LA ANTROPOLOGÍA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO
Autora: SOR MARIE DE L’ASSOMPTION, OP Cátedra Santo Tomás de Aquino, Instituto Católico de Toulouse
En relación con la persona humana, la modernidad filosófica comienza de manera sistemática con la definición cartesiana: «Yo, mi alma»1, que identifica a la persona con una sustancia puramente espiritual cuya esencia es pensar. El cuerpo no es más que una sustancia extensa, que funciona de acuerdo con las leyes de la mecánica, parecida a todos los demás cuerpos del universo, ajena a la constitución de la persona. Es cierto que Descartes afirma siempre la unidad substancial del hombre, definida en el Concilio de Viena2, pero la explicación que ofrece de ella —una glándula pineal que une las dos sustancias independientes, espíritu y cuerpo— parece tan débil que incluso su autor se ve obligado a reconocer que hay aquí una idea oscura, algo curioso cuando se ha establecido como principio, como criterio de verdad, la idea clara y distinta. Sin embargo, él pretendía con ello justificar, mejor de lo que lo hacía la escolástica, la inmortalidad del alma humana, definida en el Concilio V de Letrán3. Inmaterial como el pensamiento, no tenía, en realidad, nada en común con el cuerpo, que ella no vivificaba y del que no recibía nada. Además, no se planteaba el problema de su subsistencia personal tras separarse del cuerpo. La separación más radical de la filosofía y de la teología, erigida como principio metodológico, que conduce a la conciliación proclamada de ambos.
Lamentablemente, la ambición cartesiana de haber fundamentado de manera irrefutable la inmortalidad del alma se desmoronó rápidamente, desde el Hombre máquina de La Mettrie hasta el materialismo científico del siglo XIX, para derrumbarse definitivamente bajo las embestidas de Nietzche, que acusaba al cristianismo de despreciar el cuerpo en general y la sexualidad en particular. La concepción cartesiana solo ha sobrevivido, excepto la inmortalidad, en las visiones de la persona como pura consciencia de sí4 o pura voluntad5. En todos los casos se ha perdido o el cuerpo o el alma, y de ahí la dificultad de nuestros contemporáneos para definir la persona humana, que se transforma en un rechazo asumido a nivel jurídico, con todas las consecuencias éticas, legislativas y teológicas que hemos mencionado anteriormente. La crisis actual es, principalmente, una crisis de la persona humana, de su naturaleza, de su lugar, de su dignidad y de su vocación.
En un contexto así, la antropología teológica y filosófica de Tomás de Aquino nos permite darnos cuenta de la complejidad del hombre y de su vocación, tanto en su doble dimensión espiritual y corporal (física) como en la diferenciación sexual, por una parte, en la armonía de las relaciones de orden natural y de orden sobrenatural, por la otra, y de fundamentar así la inalienable dignidad de toda persona humana, hecha a imagen de Dios. Esta afirmación es paradójica en el sentido de que Tomás de Aquino casi siempre habla de la persona humana en referencia a la Trinidad, a Cristo o a los ángeles, nunca por sí sola. Además, si la racionalidad es lo que caracteriza a la persona, según la definición que tomó prestada a Boecio6, que permite aplicar sin lugar a dudas este concepto a Dios, al ángel o al hombre, ¿qué lugar queda para el cuerpo en la persona humana? ¿No se convierte en un elemento accidental de la persona, que coloca a la persona humana en el nivel inferior de las sustancias individuales? ¿En qué puede afectarle el orden de la gracia?
En primer lugar veremos lo que, según el Aquinate, caracteriza a la persona humana en relación a las personas divinas y angélicas (1), luego su vocación en cuanto criatura hecha a la imagen de Dios (2) y la manera en que puede alcanzar su finalidad última (3).
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Lo específico de la persona humana
La definición de Boecio consta de dos elementos constitutivos. En primer lugar, la singularidad, que se realiza principalmente en la sustancia, individuada por sí misma y que confiere individuación a los accidentes. En segundo lugar, la racionalidad, que permite la acción autónoma y el control del propio acto. Los seres racionales ejemplifican de manera más adecuada el concepto de individuo, pues son los individuos quienes realizan las acciones. De ahí que se les reserve el apelativo de «personas».
El término «persona» significa, pues, una cierta naturaleza que implica la racionalidad, con un determinado modo de existir, y el hecho de ser una sustancia individual, lo que conlleva tres consecuencias: la dignidad, que depende de la intelectualidad y del modo de existir que presupone, el hecho de existir por sí misma7; la realización acabada, la completitud8, y, por último, la incomunicabilidad: «»Persona» hace referencia a algo subsistente en una cierta naturaleza y distinto por esa propiedad»9. Esta propiedad distintiva caracteriza la individualidad de la persona y fundamenta su incomunicabilidad. Esta hay que entenderla en el sentido metafísico del término, y constituye el fundamento de su identidad personal, que permite a la persona entrar en relación.
Pero, como explica Tomás, hay dos tipos de nombres: los nombres de las cosas, o de primera intención, que designan un ser real, y los nombres de segunda intención, que designan un objeto de pensamiento que solo puede conocerse a través de un acto de reflexión de la inteligencia sobre sí misma. Luego «persona» es un nombre de una cosa que no remite a una categoría lógica, sino a seres individuales que existen realmente y son sujetos de una naturaleza racional. Siendo analógica, tiene dos significados.
1) En primer lugar, puede designar a la persona en sí, es decir, un sujeto distinto en una naturaleza racional, sea cual sea el modo de individuación y la naturaleza de la sustancia, dejando de lado sus condiciones reales de existencia. Este nombre puede, pues, aplicarse a cualquier tipo de naturaleza, sin tener en cuenta la forma en que un individuo es diferente de los demás en su naturaleza. Pero aquí estamos en el orden abstracto. Lo que estamos definiendo es la noción en general, común a todas las personas, pero se trata de un elemento común lógico, no de una propiedad que exista de verdad y de manera generalizada en las diferentes personas. Porque las personas divinas, angélicas y humanas son todas ellas sustancias individuales de naturaleza racional, pero no lo son todas de la misma manera, no tienen ningún elemento común real, no pertenecen al mismo género. Cuando nos referimos a la animalidad como algo común al mono y al hombre que designa el hecho de ser un ser vivo, estamos determinando una propiedad real presente en ambos: tanto el mono como el hombre son seres vivos sensibles, que tienen ADN o átomos de carbono, como en todas las células. Pero en el caso de la persona, es diferente: la definición es común, porque las personas divinas, angélicas y humanas son todas realmente personas, es decir, sustancias individuales de naturaleza racional, pero no hay una propiedad real que esté presente de manera común, como por ejemplo la racionalidad. Porque la manera diferente en que son sustancias individuales introduce una diferencia ontológica radical entre ellas. La racionalidad solo llega después, como consecuencia de la forma en que son sustancias individuales. Por tanto, lo que estamos definiendo no es la persona real. Una persona real es indefinible, porque es persona por una propiedad incomunicable, distinta de todas las demás. El nombre de cosa define, pues, aquí un concepto común abstracto de esas realidades que son personas reales.
2) El nombre de persona puede tener un segundo significado, el que recibe en las diferentes naturalezas racionales, y que no es lo mismo. En esta ocasión se define la manera en que dicha sustancia individual existe. Pero esta manera depende de la naturaleza de la persona en cuestión. Las personas divinas no existen de la misma manera que las personas angélicas o que las personas humanas y, por tanto, no son sustancias individuales de la misma manera: en cada ocasión hay una forma diferente de ser un individuo distinto en su naturaleza. Por tanto, esta segunda definición es la más cercana a la realidad de lo que es una persona. No define la incomunicabilidad, en qué consiste la propiedad distintiva de cada persona, sino que define la manera en que esta persona existe en cuanto persona, es decir, como sustancia individual.
