«Una comunidad cristiana, desde la más elemental, como la que constituye la pareja extendida a sus hijos, hasta la Iglesia universal, tiene la vocación de encarnar esta imagen de la comunión trinitaria viviendo por el Espíritu Santo.»
*FRANÇOIS DAGUET, OP. Decano de la Facultad de Teología del Instituto Católico de Toulouse. Miembro de la Academia Católica de Francia
Durante mucho tiempo los estudios cristianos de la persona humana se limitaron a los aspectos individuales de la misma. Sin duda, la definición de Boecio retomada por Tomás de Aquino —la persona es una sustancia individual de naturaleza racional— está ahí por algo1. Sin embargo, la primera declaración magistral sobre la antropología cristiana, en la constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, ampliamente recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica, no olvida los aspectos comunitarios que derivan tanto de la Escritura como de la Tradición. A pesar de ello, hay que constatar que la cuestión teológica de la imago Dei ha seguido tratándose casi exclusivamente de manera individual hasta una época muy reciente.
Sin embargo, el libro del Génesis, que sigue siendo la fuente de todas las formulaciones de la Tradición, no puede sino alentar a la reflexión. Porque los versículos 26 y 27 del primer capítulo parecen indicar una doble dirección. Por un lado, el versículo 26 evoca la imagen pasando del singular de lo particular al plural de lo general: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar». Por otro lado, el versículo siguiente combina directamente lo singular y lo múltiple: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó». El primer versículo del capítulo 5 combina lo singular y lo múltiple, el hombre y la mujer, y parece asociar al hombre en su singularidad con el hombre en su generalidad: «El día en que Dios creó al hombre, a imagen de Dios lo hizo. Los creó varón y mujer, los bendijo y les puso el nombre de «Adán» el día en que los creó». Esta simple constatación invita a esclarecer, en parte, los aspectos comunitarios de la imagen, sin prejuicio de los aspectos individuales que suelen captar más la atención.
Por tanto, no se trata de cuestionar el rico historial de la imagen de Dios en cada ser humano, que la Tradición ha desarrollado, sino de añadirle los aspectos comunitarios que, en nuestra opinión, le faltan.
En este sentido merece la pena destacar dos ámbitos recurriendo al lejano fondo de la Tradición patrística para el primero y de una tradición más reciente para el segundo. Se trata, en primer lugar, de una idea de la imagen de Dios inherente a todo el género humano, que se remonta a san Gregorio de Nisa. En segundo lugar se trata de ver esta imagen en la pareja que forman el hombre y la mujer, y extendida a la familia que tienen la vocación de fundar. Por último, observaremos que la obra redentora de Cristo aparece como restauradora de la imago Dei, no solo en cada fiel, sino en las comunidades que los fieles constituyen.
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La imago Dei inherente a todo el género humano
El teólogo ortodoxo Vladimir Lossky quiso subrayar las diferencias de enfoque entre la teología latina y la teología oriental.
Todos los Padres de la Iglesia, tanto los de Oriente como los de Occidente, coinciden en ver en la obra de la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios una cierta coordinación, un acuerdo primordial entre el ser humano y el Ser divino. Pero el desarrollo teológico que esta verdad revela será, con frecuencia, diferente, aunque en ningún caso contradictoria, en las tradiciones oriental y occidental2.
La tradición latina da preferencia a una idea de la imagen aplicada a todo ser humano, e incluso cuando se expresa en relación con cada una de las personas de la Trinidad, como en san Agustín, es, sobre todo, para reflejar la imagen de Dios en el alma del hombre entendido singularmente3. Este será también el caso de la escolástica latina. Desde esta perspectiva, hay tantas imágenes de Dios en la tierra como individuos humanos.
En cambio, y sin que suponga una contradicción, una línea de la tradición griega considera que la imagen de Dios es única e inherente a todo el género humano. Lo ilustra especialmente san Gregorio de Nisa, a quien el padre De Lubac cita profusamente en Catolicismo. Aspectos sociales del dogma4, obra que escribió en 1938 y en la que pone de nuevo de relieve la dimensión comunitaria del proyecto de Dios.
En su tratado Sobre la creación del hombre, Gregorio de Nisa considera que el conjunto de la humanidad es depositario de la imagen de Dios. Aunque su idea de una creación en dos momentos, que se corresponde con su doble naturaleza de hombre, divina y animal, no es admisible5, su convicción de que «toda la naturaleza humana, desde los primeros hombres hasta los últimos, es una sola imagen del Ser»6. Es una cuestión que retoma varias veces:
Hagamos, dice Dios, al hombre a nuestra imagen […]. Hay que comprender que esta imagen de Dios reside en su perfección en toda la naturaleza humana. Pero Adán, entonces, todavía no había sido hecho. […] Por consiguiente, el hombre hecho a imagen de Dios, es la naturaleza humana comprendida como un todo7.
Para Gregorio, al igual que las personas divinas son un solo Dios, su imagen depositada en una multitud de seres humanos no es más que una naturaleza humana. Al igual que solo hay una naturaleza divina en tres personas, no hay más que una naturaleza humana en una multitud de humanos. El padre De Lubac comenta, haciendo referencia a esta imagen: «Objeto de una creación directa e intemporal, que está en cada uno de nosotros y que nos hace tan profundamente uno que, del mismo modo que no se habla de tres dioses, tampoco debería hablarse jamás de hombres en plural»8. Por lo tanto, hay que señalar que en esta fase primitiva de la Tradición, Gregorio de Nisa se opone a lo que será la Tradición predominante moderna, caracterizada por una concepción individual de la imagen, pues ve, en cierto modo, la imagen en el todo antes de reconocerla en cada parte.
En Gregorio y otros Padres, la unidad de la imagen, común a toda la unidad del género humano, está vinculada a la unicidad de Dios, y esto hace decir a De Lubac: «Estaban todos los hombres hechos a la única imagen de Dios único. Especie de monogenismo divino, que establecía un vínculo entre la doctrina de la unidad divina y la de la unidad humana, fundando prácticamente el monoteísmo y confiriéndole todo su sentido»9. Cabe destacar este estrecho vínculo entre el género humano tomado como un todo y la imagen depositada en primer lugar en el todo en sí, siendo cada una de las partes partícipe de la imagen del todo. Sin embargo, no se recurre aún a la doctrina trinitaria, todavía poco elaborada en la época de Gregorio de Nisa, para desarrollar esta imagen de Dios.
