…Guillermo Rovirosa, fue uno de los primeros que intuyeron que si Cristo era el Redentor del hombre, tenía que ver con todo: era “el centro del cosmos y de la historia…

 

+Mons. Javier Martínez

Arzobispo de Granada

 

El mal de la Iglesia en nuestro tiempo es la separación entre la fe y la vida. Lo dijo el Concilio Vaticano II, y lo han dicho los papas desde Pablo VI. Una separación que no tiene en primer lugar la forma de incoherencia moral, de debilidad o de pecado. Porque si nuestro problema principal fuese que somos pecadores, ¿no entraba Jesús en las casas de publícanos y pecadores, y comía con ellos? ¿No son ellos la oveja perdida, aquella a la que Jesús ama tanto que deja a las noventa y nueve “en el desierto”? (Lc 15, 4). No, el problema es de otra naturaleza. Tiene que ver sobre todo con nuestro modo de comprender el cristianismo y la vida cristiana. De hecho, los cristianos de hoy no tenemos apenas conciencia de pecado. Y es que el pecado —y la conciencia de ser “la oveja perdida”— requiere primero darse cuenta de que formar parte del rebaño de Dios, ser cuidado por el mismo Dios, y participar de su amor y de su alianza, es lo más valioso de la vida. Si nuestro mal fuese simplemente que somos pecadores, la medicina estaría en la penitencia y en la espiritualidad. Naturalmente, entendiendo como espiritualidad la vida según el Espíritu de Dios, y no esa forma sentimental de autoayuda para adolescentes de cincuenta años que ahora ofrecen también los bancos y las empresas, porque parece que incrementa el bienestar de los trabajadores, y que, por desgracia, a veces nosotros mismos imitamos.

El mal está en que concebimos la vida y las cosas de la vida, y la tierra y la creación, y todo, como algo totalmente desprovisto de misterio, como mera naturaleza. Como algo que cae por entero bajo el control del hombre, y que el hombre pone sin más en manos de la ciencia y de la técnica, y de sus respectivos intereses profesionales. Dios es, por tanto, alguien (o algo) que está “fuera” de la naturaleza, fuera del mundo, fuera de la realidad, lo que le deja a las puertas de no tener realidad alguna. Si se le consiente permanecer, es sólo como excusa para el folklore y para un sucedáneo de moral, fabricado con valores comunes, que nunca se definen con precisión: un cierto amor a la libertad, una cierta bondad, una cierta solidaridad, un cierto sentido vago de justicia y de compasión. Al perdón propiamente dicho sólo se llega en casos excepcionales, pero sí con frecuencia a eso que se llama “dar una segunda oportunidad”.

Ese mal se llama dualismo. El dualismo consiste en aceptar que el hombre tiene dos fines, uno en este mundo y otro en el otro. El fin de este mundo puede llamarse, si se quiere, “felicidad”, es “natural”, y se alcanza mediante la razón y con las energías del hombre. Es decir, se alcanza con el recurso a la ciencia y a la técnica. Es una “felicidad” que apenas se sitúa más allá de lo que ofrecen el estado de bienestar o el consumo. Es decir, se trata de una felicidad degradada, de una especie de paraíso terrenal de “todo a euro”. Eso es lo que el hombre solo, y encerrado en el horizonte de este mundo, puede llegar a producir o incluso a desear.  Probablemente a ese paraíso consiguen llegar sólo unos pocos. Y los que llegan, al estilo de Ciudadano Kane, llegan a costa de todo y de todos, y a costa también de sí mismos. Y para los demás está sólo el “valle de lágrimas”.

El fin del otro mundo, en cambio, es “sobrenatural”, es la visión y el goce de Dios. Pero ese fin sólo sale a la luz después de una especie de triple salto mortal, por el que Dios —un poco arbitrariamente, parece— saca a algunos hombres de la oscuridad de este valle y los coloca en la maravillosa terraza “del piso de arriba”. Desde allí se ve el horizonte espléndido de Dios, de la santidad y de las virtudes sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad. Ese horizonte tendría retablos dorados y estaría lleno de angelitos que juegan y de santos que miran arrobados hacia el cielo. Y sin embargo, ese fin sobrenatural también lo alcanzaría el hombre —una vez que ha sido dado el salto—(mediante determinadas obras que ha de hacer él mismo, el hombre de la terraza, y especialmente la oración y los sacramentos. Hay, incluso, devociones que aseguran la consecución de ese fin, con más o menos trabajo. En último término, al menos en las versiones vulgarizadas de este dualismo, hasta la santidad es una obra del hombre. Pues uno de los dogmas básicos y fundamentales de la modernidad dualista, casi desde sus orígenes, es que ninguna naturaleza creada puede tener un fin, esto es, ninguna puede alcanzar aquello para lo que está hecha, sin que tenga los medios y las capacidades de alcanzarlo por sí misma, aunque sea con los auxilios exteriores de la gracia. Por eso tiene que haber dos fines. Y por eso la santidad es algo que se consigue, una vez que uno está en la terraza. La infinita trascendencia de Dios y el misterio de la vida humana (o la vida humana como misterio) desaparecen de un plumazo. Mejor dicho, de un plumazo no, sino muy poco a poco. Pero desde esas premisas, esa trascendencia y ese misterio están irrevocablemente condenados a desaparecer. Hoy ya han desaparecido. Los dos. Dios y el hombre. Lo divino y lo humano.

El padre reconocido de este dualismo es el teólogo granadino Francisco Suárez SJ (1548-1617), cada vez más considerado como el verdadero iniciador de la filosofía moderna y de la Ilustración (y, por tanto, aunque a muy largo plazo, de la secularización radical de la sociedad actual). Las corrientes que llevaron hasta él, sin embargo, provienen de varios siglos atrás, y nacen ya en el siglo trece. Hechos históricos como el cisma de Aviñón, la Guerra de los Cien Años, y finalmente la Reforma, debilitaron enormemente, o sencillamente quebraron, la pertenencia a la Iglesia y la experiencia de la comunión de la Iglesia como el factor decisivo en el cristianismo (porque uno alcanza a Dios, o mejor, es alcanzado por Él, en la pertenencia al pueblo de Dios). Estos hechos fortalecían a la vez la invención del individuo y la del naciente estado moderno, que siempre, ya desde Maquiavelo, era tendencialmente, y con frecuencia explícitamente, absolutista y totalitario, tenga la forma que tenga.

