¿Pecado estructural o estructuras de pecado?

20056

(Luis González-Carvajal Santabárbara).

El pecado nunca es estrictamente privado

Es sabido que en las tradiciones más primitivas del Antiguo Testamento la responsabilidad del pecado no recaía sobre los individuos, sino sobre la colectividad. Los semitas, como ocurría en todos los pueblos tradicionales, se caracterizaron por ese tipo de solidaridad que Durkheim calificó de «mecánica». Los indi­viduos se diluían en el clan o en la tribu como la gota de agua en el océano, de modo que les parecía lógico ser premiados o castiga­dos «con toda su casa», tanto por el derecho civil como por Dios. Recordemos aquello de «yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad del padre en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, pero demuestro mi fidelidad por mil generaciones a todos los que me aman y guardan mis mandamientos» (Ex 20,5-6; cfr. Dt 5,9-10).

Ciertamente, en medio de aquel clima fue necesario que los profetas insistieran en la responsabilidad personal de cada indivi­duo. Recordemos aquel famoso oráculo de Jeremías:

Vienen días en que «no se dirá ya:

“Los padres comieron los agraces

y los hijos sufren la dentera”;

sino que cada cual morirá por su propia maldad,

y sólo el que coma agraces sufrirá la dentera»

(Jer 31,29-30; cfr. Ez 18).

Pero nótese que esa atribución a los individuos se refiere más bien a la responsabilidad del pecado que al pecado mismo. Desde la primera página de la Biblia, con el pecado de Adán y Eva (Gén 3), hasta la última, con la condena de Babilonia, «la gran ramera», en el Apocalipsis (17,5) van siempre entremezclados el pecado personal y el pecado colectivo. Recordemos, por ejemplo, que los anatemas de Jesús fueron siempre colectivos (con la única excep­ción del caso de Herodes). Se dirigieron a «esta generación» (Mt 11,16-19; 12,39-45; 16,4; Me 8,38; Le 11,49-51; 17,25; y par.), a los «escribas y fariseos» (cfr. Le 11,17-54 y par.), a los «ricos» (Mt 19,23-24; Le 6,24; y par.), a los «gobernantes» Mt 20,25; y par.), etc.

Como decía aquel verso de J. Donne con el que Thomas Merton quiso titular uno de sus mejores libros, los hombres no somos islas; y no lo somos ni siquiera cuando pecamos. Todo pecado, por muy personal que sea, tiene también una dimensión social.

Nuestra cultura, caracterizada por el individualismo y el encierro en lo privado, necesita urgentemente redescubrir esa dimensión social del pecado. Si se me permiten ciertas licencias del lenguaje, quizás no demasiado precisas teológicamente pero expresivas, diría que el pecado primero se socializa (consecuencias sociales del pecado), después se organiza (pecado colectivo) y por último se automatiza (pecado estructural).

Consecuencias sociales del pecado

Para bien o para mal, la mayor parte de nuestra jornada transcurre con «los otros». Su conducta influye sobre la nuestra y la nuestra sobre la de ellos. Muy pocas personas han conseguido darse un ideal y consagrarse a él por sus solas fuerzas. Casi siempre otras personas vinieron en su ayuda; y esto vale incluso para las exis­tencias extraordinarias. Unas veces fue decisivo el encuentro con alguien que encarnaba en mayor o menor medida ese ideal; otras veces fue la lectura de un libro que alguien escribió y otros pusie­ron en sus manos…

Pero, así como una influencia benéfica puede producir resul­tados magníficos, hay también influencias negativas que pueden arrastrar hacia el mal. Muchos jóvenes abusan de la bebida el fin de semana solamente porque lo hacen los demás; practican el sexo sin compromisos porque es lo normal en su ambiente…

Es posible incluso que la práctica de una determinada virtud se vuelva imposible para quienes viven en un ambiente donde nadie la valora ni ejercita. El protagonista de una famosa novela picaresca comenta: «Antes de hacer papel en la corte era yo naturalmente piadoso y caritativo; pero como en ella no hay esta debilidad, me hice más duro que un pedernal».

