ROVIROSA: HE AQUI UN PROFETA

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Testimonio del obispo Josep Pont i Gol sobre Guillermo Rovirosa*  –año 1977-.  (Pont i Gol fue obispo de Segorbe-Castellón y arzobispo de Tarragona.)

 

Un hombre transformado por la Palabra candente de Dios. Como Jeremías, como Isaías, como Amos, como el Bautista. ¿Cabe la comparación? Yo me atrevo a hacerla.

Todos los profetas han sido hombres de la Palabra. La Palabra los ha arrancado de allí donde estuviesen, los ha trasformado sin contemplaciones y los ha convertido en la resonancia vibrante y fiel del Verbo poderoso salvador. Todos ellos, personas incómodas y signos de contradicción en la sociedad de su tiempo, han clamado, en nombre de Dios, contra los desvíos concretos de su momento, de sus hombres, de su pueblo. Han hecho la apreciación justa y, de cara al futuro, han abierto caminos nuevos, reventando los muros asfixiantes de posiciones tomadas y de poder establecido. Todos ellos han terminado rompiéndose gloriosamente el cuello, al lanzar su golpe de fuerza. Ha dado la impresión de que han acabado en fracaso, pero su voz —voz de Dios— continúa resonando como retumba el trueno. Es viva, angustiosa, y distingue a los que tienen oído de los que no lo tienen.

«¡Los pobres no son evangelizados!». «Cristo los quiere los primeros en su redil, y… ¡en la Iglesia no tienen lugar!» es el grito revulsivo de Rovirosa ante nuestra situación, la de ahora, en nuestra Iglesia. Es el grito que lanza él desde el fondo más sincero y más profundo de su vivencia personal. Es el clamor de Jesús, hecho vida, voz y fuerza en su profeta…

Rovirosa no fue profeta como Jeremías o como el Bautista, que fueron marcados por la palabra de Dios desde el seno de la madre. Él, como Amos, fue arrancado de allí donde vivía, cuando menos lo pensaba. Más exactamente aún: como san Pablo, fue herido y trastornado de tal modo por la Palabra, en un momento dado, que, de escéptico y enemigo de los seguidores de Jesús, se transformó en apóstol y creador de nuevas comunidades de fe.

Con dieciocho años, había perdido la fe, aquella fe tradicional que había visto y vivido en el hogar, en la casa solariega de Rocacrespa, y que había recibido sobre todo de su madre, mujer de virtudes sinceras, sencilla y muy piadosa.

Por temperamento y por la formación viril de su padre, que le había enseñado a andar siempre por el camino de la sinceridad y de la verdad y nunca por el de la simulación y la mentira, no aceptó, ya desde los inicios de su bachillerato en Vilanova, que le regalasen fórmulas y doctrinas prefabricadas. Apasionado por el estudio, quiso saber las razones y ser él quien encontrara la verdad. Eso, que es lo que haría con sus estudios en ciencias naturales y, con el tiempo, le llevaría a alcanzar una categoría profesional muy destacada en la búsqueda y en el hallazgo de múltiples soluciones técnicas, lo hizo también con la religión. Las explicaciones que se le daban en el colegio sobre la fe y sobre la vida cristiana, las encontró, desde el principio, oscuras y pobres, y se le hicieron cada día más difíciles de aceptar. Después, ya convertido, diría: «Nos hacían aprender al detalle todas las cosas de la religión, menos una: Jesús, desnudo y clavado en una cruz».

Al acabar el Bachillerato, se le hizo ya imposible creer. A continuación, fue a la Escuela de Ingenieros de Madrid y, en Barcelona, a la Universidad Industrial de la Mancomunidad de Cataluña; y, tras un proceso acelerado de incredulidad, fue descubriendo una Iglesia en la cual ya se daba todo por hecho, todo terminado y perfecto. Vio una Iglesia sin futuro, montada, para seguridad de burgueses, sobre la ignorante credulidad de las clases populares. Se diría a sí mismo: «Todo aquello no tenía nada que ver con la verdad, y mi deber era no solamente desentenderme de ello, sino combatirlo en nombre de la verdad».

Así pasó la etapa que él mismo llamó de sus «segundos dieciocho años» y que, después, calificó como los años de error y de traición. Por un lado, llegó a ser una obsesión en él el espíritu sectario y antieclesiástico que manifestó en toda ocasión y con toda clase de medios, también la burla y el sarcasmo. Pero, por otro lado, él, hombre de la verdad, no podía vivir en el vacío y buscaba el camino, estuviera donde estuviese. De la apostasía, pasó al naturismo, al espiritismo, a la Sociedad Teosófica, al psicoanálisis, al sincretismo religioso; estudió todas las religiones; inquieto, leyó todo tipo de libros, y, al final, llegó al escepticismo total. Los tres primeros años de estancia en París marcarían en él el punto más alto y también un hito principal en su camino.