Por otra parte, y hacia el mismo tiempo, surgieron en Europa unas posiciones filosóficas y teológicas (el nominalismo de Guillermo de Ockham, el voluntarismo de Juan Duns Escoto), que rechazaban, en parte por influencia islámica, la analogía del ser y, por tanto, el sentido del ser como participación en Dios. En consecuencia, proponían una nueva  concepción de Dios y de la relación de Dios con el mundo. Esa concepción ya convertía a Dios en un ser particular y lo situaba (a Dios) fuera del mundo. Por ello, su relación con este mundo se centraba casi exclusivamente en su poder omnímodo y en la libérrima voluntad divina. Derivada de ahí surge también una nueva antropología, que hace también del hombre un pequeño señor del mundo, “un dios menor”, y que concibe la propiedad sobre los bienes de la creación como un ius dominandi (la concepción moderna de la propiedad). También hacia la misma época, surgió la visión de la historia que se inicia en Joaquín de Fiore y tiene una larguísima posteridad, que en último término hacía pedazos la experiencia cristiana del Dios Trino y de la creación desde la Trinidad de Dios2. Todas estas cosas construyeron poco a poco el armazón de ese dualismo que ha terminado por emponzoñar la Iglesia, que ha roto la conexión entre la experiencia cristiana de Dios y la humanidad de lo humano. Luego ha roto —tenía que romper— la unidad de la estética, la ética y el lógos, y la del alma y el cuerpo, y ha seguido multiplicando sin cesar las fragmentaciones y divisiones, hasta llegar a cosas como las “inteligencias múltiples”, y casi sin que nos diéramos cuenta. Es verdad que el lenguaje cristiano permanece (hasta cierto punto), pero sufre toda clase de sutiles metamorfosis que lo banalizan, lo aplanan y lo vacían: por no poner más que un par de ejemplos, aunque centrales, las tres virtudes teologales, que expresan de forma sintética la novedad de la vida en Cristo, pierden todo espesor: la fe se transforma en creencias, en un conjunto de nociones o ideas sobre Dios, el hombre y el mundo; la esperanza en optimismo o en el mito del progreso; y la caridad cristiana en una solidaridad minimalista, y con frecuencia hipócrita (como cuando damos una limosna a un mendigo con la sola intención de librarnos de él). Y la inteligencia se reduce a razón, y la libertad deja de tener un fin, un telos, fuera de sí misma; deja de ser la condición sine qua non del amor a los seres y a Dios (o a Dios en todas las cosas). En cuanto a la belleza, pasa a ser algo decorativo y superfluo, marginal, reducido cada vez más a sus aspectos meramente formales.

Guillermo Rovirosa, fundador de la HOAC, fue uno de los primeros que intuyeron, en el contexto español del siglo veinte, que si Cristo era el Redentor del hombre, tenía que ver con todo: era “el centro del cosmos y de la historia”, por decirlo con las palabras de San Juan Pablo II al comienzo de aquella encíclica que el Papa mismo llamó “programática”3. Tenía que ver con toda la creación, y especialmente con todo lo humano: con su vida familiar y social, con el trabajo y con los modos de concebir y de organizar el trabajo, con la economía y con la política. Y no sólo “tenía que ver”, sino que era el centro desde el que todo se iluminaba, se discernía, y se podía comprender en su plenitud, en el marco del designio bueno y salvador de Dios4. “Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida” (Jn 14, 6). O esto es verdad, o Jesús es un falsario. No hay escapatoria, no hay término medio. Pero si es verdad —y ser cristiano consiste en haber experimentado que lo es, y en dejar que esa experiencia ilumine y sostenga la vida y la muerte— entonces no hay camino, no hay vida y verdad plenas fuera de Él, en ninguna esfera de la existencia humana. Por supuesto que el mundo y la historia del mundo, y no sólo la del mundo pagano antiguo, sino también la de nuestro mundo pagano a medias o neopagano del todo, contiene en sí numerosas “semillas del Verbo”, y hasta frutos del Espíritu, que “sopla donde quiere” (Jn 3, 8). En ellas un cristiano reconoce los destellos de la luz de Dios en la vida de los hombres, y también en otras tradiciones religiosas con las que los hombres han buscado y buscan (y en parte encuentran) a Dios a lo largo de la historia. Pero es sólo desde Cristo desde donde esta mirada llena de positividad se hace posible.

Para ver cómo Rovirosa pone a Cristo y la experiencia de Cristo en el centro de todo, podrían citarse muchos pasajes de su obra. Pero basta con tomar nota de este párrafo de El primer santo: Dimas el ladrón, para darse cuenta de ello. El cristianismo consiste en una experiencia, y en una experiencia que cambia la vida. No es un mero “saber”. Y esa experiencia es experiencia de Cristo:

Si las cosas de la vida (con minúscula) no se conocen verdaderamente más que cuando se han vivido, la cosa sube enormemente de grado cuando se trata de la Vida, con mayúscula.

Por esto, lo más interesante del cristianismo no es el aprenderlo y saberlo, sino él vivido. Vivencia que exige solamente “buena voluntad”. Aquí también se han invertido los términos, y hoy todos estamos seguros de que lo principal del cristianismo es “saberlo”, y lo hemos convertido en una asignatura antipática, tanto para los niños del Catecismo, como para los adolescentes de los Institutos y escuelas profesionales, lo mismo que para los jóvenes universitarios. Si se ha aprobado la Religión (y esto todos lo aprueban), ya no hay que preocuparse más de este asunto.

Si saco esto a colación, no es para hacer crítica negativa (como dicen ahora), sino para centrar los fundamentos del cristianismo en Cristo5.

 

Guillermo Rovirosa no fue, por supuesto, el único que en esos momentos dramáticos —trágicos si se quiere—, de la primera mitad del siglo veinte, tras la guerra civil española y dos guerras mundiales, y en plena expansión de las grandes ideologías totalitarias, primero el nazismo y el fascismo, y luego el comunismo, quiso romper con el muro de separación entre la fe y la razón, entre la gracia y la libertad, entre la gloria de Dios y la belleza creada. Entre la fe y la vida, en definitiva. Otros, y otras realidades, grandes o pequeñas, también en España, pero igualmente en Francia y en Bélgica, en Inglaterra y en Estados Unidos, en Italia y en Polonia, en América Latina y en otros lugares a lo largo y ancho del mundo, trataban de derribar ese mismo muro, trataban de recuperar para la realidad creada la apertura al misterio, y simultáneamente, la apertura de lo sobrenatural cristiano a toda la realidad, en orden a “recapitular de todas las cosas en Cristo” (Ef 1, 10) y poder así dar cuenta de una manera más razonable y más plena de lo real. De este modo se preparaba el clima que haría posible la reforma del Concilio Vaticano II. El Concilio tenía que hacer las cuentas con la modernidad. Y ha significado de hecho la superación del dualismo en el magisterio de la Iglesia, rescatando lo valioso de la modernidad y al mismo tiempo trascendiéndola de diversos modos (véase, por ejemplo, Lumen Gentium, 1; Gaudium et Spes, 22; Dei Verbum, 2) Y de este modo, el Concilio ha permitido reconocer que no es que la Iglesia tenga una doctrina social, sino que es esencialmente una doctrina social: y ése es el alcance del reconocimiento del Papa Francisco, completando y clarificando las encíclicas sociales de Juan Pablo II, de que la doctrina social pertenece irrevocablemente al kerygma, y de que “el kerygma tiene un contenido ineludiblemente social” (Evangelii Gaudium, 177; véanse nn. 176-179).

