El ser humano es un homo viator, un “hombre viajero”,

un ser siempre en camino, un ser de viaje, alguien que va de paso.

 

Diego Pereira Ríos

 

Sigue siendo increíble que, en pleno siglo XXI, sigamos teniendo en nuestras sociedades, tantas manifestaciones xenófobas, racistas, y tantas otras actitudes despectivas hacia los migrantes que nos llegan hoy a gran escala de otras partes del mundo. Según la Organización Internacional para la Inmigración (OIM), al finalizar el 2020, teníamos más de 281 millones de migrantes en el mundo[i], cifra que sin duda se vio frenada por el avance de la pandemia del Covid-19, pero que seguramente hoy día sea mucho mayor. Las diversas situaciones por las cuales los hombres y mujeres se ven obligados a emigrar están cambiando el panorama geopolítico mundial, haciendo necesario una toma de conciencia de toda la población para que este tema sea asumido con responsabilidad, no sólo por los gobiernos de turno, sino por la sociedad en su conjunto. Podemos decir que hay algunos planes inclusivos del extranjero, no solo en el plano legal, sino que, en las leyes laborales, en el acceso a la documentación también, pero lo que nos falta cambiar es la mentalidad de rechazo que impera.

Desde un pensamiento encarnado, que intenta ser crítico con la experiencia de la vida de las personas, necesitamos ahondar en una reflexión filosófica que se sirva sí de los datos estadísticos, pero que apunte a lograr explicar mejor qué implica hoy ser humano. Por un lado, para reconocerse mejor a sí mismo, y por otro reconocerse en el otro, que es distinto pero que necesita de lo mismo que todos para vivir. Cada ser humano, sea en la situación que se encuentre, depende siempre de factores históricos, políticos, geográficos, económicos, sociales y religiosos, que hacen de quien es una persona con características específicas. Pero hay una condición en el ser humano, dicha hace unos años por el filósofo francés Gabriel Marcel, que el ser humano es un homo viator, un “hombre viajero”, un ser siempre en camino, un ser de viaje, alguien que va de paso. En el tiempo y espacio que nos toca vivir, el ser humano es un peregrino que camina por este mundo en búsqueda de una mejor realización.

Desde esto, siendo seres “de paso”, no podemos olvidar aquellos factores que van condicionando nuestra endeble existencia humana. Para algunos son las guerras, las persecuciones, los desastres naturales, la falta de oportunidades, que van acorralando muchas veces la existencia, pero sobre todo acorrala a grandes grupos humanos, sin darle otra salida que la búsqueda de realización en otra tierra. Por eso también entendemos esa condición humana de la existencia como un ser circunstancial. Recordamos la frase del filósofo español Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me salvo yo”. Esto nos revela que la identidad de cada ser humano se va construyendo a partir de las circunstancias espacio-temporales que le toca vivir y que la atraviesa siempre junto con otros y otras por lo que, primero se deben pensar las circunstancias que inciden en la vivencia de esa comunidad humana, para luego procurar salvar a esa comunidad. Si no aceptamos las situaciones injustas por las que hoy muchos salen de sus territorios para poder sobrevivir, tampoco estamos trabajando para salvar nuestras comunidades.

La realidad de la migración nos revela la falta de criterios profundamente humanos que ayuden a que nuestras sociedades sean más justas. En una sociedad del cansancio (Han), experimentamos la pereza instalada a la hora de pensarnos respecto a aquello que va más allá de lo necesitamos de forma inmediata. Pareciera que, en este mundo del capitalismo consumista, es siempre más importante la necesidad personal, que estar atentos a lo que otros están sufriendo. Hay una urgencia de una revisión de las nociones fundamentales de justicia, responsabilidad, ética, necesidad. Como afirma Pérez: “Cuando en el día a día de nuestra dinámica social tenemos la noticia de miles de inmigrantes que en penosas condiciones llaman a las puertas de los países desarrollados, en buena parte de los casas para ser devueltos como ilegales la círculo infernal de la miseria de la que huían, no nos queda más remedio que constatar la urgencia política y el imperativo moral de repensar nuestros criterios y prácticas”[ii].