Y…, cuando llegó el momento de Dios, cuando menos lo esperaba él mismo, cuando más progresaba en su materialismo y había llegado a la conclusión de que solamente podía creer en las máquinas, «porque las máquinas no traicionan nunca», cayó sobre él la palabra de Yahvé, que lo arrancó, en un momento, de aquella situación, lo trasformó sin contemplaciones y, como a san Pablo, «le reveló a su Hijo para que lo anunciara entre los paganos» (Gal 1, 16), es decir: en el mundo obrero, el de los «paganos» desconocedores de Jesús.

La palabra le vino por boca del cardenal Verdier. Un día, a finales de 1932, Guillermo Rovirosa, solamente por la curiosidad de conocer al cardenal, entró en templo de París en el que había mucha gente porque se hallaba aquél de visita pastoral. Entró en el preciso momento en que el cardenal predicaba. «Yo —escribiría Rovirosa— iba solamente para verlo, pero resultó que (sin yo desearlo) también le oí». Lo oyó solamente dos o tres minutos y escuchó esto: «El cristiano es un especialista en Cristo; el mejor cristiano es el que más sabe de teoría y de práctica de Jesús».

Inmediatamente, sin saber cómo, se sintió impresionado. El evangelio no había contado entre sus libros. Jesús, para él, era un desconocido en la teoría y en la práctica. Lo perseguía sin conocerle. Como san Pablo, debió escuchar entonces: «Si no me conoces, ¿por qué me persigues?».

Avergonzado, compungido y vencido, salió del templo y, sin perder tiempo, emprendió la tarea de conocer a Jesús para responder la pregunta que le torturaba desde aquel instante: «Yo, realmente, ¿qué sé de Jesús?». Como san Pablo en Damasco, no consultó a nadie y se retiró a la Arabia de su estudio y de su contemplación. Tenía que saber mucho de Jesús. Lecturas y más lecturas. La Biblia, la Vida de Jesús de Mauriac, san Francisco de Sales, Charles de Foucauld, etcétera.

Solamente un año más tarde, de vuelta de París, encontró un maestro. Lo halló en El Escorial. Un fraile agustino, durante tres meses, lo llevó por el camino de Las confesiones, de san Agustín. Rovirosa dice que no pudo pasar del capítulo séptimo. La felicidad reencontrada le había rendido totalmente y se arrodilló a hacer confesión general de toda su vida. El día de Navidad de 1933, al amanecer, acompañado por su mujer, hacía lo que llamó la «segunda primera comunión». Era ya un converso. Se habían terminado los «segundos dieciocho años», los de la traición y el error.

Un paso más y el convertido llegaría a ser profeta. Luego pasarán casi unos «terceros dieciocho años» más y será la voz de Dios, evangelizando a los pobres. De momento, ha encontrado en Jesús «al mismo Dios que se avino a hacer de hombre» y que se pone a su lado para quererlo y que, en el espectáculo cruento de la crucifixión, da de ello el más indefinible testimonio. La cruz es «una austera y sangrante exigencia» de los seguidores de Jesús. Es novela rosa creer que los buenos siempre ganan. Eso hace que, muchas veces, cueste ver en la Iglesia la comunidad que recuerda y hace actual el amor del Crucificado. Ahora entendía Rovirosa el capítulo inexistente en las clases de religión del bachillerato de sus primeros años. Lo viviría plenamente en adelante.

Para él, la conversión supuso austeridad y exigencia. Es el primer paso. Lo ratificaron su mujer y él con un pacto tripartito con Dios: ellos lo ponían todo en manos de Dios: la profesión, la vida matrimonial, el apostolado, y Dios se comprometía a cubrir sus necesidades y a dejarlos vivir pobres. Rovirosa ya solamente viviría para la misión apostólica. Ella renunciaría a todo lo que no tuviera esa finalidad y esgrimiría el arma silenciosa de la plegaria.

No podían sospechar a qué se habían comprometido. Dios había aceptado el contrato y sería fiel a él. Con voz potente y exigente, les pondría en el corazón y en las manos el mundo de los obreros, huérfanos de evangelio. Habría que dárselo todo. También la vida. Por su parte, se cuidará Dios de su pobreza. Al Rovirosa convertido sucederá el Rovirosa profeta, y las circunstancias —voz de Dios— que lo harían realidad, serían, como siempre, excepcionales: iba a ser la guerra civil, comenzada dos años y medio después de la Navidad de la conversión.

