¿Pero qué tesoro puede igualar al tiempo? Es la semilla de la eternidad, pero nos permitimos seguir adelante, año tras año, usándolo apenas en el servicio de Dios, o pensando que es suficiente darle una décima o una séptima parte, mientras sembramos vigorosa y cordialmente en la carne, de la cual cosecharemos corrupción.

 

Sermón de Año Nuevo predicado en Santa María Virgen, Oxford, el 1 de enero de 1832

John Henry Newman

 

“Cualquier cosa que esté a tu alcance hacer, hazla según tus fuerzas, porque no existirán obras, ni razones, ni ciencia, ni sabiduría, en la tumba a donde te encaminas”.(Eclesiastés 9,10)

El consejo de Salomón de que nosotros deberíamos hacer todo lo que encontramos a mano con nuestra fuerza, dirige naturalmente nuestros pensamientos hacia esa gran obra en la cual todos los demás están incluidos, que sobrevivirá a todas las otras obras, y solamente para la cual estamos realmente aquí abajo: la salvación de nuestras almas.

Y la consideración de esta gran labor, que debe ser hecha con todas nuestras energías y completada antes de la sepultura hacia dónde vamos, se presenta a nuestra mente con especial fuerza al comienzo de este nuevo año.

Estamos ahora entrando en una nueva etapa del viaje de nuestra vida. Sabemos bien cómo terminará y vemos dónde nos pararemos al atardecer, pero no vemos el camino.

Y sabemos en qué reside nuestro negocio mientras viajamos, y que es importante para nosotros hacerlo con nuestras “fuerzas, porque no existirán obras ni razones, ni ciencia, ni sabiduría, en la tumba” Es esto tan claro que no es necesario decir nada para convencernos de que es verdad. Lo sabemos bien. Sin embargo, aunque sabemos ya suficientemente que hemos de hacer mucho antes de morir, si queremos prestar atención, puede ser útil meditar la cuestión, porque pensando sensata y seriamente es posible que podamos obtener alguna convicción profunda, con la gracia de Dios…

Considerad, entonces, qué es morir: “no existirán obras, ni razones, ni ciencia, ni sabiduría, en la tumba”. La muerte pone fin absoluta e irrevocablemente a todos vuestros planes y trabajos, y es inevitable. El salmista se dirige a “plebeyos y nobles, ricos y pobres” diciendo que “nadie podrá librarse a sí mismo, ni dar a Dios un rescate” que “los sabios mueren, igualmente perecen el insensato y el necio, dejando sus riquezas a extraños” (Sal 49, 2-11)… cada uno de nosotros será llevado al lecho de la muerte, tarde o temprano. Naturalmente retrocedemos ante el pensamiento de la muerte y sus circunstancias correspondientes, pero todo lo que es odioso y temible acerca de ella se cumplirá en nuestro caso, uno por uno.

Pero todo esto es nada comparado con las consecuencias que implica. La muerte nos detiene, detiene nuestra carrera. Los hombres están ocupados en sus trabajos o en sus placeres, están en la ciudad o en el campo, pero de todas formas son detenidos, sus acciones son recogidas súbitamente, se hace el recuento, todo es sellado hasta el gran día.

Estaban llenos de ideas y proyectos; sea en una posición más elevada o más humilde, tenían sus esperanzas y sus temores, sus expectativas, sus propósitos, sus rivalidades, pero todo esto ha llegado ahora a su fin. Uno construye una casa, y el techo no está terminado; otro compra mercadería, y aún no la ha vendido. Y todas las virtudes y cualidades agradables que les granjeaban las simpatías de sus amigo ; han desaparecido, en lo que concierne a este mundo.

¿Dónde están los que eran tan activos, tan sanguíneos, tan generosos? ¿Dónde están los afables, los modestos, y los bondadosos? Se nos dice que han muerto. Desaparecieron de repente. Es lo único que sabemos al respecto. Han sido llevados de nuestro lado silenciosamente, ya no se encuentran en la silla de los ancianos, ni en las asambleas del pueblo, ni en la variada concurrencia de los hombres, ni en el retiro doméstico que apreciaban… Han roto los lazos que los sostenían, eran padres y madres, hermanos y hermanas, hijos y amigos, pero el vínculo de parentesco está roto, y se perdido el cordón de plata del amor. Les han seguido vehementes lágrimas de pena y el largo dolor de corazones afligidos, pero ellos no regresan, no responden, ni siquiera satisfacen nuestro deseo de saber que se duelen por nosotros como nosotros por ellos…

El mundo sigue sin ellos, y los olvida. Sí, así es. El mundo se las ingenia para olvidar que los hombres tienen almas, y los mira a todos meramente como partes de algún gran sistema visible, que sigue andando, y al cual atribuye una suerte de vida y personalidad. Por un minuto, quizás, piensa de ellos con pena, y luego los deja para siempre. Mantiene su ojo en las cosas visibles y temporales… De este modo, como el mundo realmente desecha las almas de los hombres y reconoce sólo sus cuerpos, hace que parezca que “el hombre y la bestia tienen la misma suerte: muere el uno como la otra, y ambos tienen el mismo aliento de vida, de modo que en nada aventaja el hombre a la bestia, pues todo es vanidad” (Eclesiastés 3,19).

