Los primeros capítulos de Génesis presentan el trabajo como parte del plan creador de Dios, quien invita al ser humano a colaborar con él en la conservación y desarrollo del cosmos y de los demás hombres, incluido él mismo. En este designio, el trabajo no equivale a tiranizar, sino a cuidar y cultivar, imitando el modo de hacer de Dios. El artículo muestra también que el mal uso de la libertad humana introdujo los problemas ligados al trabajo que experimentan los hombres y mujeres desde entonces.

Siempre que se habla de trabajo, no sé por qué, se me viene a la memoria el chispeante coro de las espigadoras de la conocía zarzuela. La rosa del azafrán.

Ay, ay, ay qué trabajo nos manda el Señor,

levantarse y volverse a agachar

todo el día a los aires y al sol.

 

Y es que, en la mente de nuestro pueblo, el trabajo, y en especial el duro trabajo, es un cierto castigo del Señor, una obligación dura y pesada que debemos hacer nos guste o nos disguste y que, en último término, responde al mandato divino: “Comerás el pan con el sudor de tu frente”. Y aquí resuenan, casi sin darnos cuenta, las primeras páginas del primer libro de la Biblia, el Génesis, con ese tremendo mandato que suena casi a maldición divina Cf. Gn 3,19). Pero ¿de verdad es eso lo que dicen las primeras páginas de la Biblia? Os invito a hojear conmigo el apasionante primer libro de la Biblia y a tratar de descubrir lo que realmente se dice en ellas sobre el trabajo, tan importante para la subsistencia y la realización de la persona, tan decisivo en la vida social, tan escaso, desgraciadamente, en nuestros días.

EL LIBRO DEL GÉNESIS

El Génesis es precisamente el libro con que se abre la Biblia. Junto a otros cuatro -Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio- forma un conjunto que los cristianos llamamos Pentateuco, mientras que el pueblo judío lo considera su Tora, es decir, su Ley. Como tantos libros de la Biblia y muchos libros antiguos, el Génesis no es un libro escrito por una persona en su despacho, sino el resultado de vivencias, leyendas, tragedias e historias experimentadas por el pueblo de Israel y narradas mil veces, especialmente en momentos de crisis, cuando el pueblo estaba en e1 exilio, ya no tenía tierra y temía perder su propia identidad. Al volver del destierro a la tierra patria, después de reconstruir el Templo y organizar Jerusalén, aquellos relatos se ponen por escrito. Preciosos relatos y vivencias que reflejan la fe y la identidad de Israel, por lo que sus redactores quisieron guardarlas y coleccionarlas todas, incluso al precio de reflejar las costuras con que se unieron unas y otras. El resultado es un libro complejo, pero admirable y sorprendente también hoy. ¿Quién no ha oído hablar de Adán y Eva, del diluvio universal, de la torre de Babel, de Abrahán y de la aventura de José en Egipto, que hasta en una zarzuela de principios del siglo XX se “malcuenta”?

Es en las primeras páginas del Génesis donde podemos encontrar una singular valoración del trabajo humano, precisamente en los inolvidables versículos que nos hablan de la relación del mundo y del hombre. De hecho, las primeras palabras del libro son como el título de todo lo que inmediatamente sigue: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”.

Pero no adelantemos las cosas, y tratemos además de complicarlas un poco. En realidad, en esas páginas encontramos dos relatos de la creación, muy diferentes, por cierto. El último compositor del libro del Génesis quiso mantenerlos ambos, porque uno y otro tienen mucho interés, exploran diversos rincones de la sabiduría humana sobre nuestro mundo y ambos se complementan admirablemente.

