Mirar siempre más allá: “Lo que ves… no es todo lo que hay”.

De esta manera el desafío de ser creativos nos exige sospechar de todo discurso, pensamiento, afirmación o propuesta que se presente como “el único camino posible”. Siempre hay más. Siempre hay otra posibilidad. Quizá más ardua, quizá más comprometida, quizá más resistida por aquellos que están muy instalados y para los cuales las cosas marchan muy bien…

 

Tener siempre en cuenta a “todo el hombre, todos los hombres”.

Si se acepta que “algunos sí y otros no”, queda la puerta abierta para todas las aberraciones que vengan después. Y esto es, también, un punto central de la creatividad que buscamos. La capacidad de mirar siempre qué pasa con el lado que no se tuvo en cuenta en los cálculos. “Volver a mirar”, a ver si no quedó nadie afuera, nadie olvidado. Por muchos motivos. Primero, porque en la lógica cristiana, todo hombre debe tener su lugar y cada uno es imprescindible. Segundo, porque una sociedad excluyente es, en realidad, una sociedad potencialmente enemiga de todos. Y tercero, porque aquel que fue olvidado no se va a resignar tan fácilmente. Si no pudo entrar por la puerta, tratará de hacerlo por la ventana. Resultado: la bella sociedad excluyente y amnésica tendrá que volverse más y más represiva, para evitar que los Lázaros que dejó afuera puedan meterse a “manotear algo” de la mesa de Epulón.

Atrevámonos a jugarnos por entero por el valor cristiano de la fraternidad solidaria.

 

Buscar siempre los medios más adecuados y eficaces ”De buenas intenciones está sembrado el camino del infierno”.

No basta con las intenciones, ni tampoco con las palabras. Es preciso poner manos a la obra, y de un modo eficaz. Es muy bonito hablar de solidaridad, de una sociedad distinta, pero hay que teorizar con los pies en la tierra. Una verdadera creatividad no descuida los fines, los valores, el sentido. Pero tampoco deja de lado los aspectos concretos de ¡mplementaclón de los proyectos. La “técnica” sin “ética” es vacía y deshumanizante, un ciego guiando a otros ciegos, pero una postulación de los fines sin una adecuada consideración de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía. La utopía, decíamos, así como tiene esa capacidad de movilizar situándose “adelante” y “afuera” de la realidad limitada y criticable, también, y por eso mismo, tiene un aspecto de “locura”, de “alienación”, en la medida que no desarrolle mediaciones para hacer de sus atractivas visiones, objetivos posibles.

Por ello, para enfrentar creativamente el momento actual, debemos desarrollar más y más nuestras capacidades, afinar nuestras herramientas, profundizar nuestros conocimientos.

 

Creatividad y tradición: “construir desde el lado sano”

La creatividad, que se nutre del Ideal, arraiga en la solidaridad y procura los medios más eficaces, puede sufrir todavía de una patología que la pervierte hasta convertirla en el peor de los males: el creer que todo empieza con nosotros, defecto que, como ya señalamos, degenera rápidamente en autoritarismo.

Animémonos a proponer modelos de vida. La cultura posmoderna, que todo lo diluye, ha declarado pasada de moda toda propuesta ética concreta. Presentar ejemplos valiosos de servicio, de lucha por la justicia, de compromiso por la comunidad, de santidad y heroísmo, tiende a ser visto como una especie de “túnel del tiempo” inútil o pernicioso. Y sobre un territorio devastado ¿qué queda sino el instinto de supervivencia?

 

Tensiones en la acción, superar antinomias:

– Frutos sin descuidar los resultados. Una sociedad que tiende a convertir el hombre en una marioneta de la producción y el consumo siempre opta por los resultados. Necesita control, no puede dar lugar a la novedad sin comprometer seriamente sus fines y sin aumentar el grado de conflicto ya existente. Prefiere que el otro sea completamente previsible a fin de adquirir el máximo de provecho con el mínimo de gasto.

El problema radica en que muchas veces los cristianos hemos disociado los “frutos” de los “resultados”. De ese modo, descuidamos nuestra formación, aflojamos el nivel cuando sería mejor para los alumnos que encontráramos la forma de motivar y sostener el esfuerzo; nos conformamos con lograr un buen clima y con establecer buenos vínculos, en vez de construir sobre ese entramado una dinámica de creatividad y productividad. Nuestro objetivo no es formar islas de paz en medio de una sociedad desintegrada sino educar personas con capacidad de transformar esa sociedad. Entonces, “frutos” y “resultados”.

– Privilegiar el criterio de gratuidad sin perder eficiencia. Con mucha razón, los cristianos procuramos privilegiar en nuestras actividades el criterio de gratuidad. En primer lugar, por su valor intrínseco: es el signo por excelencia del amor de Dios y del amor entre los seres humanos según el modelo incondicional de Cristo. Y en segundo lugar, porque conocemos y padecemos las consecuencias de la extensión de los criterios economicistas a toda actividad humana.

No nos confundamos: la eficiencia como valor en sí, como criterio último, no se sostiene de ningún modo. Cuando hoy, en el ámbito de la empresa, se pone el acento en la eficiencia, está claro que se trata de un medio para maximizar la ganancia. Pues bien: nosotros debemos ser eficientes para que la “ganancia” pueda darse gratuitamente. Eficiencia al servicio de una tarea que sea verdaderamente gratuita. Para eso, optar sin vacilación por la lógica del Evangelio: lógica de la gratuidad, del don incondicional, pero procurando administrar nuestros recursos con la mayor responsabilidad y seriedad. Sólo así podremos distinguir lo gratuito de lo indiferente y descuidado. Gratuidad con eficiencia.

