ARTESANOS

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HOMILÍA EN EL JUBILEO DE LOS ARTESANOS

Domingo 19 de marzo., San José

  1. Dios, “que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?” (Rm 8, 32).

El apóstol Pablo, en la carta a los Romanos, formula esta pregunta, en la que destaca con claridad el tema central de la liturgia de este día:  el misterio de la paternidad de Dios. En el pasaje evangélico es el mismo Padre eterno quien se presenta a nosotros cuando, desde la nube luminosa que envuelve a Jesús y a los Apóstoles en el monte de la Transfiguración, hace oír su voz, que exhorta:  “Éste es mi Hijo amado, escuchadlo” (Mc 9, 7). Pedro, Santiago y Juan intuyen -luego lo comprenderán mejor- que Dios les ha hablado revelándose a sí mismo y el misterio de su realidad más íntima.

Después de la resurrección, ellos, junto con los demás Apóstoles, llevarán al mundo este impresionante anuncio:  en su Hijo encarnado Dios se ha acercado a todo hombre como Padre misericordioso. En Cristo todo ser humano es envuelto por el abrazo tierno y fuerte de un Padre.

  1. Este anuncio se dirige también a vosotros, amadísimos artesanos, que habéis llegado a Roma de todas partes del mundo para celebrar vuestro jubileo. En el redescubrimiento de esta consoladora realidad -Dios es Padre- os sostiene vuestro patrono celestial, san José, artesano como vosotros, hombre justo y custodio fiel de la Sagrada Familia.

Lo contempláis como ejemplo de laboriosidad y honradez en el trabajo diario. En él buscáis, sobre todo, el modelo de una fe sin reservas y de una obediencia constante a la voluntad del Padre celestial.

Al lado de san José, encontráis al mismo Hijo de Dios que, bajo su guía, aprende el oficio de carpintero y lo ejerce hasta los treinta años, proponiendo en sí mismo el “evangelio del trabajo”.

e ese modo, durante su existencia terrena, san José llega a ser humilde y laborioso reflejo de la paternidad divina que se revelará a los Apóstoles en el monte de la Transfiguración. La liturgia de este segundo domingo de Cuaresma nos invita a reflexionar con mayor atención en ese misterio. El mismo Padre celestial nos toma de la mano para guiarnos en esta meditación.

Cristo es el Hijo amado del Padre. Es, sobre todo, la palabra “amado” la que, respondiendo a nuestros interrogantes, descorre en cierto modo el velo que oculta el misterio de la paternidad divina. En efecto, nos da a conocer el amor infinito del Padre al Hijo y, al mismo tiempo, nos revela su “pasión” por el hombre, por cuya salvación no duda en entregar a este Hijo tan amado. Todo ser humano puede saber ya que en Jesús, Verbo encarnado, es objeto de un amor ilimitado por parte del Padre celestial.

  1. Una contribución ulterior al conocimiento de este misterio nos la da la primera lectura, tomada del libro del Génesis. Dios pide a Abraham el sacrificio de su hijo:  “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te indicaré” (Gn 22, 2). Con el corazón destrozado, Abraham se dispone a cumplir la orden de Dios. Pero, cuando está a punto de clavar a su hijo el cuchillo del sacrificio, el Señor lo detiene y, por medio de un ángel, le dice:  “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo” (Gn 22, 12).

A través de las vicisitudes de una paternidad humana sometida a una prueba dramática, se revela otra paternidad, basada en la fe. Precisamente en virtud del extraordinario testimonio de fe dado en aquella circunstancia, Abraham obtiene la promesa de una descendencia numerosa:  “Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido” (Gn 22, 18). Gracias a su fe incondicional en la palabra de Dios, Abraham se convierte en padre de todos los creyentes.

  1. Dios Padre “no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros” (Rm 8, 32). Abraham, con su disponibilidad a inmolar a Isaac, anuncia el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo. La ejecución efectiva del sacrificio, que le fue ahorrada a Abraham, se realizará con Jesucristo. Él mismo informa a los Apóstoles:  al bajar del monte de la Transfiguración, les prohíbe que cuenten lo que han visto antes de que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. El evangelista añade:  “Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos” (Mc 9, 10).

Los discípulos intuyen que Jesús es el Mesías y que en él se realiza la salvación. Pero no logran comprender por qué habla de pasión y de muerte:  no aceptan que el amor de Dios pueda esconderse detrás de la cruz. Y, sin embargo, donde los hombres verán sólo una muerte, Dios manifestará su gloria, resucitando a su Hijo; donde los hombres pronunciarán palabras de condena, Dios realizará su misterio de salvación y amor al género humano.

Ésta es la lección que cada generación cristiana debe volver a aprender. Cada generación, ¡también la nuestra! Aquí radica la razón de ser de nuestro camino de conversión en este tiempo singular de gracia. El jubileo ilumina toda la vida y la experiencia de los hombres. Incluso la fatiga y el cansancio del trabajo diario reciben de la fe en Cristo muerto y resucitado una nueva luz de esperanza. Aparecen como elementos significativos del designio de salvación que el Padre celestial está realizando mediante la cruz de su Hijo.

  1. Apoyados en esta certeza, queridos artesanos, podéis fortalecer y concretar los valores que desde siempre caracterizan vuestra actividad:  el perfil cualitativo, el espíritu de iniciativa, la promoción de las capacidades artísticas, la libertad y la cooperación, la relación correcta entre tecnología y ambiente, el arraigo familiar y las buenas relaciones de vecindad. La civilización artesana ha sabido crear, en el pasado, grandes ocasiones de encuentro entre los pueblos, y ha transmitido a las épocas sucesivas síntesis admirables de cultura y fe.

El misterio de la vida de Nazaret, del que san José, patrono de la Iglesia y vuestro protector, fue custodio fiel y testigo sabio, es el icono de esta admirable síntesis entre vida de fe y trabajo humano, entre crecimiento personal y compromiso de solidaridad. Amadísimos artesanos, habéis venido hoy para celebrar vuestro jubileo. Que la luz del Evangelio ilumine cada vez más vuestra experiencia laboral diaria. El jubileo os ofrece la ocasión de encontraros con Jesús, José y María, entrando en su casa y en el humilde taller de Nazaret.

En la singular escuela de la Sagrada Familia se aprenden las realidades esenciales de la vida y se profundiza el significado del seguimiento de Jesús. Nazaret enseña a superar la tensión aparente entre la vida activa y la contemplativa; invita a crecer en el amor a la verdad divina que  irradia la humanidad de Cristo y a prestar con valentía el exigente servicio de la tutela de Cristo presente en todo hombre (cf. Redemptoris custos, 27).

  1. Crucemos, por tanto, en una peregrinación espiritual, el umbral de la casa de Nazaret, el humilde hogar que tendré la alegría de visitar, Dios mediante, la próxima semana, durante mi peregrinación jubilar a Tierra Santa.

Contemplemos a María, testigo del cumplimiento de la promesa hecha por el Señor “en favor de Abraham y su descendencia por siempre” (Lc 1, 54-55).

Que ella, junto con José, su casto esposo, os ayude, queridos artesanos, a permanecer en constante escucha de Dios, uniendo oración y trabajo. Ellos os sostengan en vuestros propósitos jubilares de renovada fidelidad cristiana y hagan que vuestras manos prolonguen, en cierto modo, la obra creadora y providente de Dios.

La Sagrada Familia, lugar de entendimiento y amor, os ayude a realizar gestos de solidaridad, paz y perdón. Así, seréis heraldos del amor infinito de Dios Padre, rico en misericordia y bondad para con todos. Amén.