TRABAJAR ES DOMINAR LA NATURALEZA PERO CON UN LÍMITE

El primer relato de la creación, que ocupa poco más del primer capítulo del libro, es el más reciente (cf. Gn l,l-2,4a). Su redactor último, sin duda un sabio de Israel, tiene que confrontarse con la cultura dominante del momento, que en los siglos V y IV a.C. era la imponente cultura babilónica y la no menos rica cultura persa. En todas las ciudades de Babilonia y Persia se proclamaban sus barrocos relatos sobre los orígenes del hombre y del mundo, llenos de dioses bien conocidos que luchaban entre sí, llevando a cabo la tarea creadora, siempre para su beneficio. Tales relatos, convertidos a veces en poemas, se leían y cantaban en las grandes fiestas de sus innumerables santuarios. Nuestro sabio, que conoce todo esto, ha compuesto frente a ellos una catequesis sobria, casi un poema que el fiel israelita pueda aprender fácilmente de memoria, utilizando de manera sorprendente el esquema de los lías de la semana. Primero nos labia de cómo Dios separa luz y ¿nieblas, aguas y tierras, y las puebla con peces en sus aguas, pájaros en los cielos y gran diversidad de animales en la tierra seca. Luego, como coronación de todo, en una sesión solemne de la corte celestial, Dios mismo exclama:

«Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y ¡os reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó (Gn 1,26-27).

En cada frase todo está narrado con cuidado. No se trata de observaciones dichas al vuelo ni de pensamiento más o menos mitológico. Este relato se apoya en la ciencia conocida en su tiempo y se centra en contarnos que el mismo Dios que guio a Israel a la salvación es el Dios que creó el mundo y el Dios a quien respeta, venera y acoge el israelita que escucha en el Templo o en la sinagoga las palabras inmortales y solemnes con que comienza la Tora, la palabra escrita que encierra a la vez la sabiduría humana y la Palabra de Dios. Por eso, lo más importante para ese lector es adivinar su propia misión humana en un mundo creado por Dios y plenamente bueno en su origen. De ahí que ponga especial atención a lo que sigue:

Dios los bendijo, y les dijo Dios: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla, dominad los peces del mar, ¡as aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra» (Gn 1,28).

Claramente se indica aquí que la tarea del hombre es dominar la tierra. Pero esto no significa tratarla de cualquier manera. El ser humano es imagen de Dios, actúa en su nombre, casi como si fuera su lugarteniente. Se trata de una superioridad sobre el mundo animal, pero no de un abuso. Dios da al hombre como alimento las hierbas de la tierra y los árboles frutales, y a los animales les da solo la hierba del campo. Como dice un reconocido estudioso de este libro:

El relato sitúa así una vez más al hombre llamativamente cerca de los animales. Así como fueron creados el mismo día, les es asignada la misma mesa para que satisfagan cuanto corporalmente necesiten. Las muertes y las matanzas no han entrado, pues, en el mundo por orden de Dios. También aquí habla el texto no solo de cosas prehistóricas, sino de algo sin lo cual el testimonio de la fe en la creación quedaría incompleto. No se derrame sangre en el mundo animal; no haya agresiones mortíferas por parte de los hombres. Palabras divinas que significan, pues, una limitación del humano derecho de soberanía (Gerhard von Rad).

Es verdad que estas palabras no exigen que el hombre sea necesariamente vegetariano. La lectura posterior de la Biblia contradice esta apresurada conclusión. Los animales han sido creados para el hombre, para que le ayuden en su trabajo, le provean de alimento y le den su compañía. Lo que aquí se nos dice es que el trabajo del hombre, culmen de la creación, nunca puede consistir en depredar el mundo natural. Consiste en organizar el mundo con sus seres vivientes, sobrevivir con ellos y de ellos, pero respetando el mundo animal, guardando el equilibrio de la creación, recordando que el ser humano y los animales fueron creados el mismo día, según este relato, que son en cierto modo «parientes próximos». Y esto es lo que le parece a Dios y al redactor final «que es muy bueno».

EL TRABAJO HUMANO NACE CON EL HOMBRE

El siguiente relato de la creación que se describe a poco de comenzar el segundo capítulo del Génesis, nos sumerge en un mundo muy distinto y muy distante del qu3e acabamos de describir (cf. Gn 2 4b-25). Ahora ya no estamos ante una catequesis o un poema doctrinal. Lo que sigue es un relato, una narración en la que se cuentan los orígenes del ser humano y del entorno que hace posible su vida y su permanencia. Se cuenta qué es el hombre, cómo fue creado y los cuidados que Dios le prodiga. Todo ello se hace en un escenario bien limitado, una parcela de la tierra nada más. En el relato anterior, Dios creaba el cosmos a parir del caos; aquí se habla de un desierto, al que aún no habían llegado ni la lluvia ni hombre alguno que cultivase el suelo. En él, Dios edifica un mundo próximo al hombre donde se hace posible su vida, un terreno cultivado, un jardín con animales, y la mujer, todo ello condiciones indispensables para la existencia del ser humano. En el capítulo primero del Génesis, el hombre es la cúspide de una pirámide; en este capítulo segundo es el centro de un círculo.

