La pregunta no es si el capitalismo funciona, sino qué tipo de humanidad produce

 Publicada en  Antropología filosófica por Ignacio Pou

La pregunta no es si el capitalismo funciona o no funciona. ¡Es evidente que funciona! La pregunta, más bien, es qué está haciendo la economía capitalista contemporánea con el hombre: qué tipo de humanidad produce, cuáles son sus deseos, aspiraciones y horizontes vitales, qué clase de sociedad es capaz de generar. En esta forma de abordar la crítica a los sistemas económicos consiste la originalidad del planteamiento de Daniel M. Bell Jr. en La economía del deseo, que ha publicado recientemente la editorial Nuevo Inicio en su versión en castellano.

El autor, Daniel M. Bell Jr. es un teólogo metodista que forma parte de la corriente teológica conocida como Radical Orthodoxy. En esta obra asume el reto de examinar el sistema económico capitalista de forma crítica y su mérito consiste en que logra hacerlo sin caer en simplificaciones absurdas. Tampoco en discusiones difícilmente resolubles acerca de la mayor o menor eficiencia de este modelo económico en la producción y reparto de la riqueza. Más urgente que esta cuestión, sin duda importante, está aquella otra tan rara vez planteada sobre el tipo de hombre que es el homo œconomicus, que resulta en aquellas sociedades en las que el capitalismo de mercado es ya el sistema de regulación preferente en cada vez más ámbitos de la vida personal y social, incluso por encima del poder regulador del estado.

En esta línea, en La economía del deseo, se propone argumentar, siguiendo a McIntyre, que, desde un punto de vista humano, el capitalismo “es malo tanto para quienes triunfan según sus categorías como para quienes fracasan según esas mismas categorías” (MacIntyre, Marxismo y Cristianismo). Pues, desde una perspectiva cristiana, así debe considerarse a “cualquier orden social o económico que vea el ser rico o el hacerse rico como una meta sumamente deseable”. Una vez sentado esto, no tratará de ofrecer un sistema económico alternativo de quizás imposible implementación, sino una propuesta de prácticas y planteamientos que permitan al hombre contemporáneo “liberar” el deseo cuando este haya caído bajo el dictado del mercado capitalista en tantos ámbitos de la vida cuya riqueza y profundidad escapa a la lógica apisonadora del coste-beneficio. En este texto recogemos algunas de las ideas fundamentales de este libro, sin pretender abarcar muchos aspectos que quizás recojamos en posteriores artículos.

El hombre como “sujeto generado”

Esta forma de plantear las cuestiones económicas tiene su mayor precedente en el pensamiento de varios autores posmodernos que insisten en examinar las instituciones de la vida social como “fábricas de sujetos”, comenzando por el estado y siguiendo, en este caso, por el mercado. Una explicación sencilla de esta forma de abordar la filosofía política consistiría en señalar que la naturaleza del hombre, dejando a un lado sus condiciones biológicas de partida, está en gran medida determinada por el contexto cultural en el que viene al mundo: un contexto que da forma, en mayor o menor medida, a su manera de entender el mundo, a sus deseos, valores y horizonte vital y a su autocomprensión en relación al resto de individuos de la sociedad en la que vive. De esta manera, examinando las instituciones de la vida social, somos capaces de comprender mucho acerca de las particularidades de las personas que participan de ellas.

Bell Jr. se apoya principalmente en la obra de dos filósofos franceses del siglo XX. Michel Foucault y Gilles Deleuze, para introducir dos cuestiones de gran importancia para el análisis que se propone realizar:

El “fracaso” de la política frente al mercado

En primer lugar, el pensamiento de Deleuze permite examinar la idea de que el capitalismo neoliberal es, a día de hoy, el principal poder regulador de la vida humana. Para entender el alcance de esta propuesta, resulta conveniente precisar que tanto él como Foucault se están refiriendo a un poder que opera a nivel macropolítico, es decir, que es capaz de ejercer una enorme influencia sobre las políticas y leyes que adoptan los estados. Pero todavía más importante, se refieren a un poder que actúa también a nivel “micropolítico”, modificando desde dentro de la sociedad las relaciones que mantienen los individuos entre ellos y consigo mismos. Un poder capaz de configurar aspectos concretísimos de la vida de las personas, hasta un punto con el que el incluso el estado más totalitario (mientras China no demuestre lo contrario) solo es capaz de soñar.

