Del tema de la paz no se puede hablar sin mencionar el de la guerra, aunque la paz no se reduzca a ausencia de guerra o de conflicto armado.

Y la doctrina moral sobre la guerra cuenta con una larga tradición en la Iglesia: la doctrina sobre la guerra justa.

Su objetivo ha sido siempre establecer las condiciones en que una guerra podría estar justificada: unas condiciones que habrían de ser muy restrictivas ya que se trata de un recurso a la violencia.

Según esa doctrina tradicional, tales condiciones serían: que fuera declarada por quien tenía autoridad para ello; que existiese causa justificada; que los efectos positivos fuesen proporcionados a los daños inevitables que se seguirán de ella; que fuera el último recurso.

Pero esta doctrina tiene un condicionamiento histórico innegable: porque no es lo mismo la guerra medieval ni la del siglo pasado que la de nuestros tiempos, cuando el desarrollo de las armas bélicas y de las estrategias militares han incrementado considerablemente los efectos negativos que se siguen de todo conflicto armado.

Por esta razón la doctrina sobre la guerra justa comenzó pronto a ser complementada con otros elementos, no ya para justificar o condenar la guerra, sino para evitarla, buscando mecanismos alternativos para resolver los conflictos entre Estados. El principal de éstos ha sido una autoridad mundial con capacidad para intervenir imponiendo sus resoluciones a los Estados soberanos. Tendría que contar, evidentemente, con el consenso de los gobiernos. La Sociedad de Naciones, creada tras la primera guerra mundial, y la actual Organización de Naciones Unidas son instituciones que responden a esa necesidad.

En la evolución de la doctrina de la guerra justa es decisiva la postura del Concilio Vaticano II, cuando afirma que este asunto debe ser abordado con una “mentalidad totalmente nueva”.

Pero la paz es mucho más que ausencia de guerra. Juan XXIII es quien más ha desarrollado este enfoque en su encíclica Pacem in terris insistiendo en la necesidad de una organización de la sociedad basada en el respeto a los derechos humanos, tanto dentro de las fronteras de cada uno de los Estados como a escala planetaria. Esa es, probablemente, su principal aportación al pensamiento social cristiano.

El Vaticano II se sitúa en esa misma óptica, pero relacionando la paz en el mundo con el desarrollo de los pueblos. Y en ese sentido hay que leer también la Populorum progressio, porque son las diferencias escandalosas entre los pueblos la mayor amenaza para la paz.

Ni Juan XXIII ni Pablo VI olvidaron en sus documentos la invocación de una autoridad mundial, aunque no ignoraran los peligros que podría suponer una instancia de tanto poder.

 

Pío XII, Radiomensaje de Navidad (1944): contra la guerra de agresión

 La crueldad de la segunda guerra mundial, incluso si se la compara con la primera, es una buena muestra de que la doctrina de la guerra justa debe ser revisada a fondo. Por eso Pío XII restringe al máximo las condiciones de la guerra justa hasta excluir por completo la guerra de agresión. Y para ello invoca la experiencia misma de la guerra que se desarrolla en aquellos momentos.

(34) Un deber, ciertamente, obliga a todos, un deber que no tolera ningún retardo ni ninguna dilación, ninguna vacilación, ninguna tergiversación: el de hacer todo cuanto sea posible para proscribir y desterrar de una vez para siempre la guerra de agresión como solución legítima de las controversias internacionales y como instrumento de aspiraciones nacionales. En el pasado se han emprendido muchas tentativas con este objeto. Todas han fracasado. Y todas fracasarán siempre hasta que la parte más sana del género humano tenga la firme voluntad santamente obstinada, como una obligación de conciencia, de realizar por entero la misión que los tiempos pasados habían iniciado sin suficiente seriedad y resolución (…).

(37) (…) Sin duda alguna, el progreso de los inventos humanos, que debía señalar la realización de un mayor bienestar para toda la humanidad, ha sido dirigido, por el contrario, a destruir cuanto los siglos habían edificado. Pero, precisamente por esta inversión, ha aparecido cada vez más evidente la inmoralidad de la llamada guerra de agresión (…).

 

Pío XII, Radiomensaje de Navidad (1944): necesidad de una autoridad mundial

Para resolver los conflictos internacionales, que están el origen de la guerra, es preciso disponer de una autoridad mundial reconocida por todos los gobiernos. Esta es una propuesta antigua de la Iglesia, como recuerda el texto que sigue; y encuentra su más rotunda confirmación, no sólo en la segunda guerra mundial, sino también en las deficiencias de la Sociedad de Naciones, que pretendió ejercer esta función en el período entre guerras. Los fallos de esta organización también están presentes en las recomendación que hace aquí Pío Xll sobre el funcionamiento que habrá de tener el órgano propuesto, cuyo último fundamento no puede ser sino el consenso común de los gobiernos.

