“Las cosas no son fines en sí mismas; son un medio para un apego mayor a los demás. No hemos de aferramos a nuestras cosas, sino que se trata de usarlas para el bien común.”

Extracto del libro “Ser consumidos” Economía y deseo en clave cristiana. Cavanaugh, William T.

 

En enero de 2005, un estudiante de veinte años de un “college” de Nebraska subastó una parte de su frente para hacer publicidad. La oferta ganadora superó los 37.000 dólares. Por esa espléndida suma, el joven pasó treinta días con un tatuaje temporal sobre su frente ensalzando las virtudes de un remedio para dejar de roncar. Aunque la frente del muchacho iba a ser vista por un número limitado de personas, el fabricante del producto esperaba beneficiarse de la publicidad mundial que la campaña del anuncio humano había generado. Al anuncio humano mismo se le atribuye la siguiente frase: “Tal como yo lo veo, lo que hago es vender algo que ya tengo; y después de treinta días lo recupero”1.

Sería fácil acercarse a esta historia -y al tema de este capítulo, el consumismo- con un severo gesto de reprobación a la avaricia de la gente de hoy. “La gente haría cualquier cosa por dinero. Todo el mundo quiere más, y nadie quiere compartir lo que tiene con los que tienen menos. El mundo sería un lugar mejor si todos compartiéramos”. Y así sucesivamente. Pero lo que hace que merezca la pena hablar de la cultura del consumismo desde la perspectiva de la teología moral no es fundamentalmente la avaricia. El joven de Nebraska hizo esa proeza para pagarse su educación universitaria, y al parecer no por simple avaricia. Lo que es interesante en esta historia para nuestro propósito es cómo ilustra algo más fundamental sobre una cultura del consumo: su habilidad para transformar prácticamente todo en una mercancía, es decir, en algo que puede comprarse o venderse.

La tradición cristiana ha condenado siempre la codicia (también llamada avaricia). Jesús denuncia el acumular tesoros en la tierra (Mt 6,19-21); San Pablo ataca a la avaricia como a una forma de idolatría (Col 3,5); el Papa San Gregorio Magno incluyó la codicia en su lista de los siete pecados capitales, que servirían a lo largo de los siglos como un catálogo de los peligros que el alma debía evitar. La avaricia significa por lo general un apego desordenado al dinero y a las cosas. Nos imaginamos al avaro contando su dinero, y depositándolo luego en su banco, o nos representamos a la persona que se deleita en sus posesiones,  obsesionada con llenar de más bienes su gran casa, o sus casas diversas. Pero esta visión de la avaricia no capta realmente el espíritu de nuestra economía de consumo. La mayoría de las personas no están excesivamente apegadas a las cosas, y la mayoría no está obsesionada con acumular riquezas. De hecho, los Estados Unidos tienen uno de los índices de ahorro más bajos entre los países ricos, y somos la sociedad más endeudada que ha habido en la historia. Lo que realmente caracteriza a la cultura del consumidor no es el apego a las cosas sino el desapego. La gente no acumula dinero, lo gasta. Las personas no se aferran a las cosas; se deshacen de ellas y compran otras.

En una sociedad consumista, el desapego tiene lugar tanto en el vender como en el comprar, y todo puede venderse: la asistencia sanitaria, el espacio, la sangre humana, los nombres (“el campeonato de los Tostitos Fiesta”), los derechos de adopción, el agua, los códigos genéticos, los derechos para emitir contaminantes al aire, el uso de tu propia frente. El joven de Nebraska se describe a sí mismo como “propietario” de su frente, que él puede vender y recuperar. El consumismo consiste en la notable capacidad para desprenderse incluso de aquellas cosas, como nuestra frente, a las que estamos más obviamente pegados. Pero el desapego del consumismo no consiste sólo en la disposición a vender cualquier cosa. El desapego del consumismo es también un desapego a las cosas que compramos. Nuestras relaciones con los productos tienden a ser de corta duración: en vez de acumular objetos apreciados como tesoros, los consumidores nos caracterizamos por una constante insatisfacción con los bienes materiales. Ésta insatisfacción es lo que produce la infatigable búsqueda de la satisfacción en la forma de algo nuevo. El consumismo no tiene tanto que ver con tener más, sino con tener algo distinto; por eso lo que constituye el corazón del consumismo no es simplemente el comprar, sino el ir de compras. El comprar da una pausa momentánea a la ansiedad característica del consumismo. Esta ansiedad -el ir a comprar algo distinto, sin que importe ya nada lo que uno acaba de comprar- determina el tono espiritual del consumismo.

El consumismo es un tema importante para la teología porque es una disposición del espíritu, una forma de mirar al mundo que nos rodea, que resulta ser profundamente formativa, en el sentido de que “da forma” a nuestras vidas. En muchos sentidos, el consumismo tiene algunas afinidades con la visión tradicional cristiana acerca de cómo deberíamos considerar las cosas materiales. Vamos a necesitar, pues, explorar en qué convergen consumismo y cristianismo y en qué divergen. En la primera sección de este capítulo quiero examinar algunas de las condiciones económicas que caracterizan de modo singular el consumismo y su desapego a la producción, a los productores y a los productos. En la segunda sección, examinaré el consumismo como formación moral y lo compararé con algunos temas de la teología moral cristiana. En la tercera parte, investigaré la Eucaristía como práctica cristiana que ofrece un modo alternativo de practicar el consumo.

El desapego

Algunas críticas del consumismo se contentan con lamentarse de la avaricia y el materialismo de la era actual. La gente ha abandonado a Dios y a los valores más altos y espirituales de la vida a cambio de los viles placeres de los objetos materiales. Puede que haya algo de verdad en esas quejas, pero al menos hay dos sentidos en los que no dan en el blanco. En primer lugar, establecen una falsa dicotomía entre lo espiritual y lo material. En la tradición cristiana, que confiesa que Dios se ha hecho carne (Jn 1,14), el mundo material está santificado y cargado de significado espiritual. El cristiano no tiene que elegir entre Dios y la creación, ya que toda la creación canta la gloria de Dios. En la tradición católica, especialmente, los sacramentos nos muestran cómo encontramos a Dios en unos elementos materiales de la vida ordinaria. El segundo problema con esa crítica de los valores de la gente es que la mayoría de las personas no eligen simplemente los bienes materiales por encima de los valores espirituales. Son raras las personas que deciden deliberadamente hacerse hedonistas y materialistas. Incluso la cantante pop Madonna, que se declaraba a sí misma “chica materialista”, está envuelta en la espiritualidad, en una versión des-judaizada de la antigua práctica mística judía llamada Cábala. El consumismo no consiste simplemente en que unas personas rechazan la espiritualidad por el materialismo. Para muchos, el consumismo es una especie de espiritualidad, aunque no lo reconozcan como tal. Es una forma de buscar el significado y la identidad, una forma de conectarse con otros. Otros muchos, al encontrarse a si mismos en una búsqueda sin reposo de los bienes materiales que requiere el sueño americano, sienten que algo no funciona bien. Luego leen informes sobre mujeres tailandesas que son obligadas a trabajar hasta la muerte haciendo juguetes y artilugios que llenan nuestras vidas de basura, y se horrorizan. El problema no es que la gente elija deliberadamente su propia comodidad a costa de las vidas de otros, debido a que tienen sus valores distorsionados. El problema es mucho más grande: cambios en la economía, y en la sociedad en general, nos han desligado de la producción material, de los productores, e incluso de los productos que consumimos. Voy a examinar cada uno de estos aspectos por separado.

