Una nota característica de esto tan bueno y tan malo que llamamos «Progreso» es el ruido.

Las fábricas, el tren, las motos, la radio, las máquinas de escribir, el avión… y sobre todo: la guerra moderna.

Otra clase de ruido, no menos insoportable: la propaganda. Tan detestable cuando los ruidos que produce proceden de diferentes emisoras, como ocurre en los países llamados libres, como cuando es «dirigida» hacia un solo objetivo.

En la naturaleza la fecundidad va siempre acompañada del silencio o de un leve susurro. El sol, la brisa, la lluvia, la siembra…

En cambio, la tempestad, el huracán, el terremoto, el rayo… Son signos de devastación y de ruina.

Dentro de la zona del silencio hay un aspecto que merece una atención especial: el crecimiento. Esta manifestación del poder de Dios se realiza misteriosamente: ni se ve ni se oye. Para los que no quieren creer más que lo que ven, ahí está el enigma: ¿Alguien ha «visto» crecer algo o a alguien? Y, sin embargo, todo somos testigos de nuestro propio crecimiento y de crecimientos externos. Calladamente, silenciosamente, misteriosamente.

Con frecuencia estamos tentados a proyectar crecimientos para nuestras obras apostólicas a base de ruido.

Nos deslumbran los progresos de la materia, y creemos que podemos seguir el mismo camino.

Y olvidamos que la materia carece de Vida (con mayúscula) y que lo que nos parece crecimiento no es más que un amontonamiento. De ruinas, casi siempre. Hasta tal punto que una gran parte de las fábricas no tienen otra misión que la de fabricar ruinas, o primeras materias para ruinas. Ni otro sentido tiene lo que, directa o indirectamente, se relaciona con la guerra.

Hasta tal punto llega el ruido, que ya no lo percibimos. Pero no es menos cierto que ello nos obliga a vociferar constantemente para hacemos oír.

Y tan poco caso hacemos ya de las voces, que nuestra atención se fija ya más en lo que «los otros» callan que en lo que vocean. Pero, en general, ni eso. Gritos pelados… sin trascendencia.

En la HOAC, sin embargo, no podemos callar, ya que en tal caso, las piedras hablarían. Hablarían apedreándonos, y hablarían desmoronándose de los muros de nuestros templos.

Pero tenemos que hablar… con obras. Con obras vitales, es decir, silenciosas. Es posible que muchas veces los hombres no las vean. Pero, ¡qué importa, si las ve el Padre, que es siempre, siempre, siempre el Autor de todo crecimiento!

(Boletín, n.° 139)

 

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