Un logro esencial de la sociedad moderna es la adecuada relación entre Iglesia y Estado que se percibe y se configura cada vez más claramente bajo el signo de una creciente separación, que sin embargo no excluye, sino que posibilita, una cooperación y una colaboración leales entre ambos.

Por eso, también el cristiano puede tener, desde su comprensión de la fe, una relación positiva con una sana laicidad del Estado, como lo expreso el papa Benedicto XVI, muy a manera de principio, en el discurso de bienvenida al comienzo de su viaje apostólico a Francia.

Desde su punto de vista, es fundamental, por una parte, insistir en la «distinción entre el ámbito político y el religioso», para garantizar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos como la responsabilidad del Estado para con ellos, y por otra parte, hacerse más claramente consciente de la «insustituible función de la religión para la formación de la conciencia» y de la contribución “que la religión, conjuntamente con otros, puede aportar para creación de un consenso ético fundamental dentro de la sociedad“. Quien, en la situación actual, en la que las culturas se entretejen cada vez más, se declara tan a manera de principios dispuesto a una nueva reflexión sobre el auténtico sentido de la laicidad del Estado, está entonces, sin embargo, autorizado también para poner el dedo igualmente en las consecuencias sociales negativas de una continua secularización de la sociedad actual.

APARTAMIENTO DE LA RELIGIÓN A LO SUBCULTURAL

Una primera consecuencia grave de la secularización se muestra en una relación rota, o al menos no aclarada, de la sociedad actual con el fenómeno de lo religioso en absoluto. En la sociedad actual existen fuertes tendencias a hacer diagnósticos, a considerar la religión como un factor socialmente irrelevante o incluso molesto y a apartarla al margen de la vida social. El cristianismo debe resistir a tales tendencias, yeso especialmente por un doble motivo. En primer lugar, el cristianismo está obligado a ello a causa de su propia comprensión de la fe, porque en él en principio no hay lugar para una religión puramente privada y porque el mismo cristianismo tanto más amenaza con perder su propia alma cuanto más se deja degenerar a un asunto meramente privado.

En segundo lugar, hay que resistir al apartamiento de la religión al ámbito de lo subcultural también a la vista de una sociedad que continuamente se vuelve más plural y dinámica, en la que cada vez viven más personas de otras religiones. Las experiencias hechas hasta ahora han mostrado suficientemente que las personas de otras religiones que viven entre nosotros no perciben una verdadera amenaza de su identidad religiosa en la fe cristiana, sino en la creciente expulsión de Dios de la conciencia social. Porque la absoluta secularidad y profanidad que se han creado en Europa son extrañas desde el principio a las culturas religiosas de fuera de Europa; ellas más bien están convencidas de que un mundo sin Dios no tiene ningún futuro. De esta observación hay que sacar la conclusión de que una sociedad que se cierra frente al fenómeno de lo religioso y prohíbe su manifestación pública, no puede ser capaz de diálogo interreligioso, como subrayó con razón el papa Benedicto XVI en su famoso discurso de Ratisbona: «Una razón que es sorda frente a lo divino y aparta la religión al ámbito de las subculturas es Incapaz para el diálogo de las culturas». Y una sociedad que se ha vuelto multirreligiosa no puede subsistir sin un profundo respeto público ante lo sagrado, también ante lo que es sagrado para los otros. Por la convivencia pacífica de, las personas de diferentes religiones en nuestra sociedad el dialogo interreligioso resulta vital; pero solo puede funcionar SI la religión en la sociedad actual es un tema público o vuelve a serlo.

 ALTERACIONES DE LA IDEA DE LOS DERECHOS HUMANOS

La expulsión de lo religioso del discurso público de la sociedad muestra hoy repercusiones inmediatas en. la comprensión y en la práctica de los derechos humanos, que muestran un profundo anclaje en la fe cristiana. Hay que valorar como una ulterior y funesta consecuencia de la mentalidad secularizada de hoy  el que se trate con toda naturalidad la pregunta de si los derechos humanos son verdaderamente universales y corresponden a todas las personas. Estrechamente relacionado con esto está el que el consenso que había hasta ahora sobre el contenido de los derechos humanos se haya vuelto en gran medida quebradizo. Esto se muestra sobre todo en el hecho de que hoy todos hablan, desde luego, de los derechos humanos, pero bajo ese nombre no entienden en absoluto la misma cosa. Una breve ojeada a la historia de los derechos humanos en Europa muestra que ya desde el comienzo hay que constatar dos formas principales diferentes: el tipo anglosajón de derechos humanos, caracterizado por una fundamentación cristiana explicita, arraiga el concepto de derechos humanos en la idea cristiana de creación. En la medida en que, en último término, solo la creación puede fundamentar las pretensiones que preceden de manera vinculante a cualquier institución social, los derechos humanos han de entenderse como derechos de la creación. La Declaración de los derechos humanos, que se basa en la Revolución Francesa, parte, por el contrario, de la base de que tales derechos se fundamentan en lo que establecen los seres humanos mismos. Puesto que suponen el acceso a la adecuada configuración de la convivencia humana, son los seres humanos mismos los que deciden qué debe ser considerado un «derecho humano».

