En primer lugar, las utopías son frutos de la imaginación, la proyección hacia el futuro de una constelación de deseos y aspiraciones. La utopía toma su fuerza de dos elementos: por un lado, la disconformidad, la insatisfacción o el malestar que genera la realidad actual; por el otro, la inquebrantable convicción de que otro mundo es posible. De ahí su fuerza movilizadora. Lejos de ser un mero consuelo fantaseado, una alienación imaginaria, la utopía es una forma que la esperanza toma en una concreta situación histórica.

En ese rechazo de lo actual en pos de otro mundo posible, articulado como un salto al futuro que debe después hallar sus caminos para hacerse viable, tiene dos serios límites:

    • Primero, cierta cualidad “loca”, propia de su carácter fantástico o imaginario que, al poner el acento en esa dimensión y no en los aspectos pragmáticos de su construcción, puede convertirla en un mero sueño, un deseo imposible. Algo de eso resuena en cierto uso actual, “realista”, del término.
    • El segundo límite: en su rechazo de lo actual y deseo de instaurar algo nuevo, puede recaer en un autoritarismo más feroz e intransigente que aquello que se quería superar. ¿Cuántos ideales utópicos no han dado lugar, en la historia de la humanidad, a todo tipo de injusticias, intolerancias, persecuciones, atropellos y dictaduras de diversos signos.

San Agustín, un hombre que había conocido la incredulidad y el materialismo, encontró la clave para dar forma a su esperanza en una profunda teología de la historia, desarrollada en su libro La Ciudad de Dios. Allí, superando ampliamente la “teología oficial” del Imperio, el santo nos presenta un principio hermenéutico determinante de su pensamiento: el esquema de los “dos amores” y las “dos ciudades”.

En síntesis, éste es su argumento: existen dos “amores”: el amor de sí, predominantemente individualista, que instrumenta a los demás para los propios fines, considera lo común sólo en cuanto referido a su propia utilidad y se rebela contra Dios; y el amor santo, que es eminentemente social, se ordena al bien común y sigue los mandatos del Señor.

En torno a estos “amores” o finalidades se organizan las “dos ciudades”: la ciudad “terrena” y la ciudad “de Dios”. En una, viven los “impíos”. En la otra, los “santos”. Pero lo interesante del pensamiento agustiniano está en que estas “ciudades” no son verificables históricamente, en el sentido de identificarse plenamente con una u otra realidad secular.

La ciudad de Dios, claramente, no es la Iglesia visible: muchos de la ciudad celestial están en la Roma pagana, y muchos de la terrena, en la Iglesia cristiana. Las “ciudades” son entidades escatológicas: recién en el Juicio Final podrán visualizarse con sus perfiles definidos, como la cizaña y el trigo después de la cosecha.

Mientras tanto, aquí en la historia, están inextricablemente entremezcladas. Lo “secular” es la existencia histórica de las dos ciudades. Si escatológicamente ellas son mutuamente excluyentes, en cambio, en el saeculum, el tiempo mundano, no pueden ser adecuadamente distinguidas y separadas. La línea divisoria pasa… por la libertad de los seres humanos, personal y colectiva.

Porque nos enseñan una manera de ver la realidad. La historia humana es el ambiguo campo donde se juegan múltiples proyectos, ninguno de ellos humanamente inmaculado. Pero a través de todos ellos, podemos considerar que se mueven el “amor inmundo” y el “amor santo” de los que hablaba san Agustín. Fuera de todo maniqueísmo o dualismo, es legítimo tratar de discernir viendo por una parte los acontecimientos históricos como “signos de los tiempos”, las semillas del Reino y, por otra parte, las realizaciones que – desvinculadas de la finalidad escatológica- sólo abonan la frustración del más alto destino del hombre. Es decir, percibir la realidad a través de una valoración teológica y espiritual, desde el punto de vista de las ofertas de gracia y las tentaciones al pecado que se presentan al libre albedrío.

La utopía, tal como la conocemos, es una construcción típicamente moderna (si bien hunde sus raíces en los movimientos milenaristas que atravesaron la segunda mitad de la Edad Media). Pero San Agustín, al plantear su esquema de las “dos ciudades” (la ciudad de Dios, regida por el amor, y la ciudad terrena, por el egoísmo) inextricablemente yuxtapuestas en la historia secular, nos ofrece algunas claves para ubicar la relación entre novedad y continuidad, que es justamente el punto crítico del pensamiento utópico y la clave de toda creatividad histórica.