También conviene indicar que cuando Bell Jr. habla de capitalismo neoliberal, se refiere no a la simple economía de mercado, sino precisamente al tipo de orden social en el que “el mercado no solo es fundamental para todas las cosas sino que todas las cosas están sometidas al dominio del mercado”.

Para mostrar cómo el capitalismo neoliberal habría alcanzado semejante posición en la vida de las sociedades occidentales contemporáneas, Bell Jr. acude a Deleuze en busca de una revisión de las formas más o menos rudimentarias que el poder político ha empleado a lo largo de la historia para tratar de hacerse con el control de la vida humana, con el fin de ponerla al servicio de sus propios fines. En todos estos intentos, nos dirá el filósofo francés, la naturaleza excesivamente creativa del hombre habría desbordado la capacidad del estado de poner coto a la expresión de sus deseos, una forma de entender la actividad humana (como expresión del deseo), que explicaremos dentro de algunas líneas.

El “mérito” del capitalismo neoliberal habría consistido entonces, según estos autores, en ser capaz de instaurar una lógica capaz de “capturar” el deseo humano en cualquiera de sus facetas y reducirlo a un formato hábil para ser empaquetado y comercializado en el mercado. En La economía del deseo, Bell Jr. examina el caso concreto del festival Mardi Gras y su supuesta naturaleza “espontanea” e “indisciplinada”, y que ha sido convertido hoy en un paquete turístico comercializado a lo largo y ancho del mundo. Ante la aparición de esta lógica, el poder del estado habría retrocedido, renunciando a un control exhaustivo de la vida según los dictados propios para aprovechar, en cambio, la capacidad productiva de la lógica neoliberal en aras de sus propios intereses.

¿Capitalismo y democracia?

De hecho, la particularidad del capitalismo global contemporáneo, según Bell Jr., consiste en ser una lógica abstracta completamente “flexible”, que no está ligada a unos valores específicos, a un territorio o a una forma de gobierno. Es capaz de aprovechar esfuerzos económicos de cualquier índole y procedencia, convirtiéndose en algo así como un “metagobierno” de todos los sistemas existentes. Desde las fábricas de la China comunista hasta las lujosas tiendas de cualquier capital del “primer mundo”, desde la producción en régimen de esclavitud de algunos países de África hasta cualquier pueblo rural de una población iberoamericana: todos los regímenes aspiran a participar de los beneficios que promete la incorporación al mercado capitalista global.

Se rompería así la idea de una vinculación natural entre capitalismo y democracia, pues la lógica capitalista no impone otra condición de acceso que “garantizar la producción para el mercado”. Incluso, dirá Bell Jr., es posible argumentar que esta misma lógica incluso promueve la diferencia de regímenes políticos, otorgando a cada uno de ellos una “ventaja competitiva” como piezas fundamentales de la gran “megalópolis” de la economía capitalista global, lo que estimula el interés del estado por ponerse al servicio de las normas del mercado, protegiendo sus operaciones para obtener el correspondiente beneficio. Así, “un mercado puede ser capitalista sin necesidad de que todos los estados o modos de producción que participan en él lo sean”.

El hombre entendido como “deseo”

La otra pieza clave del aparato teórico que despliega Bell Jr. consiste en una particular visión antropológica que consiste en examinar la vida humana como un “flujo de deseo”. De nuevo, el autor de La economía del deseo se apoya en este caso en Deleuze, pero apelará también a la idea de las “tecnologías del yo” más propia del pensamiento foucaltiano, que el autor cree en gran medida compatibles. Es preciso comprender esta idea para expresar tanto el poder que el capitalismo neoliberal ejerce sobre la vida de las personas como la posibilidad de una forma de liberar el deseo ordenándolo según criterios ajenos a la lógica del mercado.

Lo esencial de la aportación de Deleuze y Foucault para la descripción del modo en que el sistema económico capitalista contribuye a formar sujetos dominados por la codicia tiene que ver, por un lado, con la descripción que Deleuze hace del “deseo” como un poder ubicuo y, por otro, con la idea de que el mercado capitalista, con la ayuda del estado, logra capturar este deseo de forma que pueda ser puesto al servicio de la producción bajo criterios de maximización de beneficios económicos, por medio de lo que Foucault denomina “tecnologías del yo”.

