AGRICULTURA

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DISCURSO  DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS AGRICULTORES

Sábado 11 de noviembre de 2000

Ilustres señores; amadísimos hermanos y hermanas: 

  1. Me alegra poder encontrarme con vosotros, con ocasión del jubileo del mundo agrícola, en este momento de “fiesta” y, al mismo tiempo, de reflexión sobre el estado actual de este importante sector de la vida y de la economía, y sobre sus perspectivas éticas y sociales.

Agradezco al señor cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, las amables palabras que me ha dirigido, interpretando los sentimientos y las expectativas que animan a todos los presentes. Saludo con deferencia a las ilustres personalidades, también a las de diversa inspiración religiosa, que en representación de varias organizaciones están presentes aquí esta tarde para brindarnos la contribución de su testimonio.

  1. El jubileo de los trabajadores de la tierra coincide con la tradicional “Jornada de acción de gracias”, organizada en Italia por la benemérita Confederación de cultivadores directos, a la que saludo muy cordialmente. Esta “Jornada” es un fuerte llamamiento a los valores perennes que conserva el mundo agrícola y, entre estos, sobre todo a su notable sentido religioso. Dar gracias es alabar a Dios, que creó la tierra y cuanto ella produce, a Dios que se complació en ella como algo “muy bueno” (Gn 1, 12), y la confió al hombre para que la administrara de modo sabio y activo.

Amadísimos hombres del mundo agrícola, a vosotros se os ha confiado la tarea de hacer fructificar la tierra. Es una tarea muy importante, cuya urgencia resulta cada vez más evidente. La ciencia económica suele llamar “sector primario” a vuestro ámbito de trabajo. En el escenario de la economía mundial, en relación con los demás sectores, su espacio se presenta muy diferenciado, según los continentes y las naciones. Pero cualquiera que sea su peso en términos económicos, basta el sentido común para poner de relieve su “primado” real con respecto a las exigencias vitales del hombre. Cuando este sector es subestimado o descuidado, las consecuencias para la vida, la salud y el equilibrio ecológico son siempre graves y, en general, difícilmente remediables, al menos a corto plazo.

  1. La Iglesia ha tenido siempre, una consideración especial por este ámbito de trabajo, que también se ha expresado en importantes documentos magisteriales. A este propósito, no podemos olvidar la encíclica Mater et magistra del beato Juan XXIII. Él puso oportunamente, por decirlo así, “el dedo en la llaga”, denunciando los problemas que, por desgracia, ya en aquellos años hacían de la agricultura un “sector deprimido”, tanto por lo que toca “al índice de productividad del trabajo” como por lo que respecta “al nivel de vida de las poblaciones rurales” (n. 124).

Ciertamente, no se puede decir que los problemas se hayan solucionado en el arco de tiempo que va de la Mater et magistra a nuestros días. Más bien, hay que constatar que se han añadido otros, en el marco de las nuevas problemáticas que derivan de la globalización de la economía y de la agudización de la “cuestión ecológica”.

  1. Obviamente, la Iglesia no tiene soluciones “técnicas” para proponer. Su contribución consiste en el testimonio evangélico, y se expresa a través de la propuesta de los valores espirituales que dan sentido a la vida y orientan las opciones concretas también en el ámbito de la economía y del trabajo.

El primer valor en juego cuando se considera la tierra y las personas que la trabajan es, sin duda alguna, el principio que atribuye la tierra a su Creador:  ¡La tierra es de Dios! Por tanto, se la ha de tratar según su ley. Si, con respecto a los recursos naturales, se ha consolidado, especialmente por el impulso de la industrialización, una cultura irresponsable del “dominio” con consecuencias ecológicas devastadoras, no responde ciertamente al designio de Dios. “Henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos” (Gn 1, 28). Con estas conocidas palabras del Génesis Dios entrega la tierra al hombre para que la use, no para que abuse de ella. Según ellas, el hombre no es el árbitro absoluto del gobierno de la tierra, sino el “colaborador” del Creador:  misión estupenda, pero también marcada por confines precisos, que no pueden superarse impunemente.