El padre De Lubac subraya el corolario de este vínculo: «Toda infidelidad a la Imagen divina que el hombre lleva en sí, toda ruptura con Dios es al mismo tiempo desgarramiento de la unidad humana»10. La comunidad de naturaleza permanece para el género humano, pero a causa del pecado ha perdido su unidad, tanto natural como sobrenatural. Lubac cita a Orígenes: Ubi peccata, ibi multitudo. En esta ruptura del pecado, la imagen divina inherente al género humano se oscurece: ya no se percibe de manera inmediata. Mientras el todo es portador de la imagen divina, cada parte se ve consolidada. Pero cuando se oscurece a causa del pecado y de la división del género humano, cada parte, aunque comporte individualmente esa imagen, se ve afectada por ello, y entonces la imagen inherente a cada parte queda también oscurecida11.
Por singular que sea su concepción, Gregorio de Nisa no es un hápax en la Tradición teológica y espiritual. Henri de Lubac señala que encontramos una idea similar, mucho más tarde, en Ruysbroeck y en Juliana de Norwich, para quienes la imagen está al mismo tiempo en todos los humanos en conjunto y en cada uno de ellos. En época actual ha sido recuperada por Vladimir Lossky, que hace referencia directamente a Gregorio12. La naturaleza humana en su totalidad es la depositaría de la imagen; el primer hombre parece haberla llevado a todos sus descendientes, y la multiplicación de los seres humanos difractó la imagen en otras tantas criaturas. «No hay más que una sola naturaleza común a todos los hombres, aunque nos parezca fragmentada por el pecado, dividida en varios individuos»13.
De Gregorio de Nisa hay que recordar ese sentido innato del conjunto del género humano, que forma una sola naturaleza, esta también a imagen de Dios. Solo a partir de esta realidad original emanada de las manos del Creador, ante peccatum, se puede considerar el género humano fragmentado por el pecado, con la imagen individualizándose y la unidad del conjunto disipándose.
— Analogía entre la comunión de las personas trinitarias y la de las personas unidas por el Espíritu Santo
Es interesante aproximarse a esta idea gregoriana que remite, en primer lugar, al orden de la creación a la idea de los teólogos, que, de diferentes formas y sin recurrir a la terminología de la imagen, establecen un vínculo entre la unidad de las personas en la Trinidad y la de la comunidad de los cristianos. Estamos aquí en una perspectiva post-peccatum. Señalemos unos vínculos importantes, algunos de ellos extraídos de la tradición latina.
San Cipriano de Cartago, en su tratado Sobre la unidad de la Iglesia, escribe:
Dice el Señor: «Yo y el Padre somos uno». Y está escrito, además, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «Los tres son uno». Y, ¿cree alguien que esta unidad, que proviene de la firmeza de Dios y que está vinculada a los misterios celestes, puede romperse en la Iglesia y escindirse por conflicto de voluntades opuestas?14.
Declaración cuyo contenido encontramos en su comentario sobre la oración dominical: «El mayor sacrificio para Dios es nuestra paz, nuestra concordia fraterna, un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo»15.
Asimismo, san Agustín, en su Comentario a los Hechos de los Apóstoles, en el pasaje donde se afirma que la comunidad de quienes pertenecieron a la primera comunidad cristiana después de Pentecostés «tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), escribe que dicha unidad, debida a la presencia del Espíritu Santo, los hacía semejantes a las personas de la Trinidad, entre las que la unidad es aún mayor:
Había allí tantos miles, y solo había un corazón; tantos miles, y solo había un alma. Pero ¿en dónde? En Dios. ¡Cuánto más será uno solo el mismo Dios! […]. Si acercándose a Dios muchas almas por la caridad son una sola alma y muchos corazones un solo corazón, ¿qué hará la fuente misma de la caridad en el Padre y en el Hijo? ¿No será: allí con mayor razón la Trinidad un solo Dios?16.
Es la presencia activa del Espíritu lo que hace de la Iglesia una sociedad una y única:
El perdón de los pecados —mediante el cual se derroca y suprime el reino del espíritu dividido en sí mismo— y la comunión de la unidad de la Iglesia de Dios —fuera de la cual no se da el perdón de los pecados— es como obra propia del Espíritu Santo, aunque cooperan el Padre y el Hijo, puesto que el Espíritu Santo mismo es, en cierto modo, la comunión del Padre y del Hijo17.
Así, los Padres se convencen enseguida del vínculo existente entre la unidad trinitaria y la unidad eclesial. Este vínculo se debe a la presencia del Espíritu Santo, que realiza, en todos los lugares en los que está presente, una comunión en el amor18. Lo que se lleva a cabo en la economía de la redención por medio de la gracia del Espíritu Santo desvela a posteriori la unidad original del género humano, deseada por Dios en la creación, que el padre De Lubac denomina «monogenismo divino».
Se comprende fácilmente que se aluda a la unidad-diversidad de la comunión trinitaria cuando se quiere expresar la unidad de una sociedad múltiple. Así, Ricardo de San Víctor estableció un vínculo de semejanza entre las procesiones relacionadas con la naturaleza humana y las que prevalecen en la comunión trinitaria: «Aunque esta naturaleza parezca muy alejada de la naturaleza única y excelentísima de Dios, sí tiene cierta semejanza»19. Tras él, san Buenaventura menciona la analogía entre la Trinidad y la célula primigenia de la familia formada por el padre, la madre y el niño, en la que el niño aparece, según el cardenal Marc Ouellet, como «el amor hipostasiado de los padres»20. Sin embargo, como reconoce el propio autor, la analogía familiar desaparece de la Tradición y no vuelve a surgir hasta la época actual.
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A imagen de Dios
a) En la dualidad hombre-mujer
Es bastante significativo que haya habido que esperar al siglo XX para ver surgir, en algunos grandes autores, la idea de una impronta de la imagen divina en la unidad y la dualidad de los sexos masculino y femenino. Dada su inherente obviedad, no suscitó en los autores de la antigüedad una profundización teológica específica, cuando no se justificaba por la pertenencia del hombre a la especie animal y la necesidad de reproducirse por medio de un cuerpo sexuado (como en san Gregorio de Nisa). Por otra parte, la corrupción de la relación hombre-mujer derivada del pecado no benefició al reconocimiento de esta dualidad de una imagen divina, que solía considerarse en su aspecto individual. Hubo que esperar a la tardía consideración de la diferencia sexual en la antropología cristiana, en el siglo XX, para que esta imagen eclipsada y olvidada se sacara de nueva a la luz. Muchos autores destacaron en este planteamiento, en especial Karl Barth en el protestantismo y Hans Urs yon Balthasar en el catolicismo. Va surgiendo así, progresivamente, una nueva opinión teológica vinculada a la imagen, de la que Karol Wojtyla/Juan Pablo II se nutrió antes de introducirla en el magisterio ordinario a finales del siglo.