Y, sin embargo, después de las tormentas propias de un Post-Concilio muy agitado, algo que es plenamente normal, ya que era necesario recuperar la tradición viva superando dificultades generadas en varios siglos, suele decirse que “las aguas volvieron a su cauce”. Es verdad que las aguas volvieron a su cauce, pero no en el sentido en que se dice habitualmente. El cauce al que volvieron vuelve a ser el del conflicto —o el de la falta de conciencia del conflicto y de la hondura del conflicto— entre la cultura de la modernidad y la tradición cristiana, con escasa atención a las claves profundas del Concilio. Dicho de otro modo, las aguas volvieron al cauce de la problemática “modernista”, que es en la que tenían que desembocar inevitablemente el dualismo moderno y su realización práctica en el cristianismo burgués. Esa problemática atiza ahora de nuevo sus ascuas, y se polariza estúpidamente en la oposición al Papa Francisco (y a veces también en su defensa), y en la no menos estúpida contraposición entre su pontificado y el de Benedicto XVI o el de San Juan Pablo II.

La problemática modernista cataliza el problema al que el Concilio había salido al paso, que hasta entonces no había tenido en el magisterio de la Iglesia una respuesta ni suficientemente amplia ni suficientemente profunda. Sólo había tenido respuestas disciplinares o condenatorias, verdaderas sin duda, pero condicionadas en buena parte por la

misma mentalidad dualista de la que provenía el modernismo. En sus rasgos esenciales, el problema consiste en que casi desde los orígenes de la modernidad, pero de manera explícita desde la Ilustración, el cristianismo vive, y casi por primera vez desde sus comienzos en el mundo helenístico, en el marco de una cultura que no es cristiana, y que cada vez más abarca el mundo entero. Esa cultura se muestra a sí misma, cada vez con más claridad y más crudeza, como no cristiana, o (en los países donde el clericalismo ha sido más poderoso), como abiertamente anticristiana. La diferencia fundamental con el cristianismo de los primeros siglos es que la cultura secular de hoy cree conocer el cristianismo, y de hecho conoce un cristianismo profundamente deformado. Utiliza además un vocabulario cristiano, también muy deformado hasta el punto de que ella misma —la cultura secular de hoy, la modernidad de los siglos veinte y veintiuno— no es sino un deterioro y una fragmentación ad infinitum de la experiencia cristiana.

Esa fragmentación no termina en el nihilismo, en la nada, como aún solía decirse hace unos años, porque “la nada” es todavía la sombra de un mundo cristiano, es un concepto cristiano, igual que el de “infierno” (noción que, si se piensa con seriedad, supone irremediablemente el conocimiento del cielo, que nos ha sido abierto por Jesucristo). La nada es, como concepto, “el negativo” de una realidad verdadera, buena y bella, que transpira nostalgia por todos sus poros. Pero además el nihilismo, igual que el ateísmo, son posiciones sumamente incómodas e inestables, en las que se vive verdaderamente muy mal si se quieren vivir con la más mínima coherencia intelectual o moral. Lo que surge de la fragmentación de la experiencia cristiana no es el nihilismo, más que en una primera fase: lo que viene luego es toda una procesión de idolatrías, de politeísmos. Son religiones de sustitución, son sucedáneos de la fe: son la fe en la ciencia, la fe en la salud y en la omnipotencia de la medicina, la fe en el progreso ilimitado, la fe en el dinero y el poder, la fe en el estado. Bueno, todo esto no son religiones nuevas, son las de toda la vida. Son las mismas de la antigüedad pagana, sólo que con cuerpo de zombis o de mutantes, y con instrumentos y armas de alta tecnología. La nueva barbarie, el nuevo paganismo, se vende como un paraíso tecnológico, como un “cielo” tecnológico sin Dios. Es ese pobre paraíso terrenal del que hablaba más arriba. San Juan Pablo II lo llamaba “la cultura de la muerte”. Una cultura que quienes por la incomprensible misericordia de Dios estamos vivos no queremos de ninguna manera. Por eso pediremos al Señor que nos conceda intuir y trabajar con todas nuestras fuerzas y en todas partes por una cultura humana, por una cultura de lo humano, que permita —en las claves del Concilio— salvar y recuperar la humanidad de lo humano, en todas sus dimensiones, sin censurar ninguna. O lo que es lo mismo, pediremos al Señor que nos conceda trabajar por una nueva cultura cristiana:

Que permita recuperar también y llevar al Paraíso verdadero a todos los Dimas que llenan nuestro panorama, al menos el español, el panorama de un país que ha sido católico, pero cuya historia católica “comienza” (o “recomienza”) en buena parte en la modernidad. Sé que se me va a decir que sigue siendo católico. Bueno… Sé, por supuesto, que hay entre nosotros un pueblo cristiano conmovedor (o un resto de ese pueblo, que se halla un poco en todas partes y en todas las clases sociales, aunque esté amenazado por dentro y por fuera, y más por dentro que por fuera). Sé muy bien que en lo que queda de ese pueblo radica la única esperanza verdadera y sólida para la especie humana y para nuestro mundo. Sé que la cultura cristiana que el mundo necesita urgentemente sólo puede nacer de ese pueblo; sé que no nacerá de las élites, y menos que nada, de las élites académicas. Y sé también que, antes de la modernidad, estaban ya en España el Camino de Santiago, el rito hispano, y el Concilio de Elvira, y Osio de Córdoba, y la multitud de mártires, doctores y santos hispanos de la antigüedad y del tiempo de la dominación musulmana. Reconozco sin rebozo alguno toda la verdad que hay en ello. Pero también tengo que reconocer que todo eso pertenece un poco a la arqueología o a la “prehistoria” de nuestra Iglesia (debido a la interrupción de la dominación islámica), y que (con la excepción del Camino de Santiago, que es también un hecho “popular”) no influye apenas en la psicología cristiana del católico español.

Esa psicología está decisivamente determinada por el renacimiento católico de los grandes santos del siglo de oro, ya en pleno despliegue de la modernidad (aunque los más grandes de entre ellos la trascienden desde dentro), si bien esos santos son releídos con demasiada frecuencia desde el contexto más pietista y decadente de los siglos dieciocho y diecinueve. En todo caso, la mayoría de los católicos españoles, y especialmente quienes se consideran sus élites, tienen el dualismo del que he hablado antes metido en su ADN, y acaso por eso los católicos españoles somos artistas consumados en compaginar un catolicismo muy voluntarioso con un ateísmo práctico y con cualquiera de las religiones de sustitución que se nos ofrezcan: casi cualquiera vale. Porque con demasiada frecuencia nuestra fe no significa nada (o casi nada) para las cosas de la vida. Y por eso también parece que no hay tragedia alguna en perder la fe. La verdad es que si se me pidiera señalar en la España de hoy una universidad católica (o de inspiración cristiana) en la que el acontecimiento de Cristo se afirmase como el centro y la luz del conocimiento y del saber, y del impulso para obrar en las cosas de este mundo (aunque estuviese plenamente abierta, como debe estarlo si es verdaderamente cristiana, a personas de otras tradiciones religiosas o a quienes afirman no pertenecer a ninguna), tendría verdaderas dificultades para señalar una.