En efecto: la Ciudad de Dios es, en primer lugar, una crítica a la concepción que sacralizaba el poder político y el statu quo. Todo imperio de la antigüedad se apoyaba en este tipo de creencia. La religión formaba parte esencial de toda la construcción simbólica e imaginaria que sostenía la sociedad desde un poder sacralizado. Y esto no era sólo cuestión de los “paganos”: una vez que el cristianismo fue adoptado como religión del Imperio Romano, se fue conformando una “teología oficial” que sostenía esa realidad política como si fuera ya el Reino de Dios consumado en la tierra.

Al presentar la Ciudad de Dios como una realidad presente en la historia, pero de un modo entremezclado con la Ciudad terrena y sólo “separable” en el Juicio final, daba lugar a la posibilidad de otra historia posible, vivida y construida desde otros valores y otros ideales.

Si en la “teología oficial” la historia era el lugar exclusivo y excluyente del poder autorreferenciado, en la Ciudad de Dios se constituye en espacio para una Libertad que acoge el don de la salvación y el proyecto divino de una humanidad y un mundo trasfigurados. Proyecto que será consumado en la escatología, es cierto, pero que ya en la historia puede ir gestando nuevas realidades, derribando falsos determinismos, abriendo una y otra vez el horizonte de la esperanza y de la creatividad a partir de un “plus” de sentido, de una promesa que siempre está invitando a seguir adelante.

También podemos asumir el momento “utópico” de su crítica a los modelos sacralizados, y vincularlo al realismo con que el obispo de Hipona consideraba su pertenencia activa a la Iglesia. Porque otro aspecto de nuestro santo es su comprometida y concreta lucha por la construcción de una Iglesia fuerte, unida, centrada en la experiencia de fe de la cual él mismo era un testigo privilegiado, pero también realizándose de un modo histórico y terreno en una comunidad concreta. Su firme posición ante los donatistas (una corriente que pretendía una Iglesia de los “puros”, sin lugar para los pecadores) ponía de manifiesto la convicción realista de que la espera de un cielo nuevo y una nueva tierra no debe dejarnos de brazos cruzados ante los desafíos del presente, en pos de una “pureza” o “no contaminación con lo terreno”, sino que -por el contrario- debe darnos una orientación y una energía propia para “amasar” el barro de lo cotidiano, el ambiguo barro de que está hecha la historia humana, para plasmar un mundo más digno de las hijas e hijos de Dios. No el cielo en la tierra: sólo un mundo más humano, en espera de la acción escatológica de Dios.

La creatividad histórica, entonces, desde una perspectiva cristiana, se rige por la parábola del trigo y la cizaña. Es necesario proyectar utopías, y al mismo tiempo es necesario hacerse cargo de lo qué hay. No existe el “borrón y cuenta nueva”. Ser creativos no es tirar por la borda todo lo que constituye la realidad actual, por más limitada, corrupta y desgastada que ésta se presente. No hay futuro sin presente y sin pasado: la creatividad implica también memoria y discernimiento, ecuanimidad y justicia, prudencia y fortaleza.

Es verdad que no todos comparten nuestras creencias acerca del sentido teológico de la historia humana. Pero eso no tiene por qué cambiar un milímetro el significado que aporta a nuestra acción. Aún cuando muchos hermanos nuestros no profesen nuestro Credo, sigue siendo fundamental que nosotros sí lo hagamos. Fundamental para nosotros y también para ellos, aunque no puedan verlo, en la condición de que por ese camino, estaremos colaborando en la llegada del Reino para todos, aun para los que no han podido reconocerlo en los signos eclesiales.

La certeza en la acción escatológica de Dios que instaurará su Reino en el fin de los tiempos tiene un efecto directo sobre nuestra forma de vivir y de actuar en medio de la sociedad. Nos prohíbe cualquier tipo de conformismo, nos quita excusas para las medias tintas, deja sin justificación toda componenda o “agachada”. Sabemos que hay un Juicio, y ese Juicio es el triunfo de la justicia, el amor, la fraternidad y la dignidad de cada uno de los seres humanos, empezando por los más pequeños y humillados; entonces no tenemos forma de hacernos los distraídos.

El tiempo nos hace humildes, pero también sabios, si nos abrimos al don de integrar pasado, presente y futuro en un servicio común a nuestros contemporáneos.

Extracto del Mensaje del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, a las Comunidades Educativas (23 de abril de 2008)