En el presente artículo, que pone el foco en las reflexiones sobre la guerra en la DSI desde León XIII hasta nuestros días, vemos cómo los llamamientos de los Papas para evitar el uso de las armas trascienden el tiempo: pueden referirse al pasado, al futuro y, sobre todo, al presente. De hecho, es en la coyuntura del presente donde las palabras de los Pontífices sobre el uso y la posesión de armamento deben ser acogidas y escuchadas: son voces siempre actuales, que exhortan a la humanidad a desmontar la lógica fratricida y a vivir la lógica de la fraternidad.
Por María del Mar Tallón, militante del Movimiento Cultural Cristiano.
León XIII: del orden social justo a los fundamentos de la paz
El análisis de la doctrina social de la Iglesia (DSI) sobre la guerra exige una comprensión de sus orígenes y del contexto en el que emergió. El pontificado de León XIII (1878-1903) marcó un hito fundamental, no porque abordara la guerra de forma explícita, sino porque sentó las bases teóricas de la paz al definir un orden social justo como su condición indispensable.
La encíclica Rerum novarum, de 1891, considerada la primera gran encíclica social, fue una intervención sin precedentes del pontífice en un debate público y secular sobre la «cuestión obrera». El papa León XIII buscó una vía alternativa tanto a las injusticias generadas por un capitalismo desenfrenado como a la respuesta violenta y materialista del socialismo. Una respuesta que estuviera basada en el respeto a la propiedad privada como derecho natural y en la promoción de la cooperación entre las clases sociales, rechazando la lucha de clases como principio rector. El pontífice levantó la voz ante la injusticia, pero, al mismo tiempo, condenó el «remedio socialista» por considerarlo peor que la «enfermedad» que intentaba curar.
La paz, en este marco inicial de la DSI, no era vista como la simple ausencia de conflicto, sino como el resultado de un orden social que garantizara la justicia, el respeto a la dignidad humana y el bien común. La guerra, según estos principios, se entendería como el fracaso de un orden social justo, una constante que se profundizará en el magisterio del siglo XX.
Pío XII y el desafío de la «Guerra Total»
La doctrina de la Iglesia sobre la guerra experimentó una profunda transformación al enfrentarse a los conflictos totales del siglo XX, que desafiaron los conceptos premodernos de la guerra. El pontificado de Pío XII se desarrolló en medio del cataclismo de la Segunda Guerra Mundial, un período que obligó a la Santa Sede a enfrentar un dilema fundamental. A través de un radiomensaje emitido el 24 de agosto de 1939, con el mundo al borde del conflicto, el papa Pacelli pronunció una frase memorable: «Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra», y afirmó que «es por la fuerza de la razón, no por la fuerza de las armas, que la Justicia se abre camino». Estas palabras reflejaban la conciencia de que las guerras modernas ya no podían ser consideradas instrumentos racionales de política, sino que amenazaban con una destrucción total. Esta advertencia marcó un punto de inflexión en la postura de la Iglesia, enfocándose en la catastrófica realidad de la guerra y la necesidad de priorizar la diplomacia y la negociación.
Juan XXIII y el cese de la «guerra justa» en la era atómica
La encíclica Pacem in Terris (1963) de Juan XXIII representó una ruptura radical en la historia de la doctrina de la Iglesia sobre los conflictos. El documento fue una respuesta directa a la Crisis de los Misiles de Cuba en 1962, que había llevado a la humanidad al borde de una guerra nuclear. El papa, en su encíclica, siguió el camino emprendido por sus predecesores, al proponer la paz como fruto de una convivencia social fundada en los pilares de la libertad, la verdad, la justicia y el amor.