De ahí que la verdadera forma de definir a la persona humana sea hacerlo como persona-humana: ¿de qué manera es, pues, la persona humana sustancia individual? En realidad no podemos separar en un hombre lo que él es como persona y lo que él es como persona humana, dado que es persona por el hecho de que es persona-humana, según un modo propio de ser sustancia individual. Lo mismo puede decirse para las demás personas, divinas o angélicas. Para acercarnos lo más posible a la definición de una persona, es necesario, por tanto, observar que es sustancia individual en su naturaleza real. De lo contrario, si queremos diferenciar en una persona humana lo que es como persona (sustancia individual de naturaleza racional) y lo que es como humana (persona corporal), estaremos en el orden lógico, y no en el orden real. Y, por tanto, no podremos extraer ninguna consecuencia real y ninguna consecuencia para el actuar, dado que solo las sustancias actúan. Una persona no existe más allá de la manera en que se realiza como persona, es decir, como sustancia individual realmente existente: el modo de individuación de cada persona no es, por tanto, accesorio, sino indispensable para definir a una persona concreta y sacar las consecuencias de ello en el orden real y en el orden de la actuación.
En el caso de las personas divinas, lo que las distingue es el hecho de que son relaciones subsistentes, estando las propias relaciones fundadas en las procesiones (procedencias) divinas. En ellas, la relación es su personalidad: la persona del Padre se define por su relación de paternidad; la del Hijo, por su relación de filiación; la del Espíritu Santo por su relación de procesión (procedencia) del Padre y del Hijo.
Los ángeles son criaturas incorpóreas, y se les llama formas simples porque no están compuestos de materia y de forma, pero tampoco alcanzan la simplicidad divina porque su esencia no es su esse, su ser. Al ser inmateriales, son incorruptibles por naturaleza, pues su forma subsiste por sí misma. Según Tomás, cada ángel difiere de los demás por su especie; dicho de otro modo: no puede haber varios individuos angélicos en una misma especie, la diversidad de los ángeles depende del grado de perfección de su especie. ¿Que constituye entonces su individuación? Lo propio de esta no es la materialidad —a diferencia de la concepción aristotélica, de que se separa claramente—, porque la materialidad no es sino el modo según el cual se individualizan las realidades compuestas de materia y de forma, sino la incomunicabilidad. Lo que hace incomunicable al individuo material es el hecho de que su forma sea recibida en un sujeto o en una materia que lo individualice. Lo que hace que las formas simples sean incomunicables es que, por naturaleza, no son aptas para ser recibidas en un sujeto, sino que son formas subsistentes en sí mismas. Así, hay tantos ángeles como especies y personas diferentes, y su número, aunque desconocido, supera probablemente todas las cantidades materiales. Esto refleja la perfección del universo, que determina que cuantos más seres perfectos existen, más abundantemente los crea Dios. Al ser sustancias individuales de naturaleza intelectual, el concepto de persona se aplica bien a los ángeles, pero de manera analógica, pues ellos tienen su modo propio de individuación en relación tanto con las personas divinas como con las personas humanas. Determinada por sí misma por el hecho de que no puede ser recibida en ninguna cosa como forma determinable, su forma simple es, así, suficientemente incomunicable.
Por lo que respecta al hombre, ¿qué es lo que caracteriza esta existencia personal y qué es lo que, en ella, es principio de distinción respecto a las otras personas humanas? Si no hay una verdadera comunidad sustancial entre los hombres y los ángeles, a fortiori con Dios, es imposible concebir la noción de persona como un concepto unívoco, como un género que se realiza de manera única en cada una de sus partes, y dentro del cual se distinguen diferentes tipos de personas, divinas, angélicas y humanas, al igual que las especies son subdivisiones de un género. El término «persona» hace siempre referencia, sin duda, a una sustancia individual de naturaleza intelectual, pero la pregunta es qué tipo de sustancia concreta es, es decir, cómo existe por sí misma de manera individual e incomunicable. ¿Qué significa esto para el hombre?
Tomás no aborda la cuestión por sí misma, sino para definir el estatus del alma separada y, con fines cristológicos, en las cuestiones referentes a la encarnación, para determinar qué asumió el Verbo de Dios en la unidad de su persona, y en las cuestiones relativas a la Redención sobre el tema del estatus de Cristo en el triduo pascual. Niega al alma separada la condición de persona dado que es únicamente una parte de la naturaleza humana10. Al estar destinada a unirse al cuerpo, no constituye una naturaleza completa en sí misma y, por tanto, no puede responder a la definición de persona, que implica totalidad y completitud. De ahí que la persona no pueda reducirse a la individualidad, porque presupone una sustancia subsistente individual, existente en sí misma, y no en otro ser o en un todo más perfecto11. Así pues, la naturaleza humana del Verbo encarnado es sustancia individual, pero no existe por sí misma separadamente, sino tan solo en el ser más perfecto al que está unida, el Verbo de Dios; de modo que no es una persona en sentido metafísico, lo cual no constituye una carencia, sino que es signo de su inigualable dignidad, al haber sido asumida por la Persona divina del Verbo y tener, por supuesto, una personalidad humana psicológica completa. Por consiguiente, en sentido estricto, el alma separada no es la sustancia de una naturaleza, sino una parte de la naturaleza, y lo que llamamos «persona» es la composición, y no el alma racional, aunque sea Asistente. De manera que el cuerpo es, y no menos que el alma, necesario para que haya una persona humana. «El hombre toma su ser persona no solo del alma, sino del alma y del cuerpo, dado que él subsiste por ambas»12. Por tanto, la dignidad inherente a la persona es la de la persona en su totalidad, y no solo la del alma, aunque esta tima sea más digna que el cuerpo por su naturaleza espiritual13.
Cuando Tomás de Aquino sostiene, pues, que el alma separada no es una persona, y que hay que considerar al alma como una totalidad de la que el cuerpo forma parte en igualdad de condiciones, sabe que no está solo, pues, según dice, «todos los modernos», es decir, los autores de los siglos XII y XIII, son de esta misma opinión, según la cual el alma, al estar unidad al cuerpo tal como la forma está unida a la materia, no es más que una parte de la naturaleza humana y no es, por tanto, una persona; de igual manera todos sostienen que Cristo no fue un hombre entre su muerte y su resurrección, por la separación de su alma y de su cuerpo. Sin embargo, esta unanimidad proclamada es solo fachada. La forma en que se interpretan la naturaleza exacta del alma humana y del cuerpo y de sus relaciones difiere profundamente entre los autores que sostienen o formas de dualismo más o menos marcadas —como Alberto Magno, que defiende una mezcla de dualismo neoplatónico y de hilemorfismo aristotélico, y el conjunto de la escuela franciscana, que defiende una pluralidad de formas substanciales— o formas de materialismo más o menos disfrazadas —como Siger de Brabante—. Solo Tomás de Aquino llega a pensar al mismo tiempo en una unidad substancial real de alma y cuerpo y la inmortalidad del alma separada, pues el problema radicaba precisamente en conciliar las dos. Para ello procede de dos formas: por un lado, muestra, en primer lugar, que el alma es forma substancial única del cuerpo; con esto asegura la unidad del hombre, pero debe luego asegurar la posibilidad de la subsistencia del alma separada; por otro lado, comienza mostrando que el alma es una sustancia intelectual e inmaterial, y el problema es, entonces, saber cómo es posible una unión substancial con el cuerpo. En todos los casos el análisis de sus acciones es lo que nos permite deducir su naturaleza y la relación que la une al cuerpo. Por consiguiente, hay que comenzar estudiando la acción específica del hombre, que es la intelección, para a continuación considerar la naturaleza del alma intelectual.
Tomás establece que el alma humana es una forma subsistente al demostrar que la intelección es una operación inmaterial, partiendo o de la naturaleza del objeto al que concierne esta operación, o del hecho de que el hombre puede conocer la naturaleza de todos los cuerpos, o incluso del hecho de que, por medio del conocimiento intelectual, el hombre puede conocer una multitud de realidades, es decir, recibir en sí una multitud de formas.
La naturaleza subsistente del alma humana se deduce, pues, de la inmaterialidad de la intelección: dado que el alma humana tiene una operación que le pertenece por derecho propio y en la que el cuerpo no participa intrínsecamente, es subsistente, es decir, existente por sí misma, porque para actuar hay que estar en acto; actuamos de la manera en que somos. Por lo tanto, hay que precisar lo que entendemos por subsistente o existente en sí mismo. En sentido amplio, «que existe por sí mismo puede decirse de algo cuando no está adherido como accidente, o como forma material, incluso si es parte. Pero, propiamente, que subsiste por sí mismo se dice de aquello que no está adherido según lo dicho, y que tampoco es parte»14. Por eso, estrictamente hablando, las operaciones no se atribuyen a las partes, sino al todo actuando por sus partes. El alma es, pues, subsistente porque tiene una actividad inmaterial, aunque, en sentido estricto, no sea el alma la que entiende, sino que es el hombre el que entiende gracias a su alma. Por lo tanto, el alma no es un individuo propiamente dicho, pero, como tiene una actividad propia, tiene un ser propio que no depende del cuerpo.