Uno está tentado de considerar este relato como un mito, y así lo piensan no pocos. Pero en realidad es una narración que expresa con los medios con los que3 cuenta el narrador la verdad sobre Dios y el hombre, aunque pueda haber empleado algunos materiales tomados de mitos bien conocidos. El jardín de Edén en ningún caso es el lugar donde viven los dioses, ni el hombre es el resultado de una decisión más o menos egoísta de dioses diversos que pugnan entre sí. El jardín ha sido creado para el hombre, es el don, el regalo que gratuitamente Dios ofrece al hombre para hacer posible y plena su vida.

En este jardín así preparado, Dios sitúa al hombre modelado con polvo del suelo y vivificado por su aliento de vida:

El Señor tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y cultivara (Gn 2,15).

La versión griega de la Biblia tradujo la palabra hebrea gan, jardín, con un término prestado del mundo de los persas, “paraíso”, algo así como finca de recreo bien regada en medio de la estepa. Y el paraíso hizo fortuna entre nosotros. Inmediatamente evoca un lugar maravilloso, con amable temperatura, provisto de alimentos exquisitos, lleno de gente amable, donde uno puede vivir plácidamente, sin problemas y… sin trabajar. Pero esta imagen en ningún caso es bíblica. Nos viene más bien de relatos míticos del mundo grecorromano, como es el Jardín de las Hespérides, maravilloso jardín de las ninfas y huerto de la diosa Tierra, donde se cultivaban manzanas capaces de dar la inmortalidad. Nada de esto, tampoco la manzana, encontramos en el relato bíblico. El hombre es puesto en el jardín de Edén para guardarlo y cultivarlo. Guardarlo supone tareas de vigilancia, y con este verbo se expresa el trabajo específico del pastor. Cultivar es en todos los lugares la tarea propia del agricultor. Adán, el hombre tomado de la tierra, es puesto en el jardín no para holgazanear, sino para cumplir su misión de trabajar, una tarea que el mismo libro del Génesis sintetiza dos capítulos después en pastorear (el trabajo de Abel) y cultivar la tierra (trabajo de su hermano Caín). Es decir, desde el principio, nuestro autor piensa que el hombre se realiza no con la holganza, sino mediante el trabajo, sea este el que sea.

El trabajo del hombre, culmen de la creación, nunca puede consistir en depredar el mundo con sus seres vivientes, sobrevivir con ellos y de ellos, pero respetando el mundo animal, guardando el equilibrio de la creación

La narración continúa observando que el hombre, aquí claramente el varón, se sentía sólo. Nuestro autor quiere subrayar la necesidad del ser humano de crecer y desarrollarse en convivencia con otros, como algo sustancial a su ser propio y específico. Si quien escribía esta historia hubiera sido Aristóteles, habría definido al hombre como “animal político”, es decir, ser eminentemente social y sociable. Pero estamos ante un oriental que no utiliza expresiones abstractas, sino que cada vez que quiere enseñarnos algo cuenta una historia. Por eso nos cuenta que Dios, el cual quería lo mejor para su criatura humana, modela todos los seres vivos del mundo animal del mismo barro que el hombre. E impone a este una nueva tarea: “Se los presentó a Adán para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán les pusiera” (Gn 2,19). Poner nombre en el mundo de nuestro antiguo autor era tanto como definir el sentido de la vida del nombrado, manifestando claramente su superioridad ante él. Recordemos en el mismo libro del Génesis el cambio que Dios hace del nombre de Abrán («mi padre es grande») a Abrahán («padre de muchedumbres»), expresando así lo que será su destino (cf. Gn 17,1-8). O el nombre nuevo que Dios da a Jacob después de su misteriosa lucha con él: «Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres y has vencido» (Gn 32,29). A propósito de la tarea de imponer un nombre a los animales, algunos comentaristas sugieren que este es el momento en que comienza propiamente la ciencia: conocer y clasificar el mundo de los seres vivientes que rodean al hombre, como hará muchos siglos más tarde el científico sueco Carlos Linneo (1707-1778), quien creó la nomenclatura y la clasificación de las especies.