¬ La teología de Karl Barth
En su Dogmática, que redactó durante el segundo tercio del pasado siglo, Barth expuso su enfoque21. Crítico con las formulaciones sobre la imago Dei que se referían al hombre en su singularidad, él da prioridad a las que remiten a las comunidades de personas, en especial al hombre y la mujer. Se trata de una corriente que caracteriza la teología protestante de comienzos del siglo XX, en la que se inscribe él y que va a impregnar la teología católica.
En un extenso análisis del relato de la creación en el Génesis, en especial de Gen 1,27 y Gen 5,1, Karl Barth hace referencia a los autores, contemporáneos suyos, Dietrich Bonhoeffer y H. E Kohlbrügge. Citando a este último dice:
El hombre y la mujer juntos son el ser humano para Dios, por-que son uno delante de él; los dos han sido creados a imagen de Dios, de manera que el goce de la bienaventuranza divina, en la medida en que puede ofrecerse a una criatura, fue otorgado al ser humano en el sentido de que forma una pareja llena de Dios y se ama en él con un amor recíproco, lo que nos permite comprender y captar la alta dignidad del estado del matrimonio22.
Subrayando el plural «hagamos», que da testimonio de la pluralidad vinculada a la esencia divina, y reflexionando sobre el acto creador que confiere a Dios una confrontación sin contradecir la esencia divina, Barth se pregunta:
¿No vemos que lo característico de la esencia de Dios, que es ser un «yo» y un «tú», y lo característico de la esencia del ser humano, que es ser hombre y mujer, se corresponden claramente entre sí y nos permiten afirmar que constituyen una analogía relationis?23.
Pero ¿cuál es este prototipo basado «en el cual», o este modelo «según el cual» fue creado el hombre? Como hemos observado, es la relación y diferenciación del «yo» y del «tú» en Dios mismo. El hombre fue creado para «corresponder» a esta relación y esta diferenciación: es la criatura a la que Dios se dirige diciendo «tú», peto que, en cuanto «Yo», es también responsable ante El; el ser que ha sido creado hombre y mujer constituye, en esta relación, el «tú» de su pareja y es también un «yo» frente a ella24.
Karl Barth hace hincapié en que a pesar de que la diferencia sexual es común al ser humano y al animal, tiene un significado único en la creación del ser humano:
De forma evidentemente inconcebible, supone una gracia particular de Dios el hecho de que su singularidad encuentre aquí una correspondencia en una singularidad creada. Que la gracia particular de Dios tenga precisamente esta forma, que esta imitación se produzca precisamente en la diferenciación y en la relación del hombre y la mujer, en la relación de sexos, es algo que caracteriza —precisamente en lo que es común al hombre y al animal— la condición creada del hombre. […] Los seres humanos son hombre y mujer, y no son sino eso; lo demás no existe más que en esta distinción y relación25.
Merece la pena señalar la originalidad de la reflexión de Barth. Si, desde un punto de vista elemental, la dualidad sexuada vincula al hombre al animal —y este es el motivo por el que Gregorio de Nisa no la tomaba en consideración—, el punto de vista de la Revelación bien entendida invita a vincular al hombre, creado hombre y mujer, a Dios, uno en la Trinidad de las personas26. En definitiva, para Barth, «la semejanza de la naturaleza humana con Dios radica en la confrontación existencial, en el hecho de que existe uno frente al otro, y uno para el otro, que figura precisamente en la relación entre hombre y mujer»27.
Barth reflexiona extensamente sobre el hecho de que san Pablo presente a Cristo como «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), que devuelve al ser humano la imagen que había quedado eclipsada por el pecado: «El varón […] es imagen y gloria de Dios; la mujer |…] es gloria del varón» (1 Cor 11,7). Palabras que, dice Barth, no deben comprenderse aplicadas a un hombre en concreto, sino al hombre y a la mujer, a Cristo y la Iglesia:
No debemos olvidar que, para Pablo, según 1 Cor 11,7 (y también, sin duda, según los pasajes que no lo expresan directamente), el hombre con su mujer; el apóstol no pensó en Jesús como una figura aislada, sino en Jesús, el Cristo de Israel, la cabeza de su Iglesia. […] El pasaje de Col 1,15-18 […] proporciona una respuesta que muestra claramente el vínculo con Gen 1,26s. El cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, la Iglesia, de la que es Señor: esto es lo que designan los pronombres «nosotros» y «él», que se señalaban de manera tan significativa. Se considera que Jesucristo, con ella (la Iglesia), es la imagen de Dios28.
En su idea sobre la imagen en la interpretación de Gen 1,26, Karl Barth no se limita solo a su manifestación en la dualidad hombre-mujer. Este enfoque colectivo de la imagen, a partir de esta expresión fundamental, es válido para toda comunidad auténticamente humana. Todo ser es también ser con el prójimo, en relación lo que fundamenta el carácter colectivo de la imagen.
El hombre como tal y en general, el ser con el prójimo, participa de la semejanza con Dios del hombre Jesús, el ser para el prójimo. Dado que el hombre como tal y en general ha sido creado a imagen del hombre Jesús, de su ser para el prójimo, y el propio hombre Jesús ha sido creado a imagen de Dios, se deduce entonces que: el hombre como tal y en general, cuya naturaleza es ser con el prójimo, ha sido también creado a imagen de Dios en su humanidad, es decir, en su co-humanidad. Dios lo ha creado a su imagen en el hecho de que no lo ha creado solitario, sino solidario29.