Al mismo tiempo, el alma es subsistente siendo forma del cuerpo. De nuevo, es el estudio de las operaciones del hombre lo que nos va a permitir establecerlo: al demostrar que el acto de intelección presupone el cuerpo, santo Tomás deduce la idea de que el principio intelectivo no puede estar unido a ella más que en calidad de forma. Aunque la intelección en sí sea un acto inmaterial, es necesario reconocer que el cuerpo desempeña en ella un papel, pues sin él no podríamos dar cuenta de la unión del alma y el cuerpo. Porque lo que es natural no puede ser vano. Si es natural que el hombre tenga un cuerpo, es porque el cuerpo es necesario para el alma intelectiva. Pero esto no puede darse a la inversa, porque son las realidades inferiores las que están al servicio de las superiores. Por lo tanto, el principio intelectivo de la naturaleza humana debe necesitar el cuerpo para la actividad que le es propia. Tomás de Aquino recrimina así a Platón, que consideraba que las ideas derivan de formas separadas, que no explique por qué el alma está unida al cuerpo. Definir al hombre como un alma que se sirve de un cuerpo, de manera que la relación entre ambos es como la del piloto y su navío, no se corresponde con la realidad. Porque es el alma la que hace vivir al cuerpo; luego vivir es el ser de los seres vivos. Por consiguiente, es el alma la que da al cuerpo humano el ser en acto, lo que le es propio de forma substancial. El alma es, pues, forma del cuerpo. Si el alma no existiera, no conferiría su especie al cuerpo ni a sus partes. Luego, al morir, cuando el alma se separa del cuerpo, no hablamos ya de cuerpo o de ojo más que de manera equívoca. Además, esto haría de la unión del alma al cuerpo una unión puramente accidental, y la muerte no señalaría ningún cambio sustancial, algo que es evidentemente falso.
Permanece aún el problema de la individuación del alma, que puede formularse así: si admitimos que el alma es forma en sentido aristotélico, entonces es individuada y multiplicada por la materia; pero si retiramos la causa de la individuación, ella desaparecería también y, así, al morir, no quedaría más que una sola alma para toda la humanidad: la naturaleza común del alma. Pero si el alma es individuada por sí misma, ¿en qué sentido necesita el cuerpo para existir?
Tomás responde que el alma solo es individuada por el cuerpo, y que la multiplicidad de cuerpos implica la infusión de una multiplicidad de almas. Por eso las almas no son creadas antes de ser incorporadas, pues esto haría de ellas sustancias completas. Pero resuelve el problema introduciendo una distinción entre el principio y el final de la individuación, lo que le permite fundamentar el carácter propio de cada alma y, al mismo tiempo, garantizar la permanencia de su individuación incluso después de la separación: “Aunque la individuación de las almas dependa del cuerpo en cuanto a su principio, sin embargo, no depende en cuanto a su fin, de modo que, cesando los cuerpos, cese la individuación de las almas. Y la razón de esto es que, como toda perfección se infunde en la materia según su capacidad, así se infundirá la naturaleza del alma en los diversos cuerpos, no según la misma nobleza y pureza: por lo tanto, tendrá el ser terminado en cada cuerpo según la medida del propio cuerpo. Ahora bien, este ser terminado, aunque se adquiera para el alma en el cuerpo, sin embargo, no lo adquiere por el cuerpo, ni mediante una dependencia del cuerpo. Por lo tanto, separadas de los cuerpos, aún permanecerá para cada alma su propio ser terminado de acuerdo con las afecciones o disposiciones que la acompañaron, en cuanto que ella fue la perfección de tal cuerpo»15. Tomás afirma, pues, que el principio de individuación de las almas está del lado del cuerpo, pero no está causado por lo material. La causa de la individuación es Dios, que causa a la vez el ser del alma y el ser de la materia. Así, hay que establecer dos principios en el origen de la individuación del alma humana: el cuerpo como principio material, y Dios como principio eficiente en el sentido de que le confiere su esse propio. Esta individuación, aun manteniendo la independencia en el ser del alma, crea, entre ella y el cuerpo, una proporción y una adaptación mutuas que permanecen incluso después de la separación del cuerpo, porque siguen al ser. ¿En qué sentido esta relación con la materia puede permitir la individuación de la forma? En cuanto sujeto primero, va a proporcionar la incomunicabilidad, que es la esencia de la individuación, mientras que la forma en sí es comunicable a varios sujetos.
Una vez establecido que el cuerpo es necesario para que el alma puede ejercer su operación propia, falta por ver, en concreto, dónde se sitúa el rol del cuerpo y en qué consiste. Tomás de Aquino explica que el alma necesita el cuerpo en primer lugar con anterioridad al acto de intelección. Porque obtiene sus ideas de las cosas sensibles por medio de la abstracción. El cuerpo, por tanto, proporciona al alma las imágenes sensibles a partir de las cuales la acción intelectiva va a abstraer las naturalezas universales que van a poner en acto el intelecto posible y le van a permitir formar conceptos, según la teoría tomasiana del conocimiento. Tiene también necesidad de él en el momento mismo del acto intelectivo. Porque, dado que la inteligencia humana es la facultad de un alma con forma de un cuerpo, su objeto es la naturaleza de las cosas sensibles, que solo existen en individuos constituidos por materia corporal, pues toda potencia es proporcionada a su objeto. De ahí que dichas realidades no puedan ser plenamente conocidas más que si se captan en su existencia singular, y esto es algo que solo las facultades sensibles pueden hacer.
Hay dos señales que ponen de manifiesto esta necesidad: en el caso de desórdenes en la imaginación y la memoria debidos a un problema orgánico, el intelecto se ve obstaculizado o impedido en su funcionamiento. Pero, al no ser ella misma una facultad orgánica, este hecho sería algo inexplicable si su actividad no implicara necesariamente una facultad que a su vez se sirve de un órgano corporal, como son las capacidades sensitivas. Una segunda señal es el hecho de que todos necesitamos servirnos de ejemplos extraídos de imágenes para comprender o hacernos comprender.
La consecuencia que se deriva de esto es que las realidades inmateriales, que no podemos representar en forma de imágenes, solo podemos conocerlas en relación a las realidades materiales, como causas de estas o por comparación con ellas, pero, en cualquier caso, de manera negativa. Y ni siquiera podemos hacerlo sin recurrir a imágenes, aun sabiendo que estas no representan esas realidades.
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La vocación del hombre a la felicidad en cuanto imagen de Dios
La naturaleza intrínsecamente corporal de la persona humana está, así, vinculada a la debilidad de su inteligencia, que no es capaz de captar directamente lo inteligible, sino que debe acudir a lo sensible16, algo que sitúa al hombre en el nivel más bajo de las criaturas inteligentes17. Sin embargo, por el hecho mismo de su naturaleza intelectual, comparte con los ángeles la misma finalidad última, la visión de la esencia divina18. Tomás hace suya la concepción agustiniana que ve en la creación del hombre a imagen de Dios el fundamento de su capacidad para la gracia, que es a la vez natural e inconfundible19. El hombre es capax gratiae20, capax Dei21, o incluso capax beatitudinis22, no solo porque habría apelado a una vocación sobre natural por un mero decreto de la voluntad divina, independiera de su naturaleza en cuanto tal, sino debido a su intelectualidad, que hace de la visión beatífica la única bienaventuranza posible para los seres dotados de inteligencia. Si bien esta afirmación se apoya en primer lugar en la Revelación que promete esta visión23, el Aquinate considera que es demostrable por la razón, es decir, partiendo del análisis de su naturaleza humana, y ofrece dos argumentos de ello En primer lugar, por el hecho mismo de su inmaterialidad, el alma humana, como el ángel, no puede venir a la existencia más que siendo directamente creada por Dios24. Y, por consiguiente, no puede tener como finalidad última más que a Dios:
La beatitud de cualquier criatura intelectual consiste en su operación más perfecta. Ahora bien, lo que es supremo en toda criatura racional es el entendimiento; por ello es preciso que la beatitud de toda criatura racional consista en la más noble visión del entendimiento […]. Si, pues, la criatura racional en su visión más perfecta no alcanzase a ver la esencia divina, su beatitud no sería el mismo Dios sino algo por debajo de Dios, lo cual no puede ser ya que la última perfección de cualquier cosa se da cuando alcanza a su principio; Dios mismo ha creado de modo inmediato todas las criaturas racionales, como sostiene la fe verdadera; por eso, es preciso según la fe que toda criatura racional que llega a la beatitud vea a Dios por esencia25.
