Si se quiere comprender el nacimiento de eso que se llama la “Modernidad” —esa ruptura radical en la historia de la humanidad que está en el origen del mundo contemporáneo—, hay que partir de ese traumatismo original (que acosa todavía a todos nuestros montajes institucionales) provocado en la Europa de los siglos XVI y XVII por la guerras civiles de religión1. A diferencia, en efecto, de las guerras clásicas, que pueden engendrar en ocasiones un estrechamiento de los vínculos comunitarios, una guerra civil (y más aún si es ideológica) se caracteriza en primer lugar por sus efectos socialmente destructivos. No sólo porque sus líneas divisorias atraviesan entonces hasta las diferentes clases sociales (nobleza, burguesía y campesinado católico contra nobleza, burguesía y campesinado protestante), sino también, y sobre todo, porque la guerra civil conduce casi siempre a desorganizar las solidaridades tradicionales más sólidas, como, por ejemplo, las que hacen posible las relaciones de vecindad o de vida familiar (“el hijo se arma contra el padre, y el hermano contra el hermano”, según una fórmula célebre de la época). Es, por lo demás, el levantamiento de estos últimos tabúes antropológicos lo que explica la barbarie y el fanatismo extremos que generalmente reviste esta forma de “guerra de todos contra todos“. Y se comprende por qué Pascal —como tantos otros intelectuales de la época— podía ver en la guerra civil “el más grande de todos los males”.

Es pues, antes que nada, la necesidad imperiosa de encontrar una salida política a esta crisis mimética de una amplitud sin precedentes (una vez agotadas las tentativas de encontrar, a lo largo de todo el siglo XVI, un terreno de acuerdo teológico entre las partes presentes en el conflicto) lo que explica la manera enteramente inédita como los “Modernos” han terminado resolviendo el problema “teológico-político”, colocando así las bases intelectuales de esta sociedad liberal (y, por tanto, la nueva visión del derecho que ella presupone), que está hoy a punto de convertirse en planetaria . Esta nueva manera de pensar la política se fundamenta sobre dos postulados esenciales, cuya “evidencia”, a la luz de estas terribles guerras de Religión, había terminado por imponerse a la mayoría de los pensadores de la época.

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Primer postulado: la facilidad aparente con la que el vínculo social podía deshacerse va a ser interpretada desde ahora por las corrientes dominantes de la filosofía moderna como la prueba de que el ser humano no es en absoluto ese animal político (dicho de otro modo, hecho para vivir en sociedad) que describían Aristóteles y los pensadores medievales. De ahora en adelante será percibido, en cambio, como un “lobo” potencial para todos sus semejantes (según la fórmula popularizada por Hobbes). Y eso por el hecho de su insociabilidad constitutiva, es decir, por su tendencia supuestamente “natural” a no obrar más que en función de su solo interés privado o de su solo amor propio. Ese es, en definitiva, el origen de la idea pesimista, llamada a tener un radiante futuro en la cultura occidental (basta con pensar en Freud), según la cual la civilización sería un “simple barniz”, siempre a punto de quebrarse (de modo que las situaciones extremas tienen así el privilegio de revelar, no tanto la parte sombría del ser humano cuanto su verdadera naturaleza). Desde ese punto de vista es, pues, la experiencia de las guerras de religión la que ha permitido que se instalara definitivamente en el seno de la filosofía moderna ese imaginario individualista cuyo principio había sido formulado por primera vez en el siglo XIV —sobre el trasfondo de la peste negra y de la fundación de las nuevas ciudades— por Guillermo de Ockham y la escuela nominalista (Totum sunt partes, fórmula que se podría traducir libremente, y “a lo Thatcher”, como “la sociedad no existe, no hay más que individuos”). Es solamente entonces cuando va a comenzar a extenderse la idea de que el hombre es ante todo un individuo independiente por naturaleza (que precede, por tanto, lógicamente a la sociedad), y que por este motivo el egoísmo y la vanidad le son consubstanciales (el tema del “estado de naturaleza” no es sino una de las formas posibles de introducir esta idea).