— La teología de Karol Wojtyla/Juan Pablo II
La cuestión de la comunión de personas humanas a imagen de la comunión de las personas divinas es una constante en las obras de Karol WojtyJa/Juan Pablo II. En toda su antropología, la dimensión comunitaria es constitutiva de la persona. Adquiere una profundidad única a la luz de la Revelación, tanto por las enseñanzas del Génesis como por las palabras de Jesús sobre la unidad que se hacen eco de ellas. Un comentario de 1974 de Gaudium et spes 24 § 3, en cuya redacción participó durante el Concilio, manifiesta esta perspectiva:
Las palabras de Cristo Señor «que todos sean una sola cosa como yo y tú somos una cosa sola» (Jn 17,21-22) abren a la razón humana horizontes inaccesibles y nos sugiere que hay una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». Y precisamente «esta similitud —seguimos leyendo— muestra que el hombre, única criatura sobre la tierra que Dios ha querido para sí, no puede encontrarse plenamente a sí mismo más que a través de la sincera entrega de sí mismo». […] El texto habla de «una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». Se trata, por tanto, de la dimensión trinitaria de la verdad fundamental sobre el hombre que leemos al inicio de la Sagrada Escritura y que define el plano teológico de la antropología cristiana. […] Las palabras del Señor Jesucristo: «Que sean uno, como tú y yo somos uno», abren «horizontes inaccesibles» a la razón humana respecto a este misterio en el sentido más riguroso del término, que es la unidad de las Tres Personas en una única Divinidad. […] El hombre es semejante a Dios no solo por su naturaleza espiritual, existiendo como persona, sino también por su capacidad, que le es propia, de comunidad con otras personas30.
La comunión no es únicamente «el resultado […] o la expresión del ser y el obrar de la persona, sino la forma misma de ser y obrar de esa persona»31.
Para Juan Pablo II, la dualidad masculino-femenino en el seno de la única naturaleza humana, es una manifestación privilegiada de la imagen divina, y esto deriva del orden de la creación. Su encíclica Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988) confiere a esta opinión teológica un valor magisterial. Afirma que la comunión de las personas divinas se refleja en la del hombre y la mujer:
Dios, que se deja conocer por los hombres por medio de Cristo, es unidad en la Trinidad: es unidad en la comunión. De este modo se proyecta también una nueva luz sobre aquella semejanza e imagen de Dios en el hombre de la que habla el libro del Génesis. El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor y, de este modo, reflejar en el mundo la comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo —un solo Dios en la unidad de la divinidad— existen como personas por las inexcrutables relaciones divinas. Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios en sí mismo es amor (cf. 1 Jn 4,16).
La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer (por la analogía que se presupone entre el Creador y la criatura), expresa también, por consiguiente, la «unidad de los dos» en la común humanidad. Esta «unidad de los dos», que es signo de la comunión interpersonal, indica que en la creación del hombre se da también una cierta semejanza con la comunión divina (communio)32.
De modo que, una vez más, se trata de mantener unidos lo singular —la imagen depositada en cada ser humano— y lo colectivo —la imagen presente en la comunión hombre-mujer—. Juan Pablo II no se limita a un enfoque puramente descriptivo de la dualidad. Esta es inherente a la dimensión antropológica: una persona no puede existir más que en relación con otra:
El hombre no puede existir «solo» (cf. Gen 2,18); puede existir solamente como «unidad de los dos» y, por consiguiente, en relación con otra persona humana. Se trata de una relación recíproca, del hombre con la mujer y de la mujer con el hombre. Ser persona a imagen y semejanza de Dios comporta también existir en relación al otro «yo». Esto es preludio de la definitiva autorrevelación de Dios, Uno y Trino: unidad viviente en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo33.
Y este carácter relacional conlleva un ethos, en el sentido de que orienta en general la vida de todo ser humano: vivir a la vocación de ser un vivir «para el otro»:
Esta semejanza se da como cualidad del ser personal de ambos, del hombre y de la mujer, y al mismo tiempo como una llamada y tarea. Sobre la imagen y semejanza de Dios, que el género humano lleva consigo desde el «principio», se halla el fundamento de todo el ethos humano. El Antiguo y el Nuevo Testamento desarrollarán este ethos, cuyo vértice es el mandamiento del amor. En la «unidad de los dos» el hombre y la mujer son llamados desde su origen no solo a existir «uno al lado del otro», o simple-mente «juntos», sino que son llamados también a existir recíprocamente, «el uno para el otro». […] Decir que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de este Dios quiere decir también que el hombre está llamado a existir «para» los demás, a convertirse en un don34.
De la pareja o de la «unidualidad» hombre-mujer (Juan Pablo II) pasamos, de forma natural, a la familia, que es su desarrollo natural.
b) La familia, imagen de la comunión trinitaria
La analogía entre la familia y la comunión trinitaria apareció ya en la época patrística, pero suscitó muchas oposiciones que acabaron por hacer que fuera marginal. Gregorio Nacianceno estableció esta analogía entre el Padre y Adán (los no engendrados), el Hijo y Set o Abel (engendrado) y el Espíritu y Eva (nacidos por procesión, ekporese, y, por tanto, por una vía diferente a la generación)35. San Agustín refuta el fundamento de esta analogía. En realidad, el vínculo que se establece entre Eva y el Espíritu Santo es poco convincente. Por otro lado, ¿cómo justificar el vínculo entre toda madre de familia —que no es no engendrada— y el Espíritu Santo?
En definitiva, es evidente que la unidad de padre, madre e hijo no puede ser substancial como sí lo es en el caso de las personas divinas. Aunque tengan en común la misma naturaleza humana, no tienen la misma sustancia. Para Agustín, son tres términos distintos entre sí, dotados de la misma naturaleza humana y formando la unidad familiar, que no es una unidad de sustancia36.
Indudablemente, la teología trinitaria, aún naciente, no permitía sobrepasar esta diferencia radical. Pero hemos de observar que Tomás de Aquino, al profundizar en la noción de persona divina a través de la de relación subsistente, comparte la reserva de su gran predecesor Agustín: «Ponemos este ejemplo aun cuando una procesión material no parece ser la más adecuada para indicar la procesión inmaterial de las personas divinas»37. Parece que fue san Agustín quien mejor comprendió la posteridad de la analogía familiar que había iniciado Gregorio Nacianceno38.
Es significativo que la veamos resurgir en nuestra época actual, en particular en Scheeben, Barth y Urs von Balthasar. En esta línea se inscriben Juan Pablo II, Benedicto XVI y Marc Ouellet39, a quienes hemos mencionado ya.