Es un principio que hay que recordar en la misma producción, cuando se trata de promoverla con la aplicación de biotecnologías, que no pueden evaluarse exclusivamente según intereses económicos inmediatos. Es necesario someterlas previamente a un riguroso control científico y ético, para evitar que desemboquen en desastres para la salud del hombre y el futuro de la tierra.

  1. La pertenencia constitutiva de la tierra a Dios funda también el principio, tan destacado  en la doctrina social de la Iglesia, del destino universal de los bienes de la tierra (cf. Centesimus annus, 6). Lo que Dios dio al hombre, se lo dio con corazón de Padre, que cuida de sus hijos, sin excluir a nadie. Así pues, la tierra de Dios es también la tierra del hombre, y de todos los hombres. Ciertamente, esto no implica la ilegitimidad del derecho de propiedad, pero exige una concepción, y una consiguiente regulación, que salvaguarden y promuevan su intrínseca “función social” (cf. Mater et magistra, 106; Populorum progressio, 23).

Todo hombre y todo pueblo tienen derecho a vivir de los frutos de la tierra. Es un escándalo intolerable, al comienzo del nuevo milenio, que muchísimas personas pasen aún hambre y vivan en condiciones indignas del hombre. Ya no podemos limitarnos a reflexiones académicas:  es preciso eliminar esta vergüenza de la humanidad con adecuadas opciones políticas y económicas de alcance planetario. Como escribí en el Mensaje al director general de la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación (FAO) con ocasión de la Jornada mundial de la alimentación, hay que “extirpar de raíz las causas del hambre y de la desnutrición” (Mensaje del 4 de octubre de 2000:  L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2000, p. 7). Como es sabido, son muchas las causas de esta situación. Entre las más absurdas figuran los frecuentes conflictos internos de los Estados, a menudo verdaderas guerras entre pobres. Existe asimismo la gravosa herencia de una distribución de la riqueza con frecuencia injusta, dentro de cada nación y a nivel mundial.

  1. Se trata de un aspecto al que precisamente la celebración del jubileo nos pide prestar especial atención. En efecto, la institución originaria del jubileo, en su designio bíblico, estaba orientada a restablecer la igualdad entre los hijos de Israel, también a través de la restitución de los bienes, para que los más pobres pudieran levantarse, y todos pudieran experimentar, incluso en el ámbito de una vida digna, la alegría de pertenecer al único pueblo de Dios.

Nuestro jubileo, en el bimilenario del nacimiento de Cristo, no puede por menos de manifestar este signo de fraternidad universal. Constituye un mensaje dirigido no sólo a los creyentes, sino también a todos los hombres de buena voluntad, para que, en las opciones económicas, se decidan a abandonar la lógica del mero interés, y conjuguen los beneficios legítimos con el valor y la práctica de la solidaridad. Como he dicho en otras ocasiones, es necesaria una globalización de la solidaridad, que supone a su vez una “cultura de la solidaridad”, que debe florecer en el corazón de cada uno.

  1. Por consiguiente, al mismo tiempo que seguimos solicitando a los poderes públicos, a las grandes fuerzas económicas y a las instituciones más influyentes a que actúen en esa dirección, debemos estar convencidos de que todos debemos llevar a cabo una “conversión” personal.

Hemos de comenzar desde nosotros mismos. Por eso, en la encíclica Centesimus annus, además de los temas relativos a la problemática ecológica, señalé la urgencia de una “ecología humana”. Con este concepto se quiere recordar que “no sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado” (n. 38). Si el hombre pierde el sentido de la vida y la seguridad de sus orientaciones morales, extraviándose en la niebla del indiferentismo, ninguna política será capaz de salvaguardar conjuntamente las razones de la naturaleza y las de la sociedad. En efecto, es el hombre quien puede construir y destruir, respetar y despreciar, compartir o rechazar. También los grandes problemas planteados por el sector agrícola, que os incumbe directamente, han de afrontarse no sólo como problemas “técnicos” o “políticos”, sino antes aún como “problemas morales”.