El escritor, medio novelista y medio profeta, Georges Bernanos, resumía así, ya en 1946, el drama al que acabo de referirme:

Que la debilidad de las élites católicas del siglo XIX frente al capitalismo y al liberalismo triunfantes sea igualada por la de los católicos de hoy frente al marxismo, no debería, en el fondo, causar sorpresa alguna, porque la sociedad que ayer pretendía realizarse en la libertad sin freno es la misma que, igualmente decidida a prescindir de Dios, cree hoy poder realizarse en el dirigismo total. Y en cuanto a las élites católicas, ¿por qué iban a haber cambiado de hábito y de carácter? Desde el siglo XV y desde su abandono cobarde de la cristiandad al paganismo renaciente, han dado constantemente la impresión de vivir perfectamente resignadas a no tener ideas propias, a vivir como parásitos de las ideas de otros, ofreciendo a todos unos servicios que nadie les pide y que nadie tiene la intención de retribuirles6.

Si bien Bernanos  habla de Francia, la verdad es que la realidad de las autoproclamadas “élites católicas” sólo es hoy, al menos en España, mucho más patética que en el año 1946, en plena explosión de la Acción Católica, de los Cursillos de Cristiandad, de las Hermandades del Trabajo, por no mencionar sino algunas realidades más sobresalientes o más cercanas a mi historia. Bernanos aludía con razón, más adelante en ese artículo, al silencio cómplice de los pastores. Hoy hay que hablar además del silencio cómplice de tantos cristianos: periodistas, economistas, licenciados o doctores en filosofía, en business o en ADE, de “nuestras” universidades y de nuestras escuelas de negocios, o profesores en ellas. Estos critican con razón la ideología comunista y el populismo demagógico de nuestros dirigentes, pero no tienen una sola palabra que decir sobre la ideología capitalista o neoliberal. En realidad, aparte de unas ciertas consideraciones piadosas (llamadas “pastorales” en el argot clerical), los cristianos de hoy no tenemos una palabra significativa y seria que decir —distinta al discurso del mundo— sobre nada verdaderamente humano: sobre la medicina y la sanidad, por ejemplo, o sobre la economía o la educación, o sobre la nación y el estado, o sobre el amor humano. Nuestro dualismo congénito lo impide, porque todas las cosas “de este mundo” son problemas de aquí abajo, de la ciencia y de la técnica (o de la política). ¡Pamplinas! En el mundo sin Dios (o en el que Dios en realidad no cuenta nada), la tecnología va a resolver más tarde o más temprano todos los problemas humanos, incluido el de la felicidad. Y así la Iglesia viene a ser sencillamente —al igual que la ética, por cierto, con la que nuestros católicos dualistas tratan de envolver en papel de plata su cristianismo vergonzante— algo que no tiene relevancia alguna7.

Pero volvamos a hoy, al final del proceso que he descrito más arriba de manera tan expresionista y tan burda. Si tuviera que nombrar hoy con una sola palabra esas varias religiones de sustitución queche mencionado más arriba, yo hablaría de “neoliberalismo”. Esa palabra nombra la religión a la que tantos católicos españoles (y no españoles) damos culto abiertamente, al menos en la práctica, y además justificando con nuestro dualismo secular esa imposible duplicidad de culto. Imposible, y lo subrayo, por la sencilla razón de que el corazón humano está hecho de tal forma que “no puede servir a dos señores”, y por eso “no se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24). El neoliberalismo hoy trasciende izquierdas y derechas, y llega hasta las izquierdas llamadas radicales. Y es que en realidad ya no hay izquierdas y derechas, ya no hay conservadores, ni socialistas, ni comunistas (y quizás tampoco, en realidad, verdaderos nacionalistas)8. Nada de eso existe ya, excepto en la propaganda política, como bienes de consumo político. Sólo hay diversas marcas del neoliberalismo, sólo hay oligarquías neoliberales que compiten por los beneficios del poder. Ese neoliberalismo estima radicalización y una generalización del “contractualismo” que propuso John Rawls en su Teoría de la justicia de 19719. Trasciende, no sólo los partidos políticos, sino las naciones y los países, y es acaso la palabra menos inadecuada para nombrar el capitalismo global, y la más sintética para describir la religión oficial contemporánea, la que resume y engloba todas las diversas idolatrías que tenemos ante nosotros.

Así lo describe una obra reciente, que reúne una serie de ensayos para “repensar el neoliberalismo”:

El neoliberalismo no es meramente un fundamentalismo del mercado que pone su acento en liberar a los mercados del control del estado. El neoliberalismo, en cambio, implica en su centro una reorientación del estado, de manera tal que use su poder coercitivo para disciplinar a la gente a que sean sumisos al mercado, en orden a la promoción más eficaz de una sociedad que esté más sistemática y robustamente centrada en el mercado, en la que la lógica del mercado reine de manera suprema en toda toma de decisiones a lo largo y a lo ancho de todas las esferas sociales, y a todos los niveles, personales y políticos, individuales y colectivos”10.

Es decir, se trata de una religión, que abarca y reorienta con su lógica propia —la del mercado— todas las relaciones humanas, desde el matrimonio hasta la vida de las naciones y las relaciones internacionales. Pero nótese que su agente central es el estado, que es el que tiene el poder coercitivo, y que, gracias a su amalgama con el mercado, dispone de la ingeniería social y de la tecnología necesarias para acabar con la humanidad de lo humano, y para crear una sociedad nueva, una humanidad mutilada, exclusivamente dedicada á la producción y al consumo.

En relación con la Iglesia y la fe cristiana, el problema, formulado en sus términos más generales, es bastante simple. Se formuló ya con toda crudeza en el siglo dieciocho en la llamada “teología protestante liberal”, de donde nace casi en línea directa el modernismo católico del siglo diecinueve, así como los varios modernismos de hoy. ¿Es la cultura secular, dominante, sea ésta la que sea, la que ha de determinar lo que es creíble o aceptable en la tradición cristiana? Por otra parte, al ser los cristianos hombres de nuestro tiempo, que vivimos en nuestro mundo, ¿no está la idea misma que tenemos de esa tradición profundamente imbuida por el aire cultural que respiramos, a menos que nos abramos de nuevo a ella mediante una verdadera conversión? ¿No será que sólo desde esa conversión consciente —a “la obediencia de la fe” (Rom 1, 15), a la comunión del Espíritu Santo— podremos resistir y criticar significativamente la cultura inhumana en la que vivimos, y al mismo tiempo amar apasionadamente a este mundo que la genera, con un amor semejante al de Cristo (Jn 3, 16-17; 12, 47)? ¿No será que sólo desde esa conversión y desde un amor así puede reiniciarse, en esta nueva época, esa cultura que el mundo necesita, y que anhela sin saberlo?