En segundo lugar, toda criatura racional tiene un apetito intelectual innato de ver la esencia divina26; y mientras no lo consigue, permanece insatisfecha y no puede conocer una verdadera felicidad:
Es imposible que alguien obtenga la beatitud perfecta si no es en la visión de la esencia divina, porque el deseo natural del intelecto es conocer las causas de todos los efectos que conoce, y esto solo puede lograrse conociendo la causa universal de rodas las cosas, que no está compuesta de efecto y causa, como las causas segundas. Quitar la posibilidad de la visión humana de la esencia divina es, pues, quitar la beatitud misma27.
La capacidad natural a la gracia se desprende de esta inclinación natural del hombre, inherente a su inteligencia, hacia su finalidad última, la visión de la esencia divina, como una aptitud, un poder receptivo en el orden del ser28, que Tomás concibe como análogo a la relación ontológica entre la materia y la forma, y no como un poder pasivo en el orden de la eficacia o de la operación. Tampoco es, como sostuvo sin oposición el conjunto de la escuela tomista hasta el estudio pionero del padre De Lubac, Sobrenatural29, un mero poder obediencial. Este poder se define como un poder pasivo de orden operacional, vinculado a la criatura en sí, y que corresponde a la omnipotencia creadora de Dios; dicho en otros términos: no es un poder vinculado a la naturaleza de un ser, que provenga de su forma substancial, sino que está vinculado al poder de Dios en el orden del esse. Porque al igual que Dios puede hacer existir a cualquier criatura sacándola de la nada, así también una vez que esta criatura existe puede hacer lo que quiera, sin que haya necesariamente un vínculo con su forma, pues toda criatura obedece a su Creador, de ahí el nombre potentia oboedientiae30. Tomás distingue cuidadosamente la capacidad natural a la gracia que tiene esta última, y es algo que puede justificarse con dos argumentos. Por una parte, la potencia obediencial no solo no está vinculada a la naturaleza de un ser, sino que está sistemáticamente presentada en oposición al poder pasivo natural31. Entra en juego en la acción milagrosa de Dios, que puede incluir bienes naturales o bienes sobrenaturales, o en intervenciones divinas como las revelaciones proféticas, pero nunca se la menciona para hablar de la gracia santificante. Al contrario, la capacidad de la gracia es considerada natural hasta tal punto que santo Tomás afirma que la justificación del pecador por el don de la gracia no es un milagro, pues en todo hombre hay un orden natural para recibir la gracia, y solo hay milagro cuando Dios actúa fuera de las leyes de la naturaleza32. Por otra parte, la potencia obediencial, dado que responde a la omnipotencia divina, infinita como el ser divino, no conoce ni medida ni límite: Dios puede ir más allá de lo que hace. Por el contrario, la capacidad a la gracia de toda naturaleza humana comporta una medida determinada que, incluso en Cristo, no es ilimitada, aunque en él alcanza su máximo nivel. Por tanto, depende de la naturaleza específica de un ser33.
Tras este debate técnico, en realidad, está el problema fundamental del sentido de la vida humana y de la finalidad del designio divino. Según Tomás, el hombre no puede comprenderse más que en función del proyecto de amor del Dios trinitario que le llama a compartir su vida divina y le da para ello una naturaleza capaz de acoger ese proyecto y de responder libremente a él. Es su vocación en cuanto imagen de Dios. No se trata, pues, de partir de una naturaleza abstractamente considerada para ver después si la gracia se le debe a ella o no (este era el planteamiento de los que defendían la hipótesis de la naturaleza pura, caracterizada por la primacía de la causa eficiente), sino de dar primacía a la causa final, es decir, considerar al hombre desde el punto de vista teológico, la intención original que tuvo Dios al crearlo. ¿Cómo puede alcanzar ese fin?
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Los medios que tiene el hombre para alcanzar su finalidad definitiva
La gracia, fruto de las misiones divinas del Verbo y del Espíritu Santo, él mismo gracia increada, es lo que hace al hombre partícipe de la vida trinitaria, al permitirle alcanzar la única felicidad posible para una criatura racional34. Por lo tanto, la gracia no es solo ni en primer lugar necesaria por el pecado original y de los pecados personales que derivan de él, sino porque sin ella no se puede alcanzar el fin último. Esta es la razón de que Tomás de Aquino justifique la creación de Adán, como la de los ángeles, en estado de gracia. Esto era necesario para que el hombre poseyera una naturaleza íntegra, el estado de justicia original, en la que su cuerpo estaba completamente sometido a su alma, sus pasiones a su voluntad, y esta a Dios, el cosmos mismo, creado pensando en el hombre y totalmente sometido a él, y también para que fuera proporcionado a la bienaventuranza, a la felicidad35.
Porque la bienaventuranza solo es natural a Dios; por consiguiente, ningún intelecto creado, ya sea angélico o humano, puede obtener por sí mismo, como resultado de la distancia infinita que separa a Dios de toda criatura36. A diferencia de todos los demás seres del universo material, el hombre es, pues, el único incapaz de alcanzar por sus propias fuerzas su fin último, la visión de la esencia divina, es decir, la participación en los intercambios trinitarios, pues está completamente fuera del alcance de sus facultades operativas. Lejos de ser un signo de inferioridad, es, al contrario, señal de su dignidad, porque, según Tomás, la nobleza de un ser no se mide por su autosuficiencia, sino por la grandeza de su fin:
La naturaleza que puede conseguir el bien perfecto es de condición más noble, aunque necesite el auxilio exterior para conseguirlo, que la naturaleza que no puede conseguir el bien perfecto, sino que consigue un bien imperfecto, aunque para su consecución no necesite auxilio exterior […]. Y por eso, la criatura racional, que puede conseguir el bien perfecto de la bienaventuranza, aunque necesite para ello la ayuda divina, es más perfecta que la criatura irracional, que no es capaz de conseguir un bien así, sino que solo consigue un bien imperfecto con los recursos de su naturaleza37.
Y no se trata de una carencia de la naturaleza, pues se supone que a cada ser se le dan los medios para alcanzar su perfección y lo que le es necesario; la naturaleza le ha dado lo que estaba a su alcance, el libre albedrío, pero solo Dios da a Dios:
Lo mismo que la naturaleza no falla al hombre en lo necesario, no le dio armas ni vestido como a los otros animales, porque le dio razón y manos para conseguir estas cosas; así tampoco le falla al hombre en lo necesario, aunque no le diera un principio con el que pudiera conseguir la bienaventuranza, pues esto era imposible. No obstante, le dio libre albedrío, con el que puede convertirse a Dios, para que le haga bienaventurado. Pues lo que podemos mediante los amigos, de algún modo lo podemos por nosotros mismos, como se dice en el III Ética38.
El hombre necesita, pues, toda la estructura de la gracia para poder estar a la altura, tanto en el plano del ser como en el plano de la acción, de la única finalidad que puede alcanzar su naturaleza. Esto implica, en primer lugar, la gracia santificante, un habitus entitativo injertado en la sustancia misma del alma, que la diviniza, haciendo posible el don del Espíritu Santo y, por medio de él, la inhabitación trinitaria. Junto con ello se le confieren las virtudes teologales, que son poderes activos de acción que van a perfeccionar el intelecto y la voluntad en vistas a la felicidad que se ha de alcanzar y los hacen proporcionales a ella, capacitándolos para realizar los actos sobrenaturales de la fe, la esperanza y la caridad por medio de los cuales el hombre alcanza y merece su finalidad. Pero con ellas no basta: deben ir acompañadas de virtudes morales sobrenaturales que también hacen que su acción moral esté proporcionada a su fin último.
