La doctrina social de la Iglesia es el conjunto de las enseñanzas morales, teológicas y sociales elaboradas por la Iglesia católica de manera sistemática desde la publicación de la encíclica Rerum novarum en 1891 por León XIII, hasta nuestros días, en respuesta histórica a los problemas sociales, culturales, económicos y políticos que ha vivido y que afronta hoy la humanidad.

La Doctrina Social de la Iglesia y la dimensión política de la fe

La Doctrina Social de la Iglesia

La Encíclica Rerum novarum respondió a los desafíos de su tiempo con la denuncia de los males sociales, que hoy llamaríamos “estructuras de pecado”. Instó a las fuerzas sociales implicadas en la solución de la cuestión obrera a asumir las exigencias de la justicia y la caridad cristianas, creadoras de justicia social, señalando la incoherencia de aquellos cristianos que cerraban los ojos y permitían la explotación de mujeres y niños, y oprimían al obrero cada vez más en aras de maximizar su producción y generar mayores beneficios. La DSI fue un aldabonazo en las conciencias católicas respecto a sus obligaciones sociales y políticas.

Precisamente porque la aportación de la DSI a la política sigue cuestionándose en la actualidad, a pesar del recorrido centenario de estas enseñanzas, quisiera reivindicar en este artículo sus contribuciones a la política en general y al contexto político español, en particular. Desde el punto de vista general me gustaría destacar las aportaciones teórico-prácticas relativas a los contenidos, principios e iniciativas que se han promovido directamente desde las enseñanzas de la DSI, o por iniciativa de los llamados “pontífices sociales”. Expondremos algunas aportaciones de la DSI al contexto político actual al final.

Desde un punto de vista general y partiendo de la unidad de pensar y ser en el ser humano puede afirmarse que la fe necesariamente influye en las respuestas concretas acerca del orden temporal. Por eso, al explicar qué aportaciones ofrece la DSI a la situación política actual, es importante explicar cuál es su naturaleza y cómo puede servirnos de palanca para regenerar la vida pública. Y es que la aportación evangélica y su desarrollo en las enseñanzas sociales es innegable. Quizá cuantitativamente sea “poco” (no hay recetas católicas, sino principios sociales; no nos ahorran el trabajo de analizar los retos actuales, ni el esfuerzo por llegar a la mejor solución posible) pero cualitativamente estas enseñanzas nos marcan un horizonte y nos ofrecen unos conceptos adecuados como referencia y punto de partida.

Como aludíamos al inicio, la gran pregunta política es “con Dios o sin Él”. De la respuesta a esa pregunta se puede debatir, justificar y legitimar toda una serie de medidas que afectan a la organización compleja y contingente de la sociedad y la participación de todos en el bien común. La DSI nos ofrece un punto de partida teológico para reflexionar sobre los principales conceptos sociales y hacemos capaces de explicar al mundo actual la verdad completa de las principales realidades humanas y sociales. Por eso el matrimonio no es un tipo de contrato sino un vínculo permanente de amor y fecundidad entre un hombre y una mujer; la familia no es cualquier reunión de personas, sino solo aquella que promueve todos los bienes familiares y personales; el desarrollo no se reduce al aumento del producto interior bruto o a facilitar el acceso universal a las nuevas tecnologías, sino que se define como una dimensión “integral”(corporal, espiritual y comunitaria); el trabajo no es ni alienación humana, ni fuerza de producción, ni el medio de generar más poder adquisitivo, sino la actividad humana que más le asemeja a su Creador: fuente de dignidad, desarrollo y sustento personal y social. De igual manera, una empresa no es un medio de explotación ni una unidad de producción, ni un mero agente de mercado: es una comunidad de personas que buscan ofrecer algo al bien común mientras crecen integralmente. Las aportaciones de la DSI a estos conceptos no terminan aquí. El Magisterio ha ido revisando, profundizando y actualizando su visión sobre muchas otras cuestiones, cuestiones cuya enumeración y localización en los escritos desbordaría el propósito de este artículo. Las enseñanzas sociales han abordado la noción y funciones del mercado, de la economía, del Estado, de la democracia, de la comunicación, del progreso científico y tecnológico, de la paz, entre otras muchas. Estos conceptos son políticos, están presentes en nuestro día a día y ocupan las agendas políticas nacionales e internacionales. El Magisterio social católico se ha esforzado desde su inicio y en cada momento histórico, por averiguar y comunicar su verdad más completa. Y solo desde la verdad se puede realizar un diagnóstico certero que permita ofrecer soluciones, (al menos si se quiere que sean soluciones auténticas).