En diferentes ocasiones Juan Pablo II aborda el tema de la comunidad familiar como imagen de la comunión trinitaria. Esto aparece claramente en su Carta a las familias de 1994:
Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sido crea-do «a imagen y semejanza de Dios». La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communiopersonarum).
A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina40.
En este mismo texto, Juan Pablo II no deja de señalar que el mismo Concilio, haciendo referencia a san Cipriano (cf. LG 4), establece un vínculo entre la comunión intratrinitaria y la comunión intrafamiliar:
En las palabras del Concilio, la «comunión» de las personas deriva, en cierto modo, del misterio del «Nosotros» trinitario y, por tanto, la «comunión conyugal» se refiere también a este misterio. La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas (LG 8).
También encontramos esta cuestión, en diversas ocasiones, en Benedicto XVI. Así, durante el Ángelus en la solemnidad de la Santísima Trinidad, el 11 de junio de 2006:
Entre las diversas analogías del misterio inefable de Dios uno y trino que los creyentes pueden vislumbrar, quisiera citar la de la familia, la cual está llamada a ser una comunidad de amor y de vida, en la que la diversidad debe contribuir a formar una «parábola de comunión.
Y retoma de nuevo esta cuestión en la Homilía durante el VII Encuentro Mundial de las Familias, que pronunció el 3 de junio de 2012:
La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: «Creced, multiplicaos»» (Gen 1,27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con características propias y complementarias, para que los dos fueran un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios.
Vemos, pues, cómo se va formando en Juan Pablo II y en su sucesor esta convicción de que la comunión familiar es imagen de la comunión intratrinitaria, y podemos decir que, a partir de este momento, la analogía social derivada de la Trinidad y aplicada a la familia es un don indispensable de la Tradición y del magisterio eclesial. Las controversias de la época patrística llevaron a su desaparición, pero lo cierto es que permitieron precisar su sentido. No se trata de aplicar la analogía término a término al padre, a la madre y al hijo —que es lo que suscitó la correcta crítica que hizo san Agustín a Gregorio Nacianceno—, sino de comprender que la unidad nacida de la comunión en el amor es el lugar de la analogía. Es lo que señala el cardenal Ouellet: «Lo específico de la analogía conduce, pues, a la comunión, una comunión de amor personalizante que encontramos analógicamente en la familia y en la Trinidad»41.
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Cristo, restaurador de la imago Dei en su totalidad
a) El impacto del pecado y el giro de la modernidad
La restricción de la imago Dei a su componente individual, en toda persona, es algo arcaico. El motivo principal, creemos, procede del pecado original que, al introducir la división en las comunidades humanas, desde la pareja y la familia hasta el género humano en su conjunto, ha eclipsado esta imagen colectiva hasta hacerla irreconocible. El impacto del pecado consiste, pues, en que eclipsa el conocimiento y la visión de la imagen inherente al género humano en su conjunto. Esto nos lleva a entender el versículo de Gen 1,26 como referido a cada ser humano comprendido en su singularidad, y nos hace olvidar el designio original de una única imagen inherente a todo el género humano, a excepción de autores como Gregorio de Nisa. Este olvido de la imagen comunitaria puede aplicarse también a la comunidad formada por la pareja hombre-mujer, consumada en la familia. Así, reflexionando post-peccatum, la teología se ve conducida a olvidar la unidad primitiva y la belleza de una imagen inherente a las personas colectivamente y a la humanidad entera.
La llegada de la modernidad, con el giro individualista suscitado en la teología latina, no ha hecho más que acusar este fenómeno. La influencia nominalista se traduce en una incapacidad para concebir el orden comunitario en sí mismo. Un conjunto compuesto por partes, desde ahora, ya no tiene consistencia propia más allá que la de las partes que lo forman. Si, para Aristóteles, 6 no era más que 3+3, a partir del siglo XVI una asamblea no es sino una agregación de componentes. Las consecuencias de esta transformación son considerables. En el orden natural, una comunidad política no es más que la asamblea de sus miembros. No tiene existencia propia. En el orden sobrenatural, la Iglesia no es más que la congregatio fidelium. El giro de la modernidad se apoya en la afirmación del sujeto, y al mismo tiempo se acompaña del abandono en la Iglesia de un pensamiento del orden comunitario por sí mismo, del empobrecimiento de la idea misma de Iglesia y del surgimiento de una antropología individual, que pasa en silencio o reduce a un simple condicionamiento la dimensión comunitaria de la persona humana. En estas condiciones no sorprende que la idea gregoriana de una imagen inherente a todo el género humano desapareciera de la Tradición. No volvió a encontrarse hasta la época actual, con el redescubrimiento de los Padres que alimentan la renovación eclesiológica, como hornos visto en Henri de Lubac.
b) La restauración de la imagen por Cristo
La obra redentora de Cristo concierne, como el mismo designio de Dios, a cada ser humano y a todos los seres humanos considerados en su colectividad. Cristo restablece en cada uno la imagen de Dios mancillada por el pecado y en las comunidades que están llamadas a ser portadoras de ella. Esta obra se persigue y se lleva a cabo a través de los sacramentos, en especial de los sacramentos de iniciación y del sacramento del matrimonio, que el Catecismo de la Iglesia Católica denomina «sacramento al servicio de la comunidad» (n. 1534).
Al tratarse del género humano en su conjunto, hemos de relacionar algunas afirmaciones paulinas, especialmente extraídas de la Carta a los Efesios y de la Carta a los Colosenses, a las palabras fundadoras recogidas en el Génesis. La obra redentora de Cristo figura como una restauración de la imagen de Dios depositada en todo el género humano.
Algunos versículos de estas dos cartas nos llevan claramente a esta afirmación. Se remiten todos a la cuestión de la plenitud, del pleroma de Cristo realizado por medio de la incorporación de los miembros a la cabeza. Toda la obra de edificación de la Iglesia Cuerpo de Cristo es un crecimiento «hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,13; literalmente: «el hombre o el varón completo [T8A£IOV] , a la medida de la plenitud de Cristo»). Evocando ya al pueblo de la nueva alianza, fruto del encuentro de judíos y gentiles, san Pablo escribía que se trataba de «crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz» (Ef 2,15-16). Este tema del Hombre Nuevo o realizado, completo, se refiere explícitamente a la restauración de la imagen de Dios en el hombre. Se trata de revestirse «de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,24), de la «nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3,10). Este hombre nuevo, o perfecto, o completo, no es el hombre en su singularidad, sino Cristo unido a su Cuerpo.