  1. Por tanto, cuantos actúan con el nombre de cristianos tienen la responsabilidad ineludible de dar también en este ámbito un testimonio creíble. Por desgracia, en los países del mundo que se suele definir “desarrollado” se va extendiendo un consumismo irracional, una especie de “cultura del derroche”, que se ha convertido en un estilo generalizado de vida. Hay que contrastar esta tendencia. Educar para un uso de los bienes que no olvide jamás ni los límites de los recursos disponibles ni la condición de penuria de tantos seres humanos, y que, por consiguiente, forje el estilo de vida según  el deber de la comunión fraterna, es un verdadero desafío pedagógico y una opción de gran clarividencia. El mundo de los trabajadores de la tierra, con su tradición de sobriedad, con su patrimonio de sabiduría acumulado incluso con grandes sufrimientos, puede dar aquí una contribución incomparable.
  2. Por tanto, os agradezco sinceramente este testimonio “jubilar”, que atrae la atención de toda la comunidad cristiana y de la sociedad entera hacia los grandes valores de que es depositario el mundo agrícola. Caminad en la línea de vuestra mejor tradición, abriéndoos a todos los avances significativos de la era tecnológica, pero conservando celosamente los valores perennes que os distinguen. Este es el camino para dar también al mundo agrícola un futuro de esperanza. Una esperanza fundada en la obra de Dios, que el salmista canta así:  “Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida” (Sal 65, 10).

Invocando esta solicitud de Dios, fuente de prosperidad y paz para las innumerables familias que trabajan en el mundo rural. Quiero impartir a todos la bendición apostólica como conclusión de este encuentro.

HOMILÍA EN EL JUBILEO DEL MUNDO AGRÍCOLA

Domingo 12 de noviembre de 2000

  1. “El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente” (Sal 146, 6).

Precisamente para cantar esta fidelidad del Señor, que nos ha recordado el Salmo responsorial, vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, os encontráis hoy aquí para vuestro jubileo. Me complace vuestro hermoso testimonio, que acaba de interpretar y expresar el obispo monseñor Fernando Charrier, a quien doy las gracias de corazón. Saludo cordialmente también a las personalidades que han querido manifestar su adhesión, en representación de diversos Estados y, sobre todo, de las organizaciones y organismos de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación.

Saludo a los directivos y miembros de la “Coldiretti” y de las demás organizaciones de agricultores aquí presentes, así como a los miembros de las federaciones de panaderos, de las cooperativas agroalimentarias y de la Unión forestal de Italia. Vuestra múltiple presencia, amadísimos hermanos y hermanas, nos hace sentir vivamente la unidad de la familia humana y la dimensión universal de nuestra oración, dirigida al único Dios, creador del universo y fiel al hombre.

  1. La fidelidad de Dios. Para vosotros, hombres del mundo agrícola, se trata de una experiencia diaria, repetida constantemente en la observación de la naturaleza. Conocéis el lenguaje de la tierra y de las semillas, de la hierba y de los árboles, de la fruta y de las flores. En los más diversos paisajes, desde las altas montañas hasta las llanuras regadas, bajo los más diversos cielos, este lenguaje tiene su encanto, que os resulta familiar. En este lenguaje captáis la fidelidad de Dios a las palabras que pronunció el tercer día de la creación: ”Haga brotar la tierra hierba verde que engendre semilla, y árboles frutales” (Gn 1, 11). Dentro del movimiento tranquilo y silencioso, pero lleno de vida de la naturaleza, sigue palpitando la complacencia originaria del Creador:  “Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno” (Gn 1, 12).