No obstante, la determinación de las soluciones concretas necesita además de las nociones adecuadas, una cierta interpretación del contexto social (político, económico, histórico) en que se presentan; el objetivo de la DSI no es solucionar los problemas del mundo, sino enseñar a diagnosticarlos a partir de unas verdades fundamentales que deberían estar presentes en los razonamientos de quienes analizan esas cuestiones para proponer soluciones. Por eso los problemas sociales (de índole económica, política, educativa, científica, sanitaria, etc.) necesitan políticos expertos en aquellos ámbitos cuya razón sepa moverse inspirada y purificada por la fe.

Ver, juzgar, actuar

Vayamos a otras aportaciones de carácter general, en el orden teórico de la política. Como sabemos, las enseñanzas sociales del magisterio católico se presentan bajo tres formas diferentes: principios para la reflexión, criterios de juicio y pautas para la acción. Esta triple vertebración responde a la actitud de la Iglesia en sus pronunciamientos en materia de DSI: ver, juzgar y actuar.

Los principios de reflexión de la DSI son permanentemente válidos y comprenden grandes verdades de la razón y de la fe que deben estar en la base de cualquier razonamiento o reflexión sobre la estructura de la sociedad y su funcionamiento. Razón y fe se unen para fundamentar no solo una noción cristiana de persona (principio antropológico, de primacía de la persona), sino también un modelo cristiano de sociedad y un funcionamiento de la misma según estas nociones (principio de orden natural y principios sociales derivados).

La fe ofrece la comprensión definitiva de la persona humana, una imagen que no contradice la de la razón, sino que le muestra toda su plenitud: una persona que es imagen y semejanza de Dios (como conclusión del principio teológico), que tiene como referente inmediato a Jesucristo (principio cristológico), y que se descubre relacional desde su creación. Por eso, la comprensión de los demás como próximos (prójimos) pone la base del principio de solidaridad, la organicidad social (familia, agrupaciones sociales), previa a cualquier superestructura posterior. Esta comprensión conduce a una noción de felicidad que se aparta del utilitarismo y del hedonismo, sin renunciar a la búsqueda de la felicidad. Simplemente, este “ser con Dios y con los demás” abre un horizonte más amplio de felicidad que trasciende lo puramente material. Ser feliz, más allá de efímeras sensaciones y sentimientos positivos, pasa por la experiencia personal del amor, amando a los demás y ayudándoles a descubrir y experimentar el Amor en sí mismos y en su camino con otros.

Quizá la mayor aportación teórico-política de la DSI la comprendan los principios sociales, conclusiones del derecho natural al tratar de discernir su aplicación a la vida comunitaria. En la DSI se habla de los principios originarios y de los sociales o secundarios. Los originarios enmarcan la reflexión social, fundamentándola y precediéndola. Los principios secundarios o sociales suponen la aplicación de la doctrina iusnaturalista clásica a la organización de la vida política y social. Aunque su enumeración puede variar, dependiendo de la fuente por la que accedamos a su conocimiento, son esencialmente: el principio de solidaridad, de noción orgánica de la vida social, de concurrencia en el bien común, subsidiariedad, participación y justicia social. La vida social existe para el amor. Es en la vida social donde estamos llamados a descubrir y promover el bien de las personas, de todas y de cada una en su irrepetible y absoluta dignidad. Por eso el punto de partida es el de la admiración, el de descubrir que es bueno que los demás existan junto a mí. De ahí que sea imprescindible para la vida social el respeto de la dignidad de la persona, sus derechos, su libertad y de sus responsabilidades.