Un punto significativo de Pacem in Terris es la convicción de que en la era atómica «es imposible seguir utilizando la guerra como un instrumento de justicia». Esta declaración no solo actualizó la doctrina, sino que la subordinó a la nueva realidad tecnológica. En la encíclica se argumentó que el poder destructivo de las armas nucleares rompe los principios de proporcionalidad y último recurso de la teoría de la guerra justa. La guerra, por tanto, ya no puede ser un medio para restaurar el orden o la justicia, pues el daño que causa es total y catastrófico. Se establece así un nuevo paradigma: la naturaleza de las armas modernas impide el cumplimiento de una condición esencial de la guerra justa, lo que hace que el acto de la guerra en sí mismo, a gran escala, sea ilegítimo.
Al mismo tiempo, la encíclica argumenta que la paz genuina no puede construirse sobre la base del miedo, sino sobre la confianza y la cooperación, y critica frontalmente la lógica de la disuasión nuclear y la carrera armamentística de la Guerra Fría. El papa san Juan XXIII calificó la acumulación de armas como un acto de locura, sosteniendo que la paz basada en el «equilibrio del terror» es una ilusión peligrosa y argumentando que la existencia de vastos arsenales de guerra, especialmente de armas nucleares, no reduce las tensiones, sino que las aumenta, creando un círculo vicioso de miedo y sospecha mutuos.
Pero Pacem in Terris va más allá de una simple llamada a la paz, presentando una propuesta audaz y radical sobre el desarme que fue pionera en su época: «Todos deben, sin embargo, convencerse de que ni el cese en la carrera de armamentos, ni la reducción de las armas, ni, lo que es fundamental, el desarme general son posibles si este desarme no es absolutamente completo y llega hasta las mismas conciencias; es decir, si no se esfuerzan todos por colaborar cordial y sinceramente en eliminar de los corazones el temor y la angustiosa perspectiva de la guerra (…) La paz, en el actual momento histórico, no se puede conseguir con el simple equilibrio de la fuerza militar, sino que debe fundarse en la confianza mutua, en la solidaridad y en el respeto a los derechos y deberes de todos y cada uno». La encíclica también desarrolla los principios morales que deben regular las relaciones internacionales, afirmando que «… Las naciones son sujetos de derechos y deberes mutuos y, por consiguiente, sus relaciones deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad. Porque la misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas».
Pablo VI y la doctrina postconciliar sobre la guerra
El Concilio Vaticano II buscó un nuevo diálogo con el mundo moderno, esfuerzo que se materializó en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, promulgada por el papa San Pablo VI en 1965. Es el documento más extenso del Concilio Vaticano II y el primero en dirigirse a toda la humanidad, una humanidad marcada por el horror de dos guerras mundiales y la amenaza de las armas nucleares: «El horror y la maldad de la guerra se acrecientan inmensamente con el incremento de las armas científicas. Con tales armas, las operaciones bélicas pueden producir destrucciones enormes e indiscriminadas, las cuales, por tanto, sobrepasan excesivamente los límites de la legítima defensa. Es más, si se empleasen a fondo estos medios, que ya se encuentran en los depósitos de armas de las grandes naciones, sobrevendría la matanza casi plena y totalmente recíproca de parte a parte enemiga, sin tener en cuenta las mil devastaciones que aparecerían en el mundo y los perniciosos efectos nacidos del uso de tales armas» (GS 80). Y añade: «… Convénzanse los hombres de que la carrera de armamentos, a la que acuden tantas naciones, no es camino seguro para conservar firmemente la paz, y que el llamado equilibrio de que ella proviene no es la paz segura y auténtica. De ahí que no solo no se eliminan las causas de conflicto, sino que más bien se corre el riesgo de agravarlas poco a poco» (GS 81).
Además, se señala el escándalo que representa el desvío de recursos valiosos hacia el gasto militar en lugar de ser destinados a las necesidades de los más pobres: «Al gastar inmensas cantidades en tener siempre a punto nuevas armas, no se pueden remediar suficientemente tantas miserias del mundo entero. En vez de restañar verdadera y radicalmente las disensiones entre las naciones, otras zonas del mundo quedan afectadas por ellas (…) Por lo tanto, hay que declarar de nuevo: la carrera de armamentos es la plaga más grave de la humanidad y perjudica a los pobres de manera intolerable» (GS 81).
