aspecto de la verdad en los diversos campos del saber. Visto desde esta perspectiva, vuestro compromiso diario se convierte en seguimiento de Cristo por el camino del servicio a los hermanos en la verdad del amor.

Cristo es aquel que “todo lo ha hecho bien” (Mc 7, 37). Es el modelo que debéis contemplar constantemente para que vuestra actividad académica preste un servicio eficaz a la aspiración humana a un conocimiento cada vez más pleno de la verdad. 3. “Decid a los cobardes de corazón:  “Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios (…) que os salvará”” (Is 35, 4). Amadísimos profesores y estudiantes, en estas palabras de Isaías también se inscribe muy bien vuestra misión. Todos los días os comprometéis a anunciar, defender y difundir la verdad. A menudo se trata de verdades relacionadas con las más diversas realidades del cosmos y de la historia. No siempre, como en los ámbitos de la teología y de la filosofía, el discurso aborda directamente el problema del sentido último de la vida y la relación con Dios. Sin embargo, este sigue siendo el horizonte más vasto de todo pensamiento. También en las investigaciones sobre aspectos de la vida que parecen completamente alejados de la fe, se esconde un deseo de verdad y de sentido que va más allá de lo particular y de lo contingente.

Cuando el hombre no es espiritualmente “sordo y mudo”, todo itinerario del pensamiento, de la ciencia y de la experiencia le hace ver también un reflejo del Creador y suscita un deseo de él, con frecuencia escondido y quizá incluso reprimido, pero indeleble. Esto lo había comprendido muy bien san Agustín, que exclamaba:  “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta  que  descanse  en  ti” (Confesiones I, 1, 1).

Vuestra vocación de estudiosos y profesores que habéis abierto el corazón a Cristo consiste en vivir y testimoniar eficazmente esta relación entre cada uno de los saberes y el “saber” supremo que se refiere a Dios y que, en cierto sentido, coincide con él, con su Verbo encarnado y con el Espíritu de verdad que él nos ha dado. Así, con vuestra contribución, la universidad se convierte en el lugar del effetá, donde Cristo, sirviéndose de vosotros, sigue realizando el milagro de abrir los oídos y los labios, suscitando una nueva escucha y una auténtica comunicación.

La libertad de investigación no debe temer este encuentro con Cristo. No perjudica el diálogo y el respeto a las personas, ya que la verdad cristiana, por su misma naturaleza, se propone y jamás se impone, y su punto fundamental es el profundo respeto del “sagrario de  la  conciencia”  (Redemptoris missio, 39; cf. Redemptor hominis, 12; Dignitatis humanae, 3). 4. Nuestro tiempo es una época de grandes transformaciones, que afectan también al mundo universitario. El carácter humanístico de la cultura se manifiesta a veces de manera marginal, mientras que se acentúa la tendencia a reducir el horizonte del conocimiento a lo que es mensurable y a descuidar toda cuestión relativa al significado último de la realidad. Podríamos preguntarnos qué hombre prepara hoy la universidad.

Frente a los desafíos de un nuevo humanismo que sea auténtico e integral, la universidad necesita personas atentas a la palabra del único Maestro; necesita profesionales cualificados y testigos creíbles de Cristo. Ciertamente, es una misión difícil, que exige empeño constante, se alimenta de la oración y del estudio, y se expresa en la normalidad de la vida diaria.

Esta misión se apoya en la pastoral universitaria, que es al mismo tiempo atención espiritual a las personas y acción eficaz de animación cultural, en la que la luz del Evangelio orienta y humaniza los itinerarios de la investigación, del estudio y de la didáctica. El centro de esa acción pastoral son las capillas universitarias, donde, profesores, alumnos y personal encuentran apoyo y ayuda para su vida cristiana. Situadas como lugares significativos en el marco de la universidad, sostienen el compromiso de cada uno en las formas y en los modos que el ambiente universitario sugiere:  son lugares del espíritu, palestras de virtudes cristianas, casas acogedoras y abiertas, y centros vivos y propulsores de animación cristiana de la cultura, mediante el diálogo respetuoso y sincero, la propuesta clara y motivada (cf. 1 P 3, 15) y el testimonio que interroga y convence.