Pero sigamos la trayectoria de un alma así quitada del mundo, y desechada por él. Sigue adelante como un extranjero de viaje. El hombre parece morir y no existir más, cuando en realidad nos está dejando para comenzar a vivir. Luego contempla cosas que antes su mente ni siquiera podía concebir, y el mundo es para él menos que lo que él es para el mundo. Hace un instante yacía en el lecho de la enfermedad, y ¡qué cambio tremendo llegó sobre él en ese momento de la muerte! ¡Qué crisis para él! Hay quietud en la habitación que ocupó últimamente, nada se hace allí, porque él se ha ido, pertenece ahora a otros. Pertenece enteramente al Señor que le redimió, a Él ha regresado, pero si debe ser alojado seguramente en Su lugar de esperanza, o encarcelado para el gran Día, ese es otro asunto que depende de las acciones realizadas en el cuerpo, buenas o malas. ¿Y cuáles son ahora sus pensamientos?

¡Qué infinitamente importante aparece el valor del tiempo, ahora que no existe para él! Pues aunque estuviera siglos esperando a Cristo, ahora no puede alterar su estado de malo a bueno, o de bueno a malo. Lo que era cuando murió eso debe ser para siempre, como el árbol caído que así debe yacer. Este es el consuelo del verdadero siervo de Dios y la miseria del transgresor. Su suerte está echada de una vez y para siempre, y no puede sino aguardar en la esperanza o en el temor. Los hombres en sus lechos de muerte han dicho que nadie puede hacerse una idea recta del valor del tiempo hasta que está por morir. ¡Pero si esto es verdad, cuánto más verdadero será después de la muerte! ¡Qué estima tendremos del tiempo mientras estemos esperando el juicio!… Nosotros debemos morir, los más jóvenes, los más saludables, los más irreflexivos. Nosotros debemos ser antinaturalmente desgarrados en dos, el alma del cuerpo, y unidos nuevamente sólo para ser más felices o más miserables para siempre.

Tarde o temprano la muerte está continuamente en marcha hacia nosotros. Siempre estamos cada vez más cerca de ella. Cada mañana que nos levantamos estamos más cerca de lo que estábamos de la tumba en la que no hay ni obras ni razones. De este modo, la vida está siempre desmoronándose debajo nuestro. ¿Qué le diríamos a un hombre parado en algún precipicio que está temblando bajo sus pies, y le da cada vez menos seguridad, pero él no está atento? ¿O qué le diríamos a uno que permite que un precioso licor se derrame de su envase en la vía pública, sin pensar siquiera en pararlo, y mira sin importarle cómo se desperdicia cada vez más, minuto a minuto? ¿Pero qué tesoro puede igualar al tiempo? Es la semilla de la eternidad, pero nos permitimos seguir adelante, año tras año, usándolo apenas en el servicio de Dios, o pensando que es suficiente darle una décima o una séptima parte, mientras sembramos vigorosa y cordialmente en la carne, de la cual cosecharemos corrupción.Tratamos de calcular el mínimo seguro para dar a la religión, en vez de tener la gracia para dar abundantemente.

“Arroyos de lágrimas bajan de mis ojos, por los que no cumplen Tu voluntad”, dice el salmista (Sal 118, 136). Sin duda, un profeta inspirado vio mucho más claro que nosotros la locura de los hombres malgastando ese tesoro en el pecado cuando es para comprar su bien principal. Y si es así, ¡cómo aparecerá esta locura a la vista de Dios! ¿Qué inveterada malignidad está en el corazón de los hijos de los hombres, que les lleva a sentarse para comer, y beber, y levantarse para jugar, cuando el tiempo se acelera y llega el juicio? Se nos ha dicho lo que Él piensa de la increencia de los hombres, pero no podemos entrar en las profundidades de Sus pensamientos. Nos lo manifestó con hechos, tanto como podíamos recibirlo, cuando Él envió a Su Hijo Unigénito al mundo y a este tiempo para redimirnos del mundo, y ciertamente no fue hecho a la ligera. Y también aprendimos sus pensamientos acerca de ello por las palabras de ese Hijo misericordioso, y ciertamente no fueron dichas a la ligera: “los malvados irán al castigo eterno” (Mt 25, 41-46).

¡Oh, si hubiera en nosotros un corazón tal que temiéramos a Dios y guardáramos sus mandamientos siempre! Pero no sirve hablar; los hombres conocen su obligación y no querrán hacerla. Dicen que no necesitan o no quieren que se les diga, que es una intrusión y una descortesía hablarles de la muerte y del juicio. Pero así debe ser, y nosotros, que tenemos que hablarles, debemos someternos a esto. Debemos hablar como un acto de obediencia a Dios, quieran o no escuchar, y debemos dejar nuestras palabras como testimonio. No tenemos otros medios para conmoverlos.

Hablamos desde Cristo, nuestro misericordioso Señor y redentor de ellos, que les ha perdonado libremente, aunque no quieren seguirle con verdadero corazón. ¿Y qué más podemos hacer?