La producción

Echa un vistazo en tu hogar o en tu habitación a las cosas que tú y tu familia poseéis. ¿Cuántas de esas cosas están hechas por ti? Si eres un occidental típico, la respuesta es “muy pocas”. Incluso las comidas son a menudo una cosa que viene ya empaquetada y pre-cocinada, lista para el microondas y para ser consumida. Damos esta situación por supuesta; casi todas las cosas que tenemos las hemos comprado. Y sin embargo, en la mayoría de los hogares de la mayor parte de las culturas, y durante casi toda la historia del hombre, la situación era radicalmente distinta. Antes de la llegada de la industrialización, el hogar era un lugar de producción, y no sólo de consumo. La mayoría de las personas vivían en granjas, y ellas mismas se fabricaban la mayor parte de los bienes que utilizaban. Tenían menos cosas, y la vida era a menudo dura. No hay necesidad de idealizar la sociedad pre-industrial. Pero es difícil poder exagerar la diferencia en nuestras actitudes hacia las cosas materiales. Antes solíamos hacer cosas: ahora las compramos.

 

La revolución industrial ha estado determinada por una gente que se trasladaba desde una agricultura de subsistencia y los trabajos de artesanía a la mano de obra en la fábrica. Esto se consiguió de varias maneras. El cierre forzado de tierras de propiedad común en Inglaterra y en el continente hicieron a menudo que la agricultura de subsistencia se hiciera insostenible. El movimiento de cierre privatizó las tierras de propiedad común, repartiéndolas entre propietarios, normalmente en beneficio de los grandes latifundistas y en detrimento de quienes vivían de una agricultura de subsistencia3. Las industrias artesanales fueron erradicadas por la avalancha de productos manufacturados baratos provenientes de las nuevas fábricas, obligando a menudo a las personas a buscar trabajo en las mismas fábricas que las habían llevado a la ruina4. El movimiento de la artesanía al trabajo en la fábrica fue significativo en su tiempo. Hoy, sin embargo, estamos todavía más desligados de la producción de bienes. Cada vez son menos los americanos y los europeos que conocen cómo es el trabajo en la fábrica, ya que el proceso de globalización ha enviado a otros países muchos trabajos de fabricación, produciéndose todos los días más traslados de este tipo. No sólo ya no fabricamos las cosas que usamos, cada vez con más frecuencia no fabricamos nada de nada.

¿Por qué tendría eso que importarnos? Quizás porque tiene algo que ver con actitudes negativas generalizadas con respecto al trabajo en nuestra sociedad. Lo que se expresa en la frase común “gracias a Dios es viernes”a es un sentimiento común, y no sólo entre los obreros. La serie de dibujos animados Dilbert expresa un profundo descontento también entre los oficinistas. Mucha gente no le ve sentido alguno a su trabajo, sólo es un medio para tener un sueldo. Hasta el propio trabajo se ha convertido en un bien de consumo, en algo que uno vende al empresario a cambio del dinero necesario para comprar cosas. Para muchísima gente, el trabajo se ha convertido en algo que paraliza la vida del espíritu.

Aunque las actitudes negativas con respecto al trabajo son comunes, no tendría por qué ser así. Nuestro trabajo estaba destinado a ser una ocasión para la creatividad, una vocación a dejar nuestra impronta en el mundo material. El trabajo es el modo de situarnos a nosotros mismos en el mundo de los objetos materiales. Como el Papa Juan Pablo II ha dicho: “El trabajo es un bien del hombre -es un bien de su humanidad-, porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido «se hace más hombre»”.  Según Juan Pablo II, el trabajo es la clave de toda la cuestión social, porque la cuestión que la sociedad tiene que afrontar siempre es cómo hacer que la vida sea “más humana”.  Ser más humano significa, al mismo tiempo, participar en la actividad creadora de Dios. “En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador”.  Este es el significado verdadero del llamamiento del Génesis a “llenar la tierra” y a “someterla”, y a tener “dominio” sobre ella (Gen 1, 28).  Esta visión espiritual del trabajo tiene un atractivo evocador para muchas personas que se sienten alienadas con respecto a su trabajo, y desapegadas de un compromiso creativo con el mundo material. Pero esta visión espiritual del trabajo no se ha debilitado simplemente porque las personas tengan actitudes malas y valores negativos, lo ha hecho porque nuestro entero sistema de producción ha cambiado. El sistema ha puesto de manifiesto una capacidad tremenda para aumentar la cantidad y la variedad de los bienes producidos, mientras que al mismo tiempo nos desapega de la creación de las cosas.

Los productores

 Si el trabajo se ha convertido en un artículo de consumo que se puede vender, es también un artículo que se puede comprar. Quienes hacen nuestras cosas somos cada vez menos nosotros mismos o nuestros vecinos, personas con nombres, rostros y aspiraciones de autorrealización, y cada vez con más frecuencia una “fuerza laboral” impersonal. En una inversión del Génesis, “el hombre es considerado como un instrumento de producción, mientras que él -él solo, independientemente del trabajo que realiza- debería ser tratado como sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador”9. Nos referimos a las personas que fabrican nuestras cosas como “costes laborales”, que naturalmente tienen que “reducirse”. Y una de las formas fundamentales para reducir los costes laborales es llevarse la producción a otros continentes, dónde los sueldos sean mucho más bajos, y la protección de los trabajadores mucho menos estricta.