En plena revolución, en la capilla clandestina que montó en el subterráneo de su empresa, Rovirosa pensó mucho y rezó mucho, mientras, afuera, la revolución y la guerra ahogaban Madrid en sangre de hermanos. Los obreros, compañeros suyos de trabajo, por unanimidad lo eligieron, a pesar a de ser directivo, presidente del Comité Obrero de Empresa. No pocos de ellos eran socialistas y nunca lo delataron como directivo, ni como hombre de misa y de capilla en casa. Los quería y se querían. Eran buenos compañeros, pero…, fuera, cogían el fusil para matar a los del otro lado, los que iban a misa, los selectos, que por eso decían «de derechas».

Eso hacía temblar el ánimo de Rovirosa. Pero ¿no son aquéllos, ellos, sus compañeros, los pobres y los oprimidos? ¿No son para ellos los primeros lugares del Reino? ¿Por qué están fuera de él? ¿Nadie los ha llamado? No con voz de evangelio; y ellos, los pobres, ¡no son evangelizados! El evangelio es traicionado. Jesús le clava este mensaje en las profundidades del alma. Le induce a comprometer la vida para hacerlo realidad y Rovirosa hace oblación de ella. Es el segundo paso. Lo llama la segunda conversión. La primera, comenzada en París y terminada un día de Navidad, lo había inducido a abrazar a Cristo. Había durado un año. Ésta, la segunda, comenzada y terminada con la revolución y la guerra civil, lo llevaría abrazar a Cristo en cada uno de los hombres, principalmente los pobres y los marginados. Rovirosa, trasformado por la Palabra, iba a ser el profeta del evangelio del amor, incomprendido por el mundo del trabajo.

Sería fiel a esa misión hasta la muerte.

Inmediatamente después de la guerra, activo en grupos de Acción Católica (AC), fue vocal social del Consejo Diocesano de Hombres de AC, en Madrid, vocalía que enseguida trasformó en Secretariado Social; trabajó en los suburbios, fue buscando y hallando el equipo de hombres adecuado, inició reuniones obreras, maduró sus proyectos y los dio a conocer a la jerarquía eclesiástica.

En el mes de mayo del 1946, en la Junta de Metropolitanos, se acordó la fundación de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), como movimiento especializado obrero para adultos. Los objetivos, los había fijado Rovirosa. Era una innovación, que no sería bien vista por todos. La Acción Católica, con esto, empezaba a no estar masivamente unificada. Los obreros, apóstoles de los obreros, tendrían su agrupación, separada de la de los patronos. El contenido de la nueva agrupación sería el amor en las personas y la justicia en las instituciones, como valores máximos, de manera que Cristo volviera a aquéllos como correspondía. Eso se traducía en un doble y alto ideal: conquista espiritual y conquista social. Era necesario abrir los caminos de Dios hacia los obreros y los de los obreros hacia Dios.

Rovirosa dejó el puesto de trabajo y cualquier otra preocupación. Se debía a aquella misión en virtud de aquel contrato tripartito con Dios. Él ya no contaba. La obra, de hecho ya madura y comenzada antes de la declaración oficial, se inició con pie firme y con una dirección concreta.

Dios vela por su profeta y lo prepara. Mientras la simiente de la HOAC iba cayendo fecunda en el surco, le hizo conocer casualmente el padre Vallet, simiente de la Iglesia de Cataluña, a la que tanto había renovado con la obra de los ejercicios espirituales. También, y de una forma no casual, sino excepcionalmente providencial, entra en contacto con Montserrat.

Con el primero, tuvo ocasión de profundizar espiritualmente, en diferentes tandas de ejercicios, el gran trabajo que se le venía encima. Con Montserrat, ya no perdería nunca el contacto. Allí hallará cobijo, oración y ayuda. Y permanecerá frecuentemente durante verdaderas temporadas. Y la HOAC y la figura de Rovirosa se verán, desde el principio y para siempre, muy fuerte y saludablemente influidas y ayudadas por ello. Hay que decir, también, que el Monasterio recibiría de ello una saludable influencia.

El profeta, impulsado por Dios, tenía prisa. Iba a cumplir los cincuenta años, hacía catorce que la Palabra de Dios le había arrancado y trasformado y había llegado la hora de que tuviera todo eso una resonancia poderosa y salvadora. Y la tuvo. Con la palabra viva, con la pluma y con los hechos.