Otro año se abre ahora ante nosotros. El año pasado se fue, está muerto, yace en la tumba del tiempo pasado, no sin embargo para decaer o ser olvidado, sino mantenido ante la mirada de la omnisciencia de Dios, con todos sus pecados y errores irrevocablemente escritos, hasta que, al final, sea evocado nuevamente para testificar sobre nosotros en el último día. ¿Y quién de nosotros puede soportar el pensamiento de sus propios actos a lo largo del mismo? Todo lo que ha sido dicho y hecho, todo lo que ha sido concebido en la mente, o realizado de acuerdo a ello, y todo lo que no ha sido dicho o hecho, lo que era un deber decir o hacer. Qué panorama horrible parece estar ante nosotros, cuando meditamos la solemne palabra de verdad que nos garantiza, en la última y más tremenda revelación que Dios nos ha hecho acerca del futuro, que en ese día los libros se abrirán y luego se abrirá “otro libro, que es el de la vida, y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras” (Apocalipsis 20,12) ¡Qué daría un hombre, cualquiera de nosotros, que tuviese alguna percepción real de su estado sucio y miserable, qué daría por arrancar algunas de las páginas allí preservadas! ¡Pues qué atroces son los pecados escritos allí! Pensad en la multitud de pecados cometidos desde que conocimos la diferencia entre el bien y el mal. Los hemos olvidado, pero allí podremos leerlos claramente registrados. Bien podía exclamar David, “no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor” (Sal 24,7). Considerad también la multitud de pecados que han crecido en nosotros hasta ser parte de nosotros, y en los cuales vivimos ahora, sin saber, o sabiendo parcialmente, que son pecados: hábitos de orgullo, confianza en sí mismo, presunción, hosquedad, impureza, pereza, egoísmo, mundanidad.

Y cuando miramos hacia el futuro, ¡cuántos pecados habremos cometido desde ahora al año que viene, aunque tratamos siempre tanto de conocer nuestro deber y vencernos a nosotros mismos! Más aún, ¿tendremos la oportunidad de obedecer o desobedecer a Dios por un año más? ¿Quién sabe si por ese tiempo nuestra cuenta no puede cerrarse para siempre?.

“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino” (Le 23,42). Tal fue la oración del ladrón penitente en la cruz, tal debe ser la nuestra. ¿Quién puede hacernos algún bien sino Él, que será también nuestro Juez? Cuando se nos cruzan pensamientos horribles acerca de nosotros mismos y nos afligen, todo lo que tenemos para decir es “acuérdate de mí..” No podemos decir nada a Dios en defensa nuestra, sólo podemos reconocer que somos lamentables pecadores y dirigirnos a Él como suplicantes, pidiéndole sólo que nos recuerde en su misericordia, que por su Hijo nos haga algún favor, no de acuerdo a nuestras deserciones, sino por el amor de Cristo. Cuanto más tratemos de servirle aquí, mejor; pero después de todo, en la medida en que no alcanzamos lo que debiéramos ser, que contamos solamente con lo que somos, desgraciados somos, y estamos obligados por la misma necesidad de nuestra condición.

¿A quién iremos? ¿Quién puede hacernos algún bien sino Aquel que nació en este mundo para nuestra regeneración, fue herido por nuestras iniquidades, y resucitó para nuestra justificación? Aunque le hayamos servido desde nuestra juventud, aunque hayamos crecido según su ejemplo, tanto como puede crecer un hombre, en sabiduría como en estatura, aunque hayamos tenido siempre corazones compasivos, y una voluntad mortificada, y un temperamento concienzudo, y

un espíritu obediente, aún así, en el mejor de los casos, ¡cuánto hemos dejado por hacer, y cuánto hecho que debió ser de otro modo! Lo que Él puede hacer por nuestra naturaleza, en orden a santificarla, lo sabemos en cierta medida, lo sabemos en el caso de sus santos, y ciertamente no sabemos el límite en llevar adelante la labor de purificación y renovación por el Espíritu en aquellos que son objeto de su especial favor. Pero en cuanto a nosotros, sabemos muy bien que por mucho que hayamos intentado hemos hecho muy poco, que nuestro mejor servicio no es digno, y cuanto más intentamos más claramente veremos qué poco hemos intentado hasta ahora.

Aquellos que Cristo salva son los que enseguida intentan salvarse, aunque desesperan de salvarse ellos mismos; los que quieren hacer todo pero confiesan que no hacen nada; los que son todo amor y todo temor; los que son los más santos, y sin embargo se confiesan los más pecadores; los que siempre buscan agradarle a Él, aunque sienten que nunca pueden; los que están llenos de buenas obras, y de obras de penitencia. Todo esto parece una contradicción al hombre natural, pero no es así para aquellos a quienes Cristo ilumina. Ellos comprenden según esta iluminación que les es posible trazar su salvación, y sin embargo tenerla trazada, temer y temblar ante el pensamiento del juicio, y sin embargo estar siempre alegres en el Señor, y esperar y pedir su venida.»