Conceptos como libertad o razón, afecto, economía, política, nación, estado y otros muchos, en realidad, casi todas las palabras importantes del vocabulario humano, ¿no son acaso conceptos y categorías tan profundamente transformados y moldeados por la práctica secular, que apenas pueden ser incorporados al vocabulario cristiano sin la mediación de un gran trabajo a la vez moral e intelectual? Un trabajo que no podemos ahorrarnos sin dejar que el cristianismo se transforme en algo muy distinto de aquello que nació inesperadamente en la primera mañana de Pascua y en Pentecostés. Sin ese trabajo, y sólo por la fuerza de la inercia, todos somos “modernistas”, fieles practicantes de la religión moderna del estado y del mercado, pero hemos dejado de ser cristianos. El trabajo del que hablo sólo puede hacerse a impulso del Espíritu Santo de Dios, sin el que no podemos decir siquiera “Jesús es Señor” de manera inteligible (1 Cor 12, 3). Este trabajo del corazón y del pensamiento tiene como origen, como impulso y como compañera en todo momento, a “la gracia”, que siempre y en todo nos precede, nos “primerea”, como dice el Papa Francisco. “La primacía de la gracia” (San Juan Pablo II, Novo Millenio Ineunte, 38) es condición de la nueva evangelización. Y ello, porque es condición de nuestro ser cristianos: es la primacía de Cristo y del don de su Espíritu sobre todas nuestras obras y palabras, nuestros deseos y nuestros pensamientos. Ya el ver la situación, ya el desear el nacimiento o la revitalización de ese “nuevo pueblo”, del que pueda brotar una cultura que no esté regida por la lógica del mercado, es una gracia inmensa.

“Las aguas han vuelto a su curso” significa, por tanto, en gran medida, que hemos vuelto a la temática preconciliar, a la problemática modernista, a veces crudamente reavivada. Por supuesto, el modernismo es poliédrico, pero hay dos tipos principales de modernismo. Uno es el que disuelve lisa y llanamente la tradición cristiana en la cultura dominante, ya sea marxista o postmarxista, postmoderna, indigenista, feminista, etc. Es el modernismo “de toda la vida”, el que podríamos llamar casi “el modernismo tradicional”. El otro es más sutil, pero no menos letal. Identifica la tradición cristiana con el cristianismo de los siglos diecisiete y dieciocho, y a la buena teología con la neoescolástica. Disuelve también la tradición cristiana, peí» la disuelve en el liberalismo o en el neoliberalismo, cuya naturaleza ideológica y revolucionaria se niega a reconocer. Vive en una confrontación permanente, pero superficial, con el otro modernismo. En realidad, los dos modernismos se necesitan mutuamente, los dos se retroalimentan11.

Este segundo modernismo, más sutil, ya se enfrentó al principio con San Juan Pablo II. No aceptó nunca con limpieza a Benedicto XVI, aunque ahora parezca que aplauden a los dos. En el fondo, no aceptó el Concilio. Y le hace más o menos abiertamente la guerra al Papa Francisco. Se reclama de la tradición, pero la tradición que acoge es en gran medida la tradición deteriorada del catolicismo burgués. Se reclama de la ortodoxia, pero su ortodoxia valora más a Kant y a un Santo Tomás de Aquino pasado por Suárez y por Kant que al Concilio Vaticano II, a la frescura de los Padres de la Iglesia, o al magisterio vivo del Papa. El primer modernismo critica al neoliberalismo y al capitalismo, pero en nombre de unas ideologías que provienen del liberalismo y que se derivan de él, y que comparten con él su ontología y sus premisas fundamentales. El segundo modernismo abraza al liberalismo abiertamente, y hasta cree poder sostenerlo en nombre de la fe cristiana. Su poder y su influencia en la vida de la Iglesia es enorme, pero sólo porque es igualmente enorme su influencia en el mundo. En realidad, paraliza la voz de la Iglesia (que, ya lo hemos visto, no puede hablar significativamente sobre ninguna realidad de este mundo), esto es, la enmudece. El primer modernismo sí que habla, pero habla con la voz de las ideologías del momento. El segundo, sencillamente, o no habla o habla desde la ideología liberal, que es lo mismo que no hablar. Los dos modernismos son dualistas. Los dos disuelven la fe, pero con velocidades distintas, de modos distintos. A mí me parece, sin embargo, mucho más venenoso el segundo, precisamente porque trata de presentarse como “tradicional” y como “ortodoxo”, cuando no es en realidad ninguna de las dos cosas. La secularización que en un primer momento parece frenar, pero que en realidad promueve, es mucho más insidiosa, mucho más profunda, y la recuperación para la comunión eclesial y para la fe de quienes han sido infectados por este tipo de modernismo es mucho más difícil.

El problema es similar al que se produjo en el siglo cuarto con el arrianismo (el gnosticismo y el pelagianismo que el Papa Francisco ha señalado como peligros de la Iglesia son fenómenos que precedieron o acompañaron al arrianismo). También ahí había un conflicto de culturas, entre la cultura helenística y su lógica y la tradición cristiana y su lógica. Si esas lógicas, en último término, parecían incompatibles, ¿no tendría que ser la lógica helenística la que marcara el paso? La lógica helenística tenía un prestigio de siglos, y su posición monoteísta era implacable y perfectamente racional, aceptada por todo el mundo culto de la época. ¿Cómo no iba a tener que prevalecer esa lógica sobre esta secta reciente de origen judío, que se empeñaba en que Dios, cuando daba vida, la daba toda entera en un acto eterno, y que por eso el Hijo era y tenía que ser homoousios, de la misma naturaleza (o substancia) que el Padre? Hubo un momento en que la impresión general era que todo el mundo era arriano o semiarriano, y por eso San Jerónimo escribió, refiriéndose al tiempo de los emperadores Valente y Constancio, que eran arríanos y que fueron seguidos por algunos o por muchos “egregios sacerdotes de Cristo”, que “todo el orbe dejó oír sus gemidos y, con perplejidad, se vio convertido en arriano”12.