Deleuze no concibe el deseo como una carencia o ausencia de algo que mueve a la persona a satisfacerla, sino como una “energía” de carácter productivo, que crea, que da y que impulsa al individuo a la sociabilidad y a la colaboración. Este deseo, sin embargo, no es un deseo informe sino que viene siempre concretado en una forma política particular, en la medida en que uno no se da a sí mismo sino que es generado por otros (un linaje y una tradición). Esta forma particular que adquiere el deseo en cada tiempo y lugar determina el modo en que el deseo se pone al servicio de unos fines particulares, de forma que toda sociedad, por medio de sus leyes, instituciones, costumbres, etc. viene a ser una suerte de “ensamblaje de deseo”.

El capitalismo como “economía del deseo”

De esta forma se comprende con más profundidad algo que decíamos hace unos párrafos: que los fallidos intentos de la distintas formas estatales que han surgido a lo largo de la historia tenían como propósito, según Deleuze, ser capaces de configurar el deseo de sus ciudadanos en un “ensamblaje” que sirviese de manera adecuada  los intereses del gobierno.

Ahora bien, ¿qué novedad representa el capitalismo en la historia de los esfuerzos por “capturar” el deseo convirtiéndolo en algo productivo? Si el deseo es ubicuo y siempre hay resistencia posible, ¿no debería ser sencillo escapar de la red del capitalismo de la misma manera que el deseo ha encontrado grietas en cualquier otro sistema político o económico?

La novedad del capitalismo contemporáneo consiste, según Bell Jr., en que, a diferencia de los regímenes políticos, no trata de acotar el deseo humano, constriñéndolo a una fórmula determinada, sino que precisamente trata de gobernar a los individuos desde su propia libertad. Se aprovecha del carácter ilimitado del deseo humano para convertir cada una de sus expresiones, desde el último iPhone hasta la filosofía más estrafalaria, en un producto que promete darle satisfacción  por un tiempo limitado, para luego ser sustituida por otra que pueda ser vendida de nuevo. De este modo el mercado se convierte en el medio inexcusable para la satisfacción de todo deseo humano y para la construcción de la propia identidad. A cambio, toda expresión de la vida humana queda desnaturalizada, al verse reducida a la lógica de la escasez y la eficiencia que domina todas las operaciones de mercado.

Una muestra de la desnaturalización que representa emplear la lógica del mercado a fenómenos que escapan a su comprensión lo vemos en el ejemplo de lo que ocurriría si llevásemos el criterio de coste de oportunidad, que empleamos con tanta frecuencia en tantos ámbitos de nuestra vida, a los lugares más sagrados de nuestra vida familiar: Supuesto que el coste de una hora de trabajo de mamá ronda los 50 dólares la hora, ¿no es más eficiente que compre comida preparada que renunciar a esos ingresos y dedicarle un tiempo a preparar la cena a su familia? Suponiendo que el coste de una hora de trabajo de papá es similar, ¿no saldría más barato contratar a una prostituta que renunciar a los ingresos de ambos por una hora de intimidad matrimonial?

El precio a pagar por la mercantilización de la vida consiste, nos dirá Bell Jr., en situar el infinito deseo humano en un horizonte de intrascendencia, en el que la vida del hombre solo encuentra satisfacción por medio de la acumulación capaz de garantizar la sucesión constante de productos, experiencias, identidades accesibles mediante el mercado que den cauce a su constante necesidad de diferenciación, que le pongan en valor ante sí mismo y ante los demás.

El poder pastoral o el cristianismo como economía del deseo

Esta visión acerca del capitalismo como una “economía del deseo”, en el sentido de un sistema que permite ordenar y orientar las expresiones del deseo humano hacia un fin –la producción para el mercado– permite al autor contraponer la propuesta cristiana como un tipo alternativo de economía del deseo, capaz de orientar la acción humana hacia fines distintos. En este sentido, la obra vuelve a conectar aquí con el pensamiento de Foucault, quizá uno de los más originales pensadores que desde la posmodernidad han examinado el papel de la Iglesia como “productora” de un tipo de sujeto por medio de lo que denomina como “poder pastoral“. La orientación cristiana de Bell Jr. no obstante, le permite aceptar cuanto puede aprovechar del pensamiento de Foucault dándole una interpretación enteramente distinta.