Oigamos cómo describió Juan Pablo II eso que hemos llamado «consecuencias sociales del pecado»: «En virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva, eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclu­sivamente a aquel que lo comete».

Como es lógico, si los pecados personales tienen siempre con­secuencias sobre los demás, nuestra responsabilidad no se limita al mal que hacemos nosotros, sino que incluye también el mal que nuestra conducta invita a hacer a los demás.

Pecado colectivo

Lo que hemos llamado en el apartado anterior «consecuencias sociales del pecado» era conocido ya por la casuística que carac­terizó la moral católica a partir del siglo XVI. Era el pecado de escándalo, que solía incluirse entre los pecados contra la caridad del prójimo.

Más nuevo, en cambio, es el concepto de pecado colectivo, en cuyo desarrollo tuvo un papel decisivo la experiencia de los crímenes nazis y las bombas nucleares norteamericanas durante la II Guerra mundial.

Existen pecados que no se cometerían sin una complicidad compartida entre un número de personas a veces muy elevado. El exterminio de los 6 ó 7 millones de judíos por los nazis es un ejemplo evidente, pero pueden añadirse otros muchos, tales como la aprobación por un parlamento de una guerra injusta o de una ley contraria a la dignidad humana, las acciones de una organi­zación terrorista, etc. El pecado colectivo no es una simple suma o yuxtaposición de pecados individuales, sino que constituye una entidad propia. El pecado colectivo es el pecado organizado que se comete entre todos y al cual colabora cada uno con una acción aparentemente mínima, pero que se completa con las acciones de los demás. En el Parlamento, cada uno aporta únicamente un voto; en una organización terrorista, unos extorsionan a los empresarios para financiar las actividades de la banda, otros obtienen las armas, otros entrenan a los ejecutores, otros planifican las acciones y por fin alguien asesina. Aquí sí que podría decirse: «¿Quién mató al Comendador? Fuenteovejuna, señor».

La responsabilidad de los pecados colectivos alcanza a todos aquellos que los posibilitan con sus acciones o con sus omisiones, y nadie tiene derecho a diluir su responsabilidad en el anonimato del conjunto o en la obediencia a los dirigentes.

En consecuencia, cuando se comete un pecado colectivo, todos los miembros de la colectividad deben hacer frente a las reparacio­nes que exige la justicia, distribuyendo las cargas, a ser posible, en función de la mayor o menor responsabilidad de cada uno.

integracin-econmica-organismos-internacionales-5-728Pecado estructural

No debemos identificar el pecado colectivo con el pecado estructural. El pecado colectivo se refiere a un episodio concreto que exige una actuación positiva de los distintos miembros del colectivo, mientras que el pecado estructural es el resultado de un complejo mecanismo -lo que llamamos «estructuras»- que fueron, ciertamente, establecidas por los hombres, pero una vez consolida­das se levantan frente a sus autores como un poder extraño que no pueden controlar; la historia del aprendiz de mago, en definitiva.

Marx comprendió perfectamente hasta qué punto los hombres inmersos en unas determinadas estructuras socio-económicas ven recortadas sus posibilidades de actuación. En el prólogo a la primera edición de El Capital escribió: «En esta obra, las figuras del capitalista y del terrateniente no aparecen pintadas, ni mucho menos, de color de rosa. Pero adviértase que aquí sólo nos referi­mos a las personas en cuanto personificación de categorías económicas, como representantes de determinados intereses y relaciones de clase. Quien, como yo, concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico-natural, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas».