Sería muy necesario, a mi juicio, poder trazar sobre esta plantilla del dualismo y de los dos modernismos, y de las diversas ideologías a las que sirven, los avatares de la Iglesia en España. Desde la Guerra Civil (y antes), y luego en el Concilio y en el Post-Concilio, con sus flujos y reflujos, pasando por las crisis de la Acción Católica en los años 70 y por la re-emergencia de los nacionalismos, hasta el momento actual. Y hasta la pandemia y sus consecuencias, y hasta la propuesta del Papa Francisco a toda la Iglesia de un trabajo hacia la “sinodalidad”, esto es, de empezar a hacer un camino juntos que nos convierta, que nos oriente a recuperar de raíz el amor a la comunión y a la misión, esto es, a volver a la experiencia cristiana en su integridad. También podría ser útil hacer a esta luz la historia de la HOAC, y la de los otros movimientos de Acción Católica, y también la de los demás movimientos y realidades eclesiales, antiguas y recientes. Y también la de nuestras universidades en todo ese período. Tal vez la mirada a nuestra Iglesia desde esa plantilla nos permitiría reconocer un hecho capital para nuestra historia y para nuestra autoconciencia cristianas: que la herencia del dualismo en España es tan poderosa y tan fuerte que da la impresión de que el cristianismo sólo puede subsistir acompañado y sostenido por una ideología: ya sea liberal, capitalista, nacionalista, marxista, o postmarxista, que se ocupa de todas las cosas “del piso de abajo”. Y hoy, naturalmente, ha de apoyarse en la ideología (en la religión) neoliberal. Pero el cristianismo que necesita de un marco ideológico para vivir y respirar en este mundo se vuelve irremediablemente periférico a la experiencia humana, a la vida familiar y al mundo del trabajo, a la economía y a la política. Es un cristianismo sin frescura, residual, es un cristianismo que agoniza. Por eso la tarea más urgente entre nosotros, así lo creo con toda mi alma, es la de recuperar la unidad indisoluble entre la dimensión social de la fe y el kerygma, y defender al pueblo cristiano de la pandemia del dualismo.

Ni que decir tiene que no tengo ni de lejos competencia para hacer esa historia, ni siquiera para esbozarla. Para luchar por superar el dualismo, sí, y lo hago diariamente, a la medida de mis fuerzas. Otros escribirán esa historia, si Dios quiere. Pero me alegra extraordinariamente publicar, en la Editorial Nuevo Inicio del Arzobispado de Granada, y en la colección Profetas, estas obras de un pionero que quiso, en medio de las tormentas del siglo veinte, escapar al dualismo, tender un puente entre lo sobrenatural y la vida humana concreta, entre la fe y la vida, poniendo a Cristo en el centro. Que esta publicación se haga con motivo de los 75 años de la HOAC, aunque sea con un retraso indebido, del que soy el único culpable, también me llena de satisfacción.

Me he ido muy lejos en la redacción de este prefacio. Pero no me importa, debo reconocerlo. Precisamente porque, situando el pensamiento de Guillermo Rovirosa con alguna amplitud en su contexto histórico, sólo superficialmente tan distinto del nuestro, me parece que se pone más de manifiesto su verdadero valor y su utilidad a la hora de leerlo hoy. Como sucede con tantos otros precursores y pioneros, Guillermo Rovirosa nos puede ofrecer una luz lateral que permite más fácilmente la visión de los contornos de la realidad, con sus luces y sus sombras, que las luces frontales. Estas ocultan en ella, con frecuencia, la riqueza de sus volúmenes y sus matices. Las buenas fotografías se sacan al amanecer o al atardecer. A la luz del pleno día no hay sombras, es cierto, pero la realidad es plana.

30 de noviembre de 2021

BIOGRAFÍA DE GUILLERMO ROVIROSA

Guillermo Rovirosa Albet nace en Vilanova i la Geltrú (Barcelona) el 4 de agosto de 1897. Pierde a su padre, José, a la edad de 9 años y a su madre, Ana María, cumplidos los 18. Terminado el bachillerato hace estudios superiores en Barcelona especializándose en Dirección de Industrias Eléctricas y de Mecánica Aplicada. A los 25 años se casa con Catalina Canals Riera. Ejerce su profesión en Barcelona y en 1929 se traslada con su esposa a trabajar a París.

Apasionado por la verdad desde su infancia, a una gran capacidad intelectual une ahora su preparación técnica. Todo ello está en la base de su condición de investigador en el terreno científico y de buscador de la verdad en todos los órdenes de la vida, de una manera especial en el religioso, el del sentido de la existencia.

La religiosidad tradicional de su familia y la del colegio en que ha estudiado no le han aportado respuestas a los interrogantes que se plantea y a los 18 años ha abandonado la fe cristiana. Vive un tiempo de desorientación y búsqueda de la verdad en las filosofías y corrientes religiosas del momento. Son años de incredulidad y escepticismo en los que su fuerte personalidad se estrella con lo que se le presenta como clave de respuesta. Concluirá reafirmándose en que sólo en la ciencia se halla con certeza la verdad que el hombre puede comprender.

Un suceso marcará su vida. En mayo de 1932 pasa casualmente por delante de la parroquia de San José, donde el Cardenal de París, Monseñor Verdier, está predicando. Movido por la curiosidad se acerca a verle. Y oye que está diciendo: “El cristiano es un especialista en Cristo…, el mejor cristiano es el que más sabe de teoría y práctica de Jesús”. Esta afirmación tocó su corazón y se le impuso la evidencia de que él no conocía a Cristo. Su honestidad le hacía ver que estaba negando lo que no conocía realmente. Y comienza desde ese momento un proceso de búsqueda de la verdad de Jesús que le llevará a conocerlo y admirarlo como figura histórica. Por entonces repetidas hemoptisis le hacen revivir el brote de tuberculosis que 10 años antes le había obligado a interrumpir el último curso de sus estudios de ingeniero y el matrimonio Rovirosa decide pasar unos meses de recuperación en El Escorial. Allí conocerá al agustino padre Fariña que le ayudará a aceptar a Jesús no sólo como hombre sino como Dios y redentor, y en la Navidad de 1933 hará con clara conciencia su “segunda Primera Comunión”.

Comienza aquí una etapa de vivencia cristiana apasionada, caracterizada por la austeridad, la exigencia de perfección y la entrega apostólica. Su esposa, que largamente había pedido a Dios la conversión de su marido, ha acompañado su camino de reincorporación a la fe de la Iglesia. Ahora los dos hacen lo que llamarán el “pacto tripartito” con Dios, según el cual ellos, que no tenían hijos, se comprometen a dedicar al trabajo apostólico todo su tiempo, su profesión y su vida matrimonial y a Dios le pedían que dispusiera las cosas de modo que ellos cubrieran sus necesidades viviendo pobremente.

Se queda a trabajar en Madrid y se entrega con entusiasmo a la lectura de las grandes obras de la teología y espiritualidad cristianas; una primera aproximación a cursos de enseñanza social católica le defrauda profundamente por su enfoque carente de base evangélica. Allí le sorprende la guerra civil; es nombrado presidente del Comité Obrero de su empresa. Organiza una “capilla clandestina” en su casa, donde diariamente se celebra misa. En los sótanos de su vivienda se halla la biblioteca de la institución de los jesuitas “Fomento Social”. Esto le pondrá en contacto con la Doctrina Social de la Iglesia, lo que le ayudará a organizar su pensamiento y sus planteamientos sociales con rigor, y a descubrir y valorar definitivamente la dimensión comunitaria del cristianismo, lo que él llamará su “segunda conversión”. Terminada la guerra, bajo la acusación de haber sido presidente del Comité Obrero de su empresa, es condenado a seis años de cárcel. Sólo cumplirá uno y parte de éste saliendo a trabajar durante el día al Instituto Llorente.