(36) Las resoluciones hasta ahora conocidas de las comisiones internacionales permiten concluir que un punto esencial de un futuro arreglo del mundo sería la formación de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano investido de una suprema autoridad por consentimiento común, y cuyo oficio debería ser también el de sofocar en su raíz cualquier amenaza de agresión aislada o colectiva. Nadie podría saludar con mayor gozo esta evolución que quien desde hace largo tiempo ha defendido el principio de que la teoría de la guerra, como medio apto y proporcionado para resolver los conflictos internacionales, está ya sobrepasada (…).

(38) Pero con una condición: que la organización de la paz, a la cual las mutuas garantías y, en caso necesario, las sanciones económicas y hasta la intervención armada habrían de dar vigor y estabilidad, no consagre definitivamente injusticia alguna, no suponga lesión alguna de un derecho con detrimento de algún pueblo (ya pertenezca éste al grupo de los vencedores, ya al de los vencidos o de los neutrales), no perpetúe imposición alguna o medida de excepción que pueda ser permitida sólo temporalmente como reparación de los daños de guerra.

Juan XXIII, Pacem in terris (1963): la paz

Se recogen aquí tres pasajes de distintos lugares de la encíclica sobre la paz, que expresan de distinto modo cómo la paz no es sólo ausencia de guerra: su horizonte es el orden establecido por Dios; su base es el respeto a los derechos humanos; sus coordenada serán la verdad, la justicia, la caridad y la libertad. Esta perspectiva cristiana, donde Dios tiene un lugar determinante para definir lo que es el orden de convivencia entre las personas y entre los pueblos, se muestra perfectamente coherente con un ética política de inspiración no creyente.

(1) La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios.

(9) En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto .

(167) Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien en principio el nuncio profético proclamó Príncipe de la Paz , consideramos deber nuestro consagrar nuestros pensamientos, preocupaciones y energías a procurar este bien común universal. Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden, cuyas líneas fundamentales, movidos por una gran esperanza hemos como esbozado en esta nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad.

 

Juan XXIII, Pacem in terris (1963): la guerra

La postura que se toma en este pasaje contrasta con la tradición de la doctrina de la guerra justa: las nuevas condiciones de la guerra moderna obligan a un replanteamiento de raíz, y a la búsqueda de vías alternativas para la resolución de los conflictos (que no pueden ser otras que la negociación). 

(126)       Se ha ido generalizando cada vez más en nuestros tiempos la profunda convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios.

(127)       Esta convicción, hay que confesarlo, nace, en la mayor parte de los casos, de la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían. Por esto, en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado.

 

Juan XXIII, Pacem in terris (1963): una autoridad mundial para garantizar el bien común universal

Supuesta la insuficiencia de los gobiernos para garantizar la convivencia pacífica entre los pueblos, por carecer de los medios adecuados para ello, es necesaria una instancia que esté por encima de ellos y que tenga alcance mundial.

(134)       En nuestros días, las relaciones internacionales han sufrido grandes cambios. Porque, de una parte, el bien común de todos los pueblos plantea problemas de suma gravedad, difíciles y que exigen inmediata solución, sobre todo en lo referente a la seguridad y la paz del mundo entero; de otra, los gobernantes de los diferentes Estados, como gozan de igual derecho, por más que multipliquen las reuniones y los esfuerzos para encontrar medios jurídicos más aptos, no lo logran en grado suficiente, no porque les falten voluntad y entusiasmo, sino porque su autoridad carece del poder necesario.

(135)       Por consiguiente, en las circunstancias actuales de la sociedad, tanto la constitución y forma de los Estados como el poder que tiene la autoridad pública en todas las naciones del mundo, deben considerarse insuficientes para promover el bien común de los pueblos.

 

Esta autoridad mundial tiene como objetivo el bien común universal, un concepto paralelo al bien común ya definido como razón de ser de la autoridad política dentro de un país concreto.

(136)       Ahora bien, si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien común, y, por consiguiente, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las instituciones civiles -en medio de las cuales la autoridad pública se desenvuelve, actúa y obtiene su fin- deben poseer una forma y eficacia tales, que puedan alcanzar el bien común por las vías y los procedimientos más adecuados a las distintas situaciones de la realidad.

(137)       Y como hoy el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que, por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general.

 

Una condición esencial para esta autoridad mundial es que se apoye en el consenso de los pueblos y de los gobiernos: y esto, no sólo para respetar el principio de soberanía de los Estados, sino también para que no aparezca como imposición de unos pueblos (los más fuertes) a otros.

(138)       Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza. La razón de esta necesidad reside en que, debiendo tal autoridad desempeñar eficazmente su función, es menester que sea imparcial para todos, ajena por completo a los partidismos y dirigida al bien común de todos los pueblos. Porque si las grandes potencias impusieran por la fuerza esta autoridad mundial, con razón sería de temer que sirviese al provecho de unas cuantas o estuviese del lado de una nación determinada, y por ello el valor y la eficacia de su actividad quedarían comprometidos. Aunque las naciones presenten grandes diferencias entre sí en su grado de desarrollo económico o en su potencia militar, defienden, sin embargo, con singular energía la igualdad jurídica y la dignidad de su propia manera de vida. Por esto, con razón, los Estados no se resignan a obedecer a los poderes que se les imponen por la fuerza, o a cuya constitución no han contribuido, o a los que no se han adherido libremente.