La estrella de hip-hop P. Diddy lanzó su marca “Sean John” de ropa de diseño con el eslogan: “No es sólo una marca, es un estilo de vida”. De los cuarenta dólares o más que los consumidores estadounidenses pagan por una camisa Sean John, las mujeres que en realidad las fabrican, de cabo a rabo, ganan quince centavos. Lydda González es una joven hondureña que trabajó cosiendo ropa en Southeast Textiles, una fábrica situada en Honduras y que trabajaba para Sean John, Old Navy, Polo Sport y otras marcas famosas. La fábrica se encuentra en la Zona de Libre Comercio de San Miguel, en Honduras, un complejo de edificios rodeado por una valla alta de metal y guardias armados. Lydda había comenzado a trabajar en una panadería a los once años, y después se fue a trabajar a Southeast Textiles a los diecisiete, esperando sacar a su familia de la pobreza. Con lo que se encontró en cambio fue con lo siguiente: unos sueldos de miseria, turnos de doce horas seis días a la semana, y horas extraordinarias de trabajo obligatorio no remunerado. Estaba sometida a cacheos arbitrarios, a acosos sexuales y a tests obligatorios de embarazo. Su supervisor era abusivo, el aire en la fábrica estaba cargado de partículas textiles flotantes y el agua para beber estaba contaminada con aguas residuales sin tratar. Cuando Lydda y catorce compañeros de trabajo se unieron para exigir mejores condiciones de trabajo, todos fueron despedidos, y sus nombres puestos en una lista negra que sería compartida con otros propietarios de fábricas. Ella ha recibido amenazas de muerte por hablar claro.

Muchas empresas transnacionales se están retirando ahora de Centroamérica, pero no por preocupación por las Lydda González de Honduras. Las empresas se están mudando a Asia porque pueden reducir los costes laborales a la mitad: en lugar de los 65 centavos a la hora que recibía Lydda, pueden salirse pagando a 33 centavos la hora en fábricas de China, con algunos casos documentados de sueldos tan bajos como 12 centavos la hora.  Los trabajadores que hacen los libros para niños de Disney en las fábricas Nord Race de la provincia de Guangdong, por ejemplo, tienen que trabajar entre 13 y 15 horas al día, siete días a la semana, y ganan sólo 33 centavos por hora en unas condiciones abusivas.  Estas condiciones tienden a ser la norma, no la excepción. Los chinos han acuñado incluso una palabra -guolaosi- para casos de muerte por exceso de trabajo. Un artículo del Washington Post sacó a la luz la muerte de Li Chunmei, una joven de diecinueve años que sufrió un colapso y murió después de trabajar turnos de 16 horas durante sesenta días seguidos en una fábrica de juguetes, haciendo animales de peluche para niños de los países “desarrollados”13.

Nosotros compramos, ellos se caen al suelo. ¿Cuál es la conexión? A menudo es difícil de averiguar. El joven escritor Tom Beaudoin cuenta una historia que muchos occidentales de clase media pueden sin duda apreciar. Él tenía la vaga sensación de que otras personas estaban sufriendo por el modo como se fabricaban sus cosas, pero estaba demasiado ocupado para saber qué hacer al respecto. Un día echó mano a algunas de las prendas de marca favoritas que tenía en su armario y decidió llamar a las empresas directamente, para preguntarles cómo habían sido hechas. A menudo tuvo que estar en espera a través de quince distintas personas o más, a medida que le hacían pasar por distintos gerentes, representantes de relaciones públicas e incluso empleados de la habitación donde se recibe el correo. En las pocas ocasiones en las que consiguió hablar con alguien que entendiera del proceso de producción, el directivo en cuestión negó tener responsabilidad alguna en el bienestar de los trabajadores, ya que la mayoría de los trabajadores de la producción no tenían que ver nada con la empresa que ponía la marca debido a la “subcontratación” del trabajo a unos contratistas independientes14.

Naomi Klein sostiene que la meta de una empresa transnacional es lograr una especie de trascendencia con respecto al mundo material. Una empresa así

intenta liberarse del mundo corpóreo de los bienes de consumo, de la fabricación y de los productos, con el fin de existir en un nivel distinto. Cualquiera puede fabricar un producto, ése es su modo de razonar […]. Esas tareas menudas, en consecuencia, pueden y deben dejarse en manos de contratistas y subcontratistas, cuya única tarea consiste en servir los pedidos a tiempo y a bajo coste […] Las sedes centrales de las empresas, mientras tanto, tienen libertad para dedicarse al verdadero negocio: crear una mitología corporativa lo suficientemente poderosa como para infundir un significado a estos objetos brutos, sin más que firmar con su marca15.

Según Klein,[…] después de haber consolidado el «alma» de sus empresas, las compañías de supermarcas han pasado a desprenderse de sus incómodos cuerpos, y no hay nada que resulte más molesto, más desagradablemente corporal, que las fábricas que manufacturan sus artículos16.

Se nos invita a participar en esta transcendencia con respecto al mundo material de la producción y de los productores. Se nos invita a comprar productos que aparecen milagrosamente en las estanterías de las tiendas sin preguntar por sus orígenes. Y sin embargo, el dilema de Beaudoin nos persigue. Al tiempo que escribo esto, me detengo a mirar la ropa que llevo puesta: mi camisa fue hecha en Indonesia, mis vaqueros en Méjico, mis zapatos en China. Mi camiseta interior, cuya etiqueta me desea que “tenga un buen día”, fue hecha en Haití, donde, para la inmensa mayoría, un buen día es aquel en el que hay suficiente comida que comer. La mayoría de nosotros nunca elegiríamos conscientemente nuestro bienestar material a costa de la vida de otra persona. La mayoría de nosotros no elegimos conscientemente explotar a otros hasta la muerte por el simple deseo de que bajen los precios de las cosas que compramos. Pero participamos en esta economía porque estamos separados de los productores, de las personas que en realidad hacen nuestras cosas. A menudo, no sólo esas personas que hacen nuestras cosas se hallan a una enorme distancia de nosotros, sino que, además, se nos impide aprender acerca del origen de nuestros productos mediante todo un ejército de obstáculos. Y así habitamos en mundos separados, mundos que tienen unas formas completamente distintas de mirar al mundo material. Los juguetes del “happy meal” de McDonald’s, que desechamos con tanta facilidad, no nos revelan nada del duro trabajo de las jóvenes mal alimentadas que los hacen. Nos gastamos el equivalente a la paga que ellas reciben por dos días de trabajo en una taza de café, sin pensar en ello siquiera un segundo. Y lo hacemos, no necesariamente porque seamos avaros e indiferentes al sufrimiento de otros, sino en gran medida porque esos “otros” son invisibles para nosotros.

Los productos

En una carretera que pasa cerca de la casa en la que crecí, los centros comerciales han sustituido al maíz. En un determinado tramo se levanta un nuevo establecimiento de comida rápida McDonald’s, construido en un estilo retro para que se parezca al McDonald’s original de los años cincuenta. A su lado se halla un restaurante que imita un castillo medieval inglés, construido con puentes levadizos y torrecillas. Al otro lado del castillo hay un establecimiento mejicano de comida rápida, con algunos detalles censados para sugerir una misión española del siglo dieciocho. Este comparte su espacio con una marisquería, decorada con un despliegue de redes, salvavidas y parafernalia pirata. Todo esto se levanta en medio de un campo de maíz de Illinois.