  1. Queridos hermanos, es para mí una gran alegría celebrar hoy con vosotros el jubileo de las universidades. Vuestra multitudinaria y cualificada presencia constituye un signo elocuente de la fecundidad cultural de la fe.

Al fijar su mirada en el misterio del Verbo encarnado (cf. Incarnationis mysterium, 1), el hombre se encuentra a sí mismo (cf. Gaudium et spes, 22). Experimenta, además, una íntima alegría, que se expresa con el mismo estilo interior del estudio y de la enseñanza. La ciencia supera así los límites que la reducen a mero proceso funcional y pragmático, para encontrar de nuevo su dignidad de investigación al servicio del hombre en su verdad total, iluminada y orientada por el Evangelio.

Amadísimos profesores y alumnos, esta es vuestra vocación:  hacer de la universidad el ambiente en el que se cultiva el saber, el lugar donde la persona encuentra perspectivas, sabiduría y estímulos para el servicio cualificado de la sociedad.

Encomiendo vuestro camino a María, Sedes sapientiae, cuya imagen os entrego hoy, para que la acojáis, como maestra y peregrina, en las ciudades universitarias del mundo. Ella, que sostuvo con su oración a los Apóstoles en los albores de la evangelización, os ayude también a vosotros a animar con espíritu cristiano el mundo universitario.

DISCURSO A LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN

13 de abril de 2000

 Hermanos y hermanas de la Universidad católica del Sagrado Corazón: 

  1. Os doy a todos mi más cordial bienvenida. Saludo, ante todo, al rector magnífico, profesor Sergio Zaninelli, cuyo noble discurso he escuchado con atención, apreciando la claridad con que ha recordado los valores fundamentales que inspiraron, hace ochenta años, la fundación de la universidad católica y que deben seguir orientando la vida de cuantos también hoy forman parte de ella.

Saludo al cardenal Angelo Sodano, que ha celebrado la santa misa para vosotros; saludo al presidente y a los demás miembros del instituto Toniolo, a los vicerrectores, a los directores y a los profesores. Extiendo, asimismo, mi saludo a vosotros, queridos estudiantes, al personal administrativo y auxiliar, en servicio o jubilados, a los amigos de la universidad y a todos los que, en los diferentes niveles, componen vuestra gran familia. 2. Habéis venido juntos de las sedes de Milán, Roma, Brescia y Piacenza, para realizar  vuestra  peregrinación jubilar, que tiene lugar al término del 40° aniversario del fallecimiento del padre Agostino Gemelli y en vísperas de las celebraciones del 80° aniversario de la fundación de vuestro ateneo, que tuvo lugar en diciembre de 1920. Otros lo habían deseado y preparado desde hacía mucho tiempo. Pienso, en particular, en el profesor Giuseppe Toniolo, cuyo nombre está unido significativamente a vuestra institución fundadora. Pero fue mérito del padre Gemelli realizar esta obra de la que todos los católicos italianos se sienten orgullosos.

La coincidencia con ese inminente aniversario confiere a vuestra peregrinación una connotación particular:  os impulsa a redescubrir vuestras raíces. Y ¡cómo no recordar, en el marco del Año santo, que en los orígenes de vuestra institución hubo una gracia de “conversión”! El descubrimiento de Cristo, en la intensidad propia de la tradición franciscana, proporcionó a Agostino Gemelli la clarividente sabiduría y la indómita valentía con las que dio vida al espléndido complejo de personas y obras, de estudio y acción, que es vuestra universidad.

Al venir a celebrar vuestro jubileo, seguís las huellas de vuestro fundador y de numerosos maestros espirituales que han honrado, a lo largo de los años, vuestra institución. Recuerdo, en especial, al profesor Giuseppe Lazzati, rector de la universidad no hace muchos años, quien, durante el Concilio, dio una contribución iluminadora a la discusión de algunos temas. Ojalá que emuléis su sabiduría y su coherencia de vida.