La exégesis de Gregorio Nacianceno invita a comprender que la obra redentora pretende restaurar la imagen primitiva («Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» [Gen 1,26]), formando al hombre nuevo, o completo, que realiza el pleroma de Cristo al asociarlo con su Cuerpo. Por tanto, es en la Iglesia entera donde se restaura la imagen, es ella la que porta en sí la imagen de Dios, la de Cristo, que es, precisamente, «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), «reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1,3). El hombre nuevo de las cartas paulinas se hace eco del hombre creado a imagen de Dios, y esta, inherente originalmente a todo el género humano, es restaurada en el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, donde se reúnen «los hijos de Dios dispersos» (Jn 1 1,52)42.
La obra de Cristo, imagen del Padre invisible, es restablecer esta imagen en cada ser humano y hacerla brillar en el rostro del género humano. Por retomar la terminología de santo Tomás, parece conveniente que sea el Hijo, imagen del Padre, quien se encarne para devolver al género humano, formado por el conjunto de los hijos de Dios, esta imagen dañada por el pecado43. La economía de la redención es la economía de la restauración de la imagen de Dios en el género humano por obra de Cristo.
Esta restauración de la imagen se centra en la comunidad humana más amplia, la Iglesia cuerpo de Cristo, que tiene vocación de acoger a todos los hombres, pero también en la comunidad fundamental, de la del hombre y la mujer, cuya fecundidad de unión se desarrolla con la formación de una familia. Esto se fundamenta, especialmente, en las afirmaciones paulinas del capítulo 5 de la Carta a los Efesios: la pareja Cristo-Iglesia es el modelo («arquetipo», diría Urs von Balthasar) de la pareja hombre-mujer, y el amor de Cristo por la Iglesia —su cuerpo y su esposa— es la medida del amor del hombre por la mujer (Ef 5,27-32). Hemos visto que la teología del siglo XX, y en particular la de Juan Pablo II, ha afirmado esta vocación de la familia a ser la imagen de la comunión
Es significativo que la Tradición haya puesto de relieve la imago Dei en las dos comunidades de composición más extrema: la familia, comunidad fundamental, y la Iglesia o todo el género humano, despliegue universal del proyecto divino. Probablemente esta aproximación no sea fortuita. Por una parte, remitiéndose al orden natural, la familia, fundada en el amor del esposo y de la esposa, es la comunidad primordial donde hacemos la experiencia de la vida en común vivida hasta en las diferentes manifestaciones del género humano. Estas dos expresiones de la imagen divina han sido dañadas por el pecado, como hemos dicho, hasta tal punto que la imagen no puede percibirse ya. El Génesis nos permite ver cómo, en el origen, el desorden que se instala entre el hombre y la mujer se comunica, enseguida, a todo el género humano44. La alteración de la imagen en la dualidad de lo masculino y lo femenino está cargada de su degradación en toda la comunidad humana. Por otra parte, desde una perspectiva cristiana, el aspecto nupcial es esencial para comprender la vida de la Iglesia, como nos hace ver y contemplar la Carta a los Efesios.
Sin duda, podemos proseguir este análisis. Entre la comunidad fundamental —la pareja que se desarrolla en la familia— y la comunidad última que es la Iglesia —que tiene la vocación de acoger a todos los hombres— podemos sugerir que toda comunidad cristiana que vive auténticamente la presencia activa del Espíritu Santo se convierte también en imago Dei. La imagen de Dios, imago Trinitatis, se difracta en el mundo creado a todos los niveles de las comunidades animadas por el Espíritu de Dios45, el que une al Padre y al Hijo en la eternidad del amor divino. Una observación de Gaudium et spes 24 §3, que ya hemos citado al hablar de Juan Pablo II, va en este sentido: «El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad».
El proyecto de Dios parece tender, pues, no solo a unirse a toda criatura humana haciéndola partícipe de la vida divina, sino también a hacer de toda comunidad de criaturas una imagen de la comunión trinitaria por medio del don del Espíritu. Dios quiere hacer partícipes, individual y colectivamente, a las criaturas, a quienes ha creado, de lo que él es, al igual que él es un solo Dios en la comunidad de las personas divinas.
c) El alcance de la imago Dei colectiva
¿Cuál es el alcance de este redescubrimiento de la imago Dei en su dimensión comunitaria? En primer lugar instruye acerca del designio mismo de Dios en la creación. El designio creador, que finaliza con la participación de las criaturas en la vida divina, no concierne únicamente a todas las criaturas racionales, sino también sobre el conjunto de todas las criaturas. Dios quiere que su imagen esté presente no solo en cada criatura, sino en toda comunidad animada por el Espíritu Santo. Toda asamblea de fieles, abierta a la Iglesia entera, de la que es una parte, tiene vocación de ser imago Trinitatis como la Iglesia misma lo es, de modo que la comunidad familiar tiene vocación de ser una iglesia doméstica.
La doctrina de la imago Dei, en relación con el relato ante pec-catum del Génesis, impide, pues, que olvidemos la dimensión comunitaria del designio divino, que es algo que amenaza con ocurrir si la teología solo reflexiona post peccatum, cuando la unidad original se quebró. Contribuye a que se tome adecuadamente en consideración la Iglesia como Cuerpo de Cristo, y no solo como la asamblea de quienes se han unido individualmente a Dios por el Espíritu Santo. Dios quiere que todos los hombres formen un solo Cuerpo en Cristo, y Tomás de Aquino, en su teología del pecado original, afirma que hay que pensar que todos los hombres forman un solo hombre en Adán46. Con frecuencia, cuando hablamos de la unidad de una comunidad de fieles, invocamos al Espíritu Santo como principio de unidad47; esto puede aplicarse a la Iglesia en conjunto. Esto es correcto, pero no da suficientemente cuenta del conjunto formado por aquellos a quienes el Espíritu une: una comunidad que es a imagen de la comunión trinitaria. Poner de relieve el Espíritu de Cristo como principio de la unidad de las comunidades cristianas conduce a la manera de hacer realidad esta unidad. Afirmar que tienen vocación de ser a imagen de la comunión de las personas divinas manifiesta su identidad más elevada, aquello que tienen vocación de ser en el designio de Dios.