Desde que se acepta este postulado individualista, queda claro que toda política que se presente como “realista” (es decir, que intente considerar a “los hombres tal como son” y ya no “tal como deberían ser“) habrá de renunciar al ideal antiguo de una “sociedad buena” —ideal que los Humanistas del Renacimiento habían reactivado, sin embargo, bajo la forma del republicanismo cívico— para sustituirlo por la sola búsqueda de la sociedad menos mala posible (lo que significaba, en parte, un reencuentro con el pesimismo agustiniano), limitándose, desde entonces, a determinar las condiciones de un simple modus vivendi (un simple “vivir y dejar vivir”) entre los individuos que la componen. Es en este contexto políticamente minimalista donde la noción de “contrato” (concepto tomado significativamente del derecho privado) iba lógicamente a empezar a representar un papel central en la nueva visión de la política y del Derecho.

El segundo postulado, que necesitará, en cambio, mucho más tiempo para ser comprendido y aceptado en la totalidad de sus implicaciones, es que les es notoriamente imposible a los hombres ponerse de acuerdo en la menor definición común del Bien, sea a nivel moral, filosófico o religioso. Proposición relativista que se acompaña casi siempre con la idea de que nuestras convicciones más profundas —las que se considera que testimonian nuestra virtud o nuestra grandeza— no son en realidad más que la máscara de nuestros intereses o de nuestro amor propio (este tema fundamental domina, por ejemplo, toda la obra de Port-Royal y de los moralistas del siglo XVII). De ahí se sigue que no se podrá obligar a los hombres a coexistir de manera pacífica más que si el Estado encargado de mantener el marco institucional de la vida colectiva es “axiológicamente neutro”. Dicho de otro modo, si renuncia a querer procurar a los hombres su felicidad, o su salud, a pesar de sí mismos, a base de imponerles una manera de vivir particular, sea de naturaleza religiosa, moral o filosófica (y se comprende mucho mejor, de golpe, una de las máximas más célebres de la época: “Buen jurista, mal católico”).

Por supuesto, solamente los autores liberales del siglo XVII podrán desplegar de forma coherente semejante programa de pacificación integral de la sociedad. Porque las soluciones absolutistas (por ejemplo, las de Hobbes o Pascal) —además de que conducían a fundamentar la pacificación de la vida social sobre el sacrificio de las libertades individuales— chocaban todas con el hecho de que el monarca absoluto seguía siendo un sujeto individual cuyos caprichos personales —eventualmente disimulados bajo la máscara de la “razón de Estado”— podían, en todo momento, reintroducir la división ideológica y, por lo tanto, las condiciones de una guerra de todos contra todos. La superioridad filosófica de los liberales, al contrario, era la de haber sabido pensar siempre una forma de asociación humana cuyo principio debía permitir teóricamente garantizar a la vez la paz civil y las libertades individuales. Si la esencia de la servidumbre reside de hecho en el vínculo de dependencia personal de un individuo con respecto a otro (según el modelo de las relaciones piramidales de la sociedad feudal)b, bastaba en efecto, según ellos, para garantizar una vida política enteramente libre, colocar definitivamente la existencia colectiva bajo la única regulación protectora de unos procesos sin sujeto, dicho de otro modo, de unos sistemas a la vez anónimos, impersonales y fundados sobre unas configuraciones puramente mecánicas de peso y contrapeso (el imaginario mecanicista de la física de Galileo, y después de la de Newton, era evidentemente el trasfondo metafísico de semejante proyecto). Y a sus ojos, sólo dos tipos de relojería social respondían a esta exigencia: por un lado, el Mercado (en el que la “mano invisible” se consideraba que era capaz de armonizar los intereses rivales mediante la “ley” de la oferta y la demanda), y por otro, el Derecho (cuya lógica, con la condición de que se mantenga igualitaria y puramente procedimental, debía permitir restaurar en tiempo real el equilibrio siempre precario y movedizo entre las libertades concurrentes). Es interesante, por lo demás, notar que es precisamente en este postulado en el que Marx iba a concentrar su crítica al liberalismo. Su teoría del “fetichismo de la mercancía” tenía, en efecto, como fin establecer que, en una sociedad liberal, la dominación de clase se ejerce siempre de manera indirecta y jurídicamente invisible y que es, ante todo, “por mediación de las cosas” (se piensa aquí en la novela de Georges Perec)3 como se lleva a cabo, en última instancia, la dominación de los unos sobre los otros y la alienación de todos .