Aunque la gracia santificante, las virtudes teologales y las virtudes morales infundidas permiten, así, al hombre ser ordenado a la bienaventuranza en el plano del ser y del actuar, necesitan ser completadas por los dones del Espíritu Santo. Porque aunque las primeras son de orden sobrenatural, operan según un modo humano, mientras que las segundas disponen al hombre a actuar según un modo divino, haciéndole dócil para seguir las mociones del Espíritu Santo, sin las cuales no podría existir una vida cristiana auténtica:
Dado que el que es guiado no actúa por sí mismo, el hombre espiritual no solo es instruido por el Espíritu Santo en cuanto a lo que debe hacer, sino que su corazón también es movido por el Espíritu Santo […]. En efecto, se dice de estas realidades que son movidas por un instinto superior. Por eso decimos de los animales sin razón que no actúan, sino que son actuados, porque son movidos por la naturaleza, y no por su propio movimiento para realizar sus acciones. De la misma manera, el hombre espiritual está inclinado a hacer algo, no por un movimiento de su propia voluntad, sino por el instinto del Espíritu Santo […]. Esto no impide que los hombres espirituales actúen por su voluntad y su libre albedrío, porque el Espíritu Santo provoca en ellos el movimiento mismo de la voluntad y del libre albedrío, según este pasaje de la Epístola a los Filipenses 2,13: «Es Dios quien activa el querer y el obrar en nosotros»39.
Esta vida del Espíritu es la que caracteriza al cristiano que vive según el Evangelio: la ley nueva no es ni en primer lugar ni principalmente un conjunto de normas o de preceptos, sino el Espíritu Santo mismo:
Lo principal en la ley del Nuevo Testamento y en lo que está toda su virtud es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo […]. Tiene, sin embargo, la ley nueva ciertos elementos como dispositivos para recibir la gracia del Espíritu Santo y ordenados al uso de la misma gracia, que son como secundarios en la ley nueva, de los cuales es necesario que sean instruidos los fieles de Cristo, tanto de palabra como por escrito, ya sobre lo que se ha de creer como sobre lo que se ha de obrar. Y así conviene decir que la ley nueva es principalmente ley infusa; secundariamente es ley escrita40.
Santo Tomás de Aquino afirma, así, sin equívocos, la necesidad de la gracia y, en el más allá, la de la gloria, para alcanzar la única bienaventuranza que conviene a su naturaleza, y defiende la gratuidad total de la gracia. Pero para justificar esta última, no se siente obligado a defender la posibilidad, ni siquiera hipotética, de una bienaventuranza natural, como harían los teólogos posteriores, que se caracterizaban, al mismo tiempo, por una mentalidad jurídica, el desarrollo de concepciones voluntaristas de la omnipotencia y la libertad divinas, y las polémicas contra Bayo, que alegaba que la gracia se debía a la naturaleza humana antes del pecado original. Para el Aquinate es gratuito lo que no es fruto de un mérito y sobrepasa cualquier naturaleza creada, ya sea angélica o humana:
Por eso se dice en la Carta a los Romanos: «La gracia de Dios es la vida eterna». Y hemos demostrado ya que en esa visión divina consiste la felicidad del hombre, que se llama vida eterna; a la cual decimos que únicamente llegamos por la gracia de Dios, porque tal visión excede todo el poder de la criatura y no es posible llegar a ella sin un don divino; y todo cuanto le viene a la criatura de este modo se considera como gracia de Dios41.
Es gratuito lo que resulta de la libre y amorosa voluntad de Dios, que quiere comunicarse por amor. Es un amor desinteresado, que procede de su pura liberalidad42, y apropiado por ello al Espíritu Santo, que es la Persona-Don. El orden de la gracia es, pues, gratuito, y difiere profundamente del de la justicia. Tomás distingue cuidadosamente lo que se debe a una naturaleza según su condición y depende de sus principios constitutivos, aún de su estado existencial, y lo que es necesario a causa de su fin, cuya necesidad no entraña ninguna obligación. Por lo tanto, la gracia les es indispensable al hombre y al ángel para alcanzar su finalidad, aun siendo completamente gratuita, pues el Aquinate no equipara ni confunde nunca el orden de la necesidad con el orden de lo debido43.
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Conclusión
¿Qué podemos concluir de una concepción así de la persona humana y de su vocación? En El realismo metódico, Étienne Gilson señalaba que la modernidad filosófica, al hacer del postulado de la idea clara el criterio de la verdad y el punto de partida metodológico de la filosofía, se condenaba no solo a no alcanzar jamás lo real, sino incluso a toparse con contradicciones imposibles de superar, porque lo que se ofrece de entrada como unificado en la realidad aun siendo distinto, se encuentra en el pensamiento abstracto como opuesto, pues las esencias en cuanto tales no son compatibles44; así, por definición, la esencia no es el esse o la existencia, el individuo no es la sociedad, el alma no es el cuerpo, lo masculino no es lo femenino, lo natural no es lo libre y la naturaleza no es la gracia, por mencionar solo algunos ejemplos que afectan más cerca al hombre. Invitaba al principiante en filosofía a tomar como punto de partida la realidad para aprender de nuevo a pensar yendo más allá del ser y yendo al conocer45.
Creo que el método de Tomás de Aquino no solo en el plano filosófico, sino también, principalmente, en el plano teológico donde él recibe la Revelación tal como la Iglesia la da y la transmite, explica el carácter profundamente consolidado de su antropología.
En primer lugar, unidad de alma y cuerpo como constituyentes intrínsecos de la persona humana, hasta tal punto que el alma separada no es persona. La corporeidad marca así al hombre en todo su ser, incluida su dimensión religiosa, desde el doble punto de vista ascendente —el hombre que se dirige a Dios en la oración— y descendente, Dios que se dirige al hombre tal como es y lo salva respetando su naturaleza corporal, de ahí la encarnación y la sacramentalidad de la Iglesia. Se prolonga incluso más allá de la vida terrenal, porque el hombre está llamado a la resurrección y, sin ella, el alma, aun conociendo la felicidad, la bienaventuranza, no ha alcanzado todavía su estado de perfección46.
Unidad también entre el estado original del hombre y el estado que siguió a la caída: Tomás no hace de la necesidad del conocimiento sensible para el funcionamiento del intelecto humano o de la vida social una consecuencia del pecado, pero sí explica por qué la muerte es antinatural.
Unidad, por último, de la naturaleza y la gracia: la hipótesis de una naturaleza pura no existe en el Aquinate, y el hombre solo puede encontrar su realización y su plenitud con la gracia y con la gloria, a fortiori desde que su naturaleza ha quedado dañada por el pecado original. Como escribe nuevamente Gilson, no hay más humanismo integral que el cristiano47.
En este sentido Tomás de Aquino evita las letales disociaciones de las que durante mucho tiempo se nutrieron la filosofía y la teología modernas, las disociaciones entre el alma y cuerpo, entre naturaleza y gracia, entre filosofía y teología, que llevaron a lo que De Lubac denominaba «la tragedia del humanismo ateo», de la que la muerte proclamada de Dios y después del hombre constituían etapas sucesivas y de la que el transhumanismo y el antiespecismo son las últimas consecuencias. «Porque el hombre no es ni su cuerpo ni su alma»48, escribe santo Tomás, sino la unión de ambos. De manera que no es a pesar de su cuerpo, sino en su dimensión sexuada, como hay que contemplar a la persona humana, hecha a imagen de Dios, llamada en Cristo, como hombre y mujer, a participar junto con los ángeles de la comunión trinitaria en la Iglesia: Finís omnium Ecclesia. Tomás nos invita, pues, a recuperar una visión integral del hombre, de su origen, de su naturaleza y de su finalidad, por medio de una «vuelta al centro» de la Revelación, pues
[…] en realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22).
BIBLIOGRAFIA
1.- R. DESCARTES, «Sexta meditación. Acerca de la existencia de las cosas materiales, y de la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre», en Meditaciones metafísicas (Alianza Editorial, Madrid 22011) 122ss.
2.- Cf. CONCILIO DE VIENA, constitución Fidei catholicae, 3.a sesión (6-5-1312): «Además, con aprobación del predicho sagrado Concilio, reprobamos como errónea y enemiga de la verdad de la fe católica toda doctrina o proposición que temerariamente afirme o ponga en duda la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdaderamente y por sí forma del cuerpo humano; definiendo, para que a todos sea conocida la verdad de la fe sincera y se cierre la entrada a todos los errores, no sea que se infiltren, que quienquiera en adelante pretendiere afirmar, defender o mantener pertinazmente que el alma racional o intelectiva no es por sí misma y esencialmente forma del cuerpo humano, ha de ser considerado como hereje» (Dz 902).