El documento actúa también como un puente doctrinal, manteniendo una postura matizada y prudente. Por un lado, condena enérgicamente la «guerra total» y la carrera armamentística, denunciando que las armas modernas hacen inservible la justificación de la guerra. Por otro lado, reafirma el derecho a la legítima defensa de una nación frente a una agresión, aunque con una restricción moral sin precedentes. Esta posición genera una tensión en la doctrina, reconociendo la necesidad de proteger a los inocentes, pero enmarcando esta acción dentro de una condena moral a la lógica de la guerra total.
Juan Pablo II: un incansable promotor de la paz basada en la justicia
Influenciado por su experiencia personal con el totalitarismo, el papa Juan Pablo II se dedicó a la causa de la paz, partiendo del principio de que no se puede vencer el mal con más mal, sino que se debe «vencer al mal con el bien». Su pontificado coincidió con conflictos como la Guerra Fría, la Guerra del Golfo y los atentados del 11 de septiembre, lo que lo llevó a ser una voz profética contra la violencia y a una constante y enérgica defensa de la paz, una paz integral basada en la verdad, la justicia, la libertad y la dignidad humana.
A diferencia de la doctrina tradicional de la «guerra justa», su pontificado subordinó la guerra a una «teología de la paz» más exigente y amplia. El Papa argumentaba que las condiciones para una guerra «justa» rara vez pueden cumplirse en la era moderna, dada la naturaleza indiscriminada de los conflictos armados y que no se puede recurrir a ella «si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones». Su postura no era de un pacifismo dogmático, sino una advertencia profética sobre las desastrosas e impredecibles consecuencias de la violencia. En 2003, en vísperas de la Guerra de Irak, condenó la guerra de manera categórica y pronunció su famoso «¡No a la guerra!», afirmando que la guerra no es un medio aceptable para resolver disputas, sino un «fracaso de la humanidad».
La encíclica Evangelium Vitae de 1995 es fundamental para comprender la visión unificada del Papa sobre la paz. La «nueva cuestión social» es la amenaza a la vida humana misma, que se manifiesta no solo en los conflictos armados, sino también en el aborto, la eutanasia y una sociedad que tolera la violencia contra los más vulnerables. La «cultura de la muerte» y la «cultura de la guerra» no son fenómenos separados, sino dos manifestaciones del mismo problema subyacente, siendo su causa profunda un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo. San Juan Pablo II sostiene que esta libertad, mal entendida como autonomía absoluta, conduce a un relativismo moral donde «todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida». La libertad de los más fuertes se impone contra los débiles y, si la sociedad acepta que el individuo o el Estado tienen el derecho de decidir el destino del más vulnerable (el no nacido, el enfermo, el anciano), los cimientos morales de la paz ya están erosionados. La lógica interna de la «cultura de la muerte» hace inevitablemente más probable y moralmente aceptable el conflicto externo. Juan Pablo II presenta así un marco ético coherente y profundo que unifica la defensa de la vida en todas sus etapas con el rechazo de la guerra.
Para San Juan Pablo II, la injusticia social y la desigualdad amenazan la paz. Criticó tanto al comunismo por negar la libertad individual como al capitalismo salvaje por buscar el beneficio desenfrenado, afirmando que un mundo pacífico solo puede construirse sobre un orden social que sitúe a la persona humana, con sus necesidades materiales y espirituales, en el centro; un orden social basado en la verdad, la justicia, la libertad y el amor. En su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1998, afirmó que «De la justicia de cada uno nace la paz para todos» y subrayó que la paz genuina solo puede brotar de la justicia en las relaciones humanas y sociales.