Así pues, tomar efectivamente en consideración el monoteísmo trinitario conduce a tomar en consideración la imago trinitaria en toda asamblea de fieles. Al contrario, una antropología cristiana exclusivamente individual estaría atrofiada, similar a una teología que hablara de Dios sin hablar de Dios Trinidad.
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Conclusión
Sin minimizar en absoluto el alcance de la imago Dei inscrito en toda criatura espiritual, parece hoy necesario desarrollar y rehabilitar los aspectos comunitarias de esta. La Tradición más antigua de los Padres, así como los avances más recientes de la teología eclesial, invitan a contemplar, en primer lugar, la imagen de Dios en las dos comunidades más explícitamente presentes en la Revelación: la pareja extendida a la familia y la Iglesia en sí. A través de esto encontramos el doble planteamiento del Génesis del que hablábamos al principio de este estudio: el de una imagen que, además del aspecto individual, descansa en la unidualidad del hombre y de la mujer, y en el Hombre, entendiendo que Hombre abarca todo el género humano. Como siempre, es la obra redentora de Cristo lo que permite descubrir el esplendor primigenio de la obra de la creación eclipsado por el pecado. Cristo restaura la imago Dei inherente a las comunidades de fieles, obra que se sigue por la vía sacramental, en especial por el sacramento del matrimonio para la pareja hombre-mujer y el sacramento de la eucaristía para la Iglesia. Porque recordemos que la eucaristía es, por excelencia, el sacramento de la unidad del Cuerpo místico, como afirma Tomás de Aquino 48, algo que más recientemente recuperó Juan Pablo II 49. Finalmente indicamos que esta doble visión puede extenderse a toda la comunidad de fieles de Cristo, cada una de las cuales está destinada a llevar la imagen de Dios uno y trino.
Si queremos suscribir estas consideraciones hemos de percatarnos de que no se trata únicamente de elaboraciones de teología especulativa, sino que debe tener consecuencias prácticas en términos de vida cristiana. Una comunidad cristiana, desde la más elemental, como la que constituye la pareja extendida a sus hijos, hasta la Iglesia universal, tiene la vocación de encarnar esta imagen de la comunión trinitaria viviendo por el Espíritu Santo. Esto significa, ante todo, que es espiritualmente fecunda por el hecho mismo de la presencia activa del Espíritu Santo.
En definitiva, creemos que el redescubrimiento de la imago Dei en sus aspectos colectivos se inscribe e ilustra la puesta en relieve del designio de Dios tal como el magisterio contemporáneo, en especial el Catecismo de la Iglesia Católica, lo hace ver. El plan de Dios en su creación no concierne solo a las criaturas comprendidas individualmente, sino también a las comunidades que las criaturas tienen vocación de fundar y de formar. La eclesiología conciliar, que se inscribe en esta perspectiva del designio creador y redentor, invita a considerar la luz de Cristo que brilla en la Iglesia, es decir, a reconocer la imagen de Dios de la que, gracias a él, la Iglesia es portadora, y, asimismo, a dar testimonio de la obra de Dios en el corazón del mundo.
NOTAS BIBLIOGRAFICAS
1.- Y sin embargo, el mismo Tomás de Aquino afirma, en diferentes ocasiones, siguiendo las huellas de Aristóteles, que el hombre es por naturaleza un animal político. Nos hemos quedado con el aspecto sustancial de la persona, olvidando su naturaleza racional.
2.- V. LOSSKY, Essai sur la théologie mystique de l’Eglise d’Orient (Cerf, París 2005) 109; trad. esp.: Teología mística de la Iglesia de Oriente (Herder, Barcelona 1982).
3.- Joseph Ratzinger critica esta concepción agustiniana: «Dios ad extra se convierte en un mero «yo», y, así, la dimensión del «nosotros» pierde su lugar en la teología» (Dogma und Verkündigung [Sankt Ulrich, Augsburgo 1973] 219; trad. esp.: La Palabra en la Iglesia (Sígueme, Salamanca 1973).
4.- Cf. H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma (Encuentro, Madrid 1983) 21-26.
5.- Porque para Gregorio, la diferencia sexual es característica de la naturaleza animal del hombre, dado que no existe en Dios. Hay que señalar que esto contradice lo que se desarrollará más adelante: la dualidad de los sexos, sobre todo según Juan Pablo II, es también imagen de Dios por la pluralidad que instaura en la unidad de la naturaleza humana.
6.- SAN GREGORIO DE NISA, De hominis opificio, c. 16, cit. en H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, 24.
7.- SAN GREGORIO DE NISA, De hominis opificio, c. 22, cit. en H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, 24.
8.- H. DE LUBAC, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, 24.
9.- Ibid., 25.
10.- Ibid., 26.
11.- No lo dice de manera explícita, pero el planteamiento de Gregorio de Nisa que interpreta De Lubac sugiere una especie de dialéctica del todo y de las partes en el aspecto de la imagen. Cuando la imagen es eclipsada por el todo, a causa del pecado, tiende a atenuarse en cada parte. Igual que en un puzzle las piezas no adquieren individualmente su sentido más que cuando están insertadas en la obra completa. Agradecemos al abad Bruno Gautier esta comparación.
12.- Cf. V. LOSSKY, Essai sur la théologie mystique de l’Église d’Orient, 113-129.
13.- Ibid., 116. Según Lossky, la antropología posterior al pecado a un giro espiritual y ascético. Para él, la persona humana, que dispone de toda la naturaleza humana, a imagen de Dios, tiene la vocación de negarse a hacer suya esta naturaleza para convertirse en verdadera parte de un todo que relativiza su yo individual y que refleja plenamente la imagen de Dios. Esto se realizará en la Iglesia.
14.- SAN CIPRIANO DE CARTAGO, La unidad de la Iglesia, 6, en C. FAILLA – J. PASCUAL TORRÓ (eds.), La unidad de la Iglesia. El padrenuestro. A Donato (Ciudad Nueva, Madrid 1991) 50.
15.- ÍD., El padrenuestro, 23, en ibid., 99.
16.- SAN AGUSTÍN, Tratado XXXIX, 5, en OCSA XIV, 65-66.
17.- ID., Sermón 71, 33, en OCSA X, 413.
18.- Encontramos de nuevo esta convicción en el Concilio Vaticano II, en la constitución Gaudium et spes, que afirma que hay «una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (GS 24 § 3).
