* Emilce Cuda. Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Católica de Argentina. Secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina (Santa Sede). Miembro de la Pontifica Academia de Ciencias Sociales y de la Pontificia Academia para la Vida.
(Ponencia impartida por Emilce Cuda, el 21 de noviembre de 2024, en la apertura del curso 2024-2025 del Aula Rovirosa-Malagón del Instituto Superior de Pastoral de Madrid)
Queridos hermanos, queridas hermanas:
Es una alegría para mí estar en Madrid compartiendo este encuentro de la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC). Gracias por la generosidad de invitarme.
En esta presentación que compartiré con ustedes, intentaré abordar la relación del magisterio social del papa Francisco –que a mi modo de ver es una “obra maestra”, como el “Guernica” de Picasso o “Las meninas” de Velázquez o “Las moradas del castillo interior”, de santa Teresa de Jesús– con el mundo del trabajo.
En este sentido, comienzo diciendo que la encíclica social Laudato si’ sigue, amorosamente, el método teológico del ver-juzgar-obrar. Como diría Bernard Lonergan, el papa Francisco lo hace: “amorosamente para ver, amorosamente razonando para discernir, y amorosamente para actuar”.
El amor aquí no cumple un rol literario sino místico, en tanto que es el resultado concreto de la unidad, y al mismo tiempo su condición necesaria; el amor es la unidad, y es el punto de partida para la construcción de una comunidad organizada económica y políticamente, viviendo una mística popular, como diría el jesuita Jorge Seibold. Sin amor no hay posibilidad de que las comunidades constituyan su identidad política para la construcción de un pueblo.
La crisis ecológica es una crisis de unidad que tiene consecuencias sociales y ambientales. Salir de la crisis económica implica recuperar la unidad política de la comunidad “para que el alma de los pueblos se revele como una sola” –dijo el papa Francisco–,[1] porque “nadie se salva solo”, o nos unimos o nos hundimos.
La Doctrina Social de la Iglesia y la teología del trabajo
Hace más de 130 años, León XIII comenzaba la célebre Rerum novarum (RN), la primera encíclica social –con lo cual, como ustedes saben, se daba nacimiento a la Doctrina Social de la Iglesia–, diciendo que el conflicto social en “el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la política al terreno, con él colindante, de la economía” (RN 1).
Lo que generó ese conflicto fue: “el cambio operado en las relaciones mutuas entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral”.
La toma de conciencia por parte de los trabajadores de su agónica situación, “puso en actividad los ingenios de los doctos, las reuniones de los sabios, las asambleas del pueblo, el juicio de los legisladores, las decisiones de los gobernantes”.
Eso desencadenó el antagonismo que divide el campo de lo social en dos: trabajadores por un lado, y empresarios por otro. Ante eso, el documento sostiene que “es difícil realmente determinar los derechos y deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital y los que ponen el trabajo”. La dificultad radica en que “es discusión peligrosa, porque de ella se sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para incitar sediciosamente a las turbas”.
En la candente cuestión social, León XIII decidió ponerse del lado de los pobres, es decir del lado de los trabajadores, por ser la mayoría “que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa”. El motivo por el cual llegan a esa situación es que en el nuevo modo productivo del capitalismo industrial, los antiguos gremios desaparecen, y los trabajadores devenidos obreros quedan desorganizados, “sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío”, dice el documento que el sistema “fue insensiblemente entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores”, y por “la voraz usura” practicada “bajo una apariencia distinta”. Advierte que “no sólo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios” (RN, 1).
Como sabemos, a diferencia de lo que León XIII llegó a ver con gran lucidez en su tiempo, la cuestión social alcanzó una escala planetaria, globalizada, luego del crack de Wall Street y, sobre todo, de la Segunda Posguerra Mundial. Es decir, los problemas económicos, políticos, sociales, ya no afectan a una parte sino a todo el mundo, en mayor o menor medida.
Así ocurre con la crisis única y compleja, social y ambiental, que Francisco denuncia en Laudato si’, escuchando el clamor de la tierra y el clamor de los pobres. Si prestamos atención ahora a la estructura de la encíclica Laudato si’, en la segunda parte, es decir el momento de discernir cuál es la causa de tal crisis, el Papa recurre al Evangelio de la creación –tema que retomaré luego–. Todo mundo es producto de una creación.