Fueron las doce Semanas generales de la HOAC, auténticas asambleas, repetidas anualmente. Fue el periódico ¡Tú!, eco amplio y vibrante de la voz de Rovirosa. Cuando la censura lo ahogó, en 1951, tiraba 43.000 ejemplares. Fue el Boletín para militantes, donde Rovirosa expresó lo bueno y lo mejor de su mensaje. Fue el Plan Cíclico en tres cursos, verdadera y eficaz escuela humanística y cristocéntrica, que desembocó en la Revisión de vida.

Fue sobre todo su palabra viva, regalada hasta el agotamiento, en docenas y docenas de cursillos, por toda la Península. Fue su pedagogía del método de encuesta, del ver, juzgar y actuar, aprendido de la JOC belga, que él reelaboró profundamente de cara a los adultos y que hoy todos conocen, gracias en gran parte a él mismo. Fue el proyecto de Grupos Obreros de Estudios Sociales (GOES) para investigar de cara a la actividad en el campo sindical, cívico y político. Fue el proyecto de los «liberados» o «vinculados», pequeños grupos de militantes obreros que, dejándolo todo, «sin parecer que dejaran nada», se «consagrarían» al apostolado obrero. El proyecto fue vetado.

Es su sueño por una Iglesia de «conversos», es decir: de hombres libres y no de hombres infantiles, de hombres capaces de hacer «pactos con Dios» y de realizar el tipo de «hombre nuevo» del evangelio. Es su esfuerzo por que la Iglesia del mundo industrializado presente el rostro que conviene a la comunidad que rememora y reactualiza el amor del Hijo del carpintero, para lo cual tienen que hallar en ella el lugar adecuado y privilegiado los pobres del mundo obrero.

Hará falta, por tanto, que los obreros «conversos» conozcan bien la historia y la vida para impregnarla del evangelio, con una proyección normal y continua sobre todas las actividades humanas. Su Manifiesto comunitarista iría ya de cara a las realizaciones concretas. Fue un intento de solución, entre otras posibles, impregnada de trascendencia, fundada en el Mandamiento Nuevo y, por tanto, en la antítesis de la escuela burguesa y de la escuela marxista. Fue, al mismo tiempo, una invitación a los cristianos para que buscasen continuamente ese tipo de soluciones sobre principios evangélicos.

Toda esa acción apostólica del profeta era avalada por su vida de pobreza, de humildad y de sacrificio. Sin dinero, sin comodidades, viviendo de lo poco que podía trabajar profesionalmente, vistiendo aquella sahariana y aquellos pantalones azules, contento de no tener nada. Es suya esta afirmación: «El hombre que quiere seguir a Cristo es tanto más feliz cuanto más va arrinconando las necesidades». Es fiel al pacto tripartito. El recuerdo y el testimonio de los que lo trataron es el de una persona enviada por Dios y fiel a su palabra hasta la muerte. Me emociona pensar que yo también me puedo contar entre ellos.

El profeta ha hablado con valentía y, como todos, ya lo he dicho anteriormente, termina por jugarse el futuro. Como todos, es persona incómoda y signo de contradicción. También para él y para su obra, los muros asfixiantes de posiciones tomadas y de poder establecido son duros y cuesta romperlos para abrirnos caminos. Conocemos bien su camino al Calvario. El Boletín, el ¡!, los «vinculados», el Plan Cíclico, el Manifiesto comunitarista, los GOES, la misma concepción de la HOAC, todo era motivo de recelo en demasiados ambientes. La orientación crudamente obrera y cristiana que daba a la HOAC no convenía en aquellos momentos. Estábamos en los años cincuenta y cada tiempo da de sí lo que tiene. El profeta, sin embargo, ve más allá y, por eso, no hay lugar para él en la sociedad. El día 4 de mayo de 1957, después de unos incidentes ocurridos con ocasión de la conmemoración del primero de mayo, era oficialmente separado de la dirección de la HOAC. «¡Es que… hacía política!».

El, fiel al «contrato con Dios», lo acepta con cordial y sincera sumisión. Dios sabe lo que hace. Es el momento de referirse a sí mismo su propio dicho: «Dios no necesita colaboradores, sino seguidores».

Pero aún habría más. El calvario hay que completarlo. Dios, que quiere a su fiel servidor, permitirá otra prueba. Al cabo de pocas semanas, el 22 de junio, al bajar de un tranvía, resbaló y una de las ruedas le aplastó el pie izquierdo y quedó, durante siete años, hasta la muerte, en situación de minusvalía y de enfermedad progresiva.