Este escenario es tan común, que ya ni siquiera nos parece raro. Por supuesto, sabemos que todo es falso. Pero ¿qué significaría “auténtico” en este contexto? Damos por hecho que otros tiempos y lugares -la América de los cincuenta, la Inglaterra medieval, el Méjico colonial, el mar abierto- están todos disponibles para nuestro consumo. La expansión de la economía global nos ha puesto el mundo al alcance de la mano. La música, la comida, los productos y las ideas de todo el mundo son artículos de consumo, para nuestro disfrute. Y esto se aplica, no sólo a los productos de más bajo coste, tales como la comida rápida, sino también a los productos culturales de lujo tales como el whisky escocés de una sola clase de malta y los accesorios para el yoga. La globalización ha aumentado nuestra conciencia de otros tiempos y lugares, y nuestra simpatía por ellos. Y sin embargo, al mismo tiempo, produce un desapego a todos los tiempos y a todos los lugares.

 

¿Cuál es la “auténtica” cultura de clase media-alta de Illinois a comienzos del siglo veintiuno? Es, supongo, una serie de fragmentos de la vida rural tradicional en el Mid-West y de motivos urbanos de Chicago, mezclados con un batiburrillo de otros tiempos y otros lugares. Nos apartamos de la cultura como los clientes de un supermercado, para escoger y elegir nuestra cultura de entre la variedad infinita de experiencias que se nos venden. Como nuestro consumo puede llevarnos a todas partes, no estamos en ningún lugar en concreto. El tramo de carretera que he descrito es idéntico a otros tramos esparcidos por toda la nación y por todo el mundo. Si te dejaran caer del cielo, y aterrizases en esta carretera, te llevaría algún tiempo adivinar si estás cerca de Chicago o de Dallas, de Montreal o de Sydney.

Este desapego tiende a caracterizar nuestra actitud hacia los productos que compramos. Lejos de aferramos obsesivamente a nuestras cosas, a lo que tendemos es a comprar y a desechar los productos fácilmente. No los hacemos nosotros ni tenemos relación alguna con las personas que los hacen; y cada vez más, tampoco tenemos relación alguna con las personas que los venden, a medida que los pequeños negocios se sustituyen por las grandes cadenas comerciales. En estas condiciones, nuestra relación con respecto a los productos se hace también muy débil y efímera. Los productos que compramos son mudos acerca de sus orígenes, y tampoco las personas de quienes los compramos pueden decirnos mucho. Los productos no dicen nada sobre acerca de su lugar de procedencia y de cómo se producen, y apenas nos molestamos en preguntárnoslo. Simplemente damos por hecho que podemos comprar plátanos frescos en Minnesota en pleno invierno. La carne no procede de las vacas y los cerdos, sino de las pequeñas bandejas de polietileno envueltas en papel transparente. Las echamos simplemente a nuestro carrito y seguimos comprando.

Esto no significa que nos hayamos vuelto indiferentes a los productos que compramos. Al contrario, a medida que las relaciones humanas se apartan del proceso de comprar productos, se hacen más directas las relaciones entre nosotros mismos y nuestras cosas. La relación de consumo ha sido en gran medida reducida al mero encuentro en la tienda (o en la pantalla del ordenador) entre el consumidor y el producto. Pero los expertos en marketing saben perfectamente que el consumo no podría seguir el ritmo de la producción si los encuentros con los productos fueran encuentros con cosas inertes. El producto tiene que estar hecho para que cante y baile, y para que cree un nuevo tipo de relación entre el producto y el consumidor. A lo largo del siglo veinte, el marketing ha evolucionado desde ofrecer ante todo cierta información sobre un producto, hasta tratar de asociar ciertos sentimientos con ese producto. Los anuncios de refrescos dicen poco sobre el líquido con gas en sí mismo que obtienes cuando compras una lata; lo que hacen, en cambio, es intentar asociar el producto con imágenes positivas, como las de unos jóvenes en traje de baño jugueteando en una playa. Como dice un experto en marketing, “los productos se hacen en la fábrica, pero las marcas se hacen en la mente”17.  “La creación de una marca” -es decir, conseguir que las personas se identifiquen con una determinada marca corporativa-  tiene que ver con crear relaciones entre las personas y las cosas. Asociarse en la mente de uno con ciertas marcas, da una sensación de identidad: uno se identifica a sí mismo con ciertas imágenes y valores asociados con la marca”. La creación de una marca ofrece oportunidades para ponerse un nuevo “yo”, para llevar a cabo una “transformación radical” de uno mismo y convertirse en una nueva persona. Algunas personas hacen frente a la depresión yendo de compras; el ir de compras ofrece la oportunidad de comenzar de nuevo, de traer algo nuevo a la vida de uno. Al mismo tiempo, la creación de una marca puede también proveer de cierto sentido de comunidad con todas las demás personas que se asocian a sí mismas con una marca determinada18.

 

Pero si esto es así, ¿por qué hablar de desapego a los productos, cuando una gran parte de la cultura consumista se centra en crear relaciones con los productos? Porque tales relaciones no están hechas para durar. No habría un mercado para todos los bienes que se producen en una economía industrializada si los consumidores estuvieran satisfechos con las cosas que han comprado. El deseo del consumidor debe estar en constante movimiento. Debemos desear continuamente nuevas cosas para que el consumo pueda seguir el ritmo de la producción. La “transformación radical” es un proceso que no puede detenerse en la búsqueda de algo novedoso, de algo más grande y mejor, de algo “nuevo y mejorado”, y de experiencias diferentes. La maquinilla de afeitar de una hoja tuvo que ser superada por la de doble hoja, que fue mejorada por la de tres, luego de cuatro, y ahora por la absurda maquinilla de cinco hojas. Esto es más que un intento contínuo por mejorar un producto; es lo que los profesionales de la General Motors llamaron “la creación organizada de la insatisfacción”.  ¿Cómo podemos estar satisfechos con una maquinilla de sólo dos hojas cuando la que se hace hoy tiene cinco? ¿Cómo podemos estar satisfechos con un iPod que descarga doscientas canciones cuando otra persona tiene uno que descarga mil? La economía, tal como está hoy estructurada, llegaría a detenerse con que mirásemos a nuestras cosas y declarásemos simplemente: “Ya es suficiente. Soy feliz con lo que tengo”.

La verdad, sin embargo, es que no estamos inclinados a experimentar la insatisfacción como algo simplemente negativo. En la cultura consumista, la insatisfacción y la satisfacción dejan de ser contrarios, porque el placer no está tanto en la posesión de las cosas como en tratar de conseguirlas. Hay un placer en la búsqueda de lo novedoso, y el placer reside no tanto en poseer como en desear. Una vez que hemos adquirido un artículo, ello produce una pausa momentánea en el deseo, y el artículo pierde algo de su atractivo. La posesión mata el deseo; lo que ya se tiene engendra desprecio. Esa es la razón de por qué el corazón del consumismo no está tanto en el hecho mismo del comprar [buying], como en el ir de compras [shopping]. El espíritu consumista es un espíritu desasosegado, que se caracteriza por el desapego, porque el deseo ha de mantenerse en un movimiento continuo.