El tema es quién es su creador, porque a su imagen y semejanza será su mundo. Si el creador es un dios uno y trino, eterno, trascendente, personal –y por eso misericordioso y providente–, entonces, el hombre y el mundo creados a su imagen y semejanza, tendrán una lógica relacional en la cual constituirán su identidad personal. Pero si el creador es un dios uno, mortal, inmanente e impersonal, el hombre y el mundo creados a su imagen tendrán una lógica egoísta deshumanizante y destructiva.
Si partimos del principio de creencia judeo-cristiano, por el cual el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, entonces la “creatividad” es en el ser humano la imago dei y, con eso, cocreador con Dios. Eso implica que su derecho, y deber, es cuidar la vida creada, mediante una práctica creativa a la que se denomina trabajo –cuando este no es realizado en condiciones de explotación–, y mediante esa práctica expresa y pone de manifiesto su esencia.
En la introducción a Laborem exercens (LE), san Juan Pablo II sostiene que aquello que diferencia al hombre de los animales es el trabajo ya que, en tanto actividad creativa, va más allá de la mera labor por superviviencia. Por eso mismo, es deber moral cristiano denunciar situaciones que violan ese derecho humano, y contribuir a que se realice (LE, 1. 2-4). El problema del trabajo es el centro de la “cuestión social” (LE, 2. 1), porque “el hombre es la imagen de Dios, entre otros motivos, por el mandato recibido de su Creador de someter y dominar la tierra” (LE 4. 2). Eso hace que el trabajo sea el camino virtuoso para imitar a Dios.
Dicho de otro modo, la realización plena de la esencia humana consiste en ser creativo a imagen del Dios creador. Por eso, el trabajo creativo es el medio para lograrlo, porque su esencia, su dignidad, se hace realidad efectiva trabajando, se realiza para “hacerse más hombre” (LE, 9. 3-4). Por eso el trabajo es una virtud, porque es el camino a la perfección de la vocación. La persona humana, creada a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, la desarrolla, la completa.
El Génesis presenta el acto creador de Dios como trabajo, y cada día finaliza su trabajo afirmando que es bueno. El Génesis es el primer “evangelio del trabajo”, ya que la dignidad humana se fundamenta en el acto virtuoso de imitar a Dios en su actividad creativa, por ser la única de las creaturas que puede realizar actividades creativas, a semejanza de Dios, mediante las cuales Dios sigue recreando el mundo. El trabajo colabora con la providencia. Incluso en «los quehaceres más ordinarios […] desarrollan la obra del Creador” (LE, 25. 2-4).
El hecho de que Jesús haya dedicado la mayor parte de su vida terrena al trabajo manual es el fundamento del Evangelio del trabajo del que habló Juan Pablo II, para afirmar que el valor del trabajo humano es subjetivo, no objetivo. Independientemente de la actividad que se realice, siempre es realizada por una persona (LE, 6). Por eso los trabajadores reaccionan cuando el capitalismo los desconoce como sujetos de trabajo –es decir, cuando desconocen económicamente el valor humano que aportan al proceso de producción–, y los degrada a objetos de producción (LE 7.3; 8.2).
El liberalismo político sólo reconoce la iniciativa económica en los dueños del capital sin preocuparse de los derechos de los trabajadores, considerándolos sólo instrumento de producción (LE, 8. 3); sin embargo, la sociedad es “una gran encarnación histórica y social del trabajo de todas las generaciones” (LE, 10. 2). Ahí está el punto de conflicto, en la disputa por la apropiación legítima de la productividad resultante de una acumulación cultural de valor; mientras tanto, se sostiene como verdad la falsa idea de que el trabajador no aporta creatividad. Ese “liberalismo, entendido como ideología del capitalismo” es la causa del conflicto social entre unos pocos empresarios de gran influencia y una multitud despojada (LE, 11. 3-4), ya que “no se puede separar el capital del trabajo” por ser ambos un “vínculo indisoluble” (LE, 13.1). Si se considera el Evangelio de la creación como principio de juicio sobre la realidad, entonces cada trabajador cuenta con “un doble patrimonio”: los recursos de la naturaleza –don del Dios creador–, y el conocimiento tecnológico acumulado históricamente por el trabajo creativo del ser humano a imagen de Dios y en respuesta a su vocación (LE, 13 .2). Sin embargo, el economismo separa capital y trabajo como si fuesen dos fuerzas anónimas, dando superioridad el capital (LE, 13. 3).