Se comprende fácilmente que la tradición francesa es más bien propensa a la relativización de los derechos humanos. Lo que más expuesto está hoy al torbellino de la relativización es, sin duda, el tan básico como elemental derecho a la vida. En este se ha deslizado un desplazamiento fundamental-en gran medida inadvertido para el público- ya en la misma conceptualidad. Mientras que el derecho humano tradicional a la vida se basa en la idea de procreatio, con lo que la vida humana es considerada como merecedora de protección desde su comienzo hasta su muerte natural, los llamados nuevos derechos humanos parten de la idea de reproductio, y con ello del principio de la factibilidad y autoproducibilidad de la vida humana. Aquí está la razón de que ahora se formulen y propaguen los llamados «nuevos derechos humanos sobre todo el derecho humano a la muerte libremente elegida y el derecho humano al aborto, supuestamente en interés de la salud reproductiva de la mujer y con total desprecio del derecho humano del hijo a la vida. A este mismo contexto pertenecen también el propagado derecho a  la libertad de investigación sin límites con la vida humana y el derecho de las parejas homosexuales a la descendencia y con ello a la adopción de niños y, en consecuencia, el derecho a poder definir uno mismo qué se entiende por matrimonio y familia -hasta el punto de que se le atribuye a cada persona el derecho a decidir por sí misma si quiere comprenderse a sí misma como varón o como mujer- Porque según esta ideología de género, impuesta en Europa por círculos políticos decisivos, los presupuestos biológicos ya no significan nada para la identidad sexual humana y toda biología se disuelve por completo en la cultura, sin darse cuenta, sin embargo, de que con ello se propaga una aversión gnóstica a lo corporal como nunca la ha conocido el cristianismo. Puesto que, en esta línea de pensamiento, hoy todos hablan de derechos humanos, pero entienden por ellos algo radicalmente distinto, resulta claro que actualmente se está disputando una lucha apasionada por el ser humano y la imagen adecuada del ser humano, en la que los cristianos no pueden mantenerse al margen indiferentemente.

RELATIVIZACIÓN DE LA CONCIENCIA DE LAS NORMAS

Las graves alteraciones en la comprensión y práctica de los derechos humanos tienen su razón esencial en el hecho de que, entre ellos, el derecho al libre desarrollo de la propia personalidad se ha movido cada vez más hacia el primer puesto. Es verdad que también en los ordenamiento s jurídicos actuales la dignidad humana es considerada todavía, al menos en el nivel de los principios, como una norma superior, en la cumbre de los derechos humanos; y el derecho al libre desarrollo de la personalidad -por ejemplo en la constitución alemana- se entiende que está limitado por los derechos de otros, por la ley moral y por el ordenamiento constitucional de las leyes válidas para todos. Sin embargo, de estas limitaciones, en la realidad jurídica concreta ha quedado tan solo la limitación de la arbitrariedad individual. El teólogo evangélico Wolfhart Pannenberg opinaba con razón que el focalizar los derechos humanos en el derecho individual al libre desarrollo de la personalidad es en sí mismo «expresión de la decadencia de la idea de los derechos humanos nos, cuando el desarrollo de la personalidad no está referido a la idea del bien y subordinado a ella, sino que tiende a convertirse él mismo en una instancia última de decisión por encima del bien y del mal». Estrechamente relacionado con esto está el hecho de que la conciencia de las normas éticas se reduce cada vez más decididamente a un «acto de valoraciones fundamentadas tan solo emocionalmente»: “La diferenciación de valoraciones morales se convierte ella misma en una cuestión del libre desarrollo de la personalidad”.