No podemos aquí detenernos en el sorprendente y misterioso relato de la creación de la mujer a partir de una costilla de Adán. Es posible que este pasaje inmortal todavía suscite en algunos lectores -y lectoras- la acusación de machismo. Pero eso es no entenderlo del todo. Quien añadió la narración de Adán y Eva al libro del Génesis y la colocó inmediatamente después de la gran catequesis de la creación en seis días sabía muy bien que Dios había creado en un mismo acto al ser humano completo, «varón y mujer los creó» (Gn 1,27). No se trata, por tanto, de crear a uno después de otro. Lo que nuestro autor quiere explicar es el origen del amor y del deseo, que hace que el hombre no sea verdaderamente hombre hasta que se encuentra con la mujer, y viceversa: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2,23). La unión entre ambos es tan grande y tan necesaria, tan perentoria, tan acuciante, que ni el padre, ni la madre, ni el clan, ni la familia serán nunca obstáculo para ello.

La narración prosigue ahora de manera trágica. Adán y Eva, el ser humano en ellos representado, no aceptan la condición de vivir equilibrada y felizmente en el paraíso, que lleva consigo la obediencia al Dios creador, que tantos bienes ha puesto a su disposición. Dios los ha creado en libertad, porque solo así pueden ser amados y pueden amar. Pero la libertad, que hace posible el amor y la confianza, hace también posible la desconfianza y el olvido. Uno y otra quisieron ser como dioses, señores absolutos de su destino, y se encontraron desnudos y sin la compañía inmediata y benefactora de Dios. Aquí el autor de este relato inmortal, sin utilizar conceptos difíciles y abstractos, con una aparentemente sencilla narración, intenta responder al misterio del mal y del dolor que acompañará siempre a los humanos: ¿cómo es posible que la mujer, en el momento cumbre de dar la vida, tenga que sufrir un gran dolor e incluso llegar al peligro de muerte? ¿Cómo es posible que la mujer, hueso de los huesos y carne de la carne del varón, igual por tanto a él, haya de estarle sometida y buscarle incluso aunque el marido quiera someterla a su voluntad? El narrador nos dice que esto no lo ha querido Dios, sino que nace del desequilibrio entre el hombre y Dios, de la desconfianza en el mismo Dios, del pecado de querer ser Dios y no obedecer al Creador. Pero siguen las preguntas. ¿Cómo es posible que la tierra, que Dios había puesto a disposición del hombre para que la guardara y cultivara, se haya convertido tantas veces en tierra maldita, de la que apenas puede sacarse el pan con fatiga, que en vez de cosecha beneficiosa nos devuelva cardos y espinas? La situación que ve a su alrededor no le parece justa a nuestro autor. ¿No había sido creado el hombre con la misión plenificante de trabajar el jardín, de guardar y cultivar la tierra? ¿Cómo hemos llegado al trabajo infructuoso, al trabajo del esclavo, que solo redunda en bien para su dueño, que al trabajador le va matando física y espiritualmente poco a poco? ¿Por qué después de un año de duro trabajo en el campo, una sequía reduce nuestra cosecha a espinas y abrojos? Solo hay una posible explicación. La ruptura del equilibrio de las relaciones entre el hombre y Dios ha producido una ruptura del equilibrio entre la tierra y el hombre. A partir de ahora, el ser humano habrá de ganar el pan con el sudor de su frente, es decir, con un trabajo que no siempre ayudará a la plenitud del trabajador, sino que, en muchos casos, quizá demasiados, le producirá frustración, indignidad y pobreza.