Sin embargo, desde el punto de vista de los principios de fe cristianos, el hombre no es resultante de las relaciones económicas de producción predominantes en una determinada época (LE, 13 .4). Contrariamente a la ideología liberal, la DSI dice que, en el proceso de producción, por un lado, el trabajo es causa eficiente primaria y el capital causa instrumental (LE, 16 .1); por otro lado, la tierra es su “puesto de trabajo” (LE, 16. 2-3). Por consiguiente, el conjunto de medios de producción, es decir el capital, “son fruto del patrimonio histórico del trabajo humano”, han nacido del trabajo y “lleva consigo las señales del trabajo humano” (LE, 16. 4).
Entonces, “no se puede separar el capital del trabajo” por conformar un “vínculo indisoluble” (LE, 13. 1). De acuerdo con ese argumento, cada trabajador cuenta con “un doble patrimonio”: los recursos de la naturaleza y el conocimiento tecnológico acumulado históricamente (LE, 13. 2). Cuando el economismo separa capital y trabajo, como dos fuerzas anónimas, dando superioridad al capital, desconoce el valor del trabajo humano colectivo acumulado y devaluado en la renta, tal como se la exhibe (LE, 13. 3). Sin embargo, “detrás de uno y otro concepto están los hombres, los hombres vivos, concretos”, invisibilizados por “el problema de la propiedad” (LE, 14. 1). Si se acepta que “el derecho a la propiedad privada está subordinado al derecho, al uso común, al destino universal de los bienes” (LE, 14. 2), entonces es inaceptable que estos sean “poseídos contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer, porque el único título legítimo para su posesión –[… ] propiedad pública o colectiva– es que sirvan al trabajo; […] argumentos de la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino (LE, 14. 3).
Dicho de otro modo, es inaceptable la postura del “rígido” capitalismo, que defiende el derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de producción, como un “dogma” intocable en la vida económica. En efecto, “si es verdad que el capital […] constituye a su vez el producto del trabajo de generaciones, entonces no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente gracias al trabajo llevado a cabo […] por generación de trabajadores. Se trata aquí, obviamente, de las distintas clases de trabajo, no sólo del llamado trabajo manual, sino también del múltiple trabajo intelectual, desde el de planificación al de dirección” (LE, 14. 4).
El Estado es un empresario indirecto, ya que mediante las relaciones económicas entre los Estados –importación y exportación–, se crean dependencias que dificultan la soberanía (LE, 17. 2) y derivan en formas de explotación o de injusticia. Los países altamente industrializados, y las empresas multinacionales o transnacionales, con su política de precios son la causa de la desigualdad entre países ricos y pobres, e influyen sobre la política local (LE, 17. 2). Como empresario indirecto es responsable y debe actuar –contra el “desempleo, una verdadera calamidad social”–, mediante “subsidios a favor de los desocupados […] es una obligación […] que brota del principio fundamental del orden moral en este campo, esto es, del principio del uso común de los bienes o, para hablar de manera aún más sencilla, del derecho a la vida y a la subsistencia” (LE, 18. 1).
Por lo tanto, “El problema –clave de la ética social– es el de la justa remuneración por el trabajo realizado” –individual y socialmente– invisibilizado en la cadena de valor y en el PBI. Ese problema se genera en un modo de relación productiva inequitativa entre empresario y empresario, y “la relación entre el empresario y el trabajador se resuelve en base al salario” (LE, 19. 1), dicho de otro modo, el salario justo es la “verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico” (LE, 19. 2).Por eso es necesario reconstruir el puente entre los sindicatos y las cámaras de empresarios (LE 20., 1), que facilite un encuentro nacional, regional y global de diálogo por la justicia social como bien común.
Profundizando en el Evangelio de la creación
El papa Francisco, en continuidad con el magisterio social de Juan Pablo II, también sostiene que el trabajo como creatividad es un don de Dios que el pecado “desnaturalizó modificando el sentido del mandato de ‘dominar’ la tierra (cf. Gn 1, 28) y de ‘labrarla y cuidarla’ (cf. Gn 2, 15). En consecuencia, en lugar de colaborar con Dios, el hombre pretende suplantarlo (LS 66, 102, 117).