La noción de bien común –ese conjunto de medios materiales y condiciones espirituales de la vida social, política, económica, que hacen posible que las personas puedan desarrollarse en su comunidad– aparece como aspiración, como medida y referente, siendo imperativo que todos contribuyamos y participemos en el bien común, superando las tendencias egoístas. El bien común tiene un contenido y una estructura de justicia, personal e institucional; si no fuera así, no podría llamarse “bien”. La consecución del bien común implica promover ciertos bienes públicos –la justicia en las relaciones sociales, la paz, la tutela de los derechos humanos, la salud, la educación, el trabajo, etc.– pero promoverlos de acuerdo con la imagen adecuada de la persona humana, es decir, reconociendo su igualdad fundamental a los demás seres humanos (que le hacen acreedora natural de las mismas oportunidades de desarrollo que los demás y de los mismos derechos en tanto que persona), así como respetando y promoviendo su libertad y responsabilidad en cualquier sistema económico, político, o incluso asistencial. El bien común, se relaciona con los demás principios de diversas formas, por lo que decimos todos los principios concurren en él.

Por ejemplo, por la conciencia de solidaridad del género humano, nos sabemos partícipes y corresponsables de un destino común. Este principio está relacionado con el destino universal de los bienes, la función social de la propiedad privada y la opción preferencial por los pobres, que nos convierte en administradores y no dueños de los recursos materiales puestos a nuestra disposición. El papa Francisco insiste con frecuencia en que el termómetro para medir la calidad del corazón de una persona o de una sociedad es cuánto se preocupa de que los más necesitados mejoren su situación, lo cual tiene una clara aplicación política: desde dar limosna, hasta promover determinadas condiciones políticas y sociales en el territorio/ámbito correspondiente; o promover determinadas condiciones económicas entre los subordinados en el lugar de trabajo, etc.

Los principios de subsidiariedad (por el que un cuerpo de orden superior no debe hacer lo que puede realizar el inferior, sino que debe respetar sus competencias, promover su libertad de iniciativa, ayudarlo para que pueda) y de participación concurren en la realización del bien común con igual importancia. Implican que el Estado debe trabajar al servicio de las empresas y demás asociaciones intermedias, de las familias, respetando sus derechos, su esfera de actividad y libre iniciativa, su interés, en vez de hacerse “indispensable”. Se trata de evitar el fenómeno por el que a través de ayudas en principio buenas, el Estado acabe adquiriendo un mayor control sobre la libertad de personas y agrupaciones, ejerciendo un indebido intervencionismo, en aras de ciertas ideologías. La concurrencia de personas y Estado no es posible sin instancias de diálogo, de rendición de cuentas, de transparencia y de flexibilidad para alcanzar soluciones según cada caso. Por supuesto, excluye, entre otras prácticas la de la cancelación política, que condena a desparecer del diálogo y de la representación política, a cualquier realidad que no se pliegue a la ideología dominante. Como vemos, la DSI presenta principios sociales de candente actualidad política.

Otras contribuciones de la DSI a la política se han desarrollado en el ámbito del “juzgar”, y se encuentran en la propuesta de algunos criterios de juicio que entendemos como referentes básicos de la actividad y las decisiones políticas. Estos criterios permiten juzgar sobre la mayor o menor bondad o maldad de distintas situaciones, estructuras sociales y acciones políticas, además de permitir la toma de decisiones consecuentes con los principios sociales. Derivan de los principios, pero dependen también de la realidad social concreta. Por ejemplo: en el sistema de salud, la DSI aporta el criterio de la primacía de la vida humana, por el que se debe asegurar a los pacientes terminales el acceso a un sistema de cuidados paliativos adecuado a su situación vital, permitiéndole un envejecimiento saludable o menos doloroso, según los casos. Esto se justifica por apelación al respeto la dignidad de cada vida humana como un bien indisponible, el respeto al bien de las familias, el principio de subsidiariedad y la justicia social. Se traduce en una inversión del presupuesto del Estado dedicada a la formación del personal médico y sanitario, así como en la puesta a disposición de recursos materiales a ese fin; en el caso del sistema educativo, por señalar otro ejemplo, estos criterios nos llevan a concluir que se debe asegurar la libertad de los padres de elegir la escuela de los hijos. Es un criterio que proviene también del principio antropológico, que afirma la dignidad de la persona, el respeto a la libertad y legitima responsabilidad familiar, así como del principio de subsidiariedad; comprendida la relación entre criterio y principios, resulta coherente afirmar que el Estado debe admitir, establecer y dotar centros educativos diversos y accesibles a todas las familias, así como la aceptación por parte de la Administración de una delimitación de sus funciones en materia de educación o de sanidad. Como se ve, los criterios de juicio y su aplicación en situaciones concretas, afectan a la forma de hacer política y de participar en ella.