En efecto, el gerente de un banco, el director de una multina­cional… pueden tener incluso buenos sentimientos, llevar una vida personal íntegra, pero cuando actúan como representantes de las respectivas instituciones, no tienen más remedio que plegarse a las leyes del sistema. En una conocida novela de John Steinbeck, se describe muy gráficamente lo que acabo de decir. Los repre­sentantes de la Shawnee Land and Cattle Company visitan a unos colonos para comunicarles que deben abandonar las tierras que habían cultivado durante varias generaciones. Al dar la noticia, algunos emisarios se manifestaban crueles, otros indiferentes, pero «todos ellos -dice Steinbeck- estaban presos de algo que era más grande que ellos mismos». A veces los colonos les ame­nazaban de muerte, pero ellos respondían: «Usted no mataría al verdadero culpable». Y explicaban que habían recibido órdenes de su jefe, que a su vez las recibía del Banco, que a su vez las recibía del Estado… Los colonos respondían desalentados: «Pero, ¿dónde para esto? ¿A quién podemos matar?»; «es para volverse locos. No hay nadie a quien hacer responsable». A uno de los colonos se le ocurrió objetar: «Pero el Banco consta sólo de hombres». Y le res­pondieron: «No, se equivoca en ello… Está en un error. El Banco es más que un grupo de hombres. Sucede que todos los hombres de un Banco odian lo que hace el Banco y, sin embargo, el Banco lo hace. Le digo a usted que el Banco es mucho más que un grupo de hombres. Es el monstruo. Los hombres lo hicieron, pero no pueden someterlo».

La clave está en esta última frase: «Los hombres lo hicieron, pero no pueden someterlo». Muy pocos habitantes de los países del Norte, por no decir ninguno, querrán que la gente muera de hambre en Sudán o en Sierra Leona, pero todos nos encontra­mos impotentes para evitarlo. Los habitantes del Norte y los del Sur estamos inmersos en unas estructuras socioeconómicas que hacen el mal automáticamente. Sin embargo, eso no nos exime de pecado puesto que esas estructuras no han bajado del cielo. Las hemos establecido nosotros, o al menos las mantenemos (y, si vivimos en el Norte, nos aprovechamos de ellas).

La Congregación para la Doctrina de la Fe definió las estruc­turas como «el conjunto de instituciones y de realizaciones prác­ticas que los hombres encuentran ya existentes o que crean, en el plano nacional e internacional, y que orientan u organizan la vida económica, social y política. Aunque son necesarias, tienden con frecuencia a estabilizarse y cristalizar como mecanismos relativa­mente independientes de la voluntad humana, paralizando con ello o alterando el desarrollo social y generando la injusticia. Sin embargo, dependen siempre de la responsabilidad del hombre, que puede modificarlas, y no de un pretendido determinismo de la historia».

Tan independientes de la voluntad humana llegan a ser las estructuras que ni siquiera las víctimas se libran de colaborar con la injusticia. Un trabajador sudafricano llamado Liz Abrahams resumía el régimen de apartheid diciendo: «Pagamos impuestos para que nos opriman».

Un concepto no tan nuevo como podría parecer

Muchos teólogos -que llamaremos «conservadores» para enten­dernos- se han opuesto al concepto de «pecado estructural» argu­mentando que sólo puede darse el nombre de «pecado» a aquello que procede de la voluntad libre del sujeto. Seguramente no caye­ron en la cuenta de que con ese razonamiento se incapacitaban a sí mismos para hablar del pecado original.

Si admitimos, de acuerdo con la teología más tradicional, que el pecado mortal es la primera forma de culpabilidad, lo mismo cuando hablamos del «pecado original» que cuando lo hacemos del «pecado estructural», lo hacemos en un sentido analógico. Los llamamos «pecado» porque son fruto del pecado y arrastran a nuevos pecados, introduciéndonos en una situación objetiva de desamor y, por lo tanto, de alejamiento de Dios.Conviene aclarar que la noción de «pecado estructural» no es tan nueva como podría parecer. Equivale en cierto modo a una noción tan central en el cuarto Evangelio como es el «pecado del mundo» (recordemos aquello de que Jesús es «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo»: Jn 1,29). Comentando esa frase, el famoso escriturista Léon-Dufour dice:

Juan se anticipa «a la toma de conciencia planetaria que se ha hecho corriente en nuestros días; (…) habla ante todo del estado de ruptura en que se encuentra la humanidad entera delante de Dios.