3.- Cf. CONCILIO ECUMÉNICO DE LETRÁN V, bula Apostolici regiminis, 8.a sesión (19-12-1513): «Comoquiera, pues, que en nuestros días —con dolor lo confesamos— el sembrador de cizaña, aquel antiguo enemigo del género humano, se haya atrevido a sembrar y fomentar por encima del campo del Señor algunos perniciosísimos errores, que fueron siempre desaprobados por los fieles, señaladamente acerca de la naturaleza del alma racional, a saber: que sea mortal o única en todos los hombres; y algunos, filosofando temerariamente, afirmen que ello es verdad por lo menos según la filosofía; deseosos de poner los oportunos remedios contra semejante peste, con aprobación de este sagrado Concilio, condenamos y reprobamos a todos los que afirman que el alma intelectiva es mortal o única en todos los hombres, y a los que estas cosas pongan en duda, pues ella no solo es verdaderamente por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano como se contiene en el canon del papa Clemente V, de feliz recordación, predecesor nuestro, promulgado en el Concilio (general) de Vienne [n. 481], sino también inmortal y además es multiplicable, se halla multiplicada y tiene que multiplicarse individualmente, conforme a la muchedumbre de los cuerpos en que se infunde» (Dz 1440).
4.- Cf. J. LOCKE, Ensayo sobre el entendimiento humano, lib. II, cap. XXVII, §§ 17 y 19 (FCE, México 1956) 325-326: «El sí mismo es esa cosa pensante y consciente (sin que importe de qué substancia esté formada, ya sea espiritual, material, simple o compuesta) que es sensible o consciente del placer o del dolor, que es capaz de felicidad o desgracia, y que, por lo tanto, está preocupada de sí misma, hasta los límites a que alcanza ese su tener conciencia […]. Esto nos muestra que la identidad personal no consiste en una identidad de substancia, sino, como he dicho, en la identidad de un tener conciencia, de manera que, si Sócrates y el actual alcalde de Quinborough participan en esa identidad, entonces son la misma persona. Pero si el mismo Sócrates, despierto y dormido, no participa en el mismo tener conciencia, entonces, Sócrates despierto y dormido no es la misma persona».
5.- Cf. A. SCHOPENHAUER, El mundo como voluntad y representación, II (Trotta, Madrid 32009) cap. XIX, X: «¿En qué se basa la identidad de la persona? No en la materia del cuerpo, que es otra al cabo de pocos años. No en su forma, que cambia en conjunto y en cada una de sus partes […]. Pese a todos los cambios que el tiempo produce en él, algo permanece completamente intacto: es precisamente aquello en lo que, aun después de un largo tiempo, le reconocemos y volvemos a encontrar tal cual al que conocimos en tiempos pasados; y lo mismo ocurre con nosotros; pues, por muy viejos que nos hagamos, en nuestro interior nos sentimos los mismos que éramos de jóvenes y hasta de niños. Eso que sigue siendo invariablemente lo mismo y que no envejece es precisamente el núcleo de nuestro ser, que no se halla en el tiempo. Se supone que la identidad de la persona se basa en la de la conciencia. Pero si con esta se entiende únicamente el recuerdo coherente del curso vital, entonces este no basta […]. La edad avanzada, la enfermedad, las lesiones cerebrales y la locura pueden robarnos totalmente la memoria. Pero con ello no se ha perdido la identidad de la persona. Esta se basa en la voluntad idéntica y el carácter inmutable de la misma. Es justamente ella la que hace inalterable la expresión de la mirada. El hombre se encuentra en el corazón, no en la cabeza» (p. 279).
6.- Cf. S. BOECIO, Sobre la persona y las dos naturalezas. Contra Eutiques y Nestorio, cap. III: «Diferencia entre naturaleza y persona»: «Si la persona se da tan solo en las sustancias, y estas, racionales, y toda sustancia es naturaleza, y no se da en los universales, sino en los individuos, hemos dado ya con la definición de persona: «Personas es la sustancia individual de la naturaleza racional»»; cf. en C. FERNÁNDEZ (ed.), Los filósofos medievales. Selección de textos. I: Filosofía patrística. Filosofía árabe y judía (BAC, Madrid 21996) 557. Esta definición es citada más de un centenar de veces por Tomás de Aquino; cf., por ejemplo, In I Sent., d. 23, c. 1, a. 3, arg. 2; SCG, IV, 38, en Suma contra gentiles, II, 813-817; Sth. I, q. 29, a. 1, en Suma, I, 320; Sth. III, q. 2, a. 2, en ibid., V, 67; De potentia, q. 9, a. 1, ad 3, etc.
7.- ALEJANDRO DE HALES, Glosa sobre los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo, libro I, d. 23, n. 9: «La persona es una hipóstasis que se diferencia por una propiedad perteneciente a la dignidad».
8.- Cf. Sth. I, q. 29, a. 3, arg. 2 y ad. 2: «Persona significa lo que en toda naturaleza es perfectísimo, es decir, lo que subsiste en la naturaleza racional» (Suma, I, 326).
9.- In I Sent., d. 23, c. 1, a. 3, c: «»Persona» expresa algo completo en la naturaleza intelectual» (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, I/2 [EUNSA, Pamplona 2015] 65).
10.- Cf. In III Sent., d. 5, q. 3, a. 2c: «El alma se une al cuerpo como la forma a materia. Por lo que el alma es una parte de la naturaleza humana, y no una cierta naturaleza de suyo. Pero como la noción de parte se opone a la noción de persona -como se ha dicho—, por ello no se puede decir que el alma separada sea persona; porque aunque separada no sea en acto una parte, no obstante tiene la naturaleza Para ser una parte» (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, III/1 [EUNSA, Pamplona 2015] 295).
11.- Cf. Sth. I, q. 75, a. 4, ad 2: «El alma humana es una determinada sustancia. Y una sustancia universal, sino particular. Por lo tanto, es hipóstasis o persona. Y no ° Puede ser si no es humana. Luego el alma es el hombre, pues la persona humana es «nombre» (Suma, I, 676).
12.- In III Sent., d. 5, q. 3, a. 2, ad 2, en Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, IIIl/l, 296.
13.- Cf. In III Sent., d. 5, q. 3, a. 2, ad 5: «Aunque el alma tenga una dignidad superior a la del cuerpo, sin embargo se une a él como parte de todo el hombre, el cual, bajo un cierto aspecto, tiene una dignidad superior a la del alma en cuanto es más completo» (ibid., 296).
14.- Sth. I, q. 75, a. 4, ad 2, en Suma, I, 675.
15.- In I Sent., d. 8, q. 5, a. 2, ad 6, en Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, I/1 (EUNSA, Pamplona 2002) 318.
16.- Cf. Sth. I, q. 75, a. 7, ad 3: «El hecho de que el alma en cierto modo necesite del cuerpo para realizar su operación, pone al descubierto que el alma tiene un gra-do de intelectualidad inferior al del ángel, que no se une al cuerpo» (Suma, I, 681).
17.- Cf. In II Sent., d. 3, c. 3, a. 3, ad 1: «El intelecto humano es el último en el grado de las sustancias intelectuales; por eso hay en él una máxima potencia en orden a las otras sustancias intelectuales, y recibe una luz intelectual de Dios de modo más débil e incluso se asemeja menos a la luz del intelecto divino. Por eso la luz intelectual recibida en él no es suficiente para determinar un conocimiento propio de la cosa, sino por las especies recibidas de las cosas, que han de ser recibidas en él formalmente según su manera peculiar; y por eso no conoce a partir de ellas los particulares que son individuados por la materia, si no hace el intelecto una vuelta reflexiva [per reflexionem quamdam] sobre la imaginación y la sensibilidad, mientras el intelecto aplica a especie universal que abstrajo de los singulares la forma singular guardada en la imaginación» (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II/1 [Eunsa, Pamplona 2015] 199).