Excelencia de la solidaridad. El criterio que rompe con la lógica del individualismo competitivo es, finalmente, el de la solidaridad. Aquí es donde el aporte de los educadores cristianos puede tornarse más crítico y relevante, porque, más allá de los discursos, la “ética” de la competencia (que no es más que una instrumentación de la razón para justificar la fuerza) tiene plena vigencia en nuestra sociedad.

Educar para la solidaridad supone no sólo enseñar a ser “buenos” y “generosos”, hacer colectas, participar en obras de bien público, apoyar fundaciones y ong’s. Es preciso crear una nueva mentalidad, que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos y cada uno por sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. Una mentalidad nacida de aquella vieja enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia acerca de la función social de la propiedad o del destino universal de los bienes como derecho primario, anterior a la propiedad privada, hasta el punto que ésta se subordina a aquél. Esta mentalidad debe hacerse carne y pensamiento en nuestras instituciones, debe dejar de ser letra muerta para plasmarse en realidades que vayan configurando otra cultura y otra sociedad. Es urgente luchar por el rescate de las personas concretas, hijos e hijas de Dios, sobre toda pretensión de uso indiscriminado de los bienes de la tierra.

La solidaridad, entonces, más que una actitud “afectiva” o individual, es una forma de entender y vivir la actividad y la sociedad humana. Debe reflejarse en ideas, prácticas, sentimientos, estructuras e instituciones; implica un planteo global acerca de las diversas dimensiones de la existencia; lleva a un compromiso por plasmarla en las relaciones reales entre los grupos y las personas; exige no sólo la actividad “privada” o “pública” que busca paliar las consecuencias de los desequilibrios sociales sino también la búsqueda de caminos que impidan que esos desequilibrios se produzcan, caminos que no serán sencillos ni mucho menos festejados por quienes han optado por un modelo de acumulación egoísta y de él se han beneficiado.

Esta solidaridad esencial pasa a ser una especie de “marca de fábrica”, de “certificado de autenticidad” del estilo cristiano, de aquella forma de vida y aquella forma de llevar adelante la tarea apostólica. No necesitamos de ninguna ideología crítica al cristianismo para plantear nuestra novedad. O somos capaces de formar hombres y mujeres con esta nueva mentalidad, o habremos fracasado en nuestra misión. Esto implicará también revisar los criterios que han guiado nuestras acciones hasta el día de hoy.

Cabe cuestionarnos: ¿dónde está entre nosotros, esa solidaridad hecha cultura? No podemos negar que existen múltiples signos de generosidad en nuestro pueblo; pero, ¿por qué no se plasman en una sociedad más justa y fraterna? ¿Dónde está, entonces, la marca del Resucitado en el país que hemos construido?

Quizá se trate, una vez más, de una disociación entre los fines y los medios. Pero esta afirmación merece un desarrollo un poco más detallado. Ya mencioné que hoy se habla mucho de “excelencia” a veces desde una concepción insolidaria y elitista. Los que “pueden” reclaman “excelencia” porque “para ello pagan”. Éste, lamentablemente, es un discurso demasiado oído como para ignorarlo. El problema está que nunca se pregunta seriamente qué pasa con los que “no pueden”, y mucho menos, cuáles son las causas que hacen que unos “sí puedan” y otros “no puedan”. Como tantas otras cosas debidas a una larga cadena de acciones y decisiones humanas, esa situación se considera un “dato”, algo tan natural como la lluvia o el viento.

Ahora bien, ¿qué pasaría si diéramos vuelta el planteo, y nos propusiéramos alcanzar una excelencia de la solidaridad? Superando la destructiva ética de la competencia “todos contra todos”, llevar adelante una práctica de la solidaridad que apunte a las raíces del egoísmo de un modo eficaz, no quedándonos en meras declamaciones y quejas, sino poniendo nuestras mejores capacidades al servicio de este ideal. Fines elevados y medios adecuados: excelencia de la solidaridad.

Aquí visualizamos una posible razón de lo que parece una “impotencia de la solidaridad”. No basta con ser “buenos” y “generosos”: hace falta ser inteligentes, capaces, eficaces. Los cristianos hemos puesto tanto el acento en la rectitud y sinceridad de nuestro amor, en la conversión del corazón, que por momentos hemos prestado menos atención al acierto objetivo en nuestra caridad fraterna. Como si lo único importante fuera la intención… y se descuidan las mediaciones adecuadas. Esto no basta; no basta para nuestros hermanos más necesitados, víctimas de la injusticia y la exclusión, a quienes “el interior de nuestro corazón” no los ayuda en su necesidad. Ni tampoco basta para nosotros mismos: una solidaridad inútil sólo sirve para paliar un poco los sentimientos de culpa. Se necesitan fines elevados… y medios adecuados.

 

Testigos de una nueva sabiduría

Nueva y eterna, porque el Reino que Dios ha puesto en marcha en nuestra historia nos llama a esperar siempre más que todas las búsquedas e intentos que podamos soñar. En esa novedad universal podemos ser semillas de una humanidad mejor, signo de lo que vendrá.

Nuestra vocación no es nada menos que eso. ¿Olvidamos nuestra fragilidad? Por el contrario, ella nos mueve a dejarnos llevar, con confianza de pequeños, por la fuerza de quien nos sostiene y alienta, de quien hace nuevas todas las cosas: el Espíritu Santo. Espíritu que hace presente a Jesús Vivo en cada Eucaristía celebrada, como signo del inagotable amor del Padre; reuniéndonos y enviándonos con audacia.

 

Extracto del Mensaje del cardenal Jorge Mario Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, a las Comunidades Educativas (23 de abril de 2008)