Junto a la denuncia, actuó siempre como un verdadero «arquitecto de la paz» en un escenario global: realizó una gran actividad diplomática y propuso el diálogo, el derecho internacional y la solidaridad entre los Estados como los únicos medios dignos para resolver los conflictos entre naciones. Promovió también el diálogo interreligioso y la oración como herramientas para la paz, especialmente a través de los encuentros de Asís que se iniciaron en 1986, convocando a líderes de las principales religiones para orar por la paz. También hizo hincapié en la complementariedad entre la justicia y el perdón, afirmando que ambos son esenciales para la reconciliación y la construcción de la paz.
Benedicto XVI: la paz como «Don y Tarea»
El magisterio de Benedicto XVI continuó la línea de su predecesor, profundizando en la idea de que la paz es un don divino y, al mismo tiempo, una tarea que requiere la participación activa de todos. Sus enseñanzas se centraron en las raíces espirituales y culturales de la paz, así como en los desafíos de un mundo globalizado.
En su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 2007, Benedicto XVI afirmaba: «La persona humana, corazón de la paz», poniendo el respeto por la dignidad de cada persona y el respeto por los derechos humanos como base indispensable para construir la paz. En su mensaje de 2009, citando a su predecesor, reiteró la conexión entre la pobreza y el conflicto — «Combatir la pobreza, construir la paz»—, subrayando que la desigualdad económica y la pobreza extrema son factores que agravan los conflictos.
También abordó el problema del fundamentalismo y la violencia cometida en nombre de la religión. En su discurso de Ratisbona de 2006, enfatizó la importancia de la razón y el diálogo, sosteniendo que la violencia es contraria a la naturaleza de Dios. En el encuentro de Asís de 2011, destacó la necesidad de ser «peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz», un camino que implica el diálogo, la reflexión y la oración.
Al igual que san Juan Pablo II, el papa Benedicto XVI se mostró preocupado por la proliferación de armas y el riesgo de una escalada de violencia, abogando por el desarme coordinado y la aplicación estricta del derecho internacional, para evitar que la ley del más fuerte prevalezca sobre la justicia y la razón.
Papa Francisco: una llamada a la fraternidad universal
En línea con sus antecesores, el papa Francisco declaró en numerosas ocasiones que «la guerra es siempre una derrota, siempre», pues no conduce a la victoria, la paz ni la seguridad, manifestando que la guerra es una «ilusión» que destruye vidas inocentes y deja un rastro de odio y resentimiento. Durante su pontificado reiteró que «la paz no es solo la ausencia de guerra», sino la construcción de la justicia y la dignidad humana, siendo esta una idea central en sus mensajes sobre la paz junto al llamamiento a la acción por la justicia y el desarrollo integral.
Francisco fue un verdadero profeta de la realidad contemporánea, alertando en numerosas ocasiones sobre lo que ha llamado la «tercera guerra mundial a pedazos» detrás de la cual hay en no pocas ocasiones intereses económicos: «Guerras, atentados, persecuciones por motivos raciales o religiosos y tantas afrentas contra la dignidad humana se juzgan de diversas maneras según convengan o no a determinados intereses, fundamentalmente económicos. Lo que es verdad cuando conviene a un poderoso deja de serlo cuando ya no le beneficia. Estas situaciones de violencia van multiplicándose dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una “tercera guerra mundial en etapas”» (FT 25).
En su encíclica Fratelli tutti (2020) continuó el avance en la doctrina de la Iglesia sobre la guerra al afirmar que «A pesar de que el Catecismo de la Iglesia católica reconoce la legítima defensa mediante la fuerza militar, que supone demostrar que se den algunas “condiciones rigurosas de legitimidad moral”, fácilmente se cae en una interpretación demasiado amplia de este posible derecho. Así se quieren justificar indebidamente aún ataques “preventivos” o acciones bélicas que difícilmente no entrañen males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. La cuestión es que, a partir del desarrollo de las armas nucleares, químicas y biológicas, y de las enormes y crecientes posibilidades que brindan las nuevas tecnologías, se dio a la guerra un poder destructivo fuera de control que afecta a muchos civiles inocentes. Es verdad que nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien. Entonces ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”. ¡Nunca más la guerra!» (FT 258).
