Pero una misión (la Iglesia es esencialmente misión) puede ser dinámica cuando comprende al enemigo; más exactamente cuando obtiene la comprensión de lo “mejor” del enemigo existente.

Si la Iglesia no capta con nitidez los lineamientos del adversario histórico que tiene frente a sí, no puede evangelizar bien, se empantana. Pierde dinamismo. ¿Por qué? Porque el mundo le resulta amorfo.

La Iglesia no tiene necesidad de un enemigo, pero no puede no tener conciencia del enemigo que existe.

Es necesario tener conciencia del enemigo porque enemigos habrá siempre. Satán es el príncipe de este mundo, y Satán significa “el enemigo”.

La historia es la lucha por el reconocimiento del hombre por parte del hombre; este reconocimiento es una conquista en una innumerable cadena de no reconocimientos. Genera la dialéctica amo-esclavo, es decir la ruptura permanente del reconocimiento del hombre por parte del hombre, que implica una igual dignidad. Por eso, en la historia, hasta el último día, existirá un principal enemigo. Quien no sabe dónde se encuentra su principal enemigo no sabe cómo actuar.

La identificación del enemigo capital permite generar las estrategias fundamentales, establecer una jerarquía de prioridades.

El Evangelio, por todas partes, supone la presencia permanente de un enemigo: lo llama también “diabolos“; diablo es lo contrario de diálogo: quien queda incomunicado, aislado, obstruido, quien obstruye una relación, es decir, impide el amor. En este sentido el enemigo está “afuera”, pero también está “adentro”. En el enemigo está el amigo que debe ser rescatado y salvado. Tenemos necesidad de volverlo amigo, encontrar el amigo que existe en el enemigo, sabiendo que el enemigo lo tenemos en nosotros mismos.

Pero, repito, la identificación del enemigo principal pone orden en una estrategia de acción. En la conciencia del enemigo alimenta una verdad y un bien que se desvían y que, entonces, deben ser retomados, reconocidos. Es necesario retomar lo mejor del enemigo para convertirlo en amigo. Para esto es necesario saber quién es, conocerlo para profundizar una conciencia histórica. Sin conciencia histórica hay siempre algo frágil en una “misión”. Sólo si se captan bien las características del enemigo -del principal- se determina el carácter de una época, y en los caracteres de una época está la respuesta de la Iglesia a tal concreto enemigo.

Desaparecido un enemigo, surge otro: existen en la historia una multiplicidad sucesiva de enemigos primarios. La historia no se comprende sin la presencia del mal. No existe nada más inteligente que el amor. Inteligencia y amor, en última instancia, son inseparables.

Un enemigo más que necesario es inevitable. La originalidad de Cristo no es sólo el amor al prójimo, sino particularmente el amor al enemigo. La dialéctica amigo-enemigo en términos cristianos no se resuelve con el aniquilamiento del enemigo, sino con la recuperación del enemigo como amigo.

En otro orden de cosas no es así: al enemigo se lo liquida; o lo elimina el estado o el enemigo a liquidar es este último. En la Iglesia las cosas son radicalmente diferentes y cuando la Iglesia no se ha comportado así, la historia se lo ha recriminado, como en ciertos momentos de la Inquisición, y más todavía de las guerras de religión. Con justicia.

¿Cuál es el enemigo de la Iglesia hoy?

Antes del ’89 era todo muy simple: un ateísmo mesiánico, el marxismo, que se había encarnado en un estado-continente que ejercitaba un poder de amplitud mundial, reivindicaba el derecho universal de guiar la historia a su cumplimiento. Después de su repentino redimensionamiento no parecía que el nuevo enemigo se identificara específicamente con ningún estado ni con algún otro poder fácilmente designable, como había ocurrido con el marxismo y su base continental, la URSS.

En cierto sentido, el marxismo era un enemigo fácil. Esbozar el identikit del nuevo enemigo era mucho más difícil.

Recuerdo que cuando la Unión Soviética comenzó a fragmentarse, junto a la maravilla por los hechos que sucedían, verdaderamente vertiginosos, mi pregunta era justamente esta: ¿Y ahora? “Esto” no va más, no tiene futuro, su final está ante nuestros ojos; ¿y ahora? ¿cuál es el nuevo y principal enemigo, el más grande?