Sí, el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente. Y vosotros, expertos en este lenguaje de fidelidad -lenguaje antiguo y siempre nuevo-, sois naturalmente hombres agradecidos. Vuestro prolongado contacto con la maravilla de los productos de la tierra os permite percibirlos como un don inagotable de la Providencia divina. Por eso vuestra jornada anual es, por antonomasia, la “Jornada de acción de gracias”. Este año, además, reviste un valor espiritual más alto, al insertarse en el jubileo que celebra el bimilenario del nacimiento de Cristo. Habéis venido para dar gracias por los frutos de la tierra, pero, ante todo, para reconocer en él al Creador y, al mismo tiempo, el fruto más hermoso de nuestra tierra, el “fruto” del seno de María, el Salvador de la humanidad y, en cierto sentido, del “cosmos” mismo. En efecto, la creación, como dice san Pablo, “está gimiendo toda ella con dolores de parto”, y alberga la esperanza de ser liberada “de la esclavitud de la corrupción” (Rm 8, 21-22).

  1. El “gemido” de la tierra nos lleva con el pensamiento a vuestro trabajo, amadísimos hombres y mujeres de la agricultura, un trabajo muy importante, pero también muy arduo y duro. En el pasaje que hemos escuchado del libro de los Reyes, se evoca precisamente una situación típica de sufrimiento debida a la sequía. El profeta Elías, que padecía hambre y sed, es protagonista y a la vez beneficiario de un milagro de la generosidad. Una pobre viuda lo socorre, compartiendo con él el último puñado de harina y las últimas gotas de su aceite; su generosidad abre el corazón de Dios, hasta el punto de que el profeta puede anunciar: ”La vasija de la harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra” (1 R 17, 14).

Desde siempre la cultura del mundo agrícola ha estado marcada por el sentido del peligro que se cierne sobre las cosechas a causa de las imprevisibles adversidades atmosféricas. Pero hoy, a los contratiempos tradicionales, se añaden a menudo otros debidos a la negligencia del hombre. La actividad agrícola de nuestro tiempo ha tenido que afrontar las consecuencias de la industrialización y el desarrollo no siempre ordenado de las áreas urbanas, con el fenómeno de la contaminación ambiental y el desequilibrio ecológico, los vertederos de residuos tóxicos y la deforestación. El cristiano, aun confiando siempre en la ayuda de la Providencia, no puede menos de emprender iniciativas responsables para lograr que se respete y promueva el valor de la tierra. Es necesario que el trabajo agrícola esté cada vez más organizado y sostenido por seguros sociales que compensen plenamente el esfuerzo que implica y la gran utilidad que lo distingue. Si el mundo de la técnica más refinada no se armoniza con el lenguaje sencillo de la naturaleza en un equilibrio saludable, la vida del hombre correrá riesgos cada vez mayores, de los que ya vemos actualmente signos preocupantes.

  1. Por tanto, amadísimos hermanos y hermanas, estad agradecidos con el Señor, pero, al mismo tiempo, sentíos orgullosos de la tarea que os asigna vuestro trabajo. Resistid a las tentaciones de una productividad y de unos beneficios que no respeten la naturaleza. Dios confió la tierra al hombre “para que la guardara y la cultivara” (cf. Gn 2, 15). Cuando el hombre olvida este principio, convirtiéndose en tirano y no en custodio de la naturaleza, antes o después esta se rebela.

Pero vosotros, queridos hermanos, comprendéis muy bien que este principio de orden, que vale tanto para el trabajo agrícola como para cualquier otro sector de la actividad humana, está arraigado en el corazón del hombre. Por consiguiente, es precisamente el “corazón” el primer terreno que hay que cultivar. No por casualidad Jesús quiso explicar la obra de la palabra de Dios recurriendo, con la parábola del sembrador, a un ejemplo iluminador tomado del mundo agrícola. La palabra de Dios es una semilla destinada a dar fruto abundante, pero, por desgracia, a menudo cae en un terreno poco adecuado, donde el pedregal, los abrojos y las espinas -expresiones múltiples de nuestro pecado- le impiden echar raíces y desarrollarse (cf. Mt 13, 3-23 y paralelos). Por esto, un Padre de la Iglesia, dirigiéndose precisamente a un agricultor, dice:  “Por tanto, cuando estés en el campo y contemples tu finca, piensa que también tú eres campo de Cristo, y presta atención a ti mismo como a tu campo. Del mismo modo que exiges a tu obrero que  cultive bien tu campo, así también cultiva para el Señor Dios tu corazón” (san Paulino de Nola, Carta 39, 3 a Apro y Amanda).