Este texto se sitúa, no ya en el nivel de la existencia pecadora individual, sino en el de un desorden que afecta a la sociedad humana de la que formamos parte. (…) Parece referirse a una potencia que actúa, anónima en cierto modo, y que resulta de la proliferación y de la interacción de innumerables rechazos -conscientes o inconscientes, diríamos nosotros-, opuestos a la vida que el Creador propone a la criatura. (…) Pues bien, dice el Bautista, Dios viene por medio de aquel que es el signo vivo de su perdón para “quitar el pecado del mundo”».

Como puede observarse, la descripción coincide prácticamente con la que hemos hecho del pecado estructural.

Recepción por el magisterio de la Iglesia

Fueron los obispos latinoamericanos quienes, primero en Medellín y después en Puebla, introdujeron una constelación de conceptos más o menos próximos al pecado estructural. Es lógico, viviendo como viven en un continente profundamente marcado por las injusticias más sangrantes. La influencia del lugar social desde donde se hace teología es muy grande. Igual que en América Latina -donde todavía hoy existe una profunda religiosidad- no podría haber nacido aquella moda inconsistente que fue la «Teo­logía de la muerte de Dios», tampoco las sociedades opulentas eran el lugar más idóneo para desarrollar la noción de pecado estructural.

Los documentos de Medellín (1968) hablaron de «realidades que expresan una situación de pecado» y «pecados cuya cristali­zación aparece evidente en las estructuras injustas». En el Docu­mento de Puebla (1979) las referencias son mucho más abundan­tes: «situación de pecado social» (n° 28), «sistema marcado por el pecado» (n° 92), «estructuras creadas por los hombres en las cuales el pecado de sus autores ha impreso su huella destructora» (n° 281), «pecado social» (n° 482,487,1.032), etc. Especialmente importante me parece la siguiente afirmación: «Son muchas las causas de esta situación de injusticia, pero en la raíz de todas se encuentra el pecado, tanto en su aspecto personal como en las estructuras mismas» (n° 1.258).

Cuatro años después, el Documentum laboris del Sínodo de los Obispos de 1983 afirmaba: «La inclinación al mal, que permanece después del pecado original y se agrava con los pecados actuales, ejerce su influjo en las mismas estructuras sociales que en cierto modo están marcadas por el pecado del hombre. Se trata de una situación objetiva de carácter social, político, económico, cultural, contraria al Evangelio; de ella ha de responder la persona porque tiene su origen en la libre voluntad humana, individual o de los hombres asociados entre sí. En este sentido se habla con razón del pecado social que algunos llaman “estructural”».

Fue un párrafo tan polémico que las intervenciones durante el Sínodo aludieron con frecuencia a ese tema, bien fuera a favor o en contra, y Juan Pablo II, en su exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio etpaenitentia (2-XII-1984), decidió pronunciarse sobre el mismo:

«Cuando la Iglesia habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos dz pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo (…). Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas.

Una situación -como una institución, una estructura, una sociedad- no es, de suyo, sujeto de actos morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma.

En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras. Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o -como, por desgracia, sucede muy a menudo-, por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se demuestra incompleto, de poca duración y, en definitiva, vano e ineficaz, por no decir contraproducente, si no se convierten las personas directa o indirectamente responsables de tal situación».

Como puede verse, esos párrafos animaban poco a hablar de pecado estructural, especialmente por esa frase un tanto sorpren­dente de que las estructuras no pueden ser buenas o malas «en sí mismas». Si eso significase que las estructuras son indiferentes desde el punto de vista ético, no se entendería cómo la Iglesia pudo haber condenado determinados sistemas e ideologías como malos en si mismos (quizás la condena más famosa fue la del comu­nismo ateo por Pío XI).