18.- Cf. SCG, III, 57: «Todo entendimiento desea naturalmente la visión de la sustancia divina. El deseo natural no puede ser vano. Luego cualquier entendimiento creado puede llegar a la visión de la sustancia divina sin que cuente para ello la inferioridad de naturaleza. De ahí que, en san Mateo, el Señor prometa a los hombres la gloria de los ángeles. «Serán —dice, hablando de los hombres— como los ángeles de Dios en el cielo». Y en el Apocalipsis asegura que hay la misma medida para el hombre y el ángel. Por eso en casi todos los lugares de la Sagrada Escritura se describen los ángeles en forma humana: o total, como los ángeles que aparecieron a Abraham en figura de hombre, o parcial, como en los animales de Ezequiel, de quienes se dice que «debajo de las alas tenían mano de hombre»» (Suma contra los gentiles, II, 244).
19.- Cf. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, XIV, 8,11: «Hemos llegado ya a un punto en la discusión donde intentaremos someter a examen la parte más noble de la mente humana, por la que se conoce o puede conocer a Dios, para encontrar en ella la imagen divina. Aunque la mente humana no es de la misma naturaleza que Dios, no obstante, la imagen de aquella naturaleza, a la que ninguna naturaleza vence en bondad, se ha de buscar y encontrar en la parte más noble de nuestra naturaleza. Mas se ha de estudiar la mente en sí misma, antes de ser particionera de Dios, y en ella encontraremos su imagen. Dijimos ya que, aun rota nuestra comunicación con Dios, degradada y deforme, permanecía imagen de Dios. Es su imagen en cuanto es capaz de Dios y puede participar de Dios; y este bien tan excelso no pudiera conseguirlo si no fuera imagen de Dios» (La Trinidad, en OCSA V, 662-663).
20.- Cf. In I Sent., d. 41, q. única, a. 3, arg. 2: «Puesto que los hombres solamente son desiguales para recibir la gracia por algunas de sus obras o por obras de los demás, ya que por naturaleza todos tienen la capacidad de la gracia» (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, I/2, 562).
21.- Cf. In III Sent., d. 2, q. 2, a. 1, qla 1, ad 3: «El alma, por su naturaleza, es capaz de Dios» (ibid, III/l, 149).
22.- Cf. Sth. III, q. 23, a. 1, c: «La bondad de Dios es infinita, y en virtud de la misma acontece el que admita a las criaturas a participar de sus propios bienes; y especialmente a las criaturas racionales, que, por estar hechas a imagen de Dios, son capaces de la bienaventuranza divina» (Suma, V, 233).
23.- SCG, III, 51: «Esta visión inmediata de Dios se nos promete en la Sagrada Escritura, en la primera Carta a los Corintios (13,12): Vemos ahora como en espejo y oscuramente, pero entonces cara a cara […] Así pues veremos a Dios cara a cara, porque le veremos inmediatamente, tal como cara a cara vemos a un hombre. Y por esta visión nos asemejamos en gran manera a Dios, haciéndonos partícipes de su bienaventuranza, pues Dios entiende por su esencia su propia sustancia, y esta es su felicidad.
Por eso, en la primera Carta de San Juan (3,2), se dice: Y cuando apareciere seremos semejantes a Él y le veremos tal como es […]. Luego en la mesa de Dios comen y beben quienes gozan de la misma felicidad con que El es feliz, viéndole como Él se ve a si mismo» (Suma contra gentiles, II, 198-199).
24.- Compendium tbeologiae, I, 93: «Siempre que una cosa recibe nuevo ser, es necesario que sea nuevamente formada, porque quien tiene el ser tiene la forma, y ninguna cosa es hecha más que para que sea. Las cosas, pues, que tienen el ser en sí mismas, como las cosas subsistentes, les conviene ser hechas por sí mismas; lo contrario sucede en las cosas accidentales y en las formas materiales, las cuales no tienen el ser por sí mismas: es así que el alma racional posee el ser en sí misma, porque tiene u operación propia, según se dijo antes; luego el alma racional debe ser producida una manera propia. Como esta alma no está compuesta de materia y de forma, c es que no puede recibir el ser sino por la creación»; cf. en J. I. SARANYANA – RESTREPO (eds.), Compendio de teología, I (Rialp, Madrid 1980).
25.- De veritate, q. 8, a. 1, c, en Cuestiones disputadas sobre la verdad, I, 429; cf. también De Regno ad regem Cyprim, I, 8: «Cualquiera cosa camina al principio de quien su principio ha tenido ser, y la causa del alma racional no es otra cosa sino Dios que la hizo a su semejanza. Luego solo Dios es el que puede aquietar el deseo del hombre, y hacerle bienaventurado, y ser conveniente premio del Rey» (Del gobierno de los príncipes. Tratado al rey de Chipre [Madrid 1786] 24).
26.- Cf. SCG, III, 50, 5 y 7: «El deseo natural de las sustancias separadas no puede apaciguarse. […] El deseo de saber, que está insertado naturalmente en todas las tandas intelectuales, no descansa si, conocidos los efectos, no conocen también sustancia de su causa. […] Luego el entendimiento de la sustancia separada no se aquieta porque conozca las sustancias creadas, por muy eminentes que sean, sino que todavía tiende con deseo natural a entender la sustancia que es de eminencia infinita. […] Cuanto más cerca del fin está una cosa, tanto más lo desea; por eso vemos que movimiento natural de los cuerpos se intensifica al llegar al fin. Pero los entendimientos de las sustancias separadas están más cerca del entendimiento divino que el maestro. Luego desean el conocimiento de Dios con mayor intensidad que nosotros. Mas
nosotros, por más que sepamos que Dios-es y las otras cosas que ya se han dicho, no descansamos en el deseo, sino que deseamos ulteriormente conocerle por esencia. Luego con mayor razón lo desearán las sustancias separadas. Por tanto, con el conocimiento mencionado no se aquieta su deseo» (Suma contra gentiles, II, 193-194, 195).
27.- In Evangelium S. loannis Commentarium, I, 1, 11.
28.- Cf. De malo, q. 2, a. 12 c: «Es manifiesto que la disposición de la naturaleza racional hacia la gracia es como la de una potencia receptiva, y que tal disposición se sigue de la naturaleza racional en cuanto que aquélla es al modo de esta» (Cuestiones disputadas sobre el mal [Eunsa, Pamplona 2015] 146).
29.- Cf. H. DE LUBAC, Surnaturel. Études historiques, nueva edición con la traducción integral al francés de las citas latinas y griegas; edición y prefacio de M. Sales (Lethielleux-Group DDB, París 2010).
30.- Cf. De potentia, q. 6, a. 1, ad 8: «Cuanto más elevada es una virtud activa, tanto más puede conducir a un efecto superior: por eso la naturaleza puede hacer oro de la tierra mezclando otros elementos, algo que el arte no puede hacer; de aquí resulta que una realidad está en potencia para ser diferentes cosas según una relación distinta con diferentes agentes, nada impide que una naturaleza creada esté en potencia para cosas que deben ser hechas por el poder divino, que un poder inferior no puede hacer: y este poder se llama poder obediencial, según el cual cualquier criatura obedece al Creador».
31.- Cf. De veritate, q. 8, a. 12, ad 4: «La potencia es de dos tipos. La primera es natural, la cual puede ser reducida al acto por medio de un agente natural, y tal potencia en los ángeles está totalmente completa por medio de las formas innatas. Pero según tal potencia nuestro entendimiento posible no está en potencia para conocer cualquier futuro. La segunda potencia es la obediencial, y según ella en la criatura puede ser hecho todo lo que en ella quiere el Creador que se haga, y de esa manera el entendimiento posible está en potencia para conocer cualquier futuro, es decir, en cuanto le puede ser divinamente revelado. Y tal potencia del entendimiento angélico no está totalmente completa mediante las formas innatas» (Cuestiones disputadas sobre la verdad, I, 498).
32.- Cf. In IV Sent, d. 17, c. 1, a. 5, q1a 1, c: «Este efecto, que procede directamente de Dios y solo mientras esté presente en aquel que lo recibe un orden natural para recibirlo de esta manera y no de otra, no será considerado milagroso. Esto se observa en relación con la infusión del alma racional. Lo mismo puede aplicarse a la justificación del impío; porque hay un orden natural presente en el alma para obtener la rectitud de la justicia; y no puede obtenerla más que directamente de Dios. Por lo tanto, la justificación del impío no es inherentemente milagrosa».
