La espiritualidad de encarnación o espiritualidad hacia abajo, (no hacia arriba), tiene un trípode que la alimenta y la sostiene: el espíritu de conversión a Cristo, el amor sin condiciones a la Iglesia; y, en tercer lugar, la espiritualidad hacia abajo, que se sostiene sobre el pilar del amor a los pobres, de tomar a los pobres como real sacramento, en lo cual nos debemos encontrar con Dios, como en todo sacramento.

 

Los pobres en el evangelio son, sin duda ninguna, los destinatarios excepcionales. A veces solemos decir que el evangelio y el cristianismo son para todos; pero, no es cierto: son para todos los que quieran crecer hacia abajo; para los que quieran crecer hacia arriba no. El Señor en esto es tremendamente insistente. Así, en el proceso de beatificación y más aún lógicamente en el de canonización se exige que la persona propuesta a la santidad haya vivido la pobreza heroicamente y sin ello no hay posibilidad de canonización. De manera que el evangelio de Jesús es para todos los hombres reflejados en las Bienaventuranzas. Y no para todos los hombres, sino para aquellos que el Señor va definiendo en cada una de las Bienaventuranzas. Alguien, especialista en la materia, dice que todas las Bienaventuranzas se resumen en la primera, y que las demás son explicitación de la primera. Por tanto, bienaventurados los pobres. Los destinatarios del evangelio de Jesús son todos los hombres en la medida que quieran ser pobres, en la medida que queramos ser pobres; y querer no es tomar un camino a contrapelo, sino abrazar un camino porque es aquel el camino en que yo puedo realizarme a mí mismo; es el camino en el que, como decía Rovirosa, soy lo que soy porque no puedo ser de otra manera, simple y sencillamente; y, por tanto, soy pobre porque, si no lo fuera, no sería yo.

Supuesto que se acepta una espiritualidad hacia abajo sostenida en ese trípode, esto exige, especialmente cara al punto tercero (a la fuente de unión con Dios que deben ser los pobres) conocer los problemas de los pobres; es necesario en la conversión humana no sólo aceptar a Jesús, es necesario cambiar nuestra cabeza y nuestro corazón en todo aquello que no está de acuerdo con Jesús, aceptar la conversión al Señor y no aceptar el cambio de cabeza, el cambio de mentalidad, no es aceptar la conversión; la conversión a Jesús exige la conversión de nuestra mente, la conversión de nuestro corazón. Tenía razón Ratzinger cuando dice que el hecho religioso más trascendental y más doloroso de la vida humana es el proceso de conversión. Aceptar a los pobres como fuente de unión con Dios supone comprometerse a conocer los problemas de los pobres, en primer lugar. Conocer, y conocerlos en el proceso de la vida cada vez más profundamente, no sólo en aquellas cosas que nos admiran, sino en las cosas que los pobres tienen y no son admirables, a lo mejor también hijas de pecado. Pero conocer a los pobres como los pobres son, es una forma de amor a los pobres, que mi espíritu les ame más cada día; amar a una persona perfecta, no tiene mérito; primero, no existe; segundo, no tendría mérito. Amar a la persona como la persona es, con todas las incoherencias, con todo lo que el pobre tiene deficiente, que es mucho, con todas sus limitaciones, que nos va a poner nerviosos muchas veces sin duda ninguna. Conocer a los pobres como los pobres son y la situación que padecen también, no sólo en su dimensión personal sino la sociedad que les envuelve y les ha fabricado como pobres. Conocer, por tanto, la institucionalización y la estructuración de la vida de los pobres.

En segundo lugar, supone comprender a los pobres, comprender es hacer nuestra la verdad del otro. Todos los seres humanos tenemos una partecita de la verdad. Comprender a los pobres es descubrir la verdad de los pobres y hacerla nuestra; la verdad de los pobres, no sólo como individuos, como personas, sino que como personas tienen dimensión social y viven una sociedad concreta, que les configura. Comprender a los pobres es conocer ese mundo, comprender ese mundo, entender ese mundo; descubrir ahí la verdad de ellos, desde lo cual nos explicaremos mucho mejor su propia persona y, por tanto, les podremos amar más. Observamos que en nuestra sociedad eso no es importante; es cada día menos importante. En los diálogos políticos, en las televisiones no se habla de esto; se habla algo, en alguna ocasión, de la palabra marginado, nunca la palabra pobre. Y el marginado es alguien que antes estuvo integrado porque no se puede marginar lo que antes no está integrado. Y es verdad que la situación de los marginados es una situación de injusticia, pero es evidente que, si estuvieron integrados, su marginación no reviste la gravedad del pobre, que nunca ha estado integrado; que nació ya en una familia de excluidos, de padres, abuelos y tatarabuelos excluidos, y que por tanto ha llegado a asimilar una mentalidad de excluido, no de marginado. Este es el pobre: excluido aún por nosotros, no sólo por la burguesía, sino por todos nosotros, los que no somos pobres; hemos excluido de nuestras vidas a esas personas, nunca han estado integrados en la misma vida que nosotros. Comprender a los pobres es descubrir esa verdad y hacerla nuestra, la verdad de nuestro pecado de exclusión; los pobres han vivido excluidos y todavía tendemos a excluirlos de nuestra vida. La generación actual es hija o nieta de unos abuelos que en su mayoría fueron pobres también, eran excluidos. Sin embargo de esto no se habla en las familias. Aún para aquellos mismos que vivieron esa situación en nuestro país porque tienen una página triste que no quieren recordar. Y en las mismas familias en las que viven abuelos que vivieron los años cuarenta, los años treinta, que vivieron una sociedad que les excluía de ser reconocidos como personas; de eso no se habla. Es una página que hay que intentar borrar por todos los medios y eso no es hacer nuestra la verdad de los pobres, todavía tan cerca históricamente.