Sin duda, lo que quiso decir el papa Wojtyla es que las estruc­turas no son buenas o malas por sí mismas’, las hacemos buenas o malas los hombres. Lo que quiso decir…y lo que dijo, según pude comprobar unos meses después, cuando apareció el texto oficial de la Exhortación en Acta Apostolicae Sedism.

Las siguientes palabras de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la primera Instrucción que publicó sobre la Teología de la Liberación, aunque algo anteriores a la Exhortación papal, podrían ser una exacta interpretación de su sentido: «Ciertamente hay estructuras inicuas y generadoras de iniquidades, que es preciso tener la valentía de cambiar. Frutos de la acción del hombre, las estructuras, buenas o malas, son consecuencias antes de ser causas. La raíz del mal reside, pues, en las personas libres y responsables, que deben ser convertidas por la gracia de Jesucristo».

Por desgracia, la deficiente traducción al castellano de la Polí­glota Vaticana contribuyó a dar la impresión de que el documento papal consideraba doctrinalmente peligroso hablar de «pecado estructural» o «estructuras de pecado», y ése fue el clima dominante hasta la aparición, tres años después, de la Sollicitudo rei socialis.

La Comisión Teológica Internacional, por ejemplo, en su Declaración sobre «Promoción humana y salvación cristiana» (1976), afirmó que es problemático hablar de «estructuras de pecado», dado que «el término bíblico de pecado designa una decisión expresa y personal de la libertad humana»; aunque añadía: «No es dudoso, desde luego, que, por la fuerza del pecado, el menosprecio y la injusticia puedan instalarse en las estructuras sociales y políticas».

Más rotundo fue un manual de Doctrina Social de la Iglesia publicado en España tan sólo unos meses antes de aparecer la Encíclica. Llegó a afirmar que quienes hablan de «pecado social» y «estructuras de pecado» son cristianos que, por influjo del marxismo, «han ido perdiendo el sentido de la interioridad de la persona humana»83. Como dije, tres meses después Juan Pablo II hablaba de «estructuras de pecado».

La Sollicitudo rei socialis emplea nada menos que diez veces esa expresión y llega a decir que no se puede alcanzar una comprensión profunda de la realidad sin hablar de «pecado» y «estructuras de pecado» (en el próximo apartado nos preguntaremos por qué Juan Pablo II prefirió hablar de «estructuras de pecado» en vez de «pecado estructural»); es decir, que la expresión «estructuras de pecado» no sólo es legítima sino imprescindible. La novedad resulta todavía más significativa porque, según las informaciones disponibles, el capítulo 5o de la Encíclica, donde aparece dicha expresión, fue introducido personalmente por el Papa tras la lectura del primer borrador que había preparado el P. Tadeusz Styczen.

Debt_UN_General_Assembly_session-554x376¿«Pecado estructural» o «estructuras de pecado»?

En el tercer capítulo de la Encíclica, dedicada a analizar la situa­ción del «mundo contemporáneo», Juan Pablo II denunció la exis­tencia de unos «mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcio­nan de modo casi automático, haciendo más rígidas las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros». Más tarde, en el capítulo quinto, dedicado a hacer una «lectura teológica de los problemas modernos», califica dichos mecanismos de «estructuras de pecado», puesto que se oponen al plan de Dios, que es el destino universal de los bienes.

Lo característico de las estructuras de pecado es, por tanto, que «funcionan de modo casi automático», por utilizar la expresión de Juan Pablo II. Y precisamente vimos que ésa es la característica decisiva del pecado estructural. ¿Por qué, entonces, el Papa prefirió hablar de «estructuras de pecado»; una expresión que en aquel momento era mucho menos frecuente que la de «pecado estruc­tural», aunque a partir de dicha Encíclica se ha vuelto dominante en la teología católica?

