ANCIANOS

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HOMILÍA EN EL JUBILEO DE LA TERCERA EDAD

Domingo 17 de septiembre de 2000

  1. “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mc 8, 29). Esta es la pregunta que Cristo formula a sus discípulos, después de haberlos interrogado sobre la opinión común de la gente. Así profundiza el diálogo con sus discípulos, casi obligándolos a dar una respuesta más directa y personal. En nombre de todos Pedro responde con prontitud y claridad de fe:  “Tú eres el Mesías” (Mc 8, 29).

El diálogo de Jesús con los Apóstoles, que hemos vuelto a escuchar hoy en esta plaza con ocasión del jubileo de la tercera edad, nos impulsa a ahondar en el significado del acontecimiento que estamos celebrando. En el Año jubilar que recuerda el bimilenario del nacimiento de Cristo, toda la Iglesia eleva al Señor, de un modo muy particular, “una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención realizada por él” (Tertio millennio adveniente, 32).

“Vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Ante esta pregunta, que nos sigue interpelando, estamos aquí para hacer nuestra la respuesta de Pedro, reconociendo en Cristo al Verbo encarnado, al Señor de nuestra vida.

  1. Amadísimos hermanos y hermanas que habéis venido en peregrinación a Roma para vuestro jubileo, os doy mi más cordial bienvenida, feliz de celebrar con vosotros este singular momento de gracia y de comunión eclesial.

Os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo particular al señor cardenal James Francis Stafford y a todos los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio aquí presentes. Envío un recuerdo afectuoso a todos los obispos y sacerdotes ancianos del mundo entero, así como a cuantos en la vida religiosa o laical han gastado sus energías en el cumplimiento de los deberes de su estado. ¡Gracias por vuestro ejemplo de amor, de entrega y de fidelidad a la vocación recibida!

Deseo expresar mi aprecio a cuantos han afrontado dificultades y molestias con tal de no faltar a esta cita. Sin embargo, al mismo tiempo, mi pensamiento va también a todas las personas ancianas, solas o enfermas, que no han podido salir de su casa, pero que están espiritualmente unidas a nosotros y siguen esta celebración a través de la radio y la televisión. A cuantos se encuentran en situaciones precarias o en dificultades particulares, les aseguro mi cercanía cordial y mi recuerdo en la oración.

  1. El jubileo de la tercera edad, que hoy celebramos, reviste una importancia particular si se considera la presencia creciente de las personas ancianas en la sociedad actual. Celebrar el jubileo significa, ante todo, recoger el mensaje de Cristo para esas personas, pero, a la vez, atesorar el mensaje de experiencia y sabiduría que ellas mismas transmiten en esta etapa particular de su vida. Para muchas de ellas, la tercera edad es el tiempo de reorganizar la propia vida, haciendo fructificar la experiencia y las capacidades adquiridas.

En realidad, como subrayé en la Carta a los ancianos (cf. n. 13), también la edad avanzada es un tiempo de gracia, que invita a unirse con amor más intenso al misterio salvífico de Cristo y a participar más profundamente en su proyecto de salvación. Queridos ancianos, la Iglesia os mira con amor y confianza, comprometiéndose a favorecer la realización de un ambiente humano, social y espiritual en cuyo seno todas las personas puedan vivir de forma plena y digna esta importante etapa de su vida.

Precisamente durante estos días, el Consejo pontificio para los laicos ha querido dar una contribución a este aspecto de la pastoral, promoviendo una reflexión sobre el tema:”El don de una larga vida: responsabilidad y esperanza”. He apreciado mucho esta iniciativa, y espero que este simposio estimule a las familias, al personal religioso y laico de las casas que acogen a los ancianos, así como a todos los agentes implicados en el servicio a la tercera edad, a contribuir activamente a la renovación de un compromiso social y pastoral específico. En efecto, aún se puede hacer mucho para acrecentar la conciencia de las exigencias de los ancianos, para ayudarles a expresar mejor sus capacidades, para facilitar su participación activa en la vida de la Iglesia y, sobre todo, para lograr que se respete y valore siempre y en todo lugar su dignidad de personas.

  1. Todo esto lo iluminan las lecturas de este domingo, que nos invitan a profundizar el modo como se ha realizado el designio salvífico de Dios. Hemos escuchado en el libro del profeta Isaías la descripción del Siervo sufriente, que es el retrato de una persona que se pone totalmente a disposición de Dios. “El Señor me abrió el oído; yo no resistí, ni me eché atrás” (Is 50, 5). El Siervo de Yahveh acepta la misión que se le ha encomendado, aunque es difícil y llena de peligros:  la confianza que pone en Dios le da la fuerza y los recursos necesarios para cumplirla, permaneciendo firme incluso en medio de la adversidad.

