El hombre de hoy experimenta el desarraigo y el desamparo al haber perdido el apoyo en algo que lo trascienda.

Fue llevado hasta allí por su afán desmedido de autonomía heredado de la modernidad.

Querían ilusionarnos con una individualidad autónoma, no discriminada… y hemos terminamos siendo un número en las estadísticas del marketing, un estímulo para la publicidad.

La experiencia de discontinuidad.

Entendida como la pérdida o ausencia de los vínculos, en el tiempo y en el entretejido sociopolítico que constituye a un pueblo. La orfandad contemporánea tiene una primera dimensión que tiene que ver con la vivencia del tiempo, o mejor dicho, de la historia y de las historias. Algo está quebrado, fragmentado. Algo que tendría que estar unido, justamente el puente que une, está roto o ausente. ¿Cómo es esto? En primer lugar, se trata de un déficit de memoria y tradición.

Y esa discontinuidad de la experiencia generacional no viene sola: prohija toda una gama de discontinuidades. La discontinuidad -más bien abismo- entre sociedad y clase dirigente (pienso en la clase política, pero no sólo), discontinuidad que tiene por ambos lados una dosis de desinterés y voluntaria ceguera, y la discontinuidad -o disociación- entre instituciones y expectativas personales (aplicable tanto a la escuela y la universidad como al matrimonio y las organizaciones eclesiales, entre otras).

El desarraigo.

Lo podemos ubicar en tres áreas:

Primero, un desarraigo de tipo espacial, en sentido amplio. Ya no es tan fácil construir la propia identidad sobre la base del “lugar”.

Y así, el desarraigo “espacial” va de la mano con las otras dos formas de desarraigo: el existencial y el espiritual.

El primero se vincula a la ausencia de proyectos. Al no haber continuidad ni lugares con historia y sentido, (quiebre del tiempo y del espacio como posibilidad de constitución de la identidad y de conformación de un proyecto personal), se debilitan el sentimiento de pertenencia a una historia y el vínculo con un futuro posible, un futuro que me interpele y dinamice el presente. Esto afecta radicalmente a la identidad, porque fundamentalmente “identificarse es pertenecer”. No es ajena a esto la inseguridad económica: ¿cómo arraigarse en el suelo existencial de un proyecto personal si está vedada una mínima previsión de estabilidad laboral?

Y todavía esto tiene una cara más. Tanto el desdibujarse de las referencias espaciales como la ruptura de la continuidad entre el pasado, el presente y el futuro van vaciando también la vida del habitante de la ciudad de determinadas referencias simbólicas, de aquellas “ventanas”, verdaderos horizontes de sentido, hacia lo trascendente que se abrían aquí y allá, en la ciudad y en la acción humana.

Esta apertura a lo trascendente se daba, en las culturas tradicionales, mediada por una representación de la realidad más bien estática y jerárquica, y esto se expresaba en multitud de imágenes y símbolos presentes en la ciudad (desde el trazado mismo hasta los lugares impregnados de historia o aún de sacralidad).

En cambio, en el talante moderno esa trascendencia tenía que ver con un “hacía adelante”, constituyendo el nervio de la historia como proceso de emancipación y mediándose en la acción humana -acción transformadora, en el sentido moderno-, lo cual encontraba su expresión simbólica en el arte, en el fortalecimiento de algunas dimensiones festivas, en las organizaciones libres y espontáneas y en la imagen del “pueblo en la calle”.

Pero ahora, cada vez más acotados o vaciados de sentido los espacios que hasta hace poco funcionaban como disparadores, como símbolos de la trascendencia, el desarraigo alcanza también una dimensión espiritual.

Dos objeciones podrían plantearse a esta última afirmación.

La primera tiene que ver con el rol de los medios de comunicación que pueblan el mundo de imágenes, “comunican”, generan hitos -y mitos- que reemplazan a los viejos hitos geográficos o a las referencias utópicas. ¿No puede ser que la cultura mediática de la imagen sea el nuevo sistema de símbolos, la nueva “ventana” a lo Otro, así como en otro tiempo lo fueron las catedrales y los monumentos?

La segunda objeción pone sobre el tapete el hecho de que, contra todos los pronósticos secularizantes, la religión no desapareció de las ciudades, es más, desarrolló nuevas expresiones y referencias, hasta el punto que una y otra vez el marketing intenta “subirse” a este fenómeno para generar ganancias. Esto es verdad, sin duda, pero también es cierto que todas esas manifestaciones de religiosidad se viven en buena parte desde el desarraigo y la orfandad y buscan, en la fe, la oración y el gesto religioso, remediar de algún modo aquellas situaciones.

Así, entonces, discontinuidad (generacional y política) y desarraigo (espacial, existencial, espiritual) caracterizan aquella situación que habíamos llamado, más genéricamente, de orfandad.

La caída de las certezas

Un tercer aspecto de la orfandad contemporánea, íntimamente relacionado con los que ya hemos visto, es la caída de las certezas.

Por lo general, las civilizaciones crecen a la sombra de algunas creencias básicas acerca del mundo, del hombre, de la convivencia, de los por qué y para qué fundantes del acontecer humano, etc. Esas creencias, muchas veces dependientes de las religiones, pero no solamente, constituyen una suerte de certezas sobre las cuales se apoya toda la construcción de una figura histórica, en la cual adquiere sentido la existencia de las comunidades y las personas.

Pues bien: muchas de las certezas que han animado a nuestra sociedad “moderna” se han diluido, caído o desgastado. Un discurso “patriótico” al estilo de los que -todavía- movilizaban a mi generación, tiende a ser visto con burla o escepticismo. El lenguaje revolucionario de hace treinta años puede ser, como mucho, motivo de curiosidad y sorpresa. La misma idea de solidaridad encuentra difícilmente su camino para hacerse oír en medio de la ideología de la “salida individual”. Y esta pérdida de certezas, otrora inconmovibles, alcanza también a los fundamentos de la persona, la familia y la fe.

La idea de que el “fin de la modernidad” supone la caída de las principales certezas, idea que remite, en último análisis, a un profundo descrédito de la razón. (Fides et Ratio 91).

La misma búsqueda de la verdad -y la misma idea de “verdad”- se ensombrecen: en todo caso, habrá “verdades” sin pretensiones de validez universal, perspectivas, discursos intercambiables.

Un pensamiento que se mueve en lo relativo y lo ambiguo, lo fragmentario y lo múltiple, constituye el talante que tiñe no sólo la filosofía y los saberes académicos, sino la misma cultura “de la calle”, como habrán constatado todos aquellos que tienen trato con los más jóvenes. El relativismo será pues el resultado de la así llamada “política del consenso” cuyo proceder siempre entraña un nivelar-hacia-abajo. Es la época del “pensamiento débil“.

La cultura actual, ante la falta de certezas, se recuesta en el sentimiento, en la impresión y en la imagen.

Esta situación nos obliga a encarar de algún modo el rescate de una racionalidad válida, de un pensamiento vigoroso que permita superar el irracionalismo contemporáneo.

 

Extracto del Mensaje del Papa Francisco, cuando aún era Arzobispo de Buenos Aires, a las Comunidades Educativas (28 de marzo de 2001).

https://www.arzbaires.org.ar/inicio/homilias/homilias2001.htm

 

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