En mi opinión, el Papa quiso evitar que pasáramos del moralismo ingenuo de ayer a un estructuralismo deshumanizante (como, por ejemplo, el de Althusser en el ámbito marxista) que privaría al hombre de cualquier protagonismo histórico para reservárselo en exclusiva a las estructuras sociales, que se convertirían así en nuestro chivo expiatorio. De hecho, es cierto que poco a poco se ha ido desvaneciendo el sentimiento de culpa personal y se ha generalizado la condición «feliz» de los humanos que ya rara vez sienten la necesidad de arrepentirse porque ven el mal fuera de ellos, en «las estructuras», lo cual blanquea mucho las conciencias. Es lo que Moreno Rejón ha llamado, con expresión afortunada, «pecados sin pecador».

Esas «estructuras de pecado» -repite con insistencia Juan Pablo II- son fruto de una acumulación de pecados personales. No cabe, por tanto, disculparnos diciendo después que las estructuras «funcionan de modo casi automático». Como explicó el Papa Wojtyla, las estructuras de pecado existentes tienen su origen en unas «opiniones y actitudes opuestas a la voluntad divina y al bien del prójimo» que hemos ido alimentando, entre las cuales «dos parecen ser las más características: el afán de ganancia exclusiva, por una parte; y por otra, la sed de poder. A cada una de estas acti­tudes podría añadirse, para caracterizarlas aún mejor, la expresión “a cualquier precio”». Por tanto, la responsabilidad última es de las personas que dieron origen a tales estructuras y las mantienen.

Seguramente por eso el Papa ha preferido hablar de «estructu­ras de pecado» antes que de «pecado estructural». Sin embargo, a la luz de lo anterior me parece que queda iluminado también este otro concepto:

Si «pecado estructural» quisiera decir que son las estructuras, y no los hombres, quienes obran mal, sería obligado rechazar tal expresión. Esa interpretación ha preocupado siempre al Papa: «La táctica que usaba y usa el maligno -escribió a los jóvenes- consiste en no revelarse»; lograr que el mal «aparezca cada vez más como pecado “estructural” y se deje identificar cada vez menos como pecado “personal”. Por tanto, que el hombre se sienta en un cierto sentido “liberado” del pecado y al mismo tiempo esté más sumido en él».

En cambio, si «pecado estructural» significara el pecado que los hombres cometemos por mediación de las estructuras, la expresión es perfectamente correcta y posee la virtualidad de eliminar esa conciencia ingenua de quien se considera en regla porque no hace ningún mal en sus relaciones interpersonales.

Nuestra responsabilidad ante las estructuras de pecado

Así, pues, una comprensión correcta de lo que significa el pecado estructural, o las estructuras de pecado -en lo sucesivo empleare­mos ya esta expresión-, lejos de disminuir nuestra responsabilidad, la aumenta, puesto que no sólo somos responsables de los pecados cometidos en nuestras relaciones interpersonales, sino también de los cometidos por mediación de las estructuras.

Jerry Mander escribió que Robert McNamara mató más seres humanos como presidente del Banco Mundial que cuando -siendo Secretario de Defensa de los Estados Unidos- estaba encargado de las masacres de Vietnam92. Aquí no podemos dis­cutir si la afirmación es exacta o no; la aduzco solamente por la forma tan expresiva con que se refiere a las graves consecuencias de las estructuras de pecado.

Pero no pensemos que esa responsabilidad se limita a los rectores del mundo. Quien pretenda no robar ni matar en el mundo de hoy debe saber que están robando y matando en los primeros eslabones de la cadena que a él le trae confort y bienestar. Como decía un negro en una famosa novela de Voltaire, después de contar los sufri­mientos de su pueblo, «a este precio coméis azúcar en Europa».

Ninguno estamos libres de responsabilidad ante las estructuras de pecado, aunque ésta se reparta de manera muy desigual.

