(Conferencia dada en la Unesco, el jueves 24 de marzo de 2011, a petición del cardenal Gianfranco Ravasi, para la inauguración del “Atrio de los Gentiles”)

Fabrice Hadjadj

¿Para qué nos hemos reunido aquí, en la plaza de Fontenoy, en la sede de la Unesco? ¿Acaso para una ceremonia protocolaria un poco ampulosa en la que todo el mundo habrá representado su papel, pero a la que nadie habrá venido de corazón? ¿Acaso para abrir una nueva “ventana de diálogo’,’ como si se tratara una vez más de incrementar nuestros medios de comunicación o de aparentar ser hombres abiertos y tolerantes?

Mi objetivo no es provocar, sino plantear una cuestión simple. Mi objetivo no es hacerme el excéntrico, sino ser un hombre que se dirige a otros hombres, más allá de etiquetas y de órdenes del día. Ahora bien, ser hombre es en primer lugar lo siguiente: no solamente vivir, sino interrogarse sobre sus razones para vivir. Y esa interrogación surge con tanta más crudeza por cuanto que el hombre se sitúa en un punto de tensión desgarrador: desea la alegría en la verdad y la amistad y sin embargo, sabe que va a morir. Sí, todos, aquí, seamos ministros o bedeles, aspiramos moralmente a una misma beatitud. Y, al mismo tiempo, todos, aquí, seamos embajadores o agentes de seguridad, estamos físicamente abocados a la decrepitud. De modo que, bajo la luz de los focos, a pesar de la potencia de los micros, estamos rodeados de mucha tiniebla y de mucho silencio…

El animal que se asombra de existir

Este cuestionarse es, ciertamente, lo propio del hombre desde su origen. Es el animal que se asombra de existir. ¿Somos monos evolucionados, primates llegados al colmo de la sofisticación? La cosa es dudosa. Porque, para el primate, el colmo de la perfección estaría en la agilidad suprema para desplazarse de rama en rama o en la absoluta facilidad para procurarse plátanos. No está en esta capacidad de quedarse pasmado, esta facultad que nos deja los ojos como platos, estupefactos, desprovistos ante el vértigo de estar vivos. No está en esta inclinación a la contemplación que nos hace, por ejemplo, maravillarnos de tal modo ante el rayado del tigre que nos olvidamos de protegernos de sus garras.

Hay quienes dicen que la emergencia del hombre, en el curso de la evolución, se debería a su mayor capacidad de adaptación al mundo. Al mismo tiempo, el hombre finge ser el gran inadaptado: en lugar de vivir apaciblemente según el instinto, busca un sentido, descifra el mundo como un bosque de símbolos, desea un más allá, un más allá no forzosamente como otro mundo, sino como una manera de penetrar en el secreto de este mundo, de abrazarlo en su misterio, de beber de él en su misma fuente.

Así que, aquí, todos nosotros, seamos ministros o agentes de seguridad, tenemos el sentimiento de ser pasajeros o de estar de paso. No sólo porque somos mortales; sino también, porque en nuestra misma vida, deseamos dar un paso hacia delante, y no necesariamente dar un paso hacia otro lugar, porque eso no sería más que hacer turismo, y el turismo, en materia de espiritualidad, es más frecuente de lo que imaginamos. Deseamos, más bien, dar un paso hacia delante en la intensidad de nuestra manera de estar aquí y ahora, unos con otros, sin hipocresía, en una verdad y una amistad profunda (confesémoslo, en cuanto arañamos un poco el barniz del decoro, vemos que estamos todavía lejos de esa verdad y de esa amistad, porque estar cerca supondría que todas las máscaras cayeran y que nosotros quedáramos espiritualmente al desnudo).

Nietzsche nos lo recuerda: “La grandeza del hombre está en ser un puente, no una meta: lo que se puede amar en el hombre es ser un paso y una caída”. Con una frase como ésa, Nietzsche hace pensar en Rousseau, según el cual el hombre se distingue de los demás animales no por su perfección, sino por su “perfectibilidad” Sobre todo, parece que retoma una afirmación de Blaise Pascal: “Sabed que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre.”