Las contribuciones de la DSI al campo político descienden también al ámbito del “actuar” mediante las pautas concretas para la acción, indicando qué debería hacerse para mejorar una determinada situación. Comprenden desde las aportaciones más evidentes y generales (promover los derechos humanos, generar acceso al trabajo, evitar las guerras, etc.) hasta las más circunstanciales y concretas (acudir a una manifestación para protestar por la nueva ley de aborto; promover un sindicato de orientación social no marxista; organizar un convoy con comida y medicamentos para abastecer a refugiados de un conflicto armado en su país de origen, etc.). En estos casos, la contingencia histórica concreta es evidente, por lo que las pautas para la acción aparecen en un contexto político o económico particular y solo en él tienen sentido y vigencia moral. En este sentido, la DSI mantiene que dichas propuestas, aunque puedan venir alguna vez sugeridas por los Obispos, o una Conferencia episcopal determinada, deben ser sobre todo impulsadas y sostenidas los fieles laicos, que no actúan en nombre de la Iglesia, sino bajo su responsabilidad de ciudadanos. Parte fundamental de la vocación a la santidad de los ciudadanos cristianos se juega en el campo de la responsabilidad social, del compromiso cívico que nos compete haciendo todo lo posible para promover el bien común ahí donde nos encontremos. Este llamamiento a los fieles laicos es también una contribución a la política.

Principios morales y sociales para la transformación

Hemos visto cómo a través de sus enseñanzas sociales la Iglesia se implica en el quehacer político, desde su ámbito y sin interferencias indebidas. Mediante la DSI se busca promover la transformación de la realidad en una sociedad más solidaria y fraterna, tratando de afianzar el respeto a la dignidad de la persona humana, a la verdad evangélica y a la libertad de los pueblos. La Iglesia católica se ha comprometido en este camino creando, consolidando y transmitiendo este conjunto de principios morales y sociales, fruto de una síntesis original hecha por confluencia de la teología con la antropología, la filosofía social, y el acervo cultural, jurídico, político, económico sobre el que se asienta la civilización occidental. Estas aportaciones pasan desapercibidas cuando cristianos o no cristianos expresan su insatisfacción al preguntar por cuestiones urgentes sin encontrar su directa solución en la DSI. ¿Por qué no tenemos los cristianos un único modelo “católico” en la política, sino internacional, al menos nacional o administrativo, o un modelo “católico” económico o empresarial, o un modelo sanitario (ahora que hemos sufrido una pandemia) o siquiera al menos un modelo educativo “católico”, que podamos dar a conocer y que deberíamos defender? ¿Hay alguna alternativa al Estado confesional que pueda garantizar que algunos principios morales básicos de política, economía, justicia social, etc. no serán violados nunca? Si la DSI no nos ofrece respuestas directas a estas cuestiones ¿qué nos aporta entonces? ¿Por qué se nos enseña que no hay solución a la cuestión social fuera del Evangelio? Así llegamos a las contribuciones de la DSI al ámbito político particular.

Ni la fe católica, ni la Iglesia, ni siquiera la DSI nos darán la solución concreta a los problemas sociales concretos que nos planteemos. Y esta falta de concreción es una llamada clarísima a nuestra responsabilidad cristiana, porque quiere decir que si cada uno, en el lugar donde está y según sus capacidades, no se toma el trabajo de ver, enjuiciar y actuar ante los problemas sociales que le toque afrontar como padre, como profesional, como ciudadano, nadie más lo hará en su lugar. El aforismo “quien no es parte de la solución, se convierte en parte del problema” se cumple indefectiblemente también en la contribución de la DSI al ámbito político. Quiero decir con esto que quizá la principal contribución a la política por parte de la Iglesia católica y de la DSI, hemos de ser los propios católicos que con valentía y abnegación nos atrevamos a equivocarnos –pero también, las más de las veces, a acertar– por el bien común. La principal contribución a la política por parte de la Iglesia católica son los católicos con sentido de responsabilidad política: católicos capaces de sacrificio, creativos, participativos, y solidarios. No se trata tanto de soluciones teóricas, como de decisiones prácticas, que no están escritas en ninguna parte.

