El laico ante los problemas del mundo

1980

La fe le dice al laico que las realidades temporales son obra de Dios, en cuanto dimanan de la naturaleza humana creada así por El. Son autónomas en el sentido de que poseen un valor intrínseco, independiente de la Iglesia —tam­bién ella obra de Dios—; pero sometidas al juicio de Dios, como toda la crea­ción. Como fruto de la voluntad humana, también están sujetas al pecado: fragilidad, ambivalencia; incluso, malicia.

Pero la fe también nos dice que esta realidad temporal ha sido salvada por Cristo y es el escenario de nuestra propia realización. Tiene, por tanto, un valor transcendente. El laico, ayudado por la Revelación, de­be descubrir este valor y completar la obra de la salvación en el mundo.

Si esto es válido para cualquier obra creada, tanto más para los asuntos pú­blicos, que repercuten directamente en millones de personas.

Ante los des­víos de estas realidades, no bastan los lamentos ni siquiera las denuncias, hay que rectificarlas para que cumplan el plan que Dios les encomienda: servir al bien común.

Más en concreto, la fe en el estilo de vida de Jesús nos hace ver que un laico no puede en conciencia desentenderse de los problemas comunes. Y el sentido común nos indica que si nos parece que hay cosas que mar­chan mal en el mundo, el lamento, la crítica o la teorización son estériles, si no van acompañados por una acción eficaz para remediarlas.

Y hay in­justicias estructurales que sólo se pueden remediar desde el ámbito po­lítico.

La Igle­sia ve en la política un noble y difícil oficio de servicio. Anima a los laicos a la participación y les recuerda su grave obligación de preocuparse por los demás. Una decisión pública puede afectar a millones de prójimos. El cris­tiano tiene, pues, millones de obligaciones y de razones para intervenir en la vida pública.

En orden a una política de tipo humanista e inspiración cristiana, podemos extraer del Magisterio de la Iglesia estos principios orientadores para los laicos:

La verdad, la justicia, el amor y la libertad, como fundamentos de la convi­vencia humana (Juan XXIII).

La igualdad y la participación, como intentos por promover una sociedad de­mocrática (Pablo VI).

 La liberación en sentido integral, como proceso personal y colectivo hacia un mundo mejor (Juan Pablo II).