  1. Como bien sabéis, hace algunos años dirigí a las universidades católicas la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae que hoy, a la luz del jubileo, cobra renovada actualidad. Me complace recordaros, sobre todo, un pasaje de dicha constitución, precisamente el relativo a la unidad profunda que debe existir en una universidad católica entre las actividades académicas y las iniciativas pastorales. En relación con estas últimas, escribí:  “La pastoral universitaria es aquella actividad de la universidad que ofrece a los miembros de la comunidad la ocasión de coordinar el estudio académico y las actividades para-académicas con los principios religiosos y morales, integrando de esta manera la vida con la fe. Dicha pastoral concretiza la misión de la Iglesia en la universidad y forma parte  integrante de su actividad y de su estructura. Una comunidad universitaria preocupada por promover el carácter católico de la institución, debe ser consciente de esta dimensión pastoral y sensible al modo en que ella puede influir sobre todas sus actividades” (n. 38).

Os recomiendo, queridos alumnos y profesores, que persigáis con todas vuestras energías el ideal para el cual la pastoral no es algo que hay que hacer junto con otras cosas, sino una dimensión que abarca todo lo que se hace, coordinándolo con el proyecto educativo propio de una universidad católica. De este modo, la universidad se transforma en una gran comunidad educativa en la que los alumnos, los profesores y el personal técnico-administrativo colaboran para alcanzar el mismo objetivo, es decir, asegurar a los jóvenes estudiantes una formación integral digna de este nombre.

  1. Cuando hablo de “formación”, mi pensamiento va espontáneamente al ejemplo que Jesús, Maestro, nos dio y que nos conservaron los evangelios. Jesús es el “maestro bueno” (cf. Mc 10, 17), el maestro manso y humilde de corazón (cf. Mt 11, 29), el maestro por excelencia. Todos debemos inspirarnos en su pedagogía si queremos estar a la altura de la tarea que se nos ha confiado. La pedagogía de Jesús está impregnada de sabiduría, prudencia y paciencia; es una pedagogía atenta a los demás, capaz de interpretar las exigencias y las expectativas, siempre dispuesta a dejarse interpelar por las diferentes situaciones humanas.

Al dirigirme sobre todo a vosotros, queridos profesores de la Universidad católica del Sagrado Corazón, deseo daros una consigna:  sed verdaderos y auténticos educadores; esforzaos por mostrar claramente en qué proyecto educativo os inspiráis, dando razón, como verdaderos discípulos de Cristo, de vuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Vuestro compromiso y vuestro honor deben consistir en ofrecer a la Iglesia y al país jóvenes bien preparados profesionalmente, ciudadanos políticamente sensibles y, en especial, cristianos iluminados e intrépidos.

  1. En vuestra peregrinación habéis cruzado la Puerta santa, símbolo de Cristo, que abre al hombre el ingreso en la vida de comunión con Dios. Entrar por esta puerta significa convertir profundamente a Cristo los propios pensamientos y la propia vida. El mismo compromiso cultural está íntimamente animado por esta elección.

El estudioso cristiano, profesor y alumno, se distingue por su capacidad de conjugar el rigor de la investigación científica con la certeza de la fe en que Jesucristo, como Verbo eterno de Dios, es la verdad en su sentido más pleno. De ahí su vocación a investigar, analizar y explicar cada una de las verdades a la luz de Cristo, verdad absoluta, acompañando el estudio con la oración y la coherencia de vida. Sed conscientes de esta vocación. No os canséis de convertir vuestro corazón al único Salvador, a cuyo Corazón está consagrada vuestra institución.

Sé que en este período os estáis dedicando a reflexionar sobre las medidas que será necesario tomar con la inminente reforma del sistema universitario; es una reforma exigente y compleja, que también presenta aspectos de innovación radical. Precisamente por eso interpela los valores de fondo de vuestro ser y obrar. Estoy seguro de que también en esta ocasión interpretaréis las exigencias de transformación de modo sabio, siendo coherentes con la inspiración cristiana que caracteriza a vuestro ateneo y estando en sintonía con las indicaciones del Magisterio. La tradición de autonomía, de la que habéis gozado siempre, os permitirá afrontar los próximos cambios de manera que se garantice la libertad que desde siempre es condición esencial para el desarrollo de la ciencia. Además, sigue siendo de vital interés para vuestra universidad la promoción de un íntimo nexo -que, por otra parte, ya existe en gran medida- entre vuestras estructuras y la Iglesia que está en Italia, a partir de un fecundo vínculo con la Conferencia episcopal italiana y con el proyecto cultural impulsado por ella, para una presencia más decisiva en el país, en los diversos ámbitos culturales y especialmente en el campo de la revisión del sistema formativo.