A finales de 1940 se incorpora a la Acción Católica en su parroquia de San Marcos. Le buscan para que forme parte del Consejo Diocesano de Madrid. Hace los tres cursos del Instituto Central de Cultura Religiosa Superior. Va transformando la vocalía social diocesana en un auténtico Secretariado Social, tras su sueño de devolver a Cristo a los pobres, al mundo obrero.

En mayo de 1946 la Junta de Metropolitanos de España acordó la fundación de la Hermandad Obrera de Acción Católica como movimiento especializado para los obreros adultos, dentro de la Acción Católica. El Consejo Nacional de los Hombres de AC se dirige al Consejo Diocesano de Madrid y encarga a Rovirosa la tarea de organizar y poner en marcha la HOAC. Éste entiende que Dios ha aceptado el compromiso de su conversión y desde ese momento, lleno de gozo, se entregará por entero al apostolado en el mundo del trabajo viviendo como un obrero pobre. Deja su puesto en el Instituto Llorente y marcha a Montserrat (el Monasterio será siempre un referente al que volverá una y otra vez para retirarse a orar, para recuperarse y escribir). Desde allí publica la hoja HOAC, preparando la Primera Semana Nacional de la HOAC, que en el mes de septiembre reúne a más de 300 obreros y significa el comienzo de la Acción Católica Obrera en España.

En esta Primera Semana se aprueba la publicación de un semanario obrero. Rovirosa se encarga de sacarlo adelante y el 1 de diciembre de 1946 sale a la calle el ¡TU!, periódico que llegará a editar hasta 43.000 ejemplares en unos años en que la prensa estaba férreamente controlada y la mentalidad imperante en absoluto era propicia a los planteamientos que en él se hacían. Porque el contenido y el mensaje de la publicación, transmitiendo criterios evangélicos en una realidad obrera sangrante, con un tono realista y enérgico, no dejaba indiferente a nadie. Esto provocó que en 1952 fuera definitivamente prohibido por la autoridad civil. Este semanario, de amplia difusión, así como el Boletín de la HOAC—durante años obra en gran parte de Rovirosa—, dirigido a los militantes, aciertan a transmitir el conocimiento del Evangelio y de la doctrina social de la Iglesia despertando las conciencias y presentando la verdad transformadora de Jesucristo y de su Espíritu como salvación en la vida real de las personas y de la sociedad.

Un episodio ciertamente doloroso sucede entonces. Su esposa, que había estado siempre a su lado en el camino hacia la fe, en su alegría de converso y en sus proyectos de apostolado, pensando que su presencia podría restar algo de la dedicación de su marido a la tarea que Dios le confiaba como apóstol obrero, decide dejarle totalmente libre. Cuando Rovirosa vuelve de la Segunda Semana Nacional, en 1947, Catalina Canals desaparece dejando esta nota: “Parto para que puedas seguir libremente tus caminos; no me busques; que Dios te bendiga como yo te bendigo”. Pese a haberlo intentado, no se ha vuelto a tener noticia de ella. El propio Guillermo Rovirosa vivirá con gran dolor este hecho y en adelante su dedicación apostólica incluirá también este matiz de fidelidad a su esposa.

Su gran obra, la HOAC, crece y se extiende. Diseña planes y métodos de formación: cursillos nocturnos, semanas de estudio, Plan Cíclico de formación cristiana, grupos obreros de estudios sociales (GOES), partiendo de la realidad vivida, analizándola con la luz del Evangelio y de la Doctrina Social de la Iglesia, volviendo a ella para transformarla según el proyecto de Dios. Asume los valores, los anhelos y realizaciones del movimiento obrero que no son incompatibles con la fe cristiana. Se hace presente en todas las diócesis, con su palabra directa, incisiva, evangélica, transmisora de una experiencia vital que contagia. Su conocimiento bíblico y teológico es serio y su espiritualidad muy honda. Todo ello queda reflejado en los contenidos de sus escritos y de sus charlas: el amor y la misericordia de Dios demostrados en Jesús que provocan nuestra respuesta agradecida, el bautismo y la santidad vivida en el trabajo de cada día, la, vida-trinitaria y la llamada a la comunión que implica, la pobreza y la debilidad como signos donde la fuerza de Dios se manifiesta, la humildad, la pobreza y el sacrificio como virtudes del militante cristiano… son temas recurrentes que Rovirosa vive y plantea.

Como buen discípulo de Cristo, también él será signo de contradicción. Su trabajo evangelizador entre los obreros pone en evidencia las incoherencias de muchas actitudes supuestamente cristianas y las contradicciones de un sistema que se pretendía cercano a la Iglesia. Es objeto de sospecha y de calumnia, hasta el punto que la jerarquía eclesiástica lo aleja de los puestos directivos de la HOAC. Guillermo Rovirosa, desde su conversión, vive su pertenencia a la Iglesia con inmenso amor y agradecimiento, pues se sabe traidor perdonado; su aprecio y defensa del Papa y de los obispos es sincero y notorio. Con la misma docilidad que aceptó entonces —mayo de 1946— el encargo que se le hizo de organizar la HOAC, acepta ahora —mayo de 1957— la decisión que se le impone de dejar el servicio que prestaba en ella. Fue una lección más de su talante eclesial, que él vivió con una gran paz.

Poco después, en un accidente de tranvía pierde el pie izquierdo; supone para él una experiencia de dolor físico y de limitación que evoca y le une a la cruz de Jesús. En adelante Rovirosa hará largas estancias en Montserrat, donde alternará trabajos técnicos de electricidad con la oración, la reflexión, el diálogo con los monjes, la colaboración en el Boletín de la HOAC y una amplia correspondencia con militantes y amigos. Será éste un tiempo muy fecundo. De profundización espiritual y de avance en su pensamiento tal como queda reflejado en sus obras escritas entonces (Cooperatismo integral, Dimas, Judas, La virtud de escuchar, Fenerismo, Terciarios…).

En 1963 acepta la invitación de un grupo de militantes de la HOAC a colaborar en la creación de una editorial dedicada principalmente a la edición y difusión en ambientes populares de libros de carácter social. Se trata de la Editorial ZYX, de la que será el primer presidente y también el autor del primer libro editado ¿De quién es la empresa?

Tan sólo unos días después de la presentación de este libro sufre una embolia cerebral en su casa de Madrid y el 27 de febrero 1964 fallece en el Hospital Clínico madrileño. Por entonces el Concilio Vaticano II trataba de describir el cristiano de los tiempos nuevos. Guillermo Rovirosa presentaba justamente el perfil de cristiano laico adulto, testigo auténtico de la fe en el mundo actual, que el Concilio diseñaba. Un regalo de Dios a su Iglesia.