La formación moral y el mundo material

La cultura del consumismo es uno de los sistemas más poderosos de formación que hay en el mundo contemporáneo, y puede argumentarse que es más poderoso que el cristianismo. Mientras que un cristiano puede pasar una hora a la semana en la iglesia, puede dedicar unas veinticinco horas a la semana a ver la televisión, y eso aparte de las horas que en se gastan en Internet, escuchando la radio, yendo de compras, mirando el correo basura y otros anuncios. Miremos donde miremos -el surtidor de la gasolinera, las camisetas, las paredes de los aseos públicos, los recibos de los bancos, los boletines de la iglesia, los uniformes deportivos, etc.- nos hallamos frente a la publicidad.

Un sistema formativo tan poderoso no es moralmente neutro: nos educa a ver el mundo de una cierta manera. Como lo han atestiguado todas las grandes creencias del mundo, el modo como nos relacionamos con el mundo material es una disciplina del espíritu. Como dijo con franqueza un director de empresa: “La creación de una marca empresarial tiene que ver, en realidad, con la gestión de unas creencias de alcance mundial”20.  Esto no significa que los efectos morales de la cultura consumista sean siempre negativos. La economía global que ha surgido con la cultura consumista tiene la capacidad potencial de ampliar nuestros horizontes y hacernos más conscientes de otros pueblos y de otras culturas en el mundo. No obstante, necesitamos ser conscientes de los poderosos efectos formativos de la cultura del consumismo, y hemos de acercarnos a ella con los ojos muy abiertos. Vamos a examinar dos formas en las que se percibe que el consumismo constituye una disciplina espiritual, y luego veremos algunas respuestas cristianas

Trascendencia

El consumismo tiene ciertas afinidades con las grandes tradiciones mundiales de fe, ya que, como hemos visto, nos educa a trascender el mundo material. No sólo tratamos de dejar atrás el trabajo físico que lleva consigo hacer cosas. El consumismo representa una insatisfacción continua con las mismas cosas materiales concretas, una inquietud que trata constantemente de ir más allá de lo que está al alcance de la mano. Aunque el espíritu consumista se deleita con las cosas materiales y las ve como buenas, la cosa misma en sí nunca es suficiente. Las cosas y las marcas deben estar envueltas en mitologías, en aspiraciones espirituales; ciertas cosas vienen a representar libertad, estatus, y amor. Sobre todo, representan la aspiración de escapar al tiempo y a la muerte, buscando constantemente una renovación en las cosas creadas. Cada movimiento nuevo del deseo promete la oportunidad de empezar de nuevo.

La tradición cristiana también reconoce la bondad de las cosas materiales, y a la vez, la necesidad de trascenderlas. La actitud básica cristiana hacia los bienes materiales ya está establecida en los primeros capítulos del Génesis: como todas las cosas son creadas por Dios, son buenas. “Y vio Dios que era bueno” es una frase que se repite una y otra vez en el relato de la creación (Gn 1, 4. 10. 12. 18. 21. 25. 31). Pero precisamente porque todas las cosas son creadas por Dios, las cosas creadas no son lo último. Aunque sean todas buenas, no son nunca un fin en sí mismas; más bien apuntan todas más allá de sí, hacia su Creador. Como dice San Agustín, todas las cosas creadas llevan en sí la huella de su Creador. Precisamente por esto, no son fines, sino medios para el disfrute de Dios. Según San Agustín, las cosas creadas han de ser usadas, pero sólo Dios ha de ser disfrutado21.

Así pues, la inquietud y la insatisfacción del consumismo se encuentran ya en el cristianismo, pero en una forma distinta. Como criaturas temporales, según San Agustín, somos criaturas apasionadas, que tenemos deseos, y esto es bueno. La renovación constante del deseo es lo que nos saca de la cama por la mañana. Deseamos porque estamos vivos. Las cosas creadas, sin embargo, aunque son esencialmente buenas, nunca logran satisfacernos plenamente porque no son lo último y definitivo. Están ligadas al tiempo, no son infinitas. Las cosas creadas se deterioran, y perdemos interés en ellas con el tiempo. Mueren. También nosotros morimos. Sólo Dios es eterno. Sólo Dios detiene el deterioro del tiempo. En las palabras de esa famosa oración de San Agustín que abre las Confesiones: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”22. La inquietud del consumismo nos lleva a buscar constantemente nuevos objetos materiales. Para San Agustín, en cambio, la solución a nuestra insatisfacción no es la búsqueda constante de cosas nuevas, sino un volverse hacia el Único que, de verdad, puede satisfacer nuestros deseos. Esto no requiere el rechazo de todas las cosas terrenales, sino la capacidad de ver que todas las cosas apuntan hacia Dios. Tanto las personas como las cosas se unen en una gran red del ser, que nace de su Creador y que retorna a Él. La visión cristiana eleva la dignidad de las cosas al verlas como partícipes del ser de Dios; pero esa visión, simultáneamente, nos lleva a mirar, a través de las cosas y más allá de ellas, a su Creador.

Comunidad

El consumismo es una disciplina espiritual que, como sucede con otras prácticas espirituales, se presta a ser una cierta práctica de comunidad. Al identificarnos con las imágenes y los valores asociados con ciertas marcas, también nos identificamos con todos los demás que hacen esa misma identificación. El consumismo también nos permite identificarnos con otros lugares y con otras culturas mediante nuestras compras. Los jóvenes blancos de Illinois pueden escuchar música reggae, y sentirse en solidaridad con las luchas de los negros pobres de Jamaica. Sin embargo, como señala Vincent Miller, esos tipos de comunidad “virtual” tienden a reducir la comunidad a unos actos inmateriales de consumo23.  Miller cita el ejemplo del álbum de Moby titulado Play, que vendió diez millones de copias en 1999. En ese álbum, Moby combina ejemplos de espirituales afro-americanos, de gospel y blues con música disco de ritmo tecno. La canción “Natural Blues” empieza con un trozo de una grabación de 1959 de Vera Hall, que canta la canción “Oh, Lordy, trouble so hard” [¡Oh, Señor, qué prueba tan dura!]. El trozo se corta y se mezcla con música disco, y, aunque esos trozos permiten que el oyente establezca una simpatía imaginaria con las luchas de la comunidad afroamericana en su larga y dura historia, Moby saca los trozos de Vera Hall fuera de su contexto original y las ofrece para consumo del oyente.