Elevarse para acostarse bien

Este cuestionarse del hombre que busca un más allá adquiere hoy, en este lugar, una significación particular. Porque hoy vivimos una crisis radical del humanismo. Ésa es, sin duda, la crisis más importante a la que hoy hemos de hacer frente: no tanto a una crisis financiera o ecológica o religiosa, sino una crisis antropológica y metafísica. Nos encontramos en un momento único de la historia, de modo que las apelaciones a un nuevo humanismo, como a un retorno a las Luces, no pueden ser otra cosa que signos de ceguera.

Cuando se pretende fundamentar el humanismo sobre el hombre mismo, ocurre lo mismo que cuando se pretende erigir un edificio al margen de cualquier apoyo exterior: se derrumba. Para que el edificio pueda elevarse, le hace falta un suelo. Para que el hombre pueda elevarse, le hace falta un Cielo. Lo que yo llamo un Cielo es una esperanza. Los demás animales engendran por instinto. El hombre necesita razones para dar la vida. Sin esas razones, sin esa esperanza, no se suicidará, sin duda, porque en él hay una inercia que lo lleva a continuar su carrera como un sólido en el espacio vacío, pero al menos ya no dará la vida, puesto que no ve por qué tener hijos, si su destino es pudrirse. La esperanza no es una guinda para poner encima del pastel, debe manifestarse en nuestra misma carne, en nuestro mismo sexo. Los judíos lo saben muy bien: en su sexo se encuentra la señal de la Alianza con el Eterno, porque, si yo no creo en esa Alianza, ¿para qué continuar la aventura humana?, ¿para qué obstinarse en alimentar el osario? Eso es lo que singulariza al hombre entre todos los animales: tiene que elevarse hacia el Cielo antes de poder acostarse bien con su mujer.

En eso es —sencillamente— en lo que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre. En que busca más allá de sí mismo razones para vivir. En que aspira a una alegría que todavía no lo ha poseído verdaderamente y cuya realización espera, digámoslo así, en algo “sobrenatural” Podemos retomar aquí un verbo inventado por Dante y decir que el hombre está hecho para “transhumanar.”

Un eugenista al frente de la Unesco

Pero ¿cómo “transhumanar”? ¿Qué debemos entender por “transhumanismo”? Este término debiera resonar especialmente entre estas paredes. Porque el sustantivo “transhumanismo” fue acuñado en 1957 por el biólogo Julian Huxley, que fue el primer director general de la Unesco. Lo interesante es que este primer director general no entendía el “transhumanismo” a la manera de Dante. Su pensamiento es incluso radicalmente contrario al de La Divina Comedia. No obstante, tiene la ventaja de manifestarnos la única alternativa que hoy se plantea en el mundo moderno.

Como hermano que era de Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz (originalmente A brave new world), podríamos imaginar que Julian Huxley debería haber estado vacunado contra cualquier tentación eugenista. Ahora bien, resulta ser todo lo contrario. No es que Julian Huxley fuera inconsecuente. No, poseía una coherencia extrema. En 1941, en el mismo momento en que los nazis gaseaban a los enfermos mentales, Julian Huxley escribía con cierta audacia: “Una vez plenamente asumidas las consecuencias de la biología evolutiva, el eugenismo se convertirá inevitablemente en parte integrante de la religión del porvenir, o del complejo de sentimientos, sea el que fuere, que en el futuro pueda ocupar el lugar de la religión organizada”. Estas frases, como hemos dicho, fueron escritas en 1941. Pero no fueron publicadas en francés hasta 1947, siendo ya su autor director general de la Unesco. No fue modificado ni un solo renglón en ese momento. Es cierto que Julian Huxley era antinazi, socialdemócrata y, sobre todo, antirracista (lo cual, por otro lado, no le impedía escribir en la obra ya citada: “Considero como algo absolutamente probable que los negros auténticos tengan, por término medio, una inteligencia ligeramente inferior a la de los blancos o a la de los amarillos”), aunque no deja de ser cierto que, pese a todo, Huxley pretendía reemplazar las religiones tradicionales por la religión de las biotecnologías.

