(Resumen del comentario a las catequesis de Juan Pablo II de Angelo Scola en “El misterio nupcial”)
La Iglesia experta en humanidad, acoge en su seno existencias personales de hombres y mujeres con nombre y rostro, de personas en acción a quienes la pregunta radical que Dios hace a todo hombre, «¿dónde estás? ¿Dónde está tu hermano?», hace caer en la cuenta de las polaridades constitutivas del ser personal: cuerpo-espíritu, hombre-mujer, individuo-sociedad.
Desde la propia razón iluminada por el Verbo en quien se desvela al hombre el misterio del hombre puede ofrecer la antropología adecuada que ilumina, responde e integra todas las dimensiones que aparecen en la experiencia elemental de cada persona viva «en acción». Pero la Iglesia, no sólo ofrece una luz desde la cual reconstruir un humanismo en el que Dios no es rival del hombre, sino que ofrece un ámbito, una compañía que hace posible el crecimiento y además es cauce de la gracia divina, don imprescindible para cultivar la antropología adecuada, pues pertenece a la experiencia humana la apertura a la trascendencia, la sed de plenitud y el ansia de comunión que sólo la gracia divina puede dar.
Se trata de elaborar una propuesta antropológica que responda a la verdad de lo que el hombre es, encontrándonos con éste en su experiencia elemental, en sus acciones y relaciones. Si la experiencia encuentra una antropología adecuada podremos decir con Juan Pablo II que la relación entre verdad y libertad es originaria.
a) La afirmación de la persona
La afirmación de la persona utilizando el lenguaje del cuerpo como expresión de la uni-totalidad de la persona individual:
«El sacramento, como signo visible, se constituye con el hombre, en cuanto ‘cuerpo’, mediante su ‘visible’ masculinidad y feminidad. El cuerpo, en efecto, y solamente él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: lo espiritual y lo divino. Ha sido creado para transferir en la realidad visible del mundo el misterio escondido desde la eternidad en Dios, y ser así su signo».
Las célebres Catequesis sobre el cuerpo, expresan con singular eficacia el primer núcleo de la experiencia humana elemental. Indagar sobre el hombre en cuanto ‘uno en cuerpo y alma’ (GS 14), partiendo de la afirmación de que el cuerpo es sacramento de toda la persona comienza a dar credibilidad a una nueva centralidad del hombre, en contra del pretendido fin del sujeto.
Desde un punto de vista teológico podemos decir que en el enfoque determinante de Redemptor Hominis, que es preciso leer junto con Dives in Misericordia y Dominum et Vivificantem, se pone en juego el cristocentrismo de Wojtyla. Tal perspectiva le permite apreciar la vertiente antropológica sin vaciar la cristología, al tiempo que ofrece la posibilidad de que la cristología misma no derogue la antropología.
Teocentrismo, cristocentrismo y antropocentrismo se dan juntos o desaparecen:
Así, «el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo (…) debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo, Jesucristo es, pues, la figura consumada del hombre porque resuelve el enigma del individuo sin decidirá priori su drama. Jesucristo, verdad viviente y personal, exalta el _ individuo poniéndolo en juego en cada acto de su libertad. No afirmándose de modo abstracto como sujeto autónomo, sino reconociéndose como hijo en el Hijo, el hombre hace la experiencia elemental realista y benéfica de una dependencia que lo genera, de una pertenencia que, a su vez, lo capacita para convertirse en protagonista».
Sólo si uno es -¡no si ha sido!- hijo, puede ser padre. La generación de la persona es la respuesta actualísima de Karol Wojtyla al ocaso del sujeto.
b) Engendrar una morada
la persona pensada adecuadamente como sujeto se desvela como constituida originariamente por y destinada a la communio personarum. Se anuncia la segunda palabra con la que se expresa el lenguaje de la experiencia elemental: el hombre-mujer. La génesis de la persona y, por tanto, su ser íntimamente en relación con Aquel que le dirige la pregunta ¿dónde estás?, preservándola del abismo de la nada, es iluminada con absoluta claridad por la respuesta a otra pregunta igual de simple e imprescindible: ¿Por qué el Creador ha decidido «que el ser humano pueda existir sólo como mujer o como varón? La dimensión nupcial del amor, en la conjunción inseparable de la diferencia sexual, don de sí y fecundidad, ha sido profundizada de forma intrépida por el Santo Padre como el lugar privilegiado en el que la naturaleza constitutiva del yo, se ofrece espontáneamente a cada individuo.