Con vistas a este “cultivo del espíritu” habéis venido hoy aquí a celebrar vuestro jubileo. Más que vuestro esfuerzo profesional, presentáis al Señor el trabajo diario de purificación de vuestro corazón:  obra exigente, que jamás lograríamos realizar solos. Nuestra fuerza es Cristo, de quien la carta a los Hebreos acaba de recordarnos que “se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia,  para  destruir  el  pecado con el sacrificio de sí mismo” (Hb 9, 26).

  1. Este sacrificio, realizado una vez para siempre en el Gólgota, se actualiza para nosotros cada vez que celebramos la Eucaristía. En ella Cristo se hace presente, con su cuerpo y su sangre, para convertirse en nuestro alimento.

¡Qué significativo debe ser para vosotros, hombres del mundo agrícola, contemplar sobre el altar este milagro, que corona y sublima las maravillas mismas de la naturaleza! ¿No se realiza un milagro diario cuando una semilla se transforma en espiga, y muchos granos de trigo maduran para ser molidos y convertirse en pan? ¿No es un milagro de la naturaleza un racimo de uvas que cuelga de los sarmientos de la vid? Ya todo esto entraña, misteriosamente, el signo de Cristo, puesto que “por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de lo que se ha hecho” (cf. Jn 1, 3). Pero mayor aún es el acontecimiento de gracia mediante el cual la Palabra y el Espíritu de Dios transforman el pan y el vino, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, en cuerpo y sangre del Redentor. La gracia jubilar que habéis venido a implorar no es más que sobreabundancia de gracia eucarística,  fuerza  que nos eleva y nos sana desde lo más profundo, injertándonos en Cristo.

  1. Ante esta gracia, la actitud que debemos asumir nos la sugiere el evangelio con el ejemplo de la viuda pobre que echa unas pocas monedas en el cepillo, pero en realidad da más que todos, porque no da de lo que le sobra, sino “todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 44). Esa mujer desconocida imita así la actitud de la viuda de Sarepta, que acogió en su casa a Elías y compartió con él su comida. A ambas las sostenía su confianza en el Señor. Ambas encuentran en la fe la fuerza de una caridad heroica.

Esas dos viudas nos invitan a abrir de par en par nuestra celebración jubilar hacia los horizontes de la caridad, abrazando a todos los pobres y necesitados del mundo. Lo que hagamos al más pequeño de ellos, lo haremos a Cristo (cf. Mt 25, 40).

Y no podemos olvidar que precisamente en el ámbito del trabajo agrícola se dan situaciones humanas que nos interpelan profundamente. Pueblos enteros, que viven sobre todo del trabajo agrícola en las regiones económicamente menos desarrolladas, se encuentran en condiciones de indigencia. Vastas regiones son devastadas por las frecuentes calamidades naturales. Y, a veces, a estas desgracias se añaden las consecuencias de guerras que, además de causar víctimas, siembran destrucción, obligan a las poblaciones a abandonar territorios fértiles, y en ocasiones los contaminan con pertrechos bélicos y sustancias nocivas.

  1. El jubileo nació en Israel como un gran tiempo de reconciliación y redistribución de los bienes. Ciertamente, acoger hoy este mensaje no significa limitarse a dar un pequeño óbolo. Es preciso contribuir a una cultura de la solidaridad que, también en el ámbito político y económico, tanto nacional como internacional, fomente iniciativas generosas y eficaces en beneficio de los pueblos menos favorecidos.

Queremos recordar hoy en nuestra oración a todos estos hermanos, proponiéndonos traducir nuestro amor a ellos en solidaridad activa, para que todos, sin excepción, puedan gozar de los frutos de la “madre tierra” y llevar una vida digna de los hijos de Dios.