La comprensión es hacer nuestra la verdad del otro, a costa de que la nuestra cambie, que influya en nosotros hasta cambiar; eso es indispensable si no queremos someter a los pobres a nuestro paternalismo, a aparecer nosotros ante ellos como buenos porque hasta les hacemos favores, privándonos así de nuestro enriquecimiento personal con la comprensión. La verdad personal y la verdad social que ha constituido al otro. No hemos hecho esfuerzos por meter en nosotros la verdad de los pobres: el amor a los pobres exige vivir su vida, crecer hacia abajo; ahora ya no por una realidad social que nos lo impone, sino movidos por nuestra libertad, por el amor. Se trata de descubrir la pobreza como tránsito, como camino, como construcción de libertad; no es posible la libertad sin la pobreza. No es posible. Si amamos la libertad, amaremos la pobreza-solidaridad, que es la pobreza evangélica, aquella que consciente, que libremente abrazamos, para encontrarnos con mayor libertad, para construir en nuestra persona mayor libertad. Desde ella debe ser posible hacer una sociedad más libre. Eso debe llevarnos a vivir su vida. No verlo como una cosa triste, impuesta, que se haga pesada; la libertad no es una carga pesada. La libertad es la posibilidad que tiene el hombre de encontrarse consigo mismo, de ser él mismo, y a ello nos ayudará, sin duda alguna, el crecimiento hacia abajo, vivir la vida de los pobres, no por Imposición social, sino consciente, libre y voluntariamente. Ser yo mismo; no tengo otra manera de ser que decía Ro vi rosa.

Y por último, el amor a los pobres nos debe llevar a compartir su lucha de liberación. Esto, hasta entre los cristianos que más han profundizado en el siglo XX en esta vía, es lo que más está costando, el compartir su lucha de liberación. Hay que ver cómo nos apegamos los cristianos a realidades, por ejemplo, como la huelga del hambre por el 0,7%. Esa no es la lucha de los pobres, y hay que ver qué éxito tuvo en la conciencia de los cristianos. La Campaña del 0,7% es una forma de ignominia, es una canallada, pero nos sorprendió, y hasta nos descentró, y hasta hicimos incoherencias no pequeñas. El 0,7 no forma parte de la lucha de los pobres. El pobre exige, por su propia naturaleza aplastada, el ser redimido, el ser puesto en su lugar, el ser persona. Y por tanto la lucha de los pobres es la lucha por ser persona. Personal y socialmente es una lucha por ser reconocido como persona; con todas las consecuencias. No se trata de hacer un favor que humilla, se trata de que aquellos que son oprimidos, aplastados, sean personas; que la sociedad se vea obligada a reconocerles como personas. Qué tristeza da que uno de los cristianos que más luchó por los derechos sociales de los pobres, terminara tan tristemente con aquel pensamiento de que el problema obrero es un vulgar problema de estómago; no había entendido nada. Esa fue la cabeza más brillante, universalmente reconocida por los cristianos en el siglo XIX. Estoy hablando de monseñor Ketteler, obispo de Maguncia.

Compartir la lucha de liberación de los pobres, por la promoción integral y colectiva. Amar a los pobres es quererles como personas y compartir su lucha hasta que se vea reconocido este derecho, con todas las dimensiones de la persona humana. De manera que se pueda realizar en igualdad con el resto de los semejantes y venir, por ejemplo, con zarandajas como la del 0,7 y sufrir descentramiento, es prueba de infantilismo, sin duda ninguna. El 0,7 es una forma de opresión más.

 

Extracto del libro “Clericalismo y anticlericarismo en España”, Pág 86. Editorial Voz de los sin Voz. Nº 590