 

Notas:

1.- Por supuesto, que el deseo de infinito no puede nunca ser arrancado del todo del corazón del hombre. Pero en el mundo sin Dios del capitalismo global, en ese mundo en que no quedan más dioses que “el dinero, la lujuria y el poder”, todo invita al ser humano a saciar sus anhelos con bienes de consumo.  Incluso a convertir la religión en un commodity, en un bien de consumo más. Véase Vincent J. Miller, Consuming Religion, Christian Faith and Practice in a Consumer Culture, Continuum, New York/London, 2003.

2.- Joaquín de Fiore, en una síntesis muy burda, dividía la historia en tres partes: el tiempo de la creación y del Antiguo Testamento, que era el tiempo del Padre; el tiempo del Hijo, que era el de la redención, y también el tiempo de la Iglesia hasta más o menos sus días; y el tiempo del Espíritu, que estaba llegando o por llegar. Con ello desaparece la idea tradicional cristiana de la creación como obra de la Trinidad, aunque atribuida especialmente al Verbo de Dios; y nace el mito del progreso, o de lo moderno como progreso. En cuanto al término Espíritu, una vez desgajado de la unidad del Dios Trino, se secularizaría rápidamente, y pasaría a ser sólo el espíritu del hombre o de un grupo humano, el espíritu de la raza o de la nación, el espíritu de una época, de un movimiento artístico o literario. De ahí, la profunda degradación que padece hoy el término “espiritualidad”, que de suyo ya era un término moderno. Para quien desee conocer con alguna precisión esta historia apasionante, véase Henri de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, 2 vols., Encuentro, Madrid, 2011.

3.- San Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis (1979), n. 1. El mismo Papa se refiere a esta encíclica como “programática” en su otra encíclica, Redemptoris Missio (1990), n. 4.

4.- Véase, sobre esto la encíclica de Juan Pablo II Centesimus Annus, n. 5, al final: “La «nueva evangelización», de la que el mundo moderno tiene urgente necesidad, y sobre la cual he insistido en más de una ocasión, debe incluir entre sus elementos esenciales el anuncio de la doctrina social de la Iglesia, que, como en tiempos de León XIII, sigue siendo idónea para indicar el recto camino a la hora de dar respuesta a los grandes desafíos de la edad contemporánea, mientras crece el descrédito de las ideologías. Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución para la «cuestión social» fuera del Evangelio, y que, por otra parte, las «cosas nuevas» pueden hallar en él su propio espacio de verdad y el debido planteamiento moral”.

5.- Véase, más adelante, pp. 121-122.

6.- Georges Bernanos, “No todas las verdades son buenas de decir”, en Français si vous saviez, Gallimard, Paris, 1961, pp. 165-168, véase la p. 165. Una amplia antología de esta obra (que comprende los artículos de Bernanos desde su regreso a Francia en 1945 hasta su muerte en 1948) será publicada pronto, si Dios quiere, en la Editorial Nuevo Inicio, Granada. El artículo entero citado aquí no tiene desperdicio.

7.- Véase Alasdair Maclntyre, “The Irrelevance of Ethics”, en Andrius Bielskis and Kelvin Knight (eds.), Virtue and Morals. Essays on Morality and Markets Ashgate, Burlington, Vermont, 2015, pp. 7-21.

8.- ¡Cuántas veces he pensado que convenía escribir un libro que llevaría por título El retorno a Jesucristo. Recuperar el socialismo. Habría que recoger los artículos de John Milbank sobre el tema. Habría que releer o leer Nuestra juventud de Péguy. Habría que rescatar la palabra “populismo” del barro en que la han metido tanto los teóricos liberales como los políticos latinoamericanos. Y los católicos deberíamos comprender que no hay ninguna tarea más importante para nosotros, y para la esperanza del mundo, que ponerse a construir un pueblo desde un “nuevo inicio” que no puede ser sino Cristo, con la conciencia de que cada mañana es la mañana de Pentecostés. Habría que escuchar la voz del Papa Francisco sin los filtros que un modernismo de cuño neoescolástico quiere obligarnos a poner. En todo caso, un socialismo como el de Péguy (y el de otros socialistas franceses del mal llamado “socialismo utópico”) está mucho más cerca de la tradición católica que el liberalismo o el capitalismo que enseñamos sin rubor alguno.

9.- John Rawls, A Theory of Justice, Harvard University Press, Harvard, Massachusetts, 1971. En el año 1975 se corrigió (para las ediciones traducidas), y luego de nuevo en 1995- Rawls retoma, adaptándolo a la sociedad contemporánea, algunas de sus ideas del Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau.

10.- Rethinking Neoliberalism. Resisting the Disciplinary Regime (edited by Sanford E Schram & Mariana Pavlovskaya), Routledge, New York and London, 2018, p. xxi.

11.- Ha sido una desgracia para la Iglesia que a Garrigou-Lagrange se le ocurriera bautizar con el nombre de Nouvelle théologie al fenómeno complejo de renovación teológica que estaba teniendo lugar en la primera mitad del siglo XX, sobre todo en Francia, pero también en Alemania y en Suiza. Ciertamente, en el caso de Henri de Lubac, de Hans Urs von Balthasar y, en la generación siguiente, de Joseph Ratzinger (pero también de otros teólogos en las dos generaciones) de lo que se trataba sobre todo era de un “retorno a las fuentes”, de una recuperación de la sacra traditio que permitiera volver a dirigirse al hombre contemporáneo a la vez en el lenguaje de la fe y en un lenguaje humano, afrontando todos sus desafíos, acogiendo todo lo que de verdadero hay en sus búsquedas, en sus anhelos, y hasta en sus negaciones (en cuanto que son negaciones de “ídolos” modernos). Es lo mismo que hacían los Padres de la Iglesia, y es lo mismo que hizo también Santo Tomás en su tiempo. Pero la etiqueta ha servido para ocultar en muchos ambientes, y acaso para varias generaciones, que lo verdaderamente “moderno” y “nuevo” en la Iglesia, y lo que deformaba la tradición católica, no era esa teología que trataba de volver a las fuentes (y, por tanto, no ha sido el Concilio), sino precisamente la neoescolástica.

12.- Disputa entre un luciferiano y un ortodoxo, n. 19. Véanse Obras completas de San Jerónimo (edición bilingüe), vol. VIII. Tratados apologéticos, pp. 44-45. El conflicto teológico “cristianismo-helenismo”, aunque versaba sobre la relación de Dios con el mundo, y especialmente con el alma o el mundo material, tenía un contexto que derivaba fundamentalmente de la cosmología. El conflicto “cristianismo-modernidad”, aunque versa igualmente, al menos en su origen, sobre la relación entre Dios y el mundo, tiene un contexto antropológico, y en el centro están una serie de categorías antropológicas: la noción de razón y de libertad, o el significado del amor y del afecto.