El misterio de sufrimiento y de redención anunciado por la figura del Siervo de Yahveh se realizó plenamente en Cristo. Como hemos escuchado en el evangelio de hoy, Jesús comenzó a enseñar a los Apóstoles “que el Hijo del hombre tenía que padecer mucho” (Mc 8, 31). A primera vista, esta perspectiva resulta humanamente difícil de aceptar, como lo muestra también la reacción inmediata de Pedro y de los Apóstoles (cf. Mc 8, 32-35). ¿Y cómo podría ser de otro modo? El sufrimiento no puede por menos de causar miedo. Pero precisamente en el sufrimiento redentor de Cristo está la verdadera respuesta al desafío del dolor, que tanto influye en nuestra condición humana. En efecto, Cristo tomó sobre sí nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, iluminándolos, mediante su cruz y su resurrección, con una luz nueva de esperanza y de vida.

  1. Queridos hermanos y hermanas, amigos ancianos, en un mundo como el actual, en el que a menudo se mitifican la fuerza y la potencia, tenéis la misión de testimoniar los valores que cuentan de verdad, más allá de las apariencias, y que permanecen para siempre porque están inscritos en el corazón de todo ser humano y garantizados por la palabra de Dios.

Precisamente por ser personas de la llamada “tercera edad”, tenéis una contribución específica que dar al desarrollo de una auténtica “cultura de la vida” -tenéis, o mejor, tenemos, porque también yo pertenezco a vuestra edad-, testimoniando que cada momento de la existencia es un don de Dios y cada etapa de la vida humana tiene sus riquezas propias que hay que poner a disposición de todos.

Vosotros mismos experimentáis cómo el tiempo que pasa sin el agobio de tantas ocupaciones puede favorecer una reflexión más profunda y un diálogo más amplio con Dios en la oración. Además, vuestra madurez os impulsa a compartir con los más jóvenes la sabiduría acumulada con la experiencia, sosteniéndolos en su esfuerzo por crecer y dedicándoles tiempo y atención en el momento en el que se abren al futuro y buscan su camino en la vida. Podéis realizar en favor de ellos una tarea realmente valiosa.

Amadísimos hermanos y hermanas, la Iglesia os contempla con gran estima y confianza. La Iglesia os necesita. Pero también la sociedad civil necesita de vosotros. Eso lo dije hace un mes a los jóvenes y ahora os lo digo a vosotros ancianos, a nosotros ancianos. La Iglesia necesita de nosotros, pero también la sociedad civil nos necesita. Sabed emplear generosamente el tiempo que tenéis a disposición y los talentos que Dios os ha concedido, ayudando y apoyando a los demás. Contribuid a anunciar el Evangelio como catequistas, animadores de la liturgia y testigos de vida cristiana. Dedicad tiempo y energías a la oración, a la lectura de la palabra de Dios y a reflexionar sobre ella.

  1. “Yo, por las obras, te demostraré mi fe” (St 2, 18). Con estas palabras el apóstol Santiago nos ha invitado a expresar en la vida diaria, abiertamente y con valentía, nuestra fe en Cristo, especialmente a través de nuestras obras de caridad y solidaridad para con los necesitados (cf. St 2, 15-16).

Hoy doy gracias al Señor por nuestros numerosos hermanos que testimonian esa fe operante en el servicio diario a los ancianos, pero también por el gran número de ancianos que, en la medida de sus posibilidades, siguen prodigándose aún por los demás.

En esta alegre celebración del jubileo de la tercera edad queréis renovar vuestra profesión de fe en Cristo, único Salvador del hombre, y vuestra adhesión a la Iglesia, mediante el compromiso de una vida vivida con amor.

Juntos queremos hoy dar gracias por el don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención que realizó. Prosigamos la peregrinación de nuestra existencia diaria con la certeza de que la historia humana en su conjunto y también la historia personal de cada uno forman parte de un plan divino, iluminado por el misterio de la resurrección de Cristo.

Pidamos a María, Virgen peregrina en la fe y nuestra Madre celestial, que nos acompañe a lo largo del camino de la vida y nos ayude a pronunciar como ella nuestro “sí” a la voluntad de Dios, cantando junto con ella nuestro Magníficat, con la confianza y la alegría perenne del corazón.