  1. Es obvio que esta atención específica a vuestra identidad y a la pastoral de la Iglesia no se debe interpretar ni como aislamiento cultural ni como intolerancia y renuncia al diálogo. Por lo demás, ya en la experiencia comunitaria cristiana propia de la universidad católica es preciso ejercitarse en el espíritu de escucha recíproca, recordando que la diversidad de dones, que el mismo Espíritu distribuye como quiere (cf. 1 Co 12, 11), constituye la riqueza de la comunidad cristiana. Por lo que respecta a la sociedad civil, la Universidad católica del Sagrado Corazón afronta hoy un desafío formidable, dado que debe prestar su servicio en el areópago de culturas diversas que también van entrelazándose en Italia, al igual que en muchos otros países del mundo. El hecho de que vuestra universidad sea “católica” la obliga a conjugar las exigencias imprescindibles de su pertenencia eclesial con una apertura cordial a toda propuesta cultural seria, con una actitud de reflexión crítica sobre el presente y el futuro de una sociedad que se está transformando en pluriétnica y plurirreligiosa.
  2. Mientras cada uno de vosotros deposita bajo la mirada del Señor los propósitos de su propio corazón, os repito, como en otras circunstancias:  sed conscientes de lo que os exige el título de católica que lleva vuestra universidad. Ello no mortifica, sino que exalta vuestro compromiso en favor de los valores humanos auténticos.

Sentíos orgullosos de pertenecer a la “Católica”, y esforzaos por estar a la altura de las responsabilidades que esto implica. Lo exige el recuerdo de vuestra tradición, lo pide la naturaleza misma de vuestra institución y lo impone la admirable misión educativa que se os ha confiado.

“Es hora de grandes tareas -escribía el padre Gemelli en el lejano 1940-. Dondequiera que os encontréis, tomad conciencia de vuestra misión. Sed llamas que arden, iluminan, guían y consuelan” (Foglio agli studenti, octubre de 1940).

Hago mía esa recomendación y os la dejo como consigna, invocando sobre vuestros propósitos e iniciativas la asistencia materna de la Virgen, Sedes sapientiae. Con estos sentimientos, os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, y a todos los que trabajan en el ámbito de vuestra universidad, una especial bendición apostólica.

DISCURSO EN LA INAUGURACIÓN DEL CURSO DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN

Jueves 9 de noviembre de 2000

Rector magnífico; ilustres decanos; distinguidos profesores; señores médicos y auxiliares; amadísimos estudiantes: 

  1. Me alegra mucho poder encontrarme de nuevo con vosotros, correspondiendo a la visita que me hicisteis el pasado 13 de abril en la basílica de San Pedro, cuando la Universidad católica quiso celebrar su jubileo de manera solemne.

En esta solemne ocasión, me encuentro con toda la realidad de la Universidad católica. Por tanto, no sólo os saludo de corazón a vosotros aquí presentes, sino también a quienes están en conexión con nosotros desde las sedes que el ateneo tiene en Milán, Brescia y Piacenza. Dirijo un saludo especial al cardenal Camillo Ruini, mi vicario general para la diócesis de Roma y presidente de la Conferencia episcopal italiana, así como a las demás ilustres personalidades y autoridades civiles y religiosas que nos honran con su presencia. Agradezco de corazón al honorable Emilio Colombo, presidente del Instituto Toniolo, y al profesor Sergio Zaninelli, rector magnífico de la Universidad, las nobles palabras que me han dirigido.

  1. Vengo a alegrarme con vosotros por el octogésimo aniversario de la Universidad católica del Sagrado Corazón y del Instituto “Giuseppe Toniolo” de estudios superiores, al que el padre Gemelli, el ardiente franciscano que está en vuestros orígenes, confió la fundación de esta Universidad católica y la tarea de sostenerla y velar por ella en adelante. A juzgar por la vitalidad que la Universidad ha demostrado durante estos ochenta años, esa tarea se ha cumplido eficazmente. El hecho de dar al Instituto el nombre del venerable Toniolo, que preparó los tiempos y el terreno de la Universidad con una vida entregada totalmente a la causa de la “cultura cristiana”, fue una indicación programática puesta en el código genético de este ateneo. Consagrado con santa audacia al Sagrado Corazón, vive desde entonces para mostrar la íntima armonía de fe y razón y, al mismo tiempo, para formar profesionales y científicos que sepan realizar una síntesis entre Evangelio y cultura, esforzándose por hacer del compromiso cultural un camino de santidad.
  2. Cultura y santidad. Al pronunciar este binomio, no debemos temer establecer una relación indebida. Al contrario, estas dos dimensiones, bien entendidas, se encuentran en la raíz, se alían con naturalidad en el camino y coinciden en la meta final.