En el Evangelio tenemos el Camino, la Verdad y la Vida. Camino y Verdad, que muchos cristianos se han esforzado por vivir y atestiguar en medio del mundo desde el acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo. Transcribo aquí uno de los mejores testimonios de fe y política que inspiran esta reflexión. Se trata de la epístola a Diogneto, escrita posiblemente a finales del siglo II. De carácter apologético, habla del puesto que Dios ha encomendado a los cristianos en medio del mundo, lugar del que “no es lícito desertar”:

“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres.

Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad.

Para decirlo en pocas palabras: los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo. El alma, en efecto, se halla esparcida por todos los miembros del cuerpo; así también los cristianos se encuentran dispersos por todas las ciudades del mundo. El alma habita en el cuerpo, pero no procede del cuerpo; los cristianos viven en el mundo, pero no son del mundo. El alma invisible está encerrada en la cárcel del cuerpo visible; los cristianos viven visiblemente en el mundo, pero su religión es invisible. La carne aborrece y combate al alma, sin haber recibido de ella agravio alguno, solo porque le impide disfrutar de los placeres; también el mundo aborrece a los cristianos, sin haber recibido agravio de ellos, porque se oponen a sus placeres.

El alma ama al cuerpo y a sus miembros, a pesar de que éste la aborrece; también los cristianos aman a los que los odian. El alma está encerrada en el cuerpo, pero es ella la que mantiene unido el cuerpo; también los cristianos se hallan retenidos en el mundo como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la trabazón del mundo. El alma inmortal habita en una tienda mortal; también los cristianos viven como peregrinos en moradas corruptibles, mientras esperan la incorrupción celestial. El alma se perfecciona con la mortificación en el comer y beber; también los cristianos, constantemente mortificados, se multiplican más y más. Tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar.”

No siempre hemos sido ejemplares. Las respuestas de los cristianos han sido muy diferentes a lo largo de la historia: por ejemplo, las primeras comunidades cristianas tenían todos los bienes en común y muchos de ellos se dedicaban a predicar el Evangelio exclusivamente, viviendo de la limosna o del oficio que aprendió y sobreviviendo violentas persecuciones; convertido el emperador Constantino al Cristianismo, los católicos vivirán una larga etapa de cercanía y mezcla con el poder temporal en Occidente, estando políticamente protegidos (también controlados o bajo la influencia de ese poder temporal); pasarán por otra etapa de separación y persecución hasta llegar a una relativa independencia entre religión y política, que, bajo la bandera de la neutralidad, ampara una postura de indiferencia relativista o de dura oposición por parte del poder temporal hacia la fe cristiana y hacia cualquier institución religiosa. Han cambiado los tiempos, y con ellos las instituciones políticas y económicas, los medios del progreso y las interpretaciones de la vida humana.

Aportaciones de la DSI a los actuales retos políticos y sociales

Cuando decimos que los cristianos estamos llamados a ser testigos de Cristo especialmente en la política, el testimonio que se espera no es el de un testigo en sentido jurídico, como alguien que da testimonio en un proceso, o del campo de la comunicación, que informa de algo que ha visto; se espera que reflejemos al mismo Cristo. Por eso, quienes encuentran a un cristiano deberían poder tener la experiencia no ya de oír las ideas cristianas, sino de ver y gustar otra Presencia, la del mismo Jesús, aun a pesar de nuestras limitaciones personales. El modelo de testimonio, o “martirio”, al cual cada fiel laico estamos llamados, y de manera especial en el campo de la política, no tiene por qué ser cruento. Se trata de vivir inmersos en un personal e intransferible proceso de purificación interior para conformarnos con ese Jesús vivo que permanece con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Se espera de los cristianos un testimonio de evangelización, y de manera especial, en el campo político. Las dificultades que los obispos señalan en España pueden ser también dificultades propias de otros países, quizá en circunstancias distintas. Señalan dos tipos, las que vienen de fuera, de la cultura ambiental; las que vienen de dentro, de la secularización interna, la falta de comunión o de audacia misionera.