Aunque Vera Hall y los otros artistas no recibían ni siquiera reconocimiento, y mucho menos gratitud, en la carátula del álbum Play, de Moby, todas las canciones del álbum fueron autorizadas para ser eventualmente usadas en publicidad, una publicidad destinada a empresas como Calvin Klein y American Express. El sufrimiento concreto es abstraído de su contexto, y ofrecido como mercancía. Por mucho que el oyente se sienta en solidaridad con los demás, la solidaridad virtual no ofrece resultados concretos. Como observa Miller: “La abstracción impide la traducción de las preocupaciones éticas en acción, reduciendo la ética a sentimentalismo. Lo virtual se convierte en un sucedáneo de la solidaridad política concreta o, por expresarlo de otro modo, la acción política se sustituye por un acto fundamentalmente distinto, a saber, por el consumo”24.

En la tradición cristiana, en cambio, la actitud que uno tiene hacia los bienes materiales está estrechamente ligada a un imperativo de solidaridad concreta con los demás. Cuando el joven rico se acerca a Jesús y pregunta qué debe hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús le responde: “Anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme” (Mt 19,21). Para Jesús, el desapego a los bienes materiales iba de la mano con el apego al mismo Jesús -“sígueme”- y a su comunidad de seguidores. San Antonio de Egipto (251-356) tomó literalmente este mandato de Jesús. Oyendo este pasaje del evangelio de San Mateo, leído en la iglesia cuando él tenía dieciocho años, dio la mayor parte de sus posesiones, vendió el resto, y entregó el dinero a los pobres. Se apartó de ellas para seguir a Jesús sin las distracciones de las posesiones materiales, y terminó por reunir alrededor suyo una comunidad de monjes25. San Clemente de Alejandría (150-215) no interpretaba Mateo 19 en el sentido de que los cristianos tuvieran que renunciar a todas las posesiones materiales, sino sólo a las que fueran dañinas para el alma26. Sin embargo, también San Clemente exhortaba a una actitud de desapego a las cosas materiales que venía de la mano con un apego concreto a Dios y a los demás27. San Clemente consideraba las posesiones materiales de manera instrumental, es decir, como medios para ser usadas en función de otros fines, a saber, el servicio a Dios y los demás. Las cosas han de ser usadas “más para el bien de los hermanos”28 que para el de uno mismo, decía, pues “la naturaleza de la riqueza es estar al servicio y no dominar”29.

 

Santo Tomás de Aquino (1225-1274) deriva esta actitud de desapego a las cosas materiales del hecho de que Dios es el verdadero “dueño” de todas las cosas. Este es un tema común en el Antiguo Testamento: “Del Señor es la tierra y cuanto hay en ella” (Sal 24,1)30.  Según Santo Tomás, los humanos tienen dominio sobre las cosas materiales, sólo “por lo que respecta a su uso”31.  En otras palabras, éste es el mundo de Dios, y nosotros lo estamos usando únicamente por un tiempo. Todo dominio que podamos tener sobre la creación les es dado por Dios a los seres humanos en común. De ahí se sigue que, en relación a la potestad de “gestión y disposición” de la propiedad, un individuo tiene el derecho de poseerla. Sin embargo, en cuanto a su uso, “no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación de éstas en las necesidades de los demás”32. Podemos poseer una propiedad, pero sólo usarla para el bien común, especialmente para el bien de los más necesitados de entre nosotros.

En la tradición cristiana, el desapego a los bienes materiales significa usarlos como medio para lograr un fin más grande, y ese fin más grande es un mayor apego a Dios y a nuestros hermanos los hombres. En el consumismo, el desapego significa alejarse de toda persona, de todo tiempo y lugar concretos, y apropiarnos de las cosas que elegimos para usarlas como nuestra propiedad privada. El consumismo sirve de apoyo a una visión esencialmente individualista de la persona humana, en la que cada consumidor elige como soberano. En la tradición cristiana, el uso de las cosas materiales está destinado a ser un uso común, en función del bien de un grupo más amplio de personas. No nos ayudamos unos a otros como individuos, sino como miembros los unos de los otros. Según la famosa imagen de San Pablo (1 Co 12), todos somos miembros del mismo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Hay pluralismo en el cuerpo: unos son ojos, otros son manos y otros son pies. Y aún así, precisamente por esa diferenciación, todos son necesarios. Ningún miembro puede decirle a otro: “¡No te necesito!” (1 Co 12, 21). Más aún, dice San Pablo, los miembros del cuerpo que parecen más débiles son los más indispensables (12,22-24). El pobre y el necesitado no son simplemente objetos para dar lugar a la caridad individual; más bien son indispensables porque son parte de nuestro cuerpo. “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás participan en su gozo” (12, 26). La razón por la que no nos aferramos a las cosas materiales es precisamente por nuestro apego a los demás. Debemos estar constantemente dispuestos a renunciar a nuestra pretensión de propiedad, y a usar nuestros bienes para el bien común del cuerpo entero.

Ser consumidos

La cuestión no es si hemos de ser o no ser consumidores. Todos hemos de consumir para vivir. La cuestión es qué tipo de prácticas de consumo conducen a una vida de abundancia para todos. En la tradición católica, la Eucaristía es un “lugar” especialmente importante para la práctica cristiana del consumo cristiano. Vamos a concluir este capítulo mirando a esta práctica sacramental, y cómo podría afectar a nuestras prácticas cotidianas de consumo.

En la Eucaristía, Jesús ofrece su cuerpo y su sangre para ser consumidos. “Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El quevenga a mí, nunca más tendrá hambre»” (Jn 6, 35). La característica insaciable del ser humano es absorbida por la abundancia de la gracia de Dios al consumir el cuerpo y la sangre de Jesús. “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6, 54), es decir, es elevado por encima de la mera búsqueda temporal de lo novedoso. “Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna” (6, 27).

Sería bastante fácil asimilar el consumo de la Eucaristía a una espiritualidad de tipo consumista. La presencia de Jesús podría convertirse en otro tipo de artículo de consumo del que apropiarse para beneficio del usuario individual. De hecho, mucho de lo que se pasa como cristianismo en nuestra cultura actual está orientado a satisfacer las necesidades espirituales de unos consumidores individuales de religión. Muchos tipos de religión -o más comúnmente, de “espiritualidad”- tienen que ver en gran medida con formas de autoayuda, usando a Dios para hacer frente al estrés de la vida moderna. La práctica de la Eucaristía, sin embargo, se resiste a este tipo de apropiación, porque el consumidor de la Eucaristía es asumido en un cuerpo mayor, el cuerpo de Cristo. El consumidor individual de la Eucaristía no sólo toma a Cristo dentro de sí, sino que es asumido por Cristo. Jesús dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 56). San Pablo escribe a los corintios: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión en la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión en el cuerpo de Cristo? Porque, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un único pan” (1 Co 10,16-17).

