El bien común y el bien total

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En política ya no se habla, o raramente, de bien común. Es más, parece que casi ha desaparecido de los programas de los partidos. Quizá precisamente por eso no son muchos los políticos que tratan de sanar en profundidad las heridas del mundo.

Es más fácil limitarse a presentar leves maquillajes legislativos capaces de convencer a un pequeño porcentaje de electores para las próximas elecciones. Tampoco en economía se habla mucho de «bien común», una categoría que entró en crisis ya a comienzos del siglo xx, porque se relaciona con la idea de sociedad como cuerpo, como rebaño, en el que prevalecen los intereses compartidos sobre los meramente particulares, individuales o corporativos.

No es casual lo que está escrito en la Laudato si’: «En las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas desigualdades y son cada vez más numerosas las personas descartadas, privadas de los derechos humanos fundamentales, el principio del bien común se transforma inmediatamente, como lógica e ineludible consecuencia, en una llamada a la solidaridad y en una opción preferencial por los más pobres» (LS 158).

Cuando prevalecen los intereses individuales, es inevitable para quien se llama cristiano reclamar la cohesión social propia del bien común.

Pero ¿por qué ha disminuido la sensibilidad hacia el bien común, hacia su lógica y los comportamientos necesarios para favorecerlo? Y ¿por qué ha caído en el olvido la definición que dio de él el Vaticano II: «El conjunto de condiciones de la vida social que permiten tanto a la colectividad como a sus miembros alcanzar su perfección más plena y rápidamente» (GS 26)? ¿Por qué se ha olvidado asimismo que el bien común es la razón de ser de la autoridad política, que debe vigilar en la armonización de los diversos intereses sectoriales (CDSI 168-169)?

El bien común ya no es una prioridad porque se ha comenzado a considerar la sociedad no como un rebaño pacífico, sino como un valle en el cual hay corderos y ovejas, pero también lobos que los amenazan. En estas condiciones ¿cuál podría ser considerado el bien común? ¿Cómo conjugar las exigencias contrapuestas del lobo hambriento y del cordero, que deben sobrevivir?. El bien común ¿es el que poseen el 10% de muy ricos, especuladores y quienes viven de las rentas, o es el de los campesinos y obreros que a duras penas llegan a fin de mes, o quienes no tienen trabajo?

Hay que preguntarse si sigue habiendo en nuestra sociedad la posibilidad de un vínculo social fuerte, un verdadero pacto social que no se reduzca al simple y vil contrato que firmo con mi banco, al cual le cedo de hecho una porción de mi alma.

En realidad, hablar de bien común hoy significa reafirmar una sociedad en la que queremos que el vínculo social se convierta en primario. Significa, por ejemplo, recalcar que hay que pagar los impuestos porque, si somos un cuerpo social unido, abonarlos no equivale a sufrir un robo, sino a hacer posible que el organismo siga viviendo. Hoy, más que de bien común, se habla de bien total, como afirma, por ejemplo, el economista Zamagnin: el primero estaba ligado a la idea de pacto y el segundo al contrato. Porque el bien total no es el producto de dos valores, como en el caso del bien común, sino que es su simple suma. Así, si yo gano cero y tú ganas mil, con el bien común la sociedad gana cero (1000 x 0 = 0), mientras que con el bien total, que es una suma, la sociedad gana mil (1000 + 0 = 1000). Usando el bien total, se podrían reunir los infinitos contratos estipulados por las personas individuales y hacerse la ilusión de haber puesto en marcha una política del trabajo aparentemente exitosa.

Dicho en otros términos, aquí radica precisamente la cultura del descarte, porque el cero puede subsistir junto al mil sin crear problemas éticos. En cambio, si en el centro del interés económico estuviera el verdadero bien común, no se podría excluir a los más débiles de la sociedad, porque si los pobres son un coeficiente de toda la función con valor cero, como sucede en el bien total, toda la función daría como resultado cero. Desgraciadamente, esta lógica del bien total es de lo más actual, porque con ella se puede justificar todo nuevo descarte: si tengo cero o incluso números negativos y los quito de la ecuación, el bien total resultará igual o mayor, mientras que, en la lógica del bien común, dichas operaciones de ablación forzada serían incluso inconcebibles.

Retomando de otro modo la metáfora del cuerpo, si un dedo enferma, no se corta, porque de ese modo se perdería un órgano fundamental del cuerpo humano, sino que habría que procurar curarlo. Si no tiene gangrena, habría que hacer de todo para curarlo antes de amputarlo. Ante una dificultad laboral, ante un déficit de balance, cuando un trabajador cae enfermo, la solución no debería ser quitar de en medio al trabajador o al enfermo, sino sanarlo, incluirlo nuevamente en el sistema, con beneficio para todos.

 

* Extracto del libro poder y dinero. La justicia social según Bergoglio. Michele Zanzuchi. 2018.