Época nueva, enemigo nuevo. El marxismo era un ateísmo auto-redentor; quería realizar, por manos humanas, el Cielo en la Tierra. Pretendía ser un ateísmo constructivo, liberador, histórico. Un movimiento de liberación en y de la historia. Y caía bajo el peso de la propia impotencia. ¿Su fin representaba también su vaciamiento? No, me dije. Hay otras formas que lo sobreviven y lo heredarán.

Zbigniew Brzezinski es quien mejor traza el perfil de lo que está surgiendo. Caracteriza la sociedad de consumo del mundo capitalista como la “cornucopia” del consumo de los deseos infinitos. Utiliza la imagen en la que Júpiter se alimentaba de un cuerno repleto de todos los deseos posibles : La palabra “cornucopia” se deriva del cuerno mitológico que amamanta al Dios Zeus. Tiene la capacidad milagrosa de llenarse de sus propios deseos.

cuerno de la abundancia

El término “cornucopia permisiva” puede aplicarse así a una sociedad en la cual todo está permitido y todo se puede tener». Brzezinski usa esta imagen, pero después agrega una observación capital: que por primera vez en la historia se democratiza: «Hay ciertas bases para tener la preocupación seria y legítima de que la cornucopia permisiva de las sociedades democráticas avanzadas y ricas está dominando y definiendo cada vez más tanto el contenido como las metas de la existencia individual. La noción de “cornucopia permisiva” implica esencialmente una sociedad en la cual el progresivo declinar en la centralización de los criterios morales está emparejado con una preocupación intensificada por la autogratificación material y sensual.

A diferencia de la utopía coercitiva, la cornucopia permisiva no prevé un estado eterno de felicidad social para los redimidos, sino que se enfoca principalmente en la satisfacción inmediata de los deseos individuales en un sistema en el cual el individuo y el hedonismo colectivo llegan a ser el motivo dominante para la conducta. La combinación de la erosión del criterio moral en definir la conducta personal junto con el énfasis en los bienes materiales, da como resultado la permisividad en el nivel de la acción y la codicia material en el nivel de la motivación (…)

El movimiento de masas que genera el marxismo se proponía explícitamente la eliminación de Dios, la consumación de la muerte de Dios con la victoria del hombre. La paradoja es que la muerte de Dios está terminando con el ateísmo mesiánico. De hecho, el ateísmo ha cambiado radicalmente de figura. No es mesiánico sino libertino; no es revolucionario en sentido social sino cómplice del statu quo; no se interesa por la justicia sino por lo que permite cultivar un hedonismo radical.

El ateísmo contemporáneo es distinto del precedente, que perseguía la desaparición del fenómeno religioso y se organizaba en función de este objetivo. Aparentemente, no se organiza institucionalmente para ese fin, sino que como una difusa presencia impregna la sociedad con un mínimo de formas sociales establecidas.

En un mundo sin valores, el único valor que permanece es el del más fuerte; donde todo tiene un idéntico valor prevalece un solo valor: el poder. El agnosticismo libertino se transforma en el principal cómplice del poder establecido; de hecho, la forma más característica de difundirse es la propaganda, que a su vez está en función de un mayor lucro por parte de quien detenta más poder.

El Cardenal Bergoglio describía el ateísmo libertino de esta manera:

El ateísmo hedonista, junto a sus ‘complementos del alma’ neognósticos, se ha transformado en vigencia cultural dominante, con proyección y difusión globales, convertido en atmósfera del tiempo que vivimos, en nuevo ‘opio del pueblo’. El ‘pensamiento único’, además de ser social y políticamente totalitario, tiene estructura gnóstica: no es humano; reedita las variadas formas de racionalismo absolutista con que culturalmente se expresa el hedonismo nihilista al que se refiere Methol Ferré. Campea el ‘teísmo spray’, un teísmo difuso, sin encarnación histórica; a lo más creador del ecumenismo masónico”. Methol Ferré sostiene que el nuevo ateísmo “ha cambiado radicalmente de figura. No es mesiánico sino libertino; no es revolucionario en sentido social sino cómplice del statu quo; no se interesa por la justicia sino por todo lo que permite cultivar un hedonismo radical. No es aristocrático, pero se transformó en un fenómeno de masas”.

 

Extracto del libro “El papa y el filósofo” (Alberto Methol ferré)

 

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