ÁNGELUS JUBILEO DEL MUNDO AGRÍCOLA

Domingo 12 de noviembre de 2000

  1. Al término de esta solemne celebración jubilar, deseo dar las gracias a los numerosos representantes del mundo agrícola, que han venido aquí procedentes de varias naciones. Saludo en particular al señor Jacques Diouf, director general de la FAO, y al señor Paolo Bedoni, representante de los agricultores. Con sus intervenciones, han querido poner de relieve los desafíos, pero también las enormes potencialidades que tiene hoy la agricultura. Está llamada a desempeñar un papel activo y responsable, especialmente para afrontar las grandes problemáticas relacionadas con la alimentación y el hambre en el mundo. El uso equilibrado de los recursos naturales y la distribución equitativa de los bienes disponibles permitirán dar a la población mundial la seguridad alimentaria que todos deseamos.

Amadísimos hermanos y hermanas que formáis la gran familia del mundo agrícola, gracias por vuestra gozosa presencia y vuestra fervorosa participación en este encuentro. La Iglesia está cerca de vosotros. Quiera Dios que esta jornada jubilar os sostenga e impulse a todos a proseguir vuestra benemérita actividad, indispensable para el progreso integral de la comunidad mundial.

  1. Saludo cordialmente a las personas de lengua francesa del mundo agrícola, que celebran hoy su jubileo. Vuestra actividad recuerda que los frutos de la tierra y del trabajo del hombre son una cooperación en la creación divina y una invitación a una comunión cada vez más solidaria, para que todos los hombres tengan alimento. A todos los peregrinos les imparto de corazón la bendición apostólica.

Doy una cordial bienvenida a los representantes de lengua inglesa del mundo de la agricultura y de la vida rural presentes en este jubileo. Que vuestro encuentro diario con la belleza de la creación de Dios os ayude a acercaros más al Señor de la vida, fortalezca vuestro compromiso de ser buenos administradores de sus generosos dones, y acreciente vuestra solidaridad con los demás, en especial con los hermanos y hermanas que sufren a causa de la pobreza y el hambre. El Señor de la mies bendiga vuestros esfuerzos y os colme a vosotros y a vuestras familias de su paz.

Os acojo cordialmente, agricultores de lengua alemana, que habéis venido a Roma para celebrar el Año santo. Cuidad la tierra que se os ha confiado, para que produzca buenos frutos, que alimenten y alegren a todos los hombres. De buen grado os imparto la bendición apostólica.

Saludo con afecto a los trabajadores del campo de lengua española. Vuestra tarea, que dignifica al hombre y completa la obra del Creador, merece toda la estima de la Iglesia y el respeto de las instituciones. Fomentad entre vosotros el espíritu de solidaridad y de colaboración, dando testimonio del destino universal de los bienes y favoreciendo la protección del medio ambiente para asegurar, de este modo, la existencia digna del hombre de hoy y de las generaciones futuras. A todos os bendigo de corazón.

A los trabajadores y asalariados de lengua portuguesa que viven del cultivo del campo les deseo las mayores bendiciones del cielo, para que siembren y planten en paz y con seguridad, en una tierra amiga que les dé el ciento por uno y donde sus hijos, saciados, compartan con los más pobres.

Saludo con gran alegría a los peregrinos ucranianos aquí presentes. Queridos hermanos, que este Año santo sea para todos vosotros un tiempo fuerte de gracia, reconciliación y renovación interior. Os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.

Saludo cordialmente a los agricultores de Polonia y de los demás países, que celebran hoy su jubileo. Con vuestra fatiga diaria respondéis del modo más directo a la llamada que hizo el Creador al hombre para que domine la tierra. Dios bendiga vuestro trabajo, a fin de que todos los hombres se beneficien abundantemente de sus frutos. Alimentan y defienden: he citado estas palabras ayer.

Hoy las repito una vez más. Se refieren a vosotros. El agricultor polaco, hijo de la tierra polaca, alimentaba y defendía. Por eso, merece gratitud y solicitud por su futuro. Dios os bendiga.

  1. Encomiendo a María, Madre de gracia, las aspiraciones y los propósitos de bien que ha suscitado esta jornada de intensa comunión eclesial. A ella dirigimos ahora nuestro pensamiento, invocándola confiadamente con las palabras del Ángelus.