El valor del trabajo no consiste solo en cuidar la creación, sino también, por ser creativo –eso significa labrar–, el trabajo consiste en desarrollar lo creado, “situarse como instrumento de Dios para ayudar a brotar las potencialidades que él mismo colocó en las cosas” (LS, 124). El trabajo es el “ámbito de este múltiple desarrollo personal, donde se ponen en juego: […] la creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el ejercicio de los valores, la comunicación con los demás”. Por eso, en la actual realidad social mundial “de una cuestionable racionalidad económica”, la prioridad es el “acceso al trabajo por parte de todos” (LS, 127). Ni la tecnología, ni los subsidios deben reemplazar el trabajo porque impiden esa realización esencial, es decir, impiden la dignidad. Además, cuando el avance tecnológico reduce puestos de trabajo, esto impacta negativamente en la economía porque desgasta el “capital social” al destruir las relaciones de confianza, fiabilidad, y respeto de las normas, que se generan en el trabajo y son indispensables para la convivencia civil: “los costes humanos son siempre también costes económicos […] Dejar de invertir en las personas para obtener un mayor rédito inmediato es muy mal negocio para la sociedad” (LS, 128). El sujeto del trabajo sigue siendo el hombre (LE, 5. 3); cuando la técnica lo suplanta deja de ser su aliada, porque impide la creatividad, y por tanto la dignidad (LE, 5. 4).
El trabajo –dice Juan Pablo II en 1981 cuando el capitalismo devenido financiero no había aún comenzado a suprimir la fase productiva en la reproducción del capital–, tiene como característica propia, antes que nada, unir a los hombres y en esto consiste su fuerza social para construir una comunidad entre trabajadores y empresarios, y afirma que esa es una actividad política (LE, 20. 2-4). Ahora, en el siglo XXI la realidad muestra con evidencias indiscutibles cómo el capitalismo financiero eliminó estructuralmente el trabajo humano tanto de trabajadores como de empresarios.
En consecuencia, el tejido social que posibilita la política en tanto espacio de encuentro para acuerdos bilaterales entre trabajadores y empresarios, desaparece. Para que haya diálogo social, es decir política como palabra pública sobre el uso justo de los bienes comunes, es necesario que la comunidad se organice de tal modo que existan dos partes identificadas a partir intereses comunes a cada una de las partes. Sin esa actividad humana creativa que se llama política no puede iniciarse ningún proceso de transición que promueva una nueva economía, de “la diversidad productiva y la creatividad empresarial” (LS, 129), entendiendo por empresarial también un emprendimiento comunitario campesino o urbano de pequeña escala.
El magisterio social del papa Francisco, al igual que Juan Pablo II, también pone la causa de la cuestión del trabajo en el liberalismo como ideología que da fundamento al sistema económico capitalista, ahora financiero, diciendo que “una libertad económica sólo declamada, pero donde las condiciones reales impiden que muchos puedan acceder realmente a ella, y donde se deteriora el acceso al trabajo, se convierte en un discurso contradictorio que deshonra a la política”.
Por el contrario, sostiene que “la actividad empresarial, que es una noble vocación orientada a producir riqueza y a mejorar el mundo para todos, puede ser una manera muy fecunda de promover la región donde instala sus emprendimientos, sobre todo si entiende que la creación de puestos de trabajo es parte ineludible de su servicio al bien común” (LS, 129). Si los empresarios reconocen su identidad de trabajadores –en tanto actividad creativa esencial de la persona humana–, “esta sería –como dice Francisco– una creatividad capaz de hacer florecer nuevamente la nobleza del ser humano, […] para encontrar formas de desarrollo sostenible y equitativo (LS, 192).
Según Francisco, esta situación de crisis ecológica –ya que es ambiental y social–, no es de tipo productivo sino financiero –como se vio en la primera parte de este trabajo–, y se origina en “una profunda crisis antropológica” por dar primacía al dinero antes que a las personas. La consecuencia es “la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (EG, 55). En este escenario, nos dice el Papa, “algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una ‘educación’ que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes” (EG 60).
Otros, pretenden solucionarlo con seguridad alimentaria solamente, pero es no es suficiente, es necesario garantizar el “especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que están destinados al uso común” (EG, 192). Sin embargo, dice Francisco, para generar trabajo digno “ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo” (EG, 204). Sin lugar a dudas, “al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad”; el Estado “sobre la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que no puede ser delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos” (EG, 240). Los gobiernos tienen el derecho, y el deber, de decidir políticas públicas fiscales y financieras en “apoyo a los pequeños productores y a la variedad productiva”, sin embargo, para que haya “libertad económica de la que todos efectivamente se beneficien, a veces puede ser necesario poner límites a quienes tienen mayores recursos y poder financiero” (LS, 129).