Con ello se manifiesta una ulterior consecuencia del ambiente general de secularización de la sociedad actual. A saber: si la realidad de Dios es excluida de la conciencia pública, entonces todo el ámbito moral queda limitado necesariamente al entorno subjetivo de la persona particular. A este respecto, sin embargo, no se puede callar que en parte también la teología moral dentro de la Iglesia católica tiende a esta dirección. Mientras que el concilio Vaticano II renovó una teología moral bíblicamente orientada y cristológicamente construida, poco después del concilio dentro de la teología moral se puso de relieve que el significado de la Sagrada Escritura no está en el nivel de los contenidos, sino solamente en el de la motivación, por lo que la fe cristiana no incluye ninguna decisión fundamental de contenido en cuestiones de moral; los contenidos de la moral deberían, más bien, determinarse de manera puramente racional. En un segundo paso, se puso en cuestión también la relación, constitutiva para la teología moral anterior, entre el ser y la razón, y se renunció a la teología de la creación y, con ello, también a la ley moral natural como fundamento de la teología moral; en su lugar se recurrió al principio de la ponderación de los bienes en el conjunto del obrar moral y este fue juzgado según sus presuntas consecuencias. Este modelo de una moral, por así decir, calculadora, ha encontrado su última agudización en la afirmación de que no hay ninguna acción mala en sí misma…

SUBJETIVACIÓN DE LA CONCIENCIA

En este contexto general, no puede asombrar que el ambiente general de secularización en la sociedad actual haya llevado también, y sobre todo, a una subjetivización radical de la comprensión de la conciencia, en el sentido de que se suele reducir el extremadamente complejo fenómeno de la conciencia a la certeza subjetiva del individuo particular. Al afirmarse la conciencia como la subjetividad elevada a criterio último, contra el cual no puede invocarse ninguna otra instancia, es considerada como «una especie de apoteosis de la subjetividad», como si fuera una «roca de bronce», en la que se rompen todas las demás instancias. Esta comprensión, ampliamente extendida, esconde, sin embargo, el gran peligro de que la conciencia, identificada con la certeza subjetiva del individuo particular, apenas puede ya distinguirse de las opiniones personales de este y el individuo se vuelve aún más dependiente de las opiniones dominantes, de manera que la reducción de la conciencia del ser humano a su subjetividad precisamente no lo libera, sino que lo esclaviza. En esto hay que ver sin duda la más honda decadencia de la apelación, actualmente sobrevalorada, a la conciencia, la cual representa, sin embargo, si se mira más profundamente, la transparencia del sujeto para con lo divino y, con ello, la auténtica grandeza y dignidad del ser humano.

La ampliamente constatable subjetivización de la comprensión de la conciencia tiene su verdadera causa en el hecho de que, de los dos niveles esenciales del concepto de conciencia, uno es suprimido y al otro se le da demasiada importancia. La tradición cristiana ha expresado estos dos niveles con los conceptos de anámnesis y conscientia. Mientras que conscientia significa el acto de conciencia en el nivel del juicio concreto, la anámnesisdesigna el estrato ontológico del fenómeno de la conciencia, en el sentido del recuerdo primordial que tiene el ser humano del bien y de la verdad, como lo expresó Agustín con estas palabras: «o podríamos decir, haciendo un juicio, que una cosa sea mejor que otra si no se nos hubiera inculcado una comprensión básica del bien>>. Si se miran ambos niveles conjuntamente, entonces, en el acto de conciencia de la conscientia , de lo que se trata es de aplicar el recuerdo primordial del bien y de la verdad, en el sentido de la anamnesis, en las situaciones vitales particulares del ser humano. Por el contrario, siempre que el nivel ontológico de la anamnesis, es decir, de la voz audible e imperiosa de la verdad y del bien, es suprimido en el ser humano, queda de la conciencia solamente el acto de conciencia, la conciencia como acontecimiento en ejecución, que ya no deja actuar a la anamnesis y equipara la conciencia con la certeza subjetiva del individuo. En esta reducción, característica del pensamiento moderno, de la conciencia al ámbito de la subjetividad, al cual son confinadas también la religión y la moral, está el punto más bajo de la crisis cultural de nuestro tiempo. Por eso, para superar esta crisis solo puede haber una medicina, como puso de relieve el papa Benedicto XVI durante su viaje pastoral a Croacia: “Que la conciencia sea redescubierta como lugar de la escucha de la verdad y del bien, como lugar de la responsabilidad frente a Dios y al prójimo -que es la fuerza contra cualquier dictadura”.

 

Cardenal Kurt Koch.

Doctor en  teología y presidente del Pontificio Consejo para la promoción de la Unidad de los Cristianos.

Libro: “El cambio de valores. Análisis y respuestas”. Capitulo 4 (extracto)