HOMBRE Y TRABAJO UNIDOS

Y esto es algo de lo que encierran los viejos relatos, tantas veces leídos, del comienzo de la Biblia, del inicio del libro del Génesis, muy antiguo, ciertamente, pero nunca viejo e inútil, sino lleno de sugerencias para hacer nuestra vida algo más humana y un poco mejor. Por eso, nada de particular tiene que, si seguimos leyendo el libro sagrado, encontremos que todos los personajes, grandes y pequeños, se afanan cada uno en su tarea. Así, Caín y Abel, hijos de Adán, se dedican respectivamente a la agricultura y al pastoreo (cf. Gn 4,2). De entre los descendientes de Caín, Yábel era, como será después Abrahán, pastor seminómada; Yúbal fabricaba instrumentos musicales; Tubalcaín trabajaba como herrero (cf. Gn 4,20-22). A Noé le presenta nuestro libro como agricultor, el primero que plantó una viña (cf. Gn 9,20). El relato de la torre de Babel su-pone el trabajo de constructor y albañil, con la capacidad de fabricar ladrillos cociéndolos después al fuego (cf. Gn 11,3). Abrahán se ganaba la vida como gran jeque y pastor seminómada. Jacob trabaja de pastor para su suegro Labán, que trata de engañarlo y explotarlo, aunque Dios le ayuda a salir adelante, estableciéndose al final como ganadero seminómada por su cuenta (cf. Gn 29-30.37). Los hijos de Jacob ejercían el pastoreo trashumante (cf. Gn 37,12). Y así podríamos seguir con todos los personajes que encierra el variadísimo libro que es la Biblia, para la que el trabajo no es nunca una maldición, sino la prolongación natural y madura del mismo ser humano creado por Dios.

La ruptura del equilibrio de las relaciones entre e hombre y Dios ha producido una ruptura del equilibrio entre la tierra y el hombre

TRABAJO HUMANO QUE ACRECIENTA AL HOMBRE

Terminamos ya nuestra breve búsqueda sobre lo que encontramos en el primer libro bíblico acerca del trabajo. Retomando ahora el coro de las espigadoras con que abríamos esta reflexión, podemos sin duda corregir amablemente lo que allí se dice. No, Dios no nos ha condenado a un trabajo duro y tantas veces estéril. El sudor de la frente que provoca el trabajo no es maldición de Dios. El trabajo frustrante que apenas nos humaniza no es lo que Dios ha querido. Los trabajos precarios, mal pagados y en condiciones a veces infrahumanas no es lo que Dios tenía previsto. La explotación del trabajador por empresarios sin corazón no es una maldición divina. El trabajo inhumano y embrutecedor de tantos niños en no pocos países de nuestro tiempo no es voluntad de Dios ni castigo que él haya impuesto. Todas estas circunstancias laborales las hemos creado nosotros, olvidándonos de la dignidad del hombre creado por Dios. El mismo Dios otorgó al hombre el dominio de la creación, pero no con poder absoluto, sino siempre con el cuidado y el respeto debido a ella, de manera que no se rompa el equilibrio de la naturaleza con el ser humano ni entre los mismos humanos. El Creador nos ha entregado este mundo para que lo guardemos y lo cultivemos, no para explotarlo, ni directamente ni mediante el dominio laboral sobre otros. Ciertamente, todo trabajo, cada uno a su manera, exige esfuerzo, sudor de la frente. Pero es un esfuerzo que ennoblece y un sudor que hace crecer a quien trabaja. Al fin y al cabo, como nos enseñan los dos relatos bíblicos de la creación que acabamos de leer juntos, Dios ha creado al hombre no para ser un vago ni un explotador, sino para cuidar la naturaleza, para cultivarla y producir los frutos necesarios que llevan al desarrollo humano equilibrado. Y además nos invita a descubrir los misterios de la naturaleza, a ponerles un nombre concreto a cada uno, como hacía en el paraíso el viejo Adán con los animales, para conocerlos mejor, para incorporarlos armónicamente a la vida humana, para hacerla crecer en calidad y belleza.

 

BIBLIOGRAFÍA

GUARDINI, Verdad y orden. Homilías universitarias I, Guadarrama, Madrid 1960, pp. 13-16. Observaciones sobre el trabajo en los primeros capítulos del Génesis dirigidas a estudiantes universitarios

LÉON-DUFOUR, «Trabajo», en Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1965, pp. 796-800. Es una visión general, buena para empezar, en uno de los vocabularios bíblicos más populares.

PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, «El deber del trabajo confiado al ser humano», en ¿Qué es el hombre? (Sal 8,5) Un itinerario de antropología bíblica, 2016, nn. 69-75; 103-138.

J.-L. SKA, «II lavoro nella Bibbia», en La strada e la casa. Itinerari biblici, EDB, Bolonia 2001, pp. 65-87 (consultable en https://www.notedipastoralegiovanile.it/questioni-bibliche/il-lavoro-nella-bibbia).