19.- R. DE SAN VÍCTOR, La Trinidad, V, 6 (Sígueme, Salamanca 2015) [Traducción ligeramente modificada].
20.- M. OUELLET, Divine ressemblance (Anne Sigier, Québec 2006) 42.
21.- K. BARTH, Dogmatique. III: La doctrine de la création, 1 (Labor et Fides, Ginebra 1960).
22.- H. F. KOHLBRÜGGE, Schrifiauslegungen, I, 14, cit. en K. BARTH, Dogmatique, III, 208.
23 K. BARTH, Dotmatique, III, 209
24.- Ibid., 211.
25.- Ibid., 199.
26.- Sin saberlo, indudablemente, la formulación de Barth repetía una observación de Tomás de Aquino cuando se interrogaba sobre la imagen de Dios en el hombre por comparación con la del ángel. Si, por un lado «la imagen de Dios se da más en el ángel que en el hombre, porque en el primero es más perfecta la naturaleza intelectual», por otro «en el hombre se da cierta imitación de Dios, ya que hombre procede de hombre, como Dios de Dios» (Sth. I, q. 93, a. 3, c, en Suma, I, 830).
27.- K. BARTH, Dogmatique, III, 208.
28.- Ibid, 217-218. Esto se une al pensamiento de Gregorio de Nisa: la imagen de Dios es Cristo y la Iglesia, es decir, Cristo y todos los que le pertenecen; el proyecto creador (la imagen de Dios en el conjunto del género humano) se cumplirá en la obra de redención.
29 K. BARTH, Dogmatique, III, 49.
30.- K. WOJTYLA, «La famiglia come communio personarum», en G. REALE -T. STYZEN (eds.), Metafísica de la persona, Tutte le opere filosofiche e saggi integrativi (Bompiani, Milán 2003), «II pensiero occidentale», 1465-1468. Puede leerse en español en K. WOJTYLA, El don del amor. Escritos sobre la familia (Palabra, Madrid 2000) 231-232.
31.- Ibid, 1477.
32.- JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem, 7. Observamos que Juan Pablo II reconocía la compatibilidad de ambas interpretaciones: la que ve la imagen de Dios en el hombre individual y la que ve la imagen de Dios en la pareja humana. Supone un avance respecto a Barth, que rechazaba la primera línea de interpretación. En el número siguiente (n. 8), Juan Pablo II se preocupa de especificar que la relación entre la comunión trinitaria y la comunión hombre-mujer es de naturaleza antológica: si expresa algo real, y no únicamente metafórico, conduce a realidades de tipo distinto, tal como lo son Creador y criatura.
33.- Ibid.
34.- Ibid.
35.- SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio XXXI: PG 36, 144Ass.
36.- Cf. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XII, 5, en OCSA V, 556.
37.- Sth. I, q. 36, a. 3, ad 1, en Suma, I, 366.
38.- Sobre esto, cf. la tesis de L. GENDRON, Mystère de la Trinité et symbolique familiale (Pontificia Università Gregoriana, Roma 1975); ÍD., «La famille: reflet de la communion trinitaire», en Ch. LEPINE, La famille chrétienne dans le monde d’aujourd’hui (Bellarmin, Montreal 1995) 127-148.
39.- M. OUELLET, Divine ressemblance, en especial el capítulo 2: «La famille, image de la Trinité?».
40.- Cf. JUAN PABLO II, Carta a las familias, 6. En este mismo sentido, ÍD., Homilía durante la misa celebrada en Puebla de los Angeles, México (28-1-1979): «Se ha dicho, en forma bella y profunda, que nuestro Dios en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo. El tema de la familia no es pues ajeno al tema del Espíritu Santo».
41 M. OUELLET, Divine ressemblance, 54.45.- Pensamos en una figura fractal, objeto matemático que presenta una estructura similar en todos los niveles. En ciencia, cada uno de los elementos de un objeto frac-tal es también un objeto fractal (similar). Muchos fenómenos naturales —como las líneas de las costillas o la estructura del romanesco— cuentan con formas fracta-les aproximativas. Aplicado a los elementos comunes humanos, vemos que la imago Dei trinitatis está presente en cada comunidad fundamental: la familia, pero también en las reuniones de fieles y, por último, en toda la Iglesia, comunidad de todos los fieles, que es también ella portadora de la imagen de Dios.
42.- V. Lossky se percató bien de ello: «Esta unidad primordial de la naturaleza, restablecida en la Iglesia, se presentará a san Pablo bajo un aspecto tan absoluto, que la denominará cuerpo de Cristo» (Essaí sur la théologie mystique de TEglise d’Orient, 116).
43.- Tal como sugiere SAN IRENEO, Adversas haereses, IV, 33, 4 y, sobre todo, V, 16, 2. de las personas divinas. El sacramento del matrimonio —retomado en la economía de la redención de lo que Juan Pablo II denominaba sacramento primordial—, al restaurar la ¿mago Dei en la pareja hombre-mujer, permite redescubrir la vocación de la familia a ser una comunión en el Espíritu y, así, a formar una verdadera «iglesia doméstica». El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2204), citando Familiaris consortio (n. 21) vincula explícitamente el conjunto de la Iglesia con toda célula familiar: «La familia cristiana constituye una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso […] puede y debe decirse Iglesia doméstica». Toda familia cristiana tiene la vocación de ser, en el Espíritu, una imagen de la comunión trinitaria.
44.- Sobre esta cuestión, cf. C. CHALIER, Ilnous crea el Son image (Bayard, Montrouge 2023).
46.- «Todos los hombres que nacen de Adán pueden considerarse como un único hombre, en cuanto convienen en la naturaleza que reciben del primer hombre, al modo que en el derecho civil todos los que son de una comunidad se consideran como un cuerpo, y la comunidad entera como un hombre» (Sth. I-II, q. 81. a. 1, en Suma, II, 635). Cf. también De malo, IV, 1, resp.: «El pecado contraído de origen se dice voluntario por razón de su principio, es decir, por razón de la voluntad del primer padre, como se ha dicho» (Cuestiones disputadas sobre el mal [Eunsa, Pamplona 1997] 234).
47.- SANTO TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 29, a. 4, c, en Cuestiones disputadas sobre la verdad, II, 1452.
48.- Sth. III, q. 73, a. 2, en Suma, V, 638-639.
49.- JUAN PABLO II, carta encíclica Ecclesia de Eucharistia (17-4-2003), 42.