Se encuentran en la raíz. ¿No es Dios, el tres veces Santo (cf. Is 6, 3), la fuente de toda luz para nuestra inteligencia? Si vamos hasta el fondo de las cosas, detrás de cada conquista cultural se encuentra el misterio. En efecto, toda realidad creada remite, más allá de sí misma, a Dios, que es su fuente última y su fundamento. Además, el hombre, precisamente mientras investiga y aprende, reconoce su condición de criatura, experimenta una admiración siempre nueva ante los dones inagotables del Creador, y se proyecta con su inteligencia y su voluntad hacia lo infinito y lo absoluto. Una cultura auténtica no puede por menos de manifestar el signo de la saludable inquietud esculpida admirablemente por san Agustín al inicio de sus Confesiones:  “Nos has creado para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti” (Conf., I, 1).

  1. Por tanto, los compromisos cultural y espiritual, lejos de excluirse o de estar en tensión entre sí, se sostienen recíprocamente. Ciertamente, la inteligencia tiene sus leyes y sus itinerarios, pero puede beneficiarse mucho de la santidad de la persona que investiga. En efecto, la santidad pone al estudioso en una condición de mayor libertad interior, da mayor sentido a su esfuerzo, y sostiene su trabajo con la contribución de las virtudes morales que forjan hombres auténticos y maduros. ¡El hombre no se puede dividir! Si tiene valor el antiguo dicho:  “Mens sana in corpore sano”, con mayor razón se puede decir:  “Mens sana in vita sancta”. El amor a Dios, con la adhesión coherente a sus mandamientos, no mortifica, sino que exalta el vigor de la inteligencia, favoreciendo el camino hacia la verdad. Cultura y santidad es, por tanto, el binomio “vencedor” para la construcción del humanismo pleno cuyo modelo supremo es Cristo, revelador de Dios y revelador del hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22). Las aulas de una universidad católica deben ser un laboratorio cualificado de este humanismo.
  2. A este propósito, es providencial que mi encuentro con vosotros coincida con el décimo aniversario de la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, que firmé el 15 de agosto de 1990.

Como es sabido, en ella describí las características imprescindibles de una universidad católica, definiéndola “lugar primario y privilegiado para un provechoso diálogo entre Evangelio y cultura” (n. 43). Permitidme que os vuelva a entregar este documento, confiando en que realicéis una relectura atenta y comprometedora, para que vuestra Universidad, honrando plenamente la intuición de su fundador, encarne cada vez mejor este ideal. No os separa del estilo de las otras universidades, y mucho menos del diálogo constructivo con la sociedad civil; al contrario, os pide que estéis presentes en ella con una contribución específica, siendo fieles a las exigencias cristianas y eclesiales inscritas en vuestra identidad. Sed discípulos de la verdad hasta las últimas consecuencias, aun cuando debáis soportar la incomprensión y el aislamiento. Las palabras de Jesús son perentorias:  “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32).

  1. Precisamente desde esta perspectiva, creo que tiene gran significado cuanto hoy habéis querido realizar con dos iniciativas que me complacen mucho. Me refiero, ante todo, al nuevo Instituto científico internacional “Pablo VI” de investigación sobre la fertilidad y la infertilidad humana, que vuestra Universidad ha decidido constituir precisamente en este hospital policlínico, como el rector magnífico acaba de anunciar. Este instituto desea reunir a investigadores cualificados en el sector de esta delicada problemática, para que encuentren soluciones cada vez más eficaces, en la línea de la ética sexual y procreadora reafirmada constantemente por el Magisterio.