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Es a partir de este dispositivo ideológico profundamente revolucionario —y, además, presentado casi siempre como la expresión misma de la Razón— como se puede empezar a comprender el principio fundamental de toda política liberal, según la cual el “gobierno de los hombres” debería ceder progresivamente el lugar a la “administración de las cosas”. Principio del que se derivan inmediatamente dos corolarios. Por una parte, las decisiones políticas de un estado liberal tienen que reposar sobre criterios puramente “técnicos” o “científicos”. De ahí el reino y el dominio de los “expertos” que, se considera, son quienes simbolizan esa “neutralidad axiológica” de la política liberal. Y, por otra parte, el conjunto de los valores morales, religiosos o filosóficos (de los que se está ahora convencido, gracias a la experiencia trágica de las guerras de religión, que son esencialmente arbitrarios y subjetivos, y que no pueden llevar a los hombres más que a matarse entre ellos sin fin), deberán limitarse por entero a la esfera privada. Aquí está sin duda el rasgo más “desarraigador” de la modernidad liberal, un rasgo que estrictamente no tiene equivalente alguno en toda la historia de la humanidad. Esta forma de civilización “cibernética”  reposa oficialmente, en efecto, sobre la idea, moderna por excelencia, según la cual todos los valores y todas las creencias humanas podrían ser integralmente privatizados, y eso sin el menor daño para la vida común (lo que Pierre Manent traducirá escribiendo que “el liberalismo es el escepticismo convertido en institución”).

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Basta entonces con articular el principio individualista (la idea de que el individuo es independiente por naturaleza y posee unos derechos lógicamente anteriores a toda forma dada de sociedad) y el imperativo de la “neutralidad axiológica” para comprender el sentido exacto de la palabra “libertad” tal como funciona desde siempre en la ideología liberal. Tal como enuncia, en efecto, el artículo 4 de la declaración de 1789, esa libertad “consiste en poder hacer todo aquello que no perjudica a otro; así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el disfrute de esos mismos derechos. Esos límites no pueden ser determinados más que por la ley”. Texto de una claridad admirable. Implica, en efecto, que ya no se podrá, a partir de ahora, invocar la más mínima norma moral, filosófica o teológica (o, en lenguaje liberal, “ideológica”) que venga a limitar, de una manera o de otra, el derecho natural de todos a vivir cada cual como mejor entienda (a hacer, por ejemplo, lo que quiere con su tiempo, con su cuerpo o con su dinero). El único límite que un liberal podría reconocer al ejercicio de semejante libertad no podrá ser, por tanto, sino la libertad igual de la que disponen los demás miembros de la sociedad. De ahí esa tesis fundamental de la filosofía liberal: sólo la libertad puede limitar la libertad. La libertad no tiene otro límite que ella misma .