El acto del consumo se vuelve así del revés: en lugar de simplemente consumir el cuerpo de Cristo, somos consumidos por éste. San Agustín escribe como si oyera decir a Dios: “Yo soy manjar de adultos. Crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas corporalmente la comida, sino que tú te transformarás en mí”33. Desde la perspectiva cristiana, no estamos simplemente aparte del resto de la creación como individuos que compran, que consumen, que desechan. En la Eucaristía, somos absorbidos en un cuerpo más grande. El pequeño “yo” individual es descentrado de sí mismo, y es puesto en el contexto de una comunidad mucho más amplia de participación, junto con los demás, en la vida divina. Al mismo tiempo, no perdemos nuestra identidad como personas únicas, ya que, como dice San Pablo, cada uno de los miembros del cuerpo es valioso y necesario para que el cuerpo funcione (1 Co 12,12-27).

Si nos contentamos con sentirnos satisfechos con la unidad de nuestra propia comunidad particular, sin embargo, no hemos comprendido por completo la naturaleza de la Eucaristía. Pues convertirse en el cuerpo de Cristo también implica que hemos de convertirnos en manjar para los demás. Y esto supone con frecuencia ir más allá de nuestras propias comunidades y de nuestros espacios de confort. Jesús nos enseña esta lección de manera dramática en su descripción del Juicio Final en Mateo 25, 31-46. Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, serán congregadas ante él todas las naciones, y serán separadas las que hereden el reino de las que sean enviadas al castigo eterno. Al primer grupo le dirá: “Venid, benditos de mi Padre, […] porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestísteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme” (Mt 25, 34-36). Cuando los bienaventurados no consigan recordar el haber asistido jamás a Jesús cuando padecía hambre o sed, era un forastero o estaba desnudo, enfermo o en la cárcel, Jesús les dice que cada vez que se lo hicieron al más pequeño de sus hermanos o hermanas, se lo hicieron a él (Mt 25, 40). Aquí “hermanos y hermanas” no se refiere simplemente a los cristianos, ya que el Hijo del hombre está juzgando a “todas las naciones” (Mt 25, 32)34. Todos los oprimidos son hermanos y hermanas de Cristo. En cuanto a los que son condenados por no haber asistido a Jesús, les dice: “Cada vez que lo dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también dejasteis de hacerlo conmigo” (Mt 25, 45).

Lo que es verdaderamente radical en este pasaje no es que Dios recompense a los que ayudan a los pobres; lo que es verdaderamente radical es que Jesús se identifica con los pobres. El dolor del pobre es el dolor de Cristo, y así es también el dolor de cualquiera que sea miembro del cuerpo de Cristo. Si nos identificamos con Cristo, que se identifica a sí mismo con el sufrimiento de todos, entonces lo que se pide es algo más que simplemente “caridad”. La misma distinción entre lo que es mío y lo que es tuyo se viene abajo en el cuerpo de Cristo. No tenemos que vernos a nosotros mismos como dueños absolutos de nuestros bienes, que luego ocasionalmente, y por pura generosidad, ejercen la “caridad” para con los menos afortunados. En el cuerpo de Cristo tu dolor es mi dolor, y mis bienes están disponibles para ser compartidos contigo en caso de necesidad, como dice Santo Tomás de Aquino. En el consumo de la Eucaristía, dejamos de ser “el otro” los unos para los otros. En la Eucaristía, Cristo es el don, el que da y el que recibe; y nosotros somos alimentados, y a la vez nos convertimos en alimento para los demás.

Nuestra tentación está en espiritualizar todo este discurso de unión, para hacer que nuestra conexión con los hambrientos sea un acto sentimental de compasión imaginativa. Podríamos entonces imaginarnos que estamos ya en comunión con los que carecen de alimento, tanto si atendemos a sus necesidades físicas como si no. Podríamos hasta querer decirnos a nosotros mismos que nuestras compras de bienes como consumidores alimentan, de hecho, a otros, pues crean puestos de trabajo. Pero no tenemos forma alguna de saber si esos trabajos generan dignidad o simplemente se aprovechan de la desesperación de otros, a menos que encontremos formas concretas de superar nuestro desapego a la producción, los productores y los productos.

El primer paso hacia la superación de nuestro desapego es convertir nuestros hogares en lugares de producción, y no sólo de consumo. Pocos de nosotros tenemos los medios para hacer la mayoría de las cosas que consumimos, pero acciones simples como hacernos nuestro propio pan o nuestra propia música pueden convertirse en maneras significativas de reformar el modo en que nos aproximamos al mundo material. Hacer cosas le da a quien las hace el aprecio por el trabajo que lleva la elaboración de lo que consume. También aumenta nuestra conciencia de que no somos simples espectadores de la vida -como sucede, por ejemplo, con las horas empleadas viendo y escuchando pasivamente el entretenimiento que otros crean-, sino que somos par-tícipes activos y creativos en el mundo material. Podemos apreciar, como dijo el Papa Juan Pablo II, nuestra auténtica vocación como personas que participan en la obra creadora de Dios.

Superar nuestro desapego a los productores es una tarea de enormes proporciones, cuando tanto de lo que necesitamos saber está oculto a nuestra vista. Sin embargo, hay formas de fomentar unas conexiones vivificantes a partir de los recursos que están al alcance de nuestra mano. Una forma de hacer esto es donar tiempo y dinero a quienes pasan necesidad. Otra forma es tratar de asegurarnos que nuestras opciones con el dinero contribuyan a una vida sostenible para otros. Depositar dinero en pequeños bancos que se especializan en el desarrollo comunitario es una forma sencilla de poner dinero al servicio de aquellos que son ignorados por la mayoría de las entidades bancadas35. Comprar cosas producidas en el ámbito local, y en tiendas que pertenecen a personas de la zona, generalmente incrementa las oportunidades de relación y de responsabilidad. Hay también un movimiento emergente de Comercio Justo que asegura salarios justos y un trato equitativo para los productores por todo el mundo. Los obispos católicos estadounidenses, a través de los Catholic Relief Services (= CRS) [Servicios de Ayuda Católica] patrocinan un programa de Comercio Justo con el café, el chocolate, y muchos otros artículos elaborados artesanalmente. El objetivo del programa, según los CRS, es “un nuevo modelo de comercio internacional construido sobre relaciones justas entre nosotros y las personas de otros países que crean los artículos que consumimos: unas relaciones que respeten la dignidad humana, que promuevan la justicia económica, y que cultiven la solidaridad global”36. En vez de abandonar a los cultivadores de café a merced de las “fuerzas del mercado”, a unos intermediarios que intentan pagarles lo menos posible, las organizaciones de Comercio Justo, tales como las apoyadas por los CRS, aseguran un salario sostenible a los agricultores. También educan a los consumidores americanos, poniendo nombre y rostro a quienes producen lo que ellos consumen37.