Con este mismo espíritu, aprecio vivamente el testimonio que la Universidad católica ha querido dar hoy con el documento firmado por algunos de vuestros ilustres profesores sobre el tema:  “Desarrollo científico y respeto al hombre”, con una referencia específica al problema del uso de embriones humanos en la investigación sobre las células estaminales. En temas como este, no está en juego un aspecto secundario de la cultura, sino un conjunto de valores, de investigaciones y de comportamientos, del que depende en gran medida el futuro de la humanidad y de la civilización.

  1. Amadísimos profesores y alumnos, proseguid por este apasionante camino de una investigación cada vez más rigurosa desde el punto de vista científico, pero, al mismo tiempo, atenta a las dimensiones de la ética, a las exigencias de la fe y a la promoción del hombre.

En particular, deseo que este compromiso se traduzca también en un clima de vida académica que sepa conjugar siempre el esfuerzo de la inteligencia con el de una auténtica experiencia cristiana. La universidad no sólo está destinada a desarrollar el conocimiento, sino también a formar a las personas. No hay que subestimar jamás esta misión educativa. Por lo demás, para la misma transmisión de la verdad será muy beneficioso un clima de relaciones humanas impregnado de los valores de la sinceridad, la amistad, la gratuidad y el respeto recíproco.

Estoy convencido de que, si los profesores anhelan ser verdaderos formadores, deben serlo no sólo como maestros de doctrina, sino también como maestros de vida. Para lograr todo esto contáis con una tradición muy rica de testigos a quienes imitar. En este sentido, me ha impresionado un propósito del venerable Toniolo, recogido en su Diario espiritual:  “Tener la mayor solicitud por mis discípulos, tratándolos como depósito sagrado, como amigos queridos, a los que debo guiar por los caminos del Señor” (G. Toniolo, Voglio farmi santo, Roma 1995, p. 60).

ebéis inspiraros en este tipo de testigos. Por eso, me alegra saber que, dentro de algunos días, en vuestro hospital policlínico, que aprecio particularmente también por lo que ha representado para mí en momentos difíciles de mi vida, la nueva capilla se dedicará al santo médico Giuseppe Moscati. Quiera Dios que su figura sea para vosotros una exhortación continua y un ideal concreto de vida:  de las aulas de la Universidad católica deberían salir muchos médicos como él.

  1. Ahora me dirijo a vosotros, amadísimos estudiantes, con especial afecto. El inicio del año académico os brinda la ocasión para reflexionar en el sentido de vuestro estudio, con el fin de consolidar su perspectiva cristiana en beneficio de vuestro servicio futuro a la sociedad. Vosotros seréis los dirigentes del futuro, los agentes culturales, sociales y sanitarios de los próximos decenios. Aplicaos con amor al esfuerzo del estudio y de la investigación, sin limitaros a soñar en el éxito profesional, por lo demás legítimo, sino buscando la belleza del servicio que podréis prestar para la construcción de una sociedad más justa y solidaria. En particular vosotros, futuros médicos, dotaos no sólo de la más rigurosa competencia científica, sino también de un estilo humano que sepa responder a las expectativas profundas del enfermo y de su familia; un estilo que permita percibir al que sufre la dimensión misteriosa y redentora del dolor. Aprended desde ahora a tratar a los enfermos como Cristo mismo.

También yo experimenté ese trato aquí, en el Gemelli. Y no puedo menos de recordar al doctor Crucitti, que en paz descanse, y a muchos otros profesores, así como a sor Ausilia. “Requiescant in pace”.

  1. Amadísima familia de la Universidad católica del Sagrado Corazón, han pasado ochenta años desde que el sueño del padre Gemelli comenzó a hacerse realidad. Esta realidad ha ido consolidándose gradualmente, de modo que hoy nos parece imponente no sólo en sus dimensiones, sino también en la variedad y en la calidad de sus servicios. La Italia católica puede sentirse orgullosa de vosotros. Pero sé que todo el país os mira con respeto y aprecio. Es grande vuestra tradición y también es grande la tarea que os espera. Hoy estáis afrontando los desafíos de una fase histórica de cambios, en la que resultan necesarias adaptaciones e innovaciones también en las estructuras universitarias. Realizadlas con valentía e inteligencia, sin traicionar jamás el espíritu que os anima desde siempre.

Os encomiendo una vez más en este camino a la Virgen santísima, Sedes sapientiae, implorando su protección materna sobre vosotros, sobre vuestros seres queridos y sobre vuestro trabajo. Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.