En el carácter insuperable de la diferencia sexual que orienta al don recíproco de sí (amor), que, siendo el hombre, «uno de alma y cuerpo», tiende a generar la vida, se evidencia de modo experimental la diferencia ontológica en la que cada uno de nosotros está constituido. Esta diferencia consiste, en última instancia, en la cotidiana presencia del Misterio en cada acto de nuestra libertad invitándola a ir al encuentro del otro para cumplirse.
«La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer (por la analogía que se presupone entre el Creador y la criatura), expresa también, por consiguiente, la «unidad de los dos» en la común humanidad.
Esta «unidad de los dos», que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina (communio). Esta semejanza se da como cualidad del ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y, al mismo tiempo, como una llamada y tarea.
«En este sentido, precisamente el amor creatural completo, la familia natural: padre-madre-hijo, es una auténticaimago Trinitatis».
En esta óptica, la fecundidad, como rasgo distintivo de la madurez humana, encuentra la vía ordinaria en el amor entre el hombre y la mujer como fundamento del matrimonio fiel e indisoluble sobre el que se constituye la familia.
c)… y se convirtió en un pueblo
Considerado con atención el hombre-mujer anticipa también el tercer vocablo decisivo del lenguaje de la experiencia elemental. Me refiero a la relación persona-comunidad
En efecto, el hombre-mujer constituye la forma más elemental de societas precisamente porque documenta cómo el ser humano existe en cuanto ser generado y, por ende, crece en relación de pertenencia con un lugar de origen. La dimensión de la intersubjetividad de la identidad humana es advertida no sólo por el sentido común, hoy extraordinariamente sensible en lo tocante a la práctica de la solidaridad, sino también por la cultura académica. Pero existe el peligro de que la intersubjetividad sustituya a la consistencia del individuo exponiéndolo, una vez más, al riesgo de anular la libertad. Por el contrario, la relación es un lugar eminente de la libertad cuando se la concibe como re-conocimiento, es decir, como relación entre personas libres, en tensión continua hacia el ideal de la gratuidad.
El rasgo decisivo de la experiencia humana elemental: el hombre no puede renunciar a ser él mismo (verdad de la identidad) y, al mismo tiempo, no puede ser él mismo solo (verdad de la relación). Según Wojtyla, para responder en modo completo al interrogante del Creador ¿dónde estás?, es preciso que en la pertenencia a toda la familia humana, mediante la familia propia, se reconozca como fundante e irreducible el vínculo singular que liga cada persona con Dios. Sólo dentro de esta doble pertenencia puede encontrar confirmación adecuada el ordenamiento del nexo yo-nosotros, persona-comunidad, individuo-sociedad (Estado), nación pueblo.
Todas las problemáticas sociales tan sentidas por Juan Pablo II, desde el trabajo al mercado, de la justicia social a la paz, de los derechos de la Persona a la libertad religiosa, de la urgencia de promover y desarrollar el sur del planeta al empeño por superar toda forma de marginación, caen dentro de esta experiencia humana elemental.
Es más útil señalar cómo la Iglesia representa en la historia una realización de la unidad de los hombres en Dios que sugiere indicaciones preciosas para una convivencia social libre de toda degeneración totalitaria a la que, de suyo, los hombres están expuestos de forma inevitable. En efecto, como ningún hombre, en cuanto, propiedad de Dios, puede concebirse como perteneciente de modo exclusivo a la polis humana, así ningún sistema o institución política puede jactarse de su propio derecho de «propiedad» ni siquiera sobre un solo hombre.
Extracto del libro “Un combate espiritual: El dragón, la bestia, el cordero” P. Luis Arguello (2012)
Editorial Voz de los sin Voz. Nº 645