Por supuesto, no se trata de incoar aquí un proceso a un muerto (que ahora sabe, sin duda, a qué atenerse). Quisiera, solamente, poner de relieve una ideología tan extendida que ni siquiera ha olvidado pasarse por esta institución, que ha llegado incluso a tener como ilustre representante a su primer director general. Si, en 1957, ese primer director general inventa el sustantivo “transhumanismo” es para no hablar más de “eugenismo” término que había llegado a ser difícil de emplear después del eugenismo nazi. Sin embargo, se aspira a lo mismo: a la redención del hombre por medio de la técnica. Cito el texto de 1957 que inventa el término, donde el autor plantea este “nuevo principio”: “Lo que nos debe importar es la calidad de las personas, y no sólo su cantidad: por consiguiente, es necesaria una política concertada que impida que la marea creciente de la población ahogue todas nuestras esperanzas de un mundo mejor’. El better world de Julian no está tan lejos del brave new world de Aldous. Se trata claramente de mejorar la “calidad” de los individuos, lo mismo que se mejora la “calidad” de los productos y, por tanto, probablemente, de eliminar o de impedir que nazcan a todos aquellos que aparecieran como anormales o deficientes.

¿A quién debemos nombrar director general?

Dense cuenta de que lo que está en juego en nuestro encuentro es la definición de hombre. Y, por lo tanto, el porvenir mismo del hombre. El hombre busca un más allá. Es, por su misma esencia, transhumano. Pero ¿cómo se realiza el trans del transhumano? ¿Por medio de la cultura y de la apertura a lo Trascendente? ¿Por medio de la técnica y de la manipulación genética? ¿Por medio del misterio de la palabra? ¿Por medio de la voluntad de poder? La Unesco es una organización mundial dedicada a la protección y al desarrollo de las culturas. Pero, como toda organización actual, también es devorada por la logística tecnocrática, es decir, por el deseo de resolver los problemas en lugar de reconocer los misterios. Prueba de ello es la ambigüedad de la que da testimonio su primer director general.

Así pues, yo me hago la siguiente pregunta: ¿A quién debemos nombrar director general, a Julian Huxley o a Dante? ¿La grandeza del hombre está en la facilidad técnica para vivir? ¿O está, más bien, en ese desgarro, en esa apertura, que es como un grito hacia el Cielo, en esa llamada hacia lo que realmente nos trasciende? Hay que observar que un transhumanismo cuyo productor fuera el mismo hombre no sería un verdadero transhumanismo: no se volvería hacia el más allá de lo humano, sino hacia el más acá, reduciendo al hombre a un objeto técnico con buenas prestaciones. Ahora bien, y repito, lo maravilloso del hombre no está en sus prestaciones, porque, de otra forma, no sería más que una proeza biomecánica y habría que deshacerse de todos los débiles (se prohibiría hasta tener debilidad por alguien, es decir, amar). La maravilla que hay en el hombre está en el misterio de su presencia asombrada. Esa maravilla no es eficiencia, sino epifanía, esa epifanía que brilla en el rostro del otro, sea quien sea, aun cuando ese rostro sea deforme, aun cuando sea el rostro de un crucificado.

Nuestra modernidad ha llegado, por lo tanto, a esta situación extrema porque ahora tenemos la posibilidad de realizar concretamente el transhumanismo en términos técnicos y de considerar a los hombres que somos como artilugios arcaicos y obsoletos. Pero este carácter extremo es asimismo una gracia. Nos permite, como contraste, acoger mejor aquello que constituye nuestra humanidad: no un desarrollo horizontal de nuestro poder, sino una irrupción vertical de nuestra palabra.

De ahí lo oportuno de este “Atrio de los Gentiles”: hay que levantar acta de esta nueva situación. No se trata solamente de establecer un “diálogo entre creyentes y no creyentes’.’ Se trata de plantear la cuestión del hombre y de reconocer que lo que conforma su especificidad no es ser un superanimal más poderoso que los demás, sino ser ese acogido-acogedor que tiene como vocación acoger a toda criatura con amor, a fin de volverse juntos, por medio de la palabra, de la oración, de la poesía, hacia una fuente misteriosa y común.»

 

  • Fabrice Hadjadj (Nanterre, 15 de septiembre de 1971) es un escritor y filósofo francés. En su adolescencia y primera juventud, era ateo y anarquista, manteniendo una actitud nihilista hasta que, en 1998, se convirtió al catolicismo. Sus principales libros están dedicados a análisis sobre la tecnología y sobre la corporeidad humana.