Señala la Conferencia Episcopal española los siguientes retos políticos y sociales:

    • Mayor presencia de actitudes de desconfianza y enfrentamiento social.
    • Existencia de un capitalismo moralista que no solo regula la producción y el consumo, sino que impone valores y estilos de vida (por ejemplo, al proyectar modelos de vida a través de las redes sociales).
    • Relativismo moral que ha calado la subjetividad de las personas como un derecho de sus conciencias, valorando todo desde la percepción subjetiva y los intereses de los grupos de poder. En este contexto, se señala cómo el relativismo dificulta compromisos estables y la vivencia de la fe. La vida queda desarraigada de la verdad y el bien objetivos y pasa a depender del consenso social, de la subjetividad emotivista, o en última instancia, de quienes pueden imponer su voluntad.
    • Empobrecimiento espiritual y pérdida de sentido que lleva a vivir en un “nihilismo sin drama”. Se señala el olvido de Dios, la indiferencia religiosa, la despreocupación por las cuestiones fundamentales sobre el origen y destino trascendente del ser humano, que en último término determinan el comportamiento moral y social de las personas. Existen numerosos casos de quienes se sienten creyentes, pero viven y organizan su existencia como si Dios no existiera.

Los lugares con mayor empobrecimiento espiritual, a juicio de los obispos son la familia y la sociedad:

“La secularización ha influido notablemente en el deterioro de la familia llamada tradicional, y este deterioro ha impulsado el declive religioso, pues se quiebra la institución básica en la transmisión de la fe y en la configuración de la persona. Si en la familia se recibe la vida y se inician las experiencias elementales de la vida humana (amar y ser amado, hacer y colaborar, el descanso, la fiesta y el duelo), con el debilitamiento del vínculo familiar se provoca la pérdida de vínculos el elogio de la autonomía individual y la permanente reclamación del derecho a tener derechos entroniza al individuo y hace sospechoso cualquier vínculo”.

La mayoría de nosotros preferimos esquivar conversaciones incómodas antes que abordar los problemas políticos y sociales que dividen a nuestro país. ¿Qué diferencia hay si no podemos cambiar la opinión de nadie (o menos aún los resultados de las elecciones)? No podemos reducir la gran contribución de la DSI a papel mojado. No podemos neutralizar nuestra vocación política. Hacemos falta. La misión del Estado no es la santidad de sus ciudadanos; el Estado carece de competencia en materia religiosa; por tanto, debe dar libertad religiosa y ocuparse del bien común temporal de la nación. El Estado ni siquiera tiene que hacer lo que dice la Iglesia por el hecho que ella proclame la religión verdadera: el Estado no es competente para decir cuál es la religión verdadera. Sabemos sus dolencias: enfrentamientos, relativismo, nihilismo espiritual, capitalismo moralista, la imposición de lo políticamente correcto. Repito: hacemos falta.

Esa es la mayor aportación que la DSI puede hacer ahora mismo a la política. Que los ciudadanos cristianos hagamos nuestro el lema de los monjes medievales: ora et labora. Lo mismo que nos pide Jesús: Evangelizad el mundo entero. Tenemos a favor el conocimiento de nuestra sociedad y tenemos el antídoto a sus males. La síntesis ha de darse en la vida de cada uno. Con estudio de la DSI, acompañada de oración, salen iniciativas con un impacto político increíble. Siempre movidos desde dentro, desde la escucha a Dios, movidos por su Espíritu. De esta escucha nacen tantas obras políticas católicas en sentido amplio, por su contribución al bien común en cada momento, como se ve en los frutos, tanto en el pasado como en la actualidad.

Aquí es donde entra la fe: porque frente a la tentación de hacer del interés egoísta el criterio último de la decisión de esconderse, de callar, de no hacer nada…, el mensaje de la fe nos recuerda que la justicia debe prevalecer, y que son las grandes verdades que sostienen la construcción de una sociedad digna del hombre.

La principal contribución al bien común, la acción católica en política más fecunda, no existe en forma de receta. Existe en el corazón de cada cristiano que debe formarse en el estudio de la DSI y en la oración: buscando modos y cauces para esa “creatividad de la caridad” que pide el papa Francisco para un mundo que necesita desesperadamente sanación y esperanza. Nuestra confianza no está en un solo político, no hay un solo modelo de política católica, o de partido político católico, sino en la buena nueva de Jesucristo. Solo el Evangelio siempre ha sido, y siempre será, la esperanza del mundo.

Patricia Santos Rodríguez

Profesora titular de Filosofía del Derecho