33.- Cf. In Evangelium S. Ioannis Commentarium, III, 1, 6: «La capacidad de cualquier naturaleza es finita, porque aunque pueda recibir un bien infinito mediante el conocimiento, el amor y el gozo, lo recibe de manera limitada. Lo propio de cualquier criatura, según su especie y naturaleza, es una capacidad determinada; si bien esto no impide que el poder divino pueda hacer otra criatura con una capacidad mayor, esta ya no sería de la misma naturaleza según la especie; así, si al ternario se le añade una unidad, habrá otra especie de número. Por tanto, cuando a una naturaleza no se le da tanta bondad divina como capacidad natural tiene su especie, parece que se le da según una determinada medida; pero cuando se colma toda la capacidad natural, no parece que se le dé según una medida, porque, aunque haya una medida por parte del que recibe, no hay medida por parte del que da, que está dispuesto a darlo todo: así, una tinaja que se lleva al río, encuentra allí sin medida el agua a su disposición, pero la tinaja la recibe con una medida, la que determina su propia capacidad. De igual modo, la gracia habitual de Cristo es finita en esencia, pero se dice que no es dada con medida, porque le fue dada hasta donde la naturaleza creada puede recibirla».
34.- Cf. Sth. I, q. 43, a. 3, ad 1: «La criatura racional es perfeccionada por el don de la gracia santificante, no solo para hacer un uso libre del don creado, sino para disfrutar de la misma persona divina f. De este modo, la misión invisible se lleva a cabo por el don de la gracia santificante, y, sin embargo, se dice que se da la misma persona divina» (Suma, I, 417).
35.- Cf. In Il Sent, d. 29, q. 1, a. 1, c: «La necesidad es de dos tipos. Una absoluta, que procede de las primeras causas, como de la material y de la formal, de las que se componen las cosas, como es necesario que todo lo compuesto de contrarios se corrompa, y cosas semejantes. Sin embargo, otra es condicionada por la suposición del fin […]. Pero esta última necesidad es de dos tipos, a saber, una sin la cual no puede obtenerse el fin buscado, como no puede conservarse la vida sin el alimento; otra, en cambio, sin la que no puede alguien alcanzar fácilmente el fin […] el hombre necesitaba la gracia antes del pecado, porque en modo alguno habría podido conseguir, sin la gracia, el fin de la vida eterna […] Por lo tanto, por más que esté íntegra la naturaleza humana, sin embargo el hombre necesita la gracia para conseguir la vida eterna» (Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, II/2, 307).
36.- Cf. De veritate, q. 8, a. 3, ad 12: «Las criaturas racionales pueden conseguir la bondad perfecta, es decir, la bienaventuranza, aunque sin embargo para conseguirla necesitan de más cosas que las naturalezas inferiores para conseguir sus fines. Por tanto aunque sean más nobles, sin embargo no sucede que con sus propias fuerzas naturales puedan alcanzar su fin como las naturalezas inferiores. En efecto, alcanzar por sí mismo la bienaventuranza es propio solamente de Dios» (Cuestiones disputadas sobre la verdad, I, 444).
37.- Sth., I-II, q. 5, a. 5, ad 2, en Suma, II, 85.
38.- Ibid., ad 1, en ibid.
39.- In epistolam S. Pauli ad Romanos expositio, VIII, 1, 3.
40.- Sth. I-II, q. 106, a. 1, c, en Suma, II, 878-879.
41.- SCG, III, 52, 7, en Suma contra gentiles, II, 201.
42.- Cf. De veritate, q. 14, a. 10, ad 2: «La naturaleza humana está ordenada a la beatitud desde el momento mismo de su institución, no como a un fin debido según su naturaleza, sino por la sola liberalidad divina. Por ello, no es menester que los principios de la naturaleza basten para conseguir aquel fin a no ser que hayan sido ayudados por los dones sobreañadidos por la divina liberalidad» (Cuestiones disputadas sobre la verdad, I, 826).
43.- «Manifiesta lo que había dicho cuanto a la gracia, en su infusión y predestinación, a cuya razón o modo de ser pertenecen dos cosas —de que ya se habló antes—: la primera de las cuales es que aquello que tiene el ser por gracia no lo tenga el hombre por sí mismo, o de sí mismo, sino de mano de Dios. Y cuanto a esto dice: «por cuanto somos hechura suya», es a saber, que cuanto de bien tenemos, de Dios lo tenemos, no de nosotros mismos. «El nos hizo, no nosotros a nosotros mismos» (Sal 99); «¿por ventura no es El tu padre, que te rescató, que te hizo y te creo?» (Dt 32,6). Continúase inmediatamente con lo anterior, de manera que diga: para que nadie se gloríe, porque hechura suya somos. O puede continuarse con lo que arriba había dicho; pues de pura gracia hemos sido salvos. Lo segundo que entra en razón o concepto de gracia es que no sea por obras precedentes, lo cual se expresa por lo que añade: «criados», ya que crear es de nada hacer algo. De donde cuando alguno, sin méritos anteriores, es justificado, puede decirse creado, como si dijéramos: hecho de nada. Y esta acción, es a saber, creación de justicia, hácese por virtud de Cristo que da al Espíritu Santo. Por eso añade: «en Cristo Jesús», esto es, por Cristo Jesús, según el capítulo último de la Epístola a los Calatas 6,15: «Lo que cuenta no es la circuncisión ni la incircuncisión, sino la nueva criatura», y el salmo 103,30: «Envías a tu Espíritu y los creas»» (Comentario de la Epístola de san Pablo a los Efesios [Tradición, México 1978]).
44.- Cf. É. GILSON, Le réalisme méthodique (Téqui, París 32022) 52-61; trad. esp.: El realismo metódico (Rialp, Madrid 41974).
45.- Cf. E. GILSON, «Cap. 5: Vademécum del realista principiante», en El realismo metódico, 41-43: «El primer paso en el camino del realismo es darse cuenta de que siempre se ha sido realista; el segundo, comprender que, por más que se haga para pensar de otro modo, jamás se conseguirá; el tercero, comprobar que los que pretenden pensar de otra manera piensan como realistas tan pronto como se olvidan de que estén desempeñando un papel. Si entonces se preguntan por qué, la conversión está casi terminada […]. Es preciso comenzar por desconfiar de este término: el pensamiento; porque la diferencia mayor entre el realista y el idealista está en que este piensa, mientras que el realista conoce. Para el realista, pensar es solo ordenar conocimientos o reflexionar sobre su contenido; jamás se le ocurriría tomar el pensamiento como punto de partida de su reflexión, porque para él no es posible el pensamiento si no hay antes conocimientos. El idealista, por el hecho mismo de proceder del pensamiento a las cosas, no puede saber si lo que toma como punto de partida corresponde o no a un objeto; cuando pregunta al realista como llegar al objeto partiendo del pensamiento, el realista debe contestar inmediatamente que eso es imposible, y que precisamente aquí está la razón principal para no ser idealista, porque el realismo parte del conocimiento, es decir, de un acto del entendimiento que consiste esencialmente en captar un objeto. Así, para el realista, semejante pregunta no plantea un problema insoluble, sino un seudo-problema, que es muy diferente».
46.- Cf. Sth. I-II, q. 4, a. 5, c: «Así, pues, aunque el cuerpo no pertenece a la perfección de la bienaventuranza humana del primer modo, sin embargo, pertenece del segundo. Porque la operación depende de la naturaleza de la cosa, cuanto más perfecta sea el alma en su naturaleza, más perfectamente tendrá su operación, en la que consiste la felicidad.; ad 4: «la separación del cuerpo retarda al alma en dirigirse con toda intención a la visión de la esencia divina. Pues el alma desea disfrutar de Dios de modo que esta misma fruición llegue también al cuerpo por redundancia, en la medida de lo posible. Y por eso, mientras ella disfruta de Dios sin el cuerpo, aunque su apetito descansa en lo que tiene, querría, sin embargo, que su cuerpo llegara a participar de ello» (Suma, II, 74-75).
47.- Cf. E. GILSON, Saint Thomas d’Aquin (J. Gabalda et Fils, París 51930) 7: «Si quisiéramos resumir en una palabra este primer rasgo distintivo de la moral tomista, diríamos que es un humanismo cristiano, con lo que se quiere dar a entender no que sea el resultado de una combinación de proporciones de humanismo y de cristianismo, sino que atestigua la identidad esencial de un cristianismo en el que todo el humanismo se vería incluido y de un humanismo integral que solo en el cristianismo encontraría su completa satisfacción» (cf. en El tomismo. Introducción a la filosofía de santo Tomás de Aquino [EUNSA, Pamplona 2014]).