Más aún. No encontraría calor de familia para su consuelo y remedio: Caterina, su mujer, hacía ya tiempo, desde septiembre de 1947, que había desaparecido inexplicablemente del hogar. Ella, esposa de amor y de plegaria, le había llorado como Mónica en los años de su incredulidad, había hecho jubilosa el contrato tripartito, vivía místicamente ilusionada por la alta misión de su marido, rezaba y velaba, le buscó, en el cobijo de Montserrat, el hogar que creyó apropiado, fue convenciéndose sin embargo del estorbo que suponían ella y el hogar familiar y desapareció, dejando escritas a su Guillem unas palabras de despedida. A pesar de las búsquedas que se hicieron, nunca más se supo de ella. Es que el profeta había empezado ya su última etapa, enmarcada, como sucede a todos, por la incomprensión y por el sufrimiento.

Cuando podía, Rovirosa viajaba allí adonde los hoacistas y los obreros en general lo llamaban. El cobijo de Montserrat era, no obstante, su lugar para pensar, rezar y continuar proclamando, en la medida de sus fuerzas, el mensaje que se le había encomendado, ahora empapado con el testimonio de la cruz.

Cuando todo era incierto, su frase era: «Ara més que mai!»: «¡Ahora más que nunca!». Y, mientras pudo respirar, lo cumplió. Yahvé le había comprometido y él se había comprometido. Habla. Sobre todo, escribe. No se lo ahorra, ni en las horas fatigosas del lecho.

Sin duda, las palabras de esta etapa de sufrimiento son las más maduras de todo su largo magisterio. Fueron siete años en los que Montserrat fue cátedra y fuente de palabra profética. Reconsideró su Manifiesto comunitarista. Como resultado, publicó Cooperación integral. Lo llamaría, abreviadamente, «COPIN», el más teológico de sus libros.

Quería hacer entender que la Palabra crea comunidad porque la comunión es la «manera de hacer de Dios» y nosotros tenemos el deber de aproximarnos a ella. La Comunión trinitaria pasa a nosotros por la Comunión del Verbo y se extiende por el Mandamiento Nuevo y por los sacramentos.

Esa cooperación, por lo tanto, es el gran valor cristiano que ha de informar todas las zonas de la relación humana, purificándolas, también las sociales. Se trata, pues, de fomentar grupos y comunidades que vivan totalmente el compromiso de su bautismo.

Publica dos libros-sorpresa: Dimas, el primer santo y Judas, el primer traidor, de gran madurez, originalidad y concreción práctica de aspectos fundamentales de su mensaje. Envía periódicamente el folleto Noticias, contesta a todos, prepara estudios sobre la empresa, da aún algunos cursillos, hasta que no puede más y el Señor, que le ha enviado, le llama hacia Él, una tarde de febrero de 1964, desde un Hospital de Madrid.

¡Gracias, Rovirosa! Guardo celosamente el Judas y el Dimas que me enviaste. También algunos números de tus «Noticias». Guardo más celosamente aún el recuerdo de nuestros encuentros personales. ¡Aquel cursillo de todo el mes de agosto de 1951 en el Seminario de Solsona! Dios hizo que fueras casi el primero en enterarte e hicieses mención ante Dios de mi nombramiento episcopal. Tus palabras no se me han borrado de la cabeza, ni del corazón. Un día, tuvimos una larga conversación en tu celda de Montserrat, mientras manejabas las herramientas que habías inventado para encuadernar los envíos de «COPIN» o del Judas. Estuve contigo en una Asamblea de la HOAC en Igualada. El Señor hizo que te pudiese visitar en Madrid, cuando el tranvía te había malherido. Me hablaste del humor de Dios: «Ahora —me dijiste— con una pata de madera, haré de pirata    ¡Lenguaje de santos!

Sin pensar, he hablado de mí. Pero, no. He hablado de él.

Conviene volver a hablar de Rovirosa. Conviene que hablemos de él. Ahora es el momento. A los trece años de su muerte, es decir hoy, es cuando el clamor de su voz, sembrado con dolor en la angustia y en la incomprensión de su tiempo, se hace imperante en nuestras iglesias. Conviene que llegue a ellas. Puede ser que esté llegando, impulsado por unas fuerzas nuevas y por unas situaciones diferentes, auguradas por el profeta. La fuerza del Espíritu va convirtiendo en viento de fuerza creciente los aires conciliares del Vaticano II, aires que Rovirosa llegó justo a respirar, y la mano de Dios, que guía la historia, pone el mundo en tensión profunda y a su Iglesia, en situación de convertirse al Evangelio.

«¡Los pobres no son evangelizados!», es el clamor, el desafío y la urgencia de nuestro tiempo. Un profeta nos lo ha dicho en la cara».

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