El trabajo, en tanto actividad creativa, es un derecho inalienable de los seres humanos que los diviniza, por eso es sagrado. Un sistema económico –es decir, el modo de administración de los bienes comunes de la creación, es decir de cuidado y cultivo a modo de desarrollo sustentable de la tierra, don de Dios, a la que el Papa llama Casa Común–, que impida el trabajo, o lo permita en condiciones de explotación, impide al ser humano desarrollar su esencia, esta es su dignidad o valor consistente en ser el única creatura creativa, como Dios. Impedirlo es cerrarle el camino virtuoso de la salvación.
Por consiguiente, hablar de economía justa –desde el Evangelio del trabajo de Juan Pablo II, tan como como del Evangelio de la creación de Francisco–, es hablar de trabajo digno como experiencia de salvación comunitaria, “que suele provocar reacciones creativas para mejorar (LS, 149). Ese puente entre trabajador y empresario se construye a partir de una conversión comunitaria, porque “la conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria” (LS, 219), ya que “la conversión ecológica lleva al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo” (LS, 220).
A modo de conclusión: creación de valor y distribución
Ahora bien, el ser humano es cocreador de Dios por naturaleza, y ejerce ese derecho inalienable o dignidad creando valor, es decir, poniendo en práctica su creatividad esencial para crear a partir de lo creado, y/o agregando valor a lo creado, no ganando valor al costo de la creación. Eso lleva directo al problema central de la economía: la teoría del valor. El conflicto social emerge cuando son unos los que crean valor y otros los que acumulan ese valor. La clave sigue estando, desde siempre, en la noción de creación: quien es capaz de crear valor, será como Dios, pero no será Dios. Sin embargo, algunos pretenden la dignidad divina apropiándose del valor creado por otros.
Hermanos y hermanas:
Finalmente, todo se trata de una guerra de dioses, donde unos han convencido a otros de no ser dignos de la creación –en tanto bienes de la Casa Común como la tierra–, ni de la creatividad –en tanto trabajo valorado–, ni del descanso de la creatura –un techo para la familia–. Como puede verse, por lo dicho en esta presentación, la economía –es decir el nomos, ley o lógica para administrar los bienes de la eco, casa o país–, puede ser de salvación o de aniquilamiento. El Evangelio, la buena noticia que Jesucristo trajo al mundo, es una economía de salvación comunitaria, un modelo de vida, una lógica de cuidado de la vida, para que “todos tengan vida en abundancia”, como nos dice el evangelista Juan (Jn 10, 10). Sin embargo, como hemos visto, algo anda mal, y la causa está en el modo de producción y acumulación del valor.
Algunos, por ignorancia o por malicia, acusan a la Doctrina Social de la Iglesia de poner más el acento en la distribución que en la creación de valor. Por lo visto a partir del recorrido que he realizado desde Francisco, pero también desde León XIII y sobre todo desde Juan Pablo II, esa crítica no tiene asidero, puesto que los católicos, desde el Evangelio de la creación y la teología del trabajo, asumimos tanto que el ser humano es cocreador con Dios creador, al tiempo que afirmamos que los bienes creados y desarrollados son para todos y todas, según la justicia social, principio rector de la vida en sociedad, como lo ha recordado el papa Francisco al cumplirse el 10° aniversario de los encuentros con los Movimientos Populares. La Iglesia encuentra aquí una forma alternativa de creatividad y de distribución solidaria para vencer la desolación violenta de nuestro mundo desde la esperanza organizada comunitariamente.
¡Muchas gracias!
Notas
[1] Un plan para resucitar, 2020. Papa Francisco
- Emilce Cuda. Doctora en Teología por la Pontificia Universidad Católica de Argentina. Secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina (Santa Sede). Miembro de la Pontifica Academia de Ciencias Sociales y de la Pontificia Academia para la Vida.
Profesora investigadora en la Universidad Católica Argentina (UCA), en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ). Consultora del CELAM (Conferencia Episcopal Latinoamericana) para el área de política y trabajo. Miembro del equipo de especialistas internacionales del Programa de la OIT: El futuro del Trabajo, y desarrolla su actividad en el CERAS de París.