En la misma encíclica, el papa Francisco profundiza en los pilares que sustentan las guerras: «En esta cultura que estamos gestando, vacía, inmediatista y sin un proyecto común, «es previsible que, ante el agotamiento de algunos recursos, se vaya creando un escenario favorable para nuevas guerras, disfrazadas detrás de nobles reivindicaciones» (FT 17).
El magisterio del papa Francisco también fue contundente contra el comercio de armas y la carrera armamentística. Denunció la hipocresía de los países que hablan de paz en conferencias internacionales mientras venden armas a naciones en conflicto. En una audiencia general, calificó el gasto militar desorbitado como un «monstruo» que «sigue devorando a la humanidad». Para él, la acumulación de armas y las grandes inversiones en acuerdos armamentísticos alimentan un «viento helado de la guerra» que se ha ido preparando durante mucho tiempo.
En un discurso del papa Francisco dirigido al G20 reunido en Río de Janeiro en noviembre 2024, que fue leído por el cardenal Pietro Parolin, la Santa Sede lanzó la propuesta de «reorientar los fondos que actualmente se destinan a armamentos y otros gastos militares hacia un fondo mundial destinado a combatir el hambre y promover el desarrollo en los países más empobrecidos. Este enfoque ayudaría a evitar que los ciudadanos de estos países tuvieran que recurrir a soluciones violentas o ilusorias, o que abandonaran sus países en busca de una vida más digna».
Frente a la lógica de la guerra, el papa Francisco propuso una «arquitectura de la paz», que se construye sobre la base de la fraternidad. Para él, la paz es un «trabajo paciente» y una «labor artesanal» que requiere el compromiso de todos, no solo de los líderes. Durante su pontificado instó a los diplomáticos y a las organizaciones internacionales a encontrar «nueva savia y credibilidad» para resolver los conflictos. También abogó por la protección de los civiles y el respeto al derecho humanitario en los conflictos, denunciando la crueldad de la guerra y sus consecuencias: «La maltrecha Ucrania sigue sufriendo ataques a ciudades, que a veces dañan escuelas, hospitales e iglesias. ¡Que las armas callen y que suenen los villancicos! Oremos para que en Navidad haya un alto el fuego en todos los frentes de guerra, en Tierra Santa, en Ucrania, en todo Oriente Medio y en todo el mundo. Y con dolor pienso en Gaza, en tanta crueldad; hasta los ametrallamientos contra niños, hasta los bombardeos de escuelas y hospitales… ¡Cuánta crueldad!» (Mensaje de Navidad de 2024).
León XIV ante los desafíos del S XXI
Las primeras palabras que dirigió al mundo el Papa León XIV, el 8 de mayo de 2025, en su primer mensaje Urbi et orbi, fueron: «La paz sea con todos ustedes»; y añadió: «Este es el primer saludo de Cristo resucitado, el Buen Pastor, que ha dado la vida… Esta es la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada y una paz desarmante, humilde y perseverante. Proviene de Dios, Dios que nos ama a todos incondicionalmente». Desde entonces, y en línea con sus antecesores, ha reiterado la invitación a orar por la paz en el mundo e intensificado los mensajes por el diálogo y el bien común de los pueblos; ha reclamado el alto el fuego en Ucrania, la resolución de la crisis humanitaria en Gaza y la liberación de los rehenes israelíes. A raíz del bombardeo a la parroquia católica de Gaza, el Papa urgió a un «alto el fuego inmediato» y pidió directamente al primer ministro israelí, Netanyahu, «el fin de la guerra».
La visión de la Iglesia no es la de una institución que justifica conflictos, sino la de un agente de paz que busca prevenirlos a través del diálogo, el desarme, la asistencia humanitaria y la promoción de un orden internacional justo. En un mundo fragmentado y polarizado, el magisterio de la Iglesia reafirma que la paz es un don de Dios, pero también una tarea humana urgente que exige la búsqueda constante, activa y comprometida, de una «civilización del amor».