De hecho, critica la solución que tanto Foucault como Deleuze encuentran como una vía de resistencia al capitalismo, y que consistiría, en resumidas cuentas, en una intensificación del deseo en expresiones cada vez más particulares y anárquicas, hasta el punto de saturar la capacidad del mercado para asumirlas. Se trata de una solución que lleva al hombre a la soledad más absoluta y, lo que es peor, a un estado de esquizofrenia colectiva que presupone que solo desde la diferencia es posible establecer relaciones de paz y armonía, lo cual es mucho pretender en individuos a quienes se espolea a comportarse únicamente con el fin de la autoposesión. La resistencia al capitalismo según sus perspectivas exige al hombre renunciar a toda noción de un bien compartido, para convertirse a sí mismos en una máquina de guerra contra la dominación.

En cambio, examina el tipo de finalidad inherente al Cristianismo desde el punto de vista del deseo, para proponer lo que denominará como una “economía de la comunión”. Es decir, un “ensamblaje de deseo”, una forma de estar en el mundo, de comportarse, de trabajar, de intercambiar, de relacionarse, de hablar y de pensar cuya finalidad se orienta en primer lugar hacia la unión con Dios y con los demás, y que emana de la lógica redentora de la cruz de Cristo. Desde esta perspectiva, todas las prácticas cristianas de piedad, de limosna, de oración, de comunidad y, en definitiva, de crecimiento en las virtudes concretas, pueden ser entendidas como formas en las que el propio deseo es educado y orientado en medio del mundo para un fin distinto del que propone el mundo.

Para comprender esto, es preciso entender el sacrificio divino no como un “drama comercial” en el que Dios paga la cuenta de una deuda de la humanidad, sino como un acto de donación, en el que el Hijo rinde al Padre el sacrificio que los hombres no pueden rendir, abriendo así el camino a la plenitud en la relación de la humanidad con Dios, por medio de la comunión con el Hijo. La cruz sería, desde esta perspectiva, un acto económico de Dios, mas no en clave de un intercambio según la lógica mercantil, sino en clave de donación gratuita orientada a la comunión de Dios con los hombres.

La economía del deseo cristiana: llamados a la comunión

Aquí es donde el teólogo estadounidense, dejando atrás las críticas al capitalismo y el pensamiento de Foucault y Deleuze, se esfuerza en iluminar el poder que la propuesta cristiana representa en el mundo como una posibilidad de abandonar la economía del deseo que rige la lógica del intercambio comercial según un principio de escasez, y de pasar a una vida fundada en la superabundancia del don que representa el sacrificio de Cristo en aras de la comunión.

Por más abstracto y teológico que pueda sonar, su esfuerzo no está desprovisto de ejemplos y prácticas de cómo personas y comunidades concretas en lugares concretos son capaces de crear instituciones y formas de vida en las que todos los aspectos de la vida se integran bajo la finalidad ponerse al servicio de la comunión entre los hombres, y que beben de la comunión con Dios.

La propuesta más radical de Bell Jr. consiste precisamente en proponer que en el deseo humano no es un flujo de poder informe y caótico, sino una fuerza con un propósito original y único, que constituye a la vez el rasgo que mejor hace honor a la “imagen y semejanza” que recibimos de Dios: la naturaleza más esencial del hombre es la autodonación.

El desarrollo de este planteamiento en sus implicaciones más concretas es el tema del capítulo 7 de La economía del deseo, que se trata quizás de uno de los capítulos más duros del libro. No por su densidad filosófica o su lenguaje teológico, sino por cuanto supone de examen de conciencia para cualquier cristiano que se atreva a tomarle el pulso a su propio deseo. Esta última parte del texto, titulada La economía cristiana, afronta de manera acertada el reto de plantear las implicaciones de la presencia cristiana en el mundo sin caer en el error de pretender atrapar el don de Dios en un sistema económico particular, cuya adecuación no puede ser más que temporal.