Existe un primer grado de responsabilidad, común a todos los que vivimos en el Norte, porque eso supone, nolens volens [quieras que no], aprovecharnos de las estructuras de pecado, aun cuando privada y verbalmente las condenemos. Este primer grado de responsabilidad nos obliga ya a «restituir», para lo cual existen diversos cauces: colaboración con ONGD, comercio justo, etc.

Además existe una responsabilidad, diferente de unos indi­viduos a otros, que proviene de la participación efectiva de cada cual, bien sea por sus acciones o por sus omisiones, en el estable­cimiento, mantenimiento o fortalecimiento de las estructuras de pecado. La responsabilidad de los gobernantes, por ejemplo, no es la misma que la del directivo de una empresa, ni ésta es como la de un ama de casa. Nótese que esta responsabilidad diversa depende no sólo de nuestras acciones, sino también de nuestras omisiones.

Multinacionales alimentacionConversión personal y cambio de estructuras

El famoso político italiano Alcides de Gasperi recuerda un comentario que escuchó más de una vez durante su adolescencia: «Sea bueno Ud., sea bueno yo, seamos buenos la mayoría y será bueno el mundo». Y comenta: «Quienes opinaban de ese modo no comprendían que la sociedad no es la simple suma aritmética de los individuos».

Efectivamente, en la sociedad, además de la suma de los indi­viduos, existen unas estructuras de pecado a cuyas leyes deben plegarse los individuos. Por eso no basta la conversión personal; es necesario también cambiar las estructuras.

Es importante insistir en esto porque a menudo se ha acusado a la Doctrina Social de la Iglesia de encerrarse en un moralismo ingenuo que ponía el énfasis en la buena voluntad del hombre individual o colectivo ignorando sus condicionamientos econó­micos o sociales (acusación que, por cierto, no es del todo justa; recordemos, por ejemplo, que el subtítulo de la Quadragesimo anno era «sobre la restauración del orden social y su perfeccionamiento de conformidad con la ley evangélica»).

A la vez, puesto que no creemos en la existencia del «buen salvaje» de Rousseau, debemos afirmar que no basta en absoluto cambiar las estructuras:

«La Iglesia -escribió Pablo VI- considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones inhumanas del hombre no son saneadas, si no hay una conversión del corazón y de la mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen».

La experiencia da la razón a Pablo VI. Recordemos cómo Ortega, desengañado por el giro que iba tomando la República que él mismo había contribuido a establecer, decía en 1933: «¡No es eso; no es eso!». Recordemos igualmente la desilusión de la izquierda europea cuando descubrió en qué había acabado la revolución rusa.

En la misma Biblia podemos encontrar una ilustración de lo que decimos. Las leyes sociales del Antiguo Testamento son un claro intento de establecer unas estructuras solidarias. Pensemos, por ejemplo, en la prohibición de cobrar intereses por los présta­mos o en la obligación de cancelar las deudas pendientes al llegar el año sabático (recordemos que en aquel tiempo los préstamos no se solicitaban para emprender negocios, sino para sobrevivir los pobres). Pues bien, los israelitas idearon trampas para sortear dichas leyes. Por ejemplo, el rabí Hillel, contemporáneo de Jesús, ideó la cláusula «prosbul» (del griego prós-boule , «en presencia de la corte»), por la cual la persona que solicitaba un préstamo se comprometía en presencia de dos testigos a pagar intereses y seguir reintegrándolo después del año sabático, el prestamista se negaba a ello «porque no lo permitían las leyes de Israel», el otro insistía -«ya sé que lo prohíbe la ley, pero yo deseo libremente actuar así»- y sólo después de representar esa comedia se concedía el préstamo.

Por eso los profetas comprendieron que las mejores leyes ser­vían de poco si no cambiaba el corazón humano, y anunciaron una Alianza nueva: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,26; cfr. Jer 31,31-33).

La conversión de los individuos y el cambio de las estructuras son, pues, dos tareas que se exigen mutuamente.