Según el antropólogo francés Marc Augé, esta capacidad de movilidad (homo viator) como un derecho de todos, choca con la lógica capitalista de buscar réditos de forma rápida dejando para “otro momento” las necesidades urgentes de nuestros migrantes. Afirma Augé: “Concebir la movilidad en el espacio pero ser incapaz de concebirla en el tiempo es, finalmente, la característica que define al pensamiento contemporáneo, atrapado en una aceleración que lo sorprende y lo paraliza”[iii]. Afirmar teóricamente que el mundo es el espacio de realización del ser humano, negándole en su urgencia de brindarle seguridades para su subsistencia, tiene detrás una intencionalidad macabra. Todo ser humano tiene el derecho de movilizarse, debido a esta condición de movilidad dentro de su propio territorio, pero también cuando decide trasladarse más allá de las fronteras internacionales. Si la decisión de emigrar es voluntaria, sin importar las razones, debe haber un marco legal que facilite este movimiento. En esto también se juega una ética del cuidado, como se habla mucho en estos tiempos, de acoger al necesitado, al que sufre injustamente, reconociendo en ese “otro” que llega a pedir asilo, un “yo” que posee características similares.

Debemos aunar esfuerzos por combatir las políticas del miedo al extranjero, donde muchas veces se canalizan los miedos más profundos del ser humano que son manipulados por intereses egoístas de los que tienen el poder. Normalmente hacemos una selección de a qué o quienes temer: no tememos al extranjero que posee capitales y viene a invertir en nuestros países. Le tememos al extranjero pobre. La aporofobia proclamada por Adela Cortina, revela el rechazo selectivo de nuestras decisiones que descartan en nuestro cotidiano vivir aquello que amenaza nuestros bienes, sin percibir la propaganda que está detrás de todo ello. Al contrario de aprender a compartir lo poco que tenemos, nos volvemos cada vez más egoístas y celosos de lo que poseemos. Y esto nos ciega haciéndonos incapaces de ponernos en la piel del inmigrante y el miedo que carga. Como dice Bude: “Unos tienen miedo porque se sienten amenazados por una minoría, y otros tienen miedo porque se sienten amenazados por la mayoría”[iv]. Si la mayoría unificara más esfuerzos, podríamos recibir al extranjero como un hermano y ayudarlo a rehacer su vida.

Necesitamos re-humanizarnos para lograr que aquellos que dejan sus países de origen, de los cuales seguramente no quieran salir pero que lo hacen por extremas necesidades, puedan ser acogidos dentro de un clima de fraternidad universal para que puedan continuar sus vidas donde elijan. Pero para eso, no basta procurar un cambio en las políticas migratorias, en los pactos internacionales, sino que sobre todo hay que provocar una educación en un humanismo comprometido con las necesidades de todos, que nos lleve a ir más allá de las normas. Como propone el papa Francisco: “Existe la gratuidad. Es la capacidad de hacer algunas cosas porque sí, porque son buenas en sí mismas, sin esperar ningún resultado exitoso, sin esperar inmediatamente algo a cambio. Esto permite acoger al extranjero, aunque de momento no traiga un beneficio tangible”[v]. Dar lugar a quien necesita, dar de comer al hambriento, dar cobijo a quien tiene frío, debería ser una práctica cotidiana que nos lleve a trabajar por una justicia interpersonal, donde aprendamos a colocarnos empáticamente en el lugar del otro. Sigamos procurando avanzar en este camino.

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NOTAS

[i] https://publications.iom.int/es/node/4126

[ii] Pérez Tapias, José Antonio, Del bienestar a la justicia, Ed. Trotta, 2007, p. 197.

[iii] Augé, Marc, Por una antropología de la movilidad, Ed. Gedisa, 207, p. 89.

[iv] Bude, Heinz, La sociedad del miedo, Ed. Herder, 2017, p.135.

[v] Fratelli Tutti n.139.

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