 

El paralelismo entre bien común en general y bien común universal llega a lo que es más sustancial en el concepto ético de bien común: el respeto a los derechos de la persona humana.

(139)       Así como no se puede juzgar del bien común de una nación sin tener en cuenta la persona humana, lo mismo debe decirse del bien común general; por lo que la autoridad pública mundial ha de tender principalmente a que los derechos de la persona humana se reconozcan, se tengan en el debido honor, se conserven incólumes y se aumenten en realidad. Esta protección de los derechos del hombre puede realizarla o la propia autoridad mundial por sí misma, si la realidad lo permite, o bien creando en todo el mundo un ambiente dentro del cual los gobernantes de los distintos países puedan cumplir sus funciones con mayor facilidad.

 

CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes (1965): condenación de la guerra moderna

Este texto es muy cercano al de Pacem in terris citado más arriba: la realidad de la guerra moderna exige acercarse al problema con una nueva mentalidad. Pero al mismo tiempo da un paso adelante: la condenación de la “guerra total” (es decir, aquel género de guerra que se basa en la estrategia de ataque masivo a la población civil, no limitándose a los campos de batalla donde los ejércitos miden sus fuerzas). Este texto constituye además la única condenación explícita del Concilio Vaticano II (como puede deducirse de la solemnidad de la fórmula empleada): la fuerza de tal toma de postura debe valorarse desde la intención de este último concilio ecuménico de evitar toda condenación, rompiendo así la tradición de todos los concilios anteriores.

(80) El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa.

Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin tener en cuanta las mil devastaciones que parecerían en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas.

Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva’. Sepan los hombres de hoy que habrán de dar muy seria cuenta de sus acciones bélicas. Pues de sus determinaciones presentes dependerá en gran parte el curso de los tiempos venideros.

Teniendo esto es cuenta, este Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra total expresadas por los últimos Sumos Pontífices, declara:

Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.

 

Pablo VI, Populorum progressio (1967): desarrollo y paz

Pablo VI, haciéndose eco de la sensibilidad dominante en los años 60, pone en conexión la tarea de construir la paz con el desarrollo de los pueblos: la paz no puede ser el fruto de un equilibrio precario de fuerzas, sino el resultado de un esfuerzo de cada día por hacer más justo este mundo. En una palabra, “el desarrollo es el nuevo nombre de la paz”.

(76) Las diferencias económicas, sociales y culturales demasiado grandes entre los pueblos provocan tensiones y discordias y ponen la paz en peligro. Como Nos dijimos a los Padres conciliares a la vuelta de nuestro viaje de paz a la ONU, “la condición de los pueblos en vía de desarrollo debe ser el objeto de nuestra consideración, o, mejor aún, nuestra caridad con los pobres que hay en el mundo -y éstos son legiones infinitas- debe ser más atenta, más activa, más generosa” . Combatir la miseria y luchar contra la injusticia es promover, a la par que el mayor bienestar, el progreso humano y espiritual de todos, y, por consiguiente, el bien común de la humanidad. La paz no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres  (…).

(87) (…) De todo corazón Nos os bendecimos y Nos hacemos un llamamiento a todos los hombres para que se unan fraternalmente a vosotros. Porque si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, ¿quién no querrá trabajar con todas sus fuerzas para lograrlo? Sí, Nos os invitamos a todos para que respondáis a nuestro grito de angustia, en el nombre del Señor.

 

Pablo VI, Populorum progressio (1967): hacia una autoridad mundial eficaz

Pablo VI no entra en los detalles que incluía la propuesta de Juan XXIII de una autoridad mundial (cf. Pacem in terris). Pero invoca la necesidad de una institución de este alcance como eje de un orden jurídico universalmente reconocido. Esta institución no puede ser, en el contexto de su tiempo, ajena a la Organiza-ción de Naciones Unidas: es importante que el texto que se cita ahora termine con una pasaje de su discurso ante la Asamblea General de la ONU en 1965.

(78) Esta colaboración internacional de alcance mundial requiere unas instituciones que la preparen, la coordinen y la rijan hasta constituir un orden jurídico universalmente reconocido. De todo corazón Nos alentamos las organizaciones que han puesto mano en esta colaboración para el desarrollo, y deseamos que crezca su autoridad. “Vuestra vocación, dijimos a los representantes de las Naciones Unidas en Nueva York, es la de hacer fraternizar no solamente a algunos pueblos, sino a todos los pueblos (…). ¿Quién no ve la necesidad de llegar así progresivamente a instaurar una autoridad mundial que pueda actuar eficazmente en el terreno jurídico y en el de la política?” .