En cuanto al hecho de que se defina con frecuencia la sociedad liberal como una sociedad para la cual la libertad es el valor fundamental, por supuesto, no contradice en nada el principio de neutralidad axiológica. La libertad así definida representa, en efecto, mucho menos un valor en el sentido habitual del término, que el poder reconocido a cada individuo —en tanto que propietario privado de sí mismo (es Locke quien introducirá ese vocabulario)— de determinar con toda independencia el conjunto de los valores morales, religiosos y filosóficos que van a ser los suyos (en este sentido, habría más bien que decir que la libertad constituye un metavalor). Es, pues, precisamente porque en una sociedad liberal existe efectivamente un valor teóricamente compartido por todos —la “libertad”—, por lo que esta sociedad no puede compartir ningún otro (una religión puede, ciertamente, ser practicada en tal o cual país liberal de forma mayoritaria, pero eso es un hecho empírico —debido a una contingencia provisional de elecciones individuales— y que no constituye fundamento de derecho alguno). Ahora bien, si hablar de vida común no tiene sentido más que si se da un mínimo de prácticas morales y culturales compartidas, se debe concluir de ello que una política liberal excluye por definición toda consideración teórica de esta dimensión antropológica particular (salvo, por supuesto, en el marco de consideraciones puramente políticas y electorales). Es lo que explica, entre otras cosas, la extraña fobia de los ideólogos liberales a todo concepto de “identidad” (dicho de otra forma, de normas culturales o lingüísticas compartidas colectivamente), ya sea al nivel de pertenencias “comunitarias” o al nivel de pertenencias de clase. Igual que el problema recurrente que le plantea al liberalismo una institución como la Escuela. ¿Qué cultura común —ya sea literaria o histórica— puede transmitirles a las nuevas generaciones una escuela liberal, desde el momento que se da por supuesto, con el antropólogo seguidor de Thatcher Jean-Loup Amselle, que “la cultura no existe” y que “sólo existen los individuos”? Desde este punto de vista, el derecho liberal es, pues, muy diferente de los derechos tradicionales, que se adosaban siempre a un orden metafísico o religioso. Se le debe comparar más bien a un código de circulación, cuya función es, por definición, puramente técnica, a saber: la de evitar las colisiones y los accidentes, sin prescribir jamás a los automovilistas el “buen” destino que habrían debido tomar. Esta analogía con el código de circulación es, por lo demás, familiar a los liberales modernos. Es así, por ejemplo, como Michael Foucault —en su voluntad de sustraer nuestras elecciones de vida a toda influencia moral (ya que ese era, a sus ojos, el principio fundamental de toda vida auténticamente “no fascista”)— le reconocía al neoliberalismo, y especialmente a Gary Becker, el inmenso mérito político de haber sabido elaborar una definición axiológicamente neutra del crimen. Definición que, a sus ojos, permitía abolir definitivamente, por fin, toda diferencia filosófica “entre una infracción del código de circulación y un asesinato premeditado”. (¡Puede suponerse que este tipo de apreciación puramente liberal de la delincuencia ha debido de jugar un papel nada desdeñable en el divorcio cada vez mayor entre la intelligentsia de izquierdas y las clases populares!).

Fuente: Libro “El zorro en el gallinero” de Jean Claude Michéa (extracto)

 

1 Para Michéa, las “guerras civiles de religión”, como él las llama (junto con muchos otros), ocupan un puesto central en el surgimiento de la Modernidad. Dos observaciones se imponen aquí. La primera, que esas guerras civiles (pues ciertamente lo eran) no fuesen tanto guerras de religión como —en palabras de William T. Cavanaugh— “los dolores de parto del estado moderno” y la lucha de los nacientes estados-nación por la hegemonía en Europa y en el nuevo mundo (véase William T. Cavanaugh, Imaginación teo-política, Nuevo Inicio, Granada, 2007, y El mito de la violencia religiosa, Nuevo Inicio, Granada, 2010). La segunda es que muchos aspectos indispensables para el surgimiento de la Modernidad liberal —entre ellos, la misma relación del hombre con el mundo, la idea de propiedad privada como ius dominandi, desconectado del bien común, la invención del “individuo” y del “estado”, y la separación entre “natural” y “sobrenatural”— se hallan esbozados y se van desarrollando a partir del siglo XIV (como Michéa mismo reconoce a continuación al trazar el origen del individualismo). Las mismas guerras, su violencia singular y la posibilidad de su realización dan por supuesto estas transformaciones (véase John Milbank, Teología y teoría social: Más allá de la razón secular, Herder, Barcelona, 2004; Conor Cunningham, Genealogy of Nihilism, Routledge, London, 2002). [N. del T.].

2 Representar la sociedad feudal con la imagen de la pirámide es probablemente simplista, y constituye uno de los prejuicios modernos más arraigados, que se mantiene, por ejemplo, en la versión de la historia popular heredera del marxismo político. En realidad, es mucho más piramidal la sociedad contemporánea en sus distintas variantes, heredera toda ella del liberalismo que el autor critica certeramente. Véase, por ejemplo, John Milbank, “On Complex Space”, en John Milbank (ed.), The Word Made Strange: Theology, Language, and Culture, Blackwell, Oxford, 1997, pp. 268-292. [N. del T.].

3 Muy probablemente, el autor se refiere a la novela de Georges Perec (1936-1982) Les choses. Une histoire des années soixante, Julliard, Paris, 1965. Versión en español: Las cosas: una historia de los años sesenta, Seix Barrai, Barcelona, 1967; Anagrama, Barcelona, 1992. [N. del T.].