Aprendiz es el que aprende. Y sólo puede dejar de serlo quien no tenga nada que aprender porque ya lo sabe todo. Y sólo hay uno que se halle en este caso, que es el mismo Dios.
Por eso la voz autorizada dijo: «No os llaméis maestros unos a otros, porque uno sólo es vuestro Maestro».
En realidad, lo que diferencia a unos hombres de otros no es que unos sean maestros y otros aprendices, sino que unos son más aprendices que otros. Y cuando tratamos de establecer – en los menos aprendices – la relación entre lo que saben y lo que ignoran, el pasmo nos sobrecoge, pues en el saber posible vemos materializado el infinito.
El obrero que esto escribe guardará durante toda la vida la sensación de estupor que le produjo el contemplar – en el Ateneo de Mahón – una colección de algas marinas (incompleta, ¡naturalmente!) que constaba de 11.000 ejemplares diferentes. Reunirlas absorbió toda la vida de un hombre, que no hizo otra cosa. ¡Y aquel hombre ignoraba casi todo de sus algas!. Nada sabía de la composición y extractos que se podían obtener de cada una de ellas, con aplicaciones a la medicina, a la industria. Aquel destello de luz hizo ver clarísimamente la ridiculísima proporción entre lo que puede llegar a saber un hombre y la sabiduría.
Un aprendiz, por consiguiente, es uno de los nuestros. Con menos presunción y fanfarronería. Está en su lugar. El que está desplazado es quien se hace llamar y se tiene por maestro.
Aunque su magisterio quiera circunscribirse a una pequeña parcela. Nadie puede – con la verdad – hacer esta afirmación: ”En esta diminuta rama del saber ya no me queda nada que aprender”.
Pero así como todos los tratados científicos tienen un resumen o compendio, así también la sabiduría tiene su compendio que la resume toda. Y llega a tanto el compendio, que consta de una sola palabra. Esta palabra mágica es la humildad.
El humilde sabe firmemente, absolutamente:
Que no posee nada que no lo deba
Que no puede nada con sus solas fuerzas
Que no sabe nada ante la sabiduría
Entonces, ¡oh milagro!, a ese tal, Dios le da todo el universo. Y asimismo le participa su omnipotencia y le infunde los siete dones del Espíritu Santo. ¿Quién, pues, podrá en verdad ser llamado maestro sino el humilde? Pero éste es el único que no quiere ser llamado así.
Hermano aprendiz, que hoy empiezas a trabajar conmigo, permite a este aprendiz más viejo que te abrace y te dé la bienvenida. Que Dios bendiga a ambos y nos dé la virtud de la humildad.
Guillermo Rovirosa (Boletín de la HOAC nº 8)