Para terminar, al hablar de superar el desapego a los productos que compramos no se trata de desarrollar un apego feroz a las cosas materiales. Las cosas no son fines en sí mismas; son un medio para un apego mayor a los demás. No hemos de aferramos a nuestras cosas, sino que se trata de usarlas para el bien común. Pero para tener una buena relación con los demás, es necesario tener una relación adecuada con las cosas. Tenemos que entender de dónde proceden nuestras cosas y cómo son producidas. Las cosas no tienen una personalidad y una vida propias, sino que están incrustadas en las relaciones de producción y distribución que nos ponen en contacto, para bien o para mal, con la vida de otras personas. Una visión sacramental del mundo ve todas las cosas como parte de la creación buena de Dios, como signos potenciales de la gloria de Dios; las cosas se vuelven menos desechables, más cargadas de significado. Al mismo tiempo, una visión sacramental ve las cosas sólo como signos cuyo significado sólo se realiza plenamente cuando promueven el bien de la comunión con Dios y con los demás.

 

 

 

Notas:

1.- “Man auctions ad space on forehead”, BBC News, 10 de enero 2005, en http://news.bbc. co.uk/l/hi/technology/416l4l3.stm. Para información sobre la puja ganadora, ver Ina Steinet, “No Snooze for this eBay Auction: Ad Space Wins $37,375 Bid”, AuctionBytes.com, 25 de enero 2005, en: http://auctionbytes.com/cab/abn/y05/mor/125/s07.

2.- Henry Fairlie, The Seven Deadly Sins Today, University of Notre Dame Press, Notre Dame, IN, 1978, p. 12.

3.- Para un informe detallado de este proceso en Inglaterra, ver J. L. Hammond y Barbara Hammond, The Village Labourer 1760-1832: A Study in the Government of England before the Reform Bill, Harper & Row, New York, 1970.

4.- Rodney Clapp, en Christianity Today 40, n. 11 (7 de octubre 1996) “Why the Devil Takes Visa: A Christian Response to the Triumph of Consumerism”, p. 18.

a.- ‘Thank God it’s Friday” es una frase hecha comiin en ingles, al menos en Amenca, tan comiin que tiene incluso una abreviatura de uso informal: “TGIF”. [N. de los Tr.]

5.- Juan Pablo II, Laborem exercens, n° 9. Yo hubiera preferido un lenguaje inclusivo, pero he citado este pasaje tal cual aparece. [El autor cita la encíclica según la traducción de St. Paul Editions, Boston, 1981, que sin duda reproduce la traducción oficial. Pero en la lengua del documento original, como en muchas otras, el término “hombre” no excluye a la mujer. La cursiva es original de la encíclica. N. de los Tr.]

6.- Ibidem, n° 3.

7.- Ibidem, n° 25. [La cursiva es original de la encíclica. N. de los Tr.]

8.- Ibidem, n° 4.

9.- Ibidem, n° 7. [La cursiva es original de la encíclica. N. de los Tr.]

10.- Sarah Stillman, “Made by Us: Young Women, Sweatshops, and the Ethics of Globalization”, Premio en etica Elie Wiesel de 2005, en http://www.eliewieselfoundation.org/EthicsPrize/WinnersEssays/2005/Sarah_Stillman.pdf.

11.- Philip P. Pan, “Worked Till They Drop: Few Protections for Chinas New Laborers”, Washington Post, 13 de mayo 2002, p. A01.

 12.- National Labor Committee, “Disney in China” en http://www.nlcnet.org/news/cmna/pars/ Nord_Race.pdf.

13.- Pan, “Worked Till They Drop”, citado por Vincent J. Miller, Consuming Religion: Christian

Faith and Practice in a Consumer Culture, Continuum, New York 2004, pp. 16-17.

14.- Tom Beaudoin, Consuming Faith: Integrating Who We Are with What We Buy, Sheed & Ward, Lanham, MD, 2003, pp. ix-xiv.

15.- Naomi Klein, No Logo, Picador, New York, 1999, p. 22 (citado por Beaudoin, Consuming Faith, p. 69). [Versión española, No logo: el poder de las marcas, Paidós, Barcelona, 2002. N. de los Tr.]

16.- Ibidem, p. 196 (citado por Beaudoin, Consuming Faith, p. 69).

17.- Citado por Beaudoin, Consuming Faith, p. 76.

18.- Beaudoin, Consuming Faith, pp. 53-58.

19.- Citado por Erik Larson, The Naked Consumer: How Our Private Lives Become Public  Commodities, Henry Holt and Company, New York, 1992, p. 20.

20.- Citado por Beaudoin, Consuming Faith, p. 44.

21.- San Agustin, La ciudad de Dios, XV, 7.

22.- San Agustín, Confesiones, I, c. 1.

23.- Vincent J. Miller, Consuming Religion: Christian Faith and Practice in a Consumer Culture, Continuum, New York, 2004, pp. 73-77.

24.- Ibidem, p. 76.

25.- San Atanasio, La vida de San Antonio, § 2.

26.- San Clemente de Alejandría, Quid dives salvetur?, § 15.

27.- Ibidem, §14.

28.- Ibidem, §16.

29.- Ibidem, §14.

30.- Véase por ejemplo, Ex 19,5: “«Mía es toda la tierra», dice el Señor”.

31.- Santo Tomas de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 66, a.l ad 1.

32.- Ibidem, II-II, 66, a. 2, resp.: “Aliud vero quod competit homini circa res exteriores et usus

ipsarum; et quantum ad hoc no debet homo habere res exteriores ut propias, sed ut communes, ut scilicet de facili aliquis eas communicet in necessitates aliorum”.

33.- San Agustín, Confesiones, VII, c. 10, § 16.

34.- The New Jerome Biblical Commentary observa que el término adelphos (hermano) en Mateo a veces se refiere a los miembros de la comunidad cristiana, y otras veces, a “cualquier ser humano en cuanto objeto de un deber ético”. El comentarista concluye que Mat 25, 40 debería comprenderse en el segundo sentido, señalando que la palabra está omitida en Mat 25, 45. Véase Raymond E. Brown, Joseph A. Fitzmyer, y Roland E. Murphy (ed.), The New Jerome Biblical Commentary, Prentice Hall, Englewood Cliffs, NJ, 1990, p. 669.

35.- La “Self-Help Credit Union” en Durham, Carolina del Norte, es un modelo de empresa con éxito para préstamos a la pequeña empresa y al hogar para personas con bajos ingresos y para minorías (verwww.self-help.org).

36.- Véase este programa de Comercio Justo de los Catholic Relief Services en http://www.crsfair-trade.org/index_fash.cfm.

37.- Uno puede hacer una visita virtual a la producción de café en Matagalpa, Nicaragua en: http://wwwcrsfairtrade.org/coffee_project/index.htm.