El pensamiento de los santos Padres sobre la propiedad privada

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Llegamos ahora a los santos Padres, es decir, a los grandes teólogos de los ocho primeros siglos. Ellos manifestaron con frecuencia sus preferencias por la propiedad común, lo cual no sólo se explica por el recuerdo de la primitiva comunidad de Jerusalén sino también por la gran influencia que tuvo en ellos la filosofía platónica. Como vimos en el segundo capítulo, Platón propugnó la comunidad de bienes para fortalecer la vida colectiva de quienes viven en una ciudad1.

San Cipriano, que el año 248 fue elegido obispo de Cartago por aclamación popular, escribe:

«Consideremos, hermanos amadísimos, lo que practicó el pueblo de los creyentes en tiempo de los apóstoles, cuando en los comienzos florecían con vigor grandes virtudes, cuando hervía la fe de los fieles con nuevo ardor. (…) Como leemos en los Hechos de los Apóstoles (4,32): La multitud de los creyentes se comportaba con un solo espíritu e intención, no hubo entre ellos diferencias ni reputaban como propio nada de los bienes que poseían, sino todo les era común. Esto es hacerse de veras hijos de Dios Padre, según las leyes del cielo. Todo lo que es de Dios nos es común a todos para nuestro uso, y nadie es excluido de sus beneficios y dádivas, de modo que todos los hombres gocen por igual de la bondad y largueza de Dios»2.

Cien años después también san Basilio presenta como modelo la comunidad de bienes de la primitiva comunidad apostólica3. Y, por cierto, no recomendaba a los demás cosas que él no estuviera dispuesto a hacer. Tras el bautismo distribuyó sus bienes entre los pobres (igual que había hecho san Cipriano, aunque no lo dije) y se retiró a la soledad viviendo en comunidad de bienes con otros compañeros que se le unieron. En cuanto a san Ambrosio, tras observar que las aves del cielo lo tienen todo en común y no les falta nada, concluye:

«En cambio nosotros nos hemos quedado sin bienes comunes por reivindicar propiedades privadas. (…) ¿Por qué, pues, consideras que las riquezas son tuyas, cuando Dios ha querido que también para ti el sustento fuera común, como para los demás animales?»4.

De San Ambrosio pasemos a un hombre que precisamente fue bautizado por él a los 33 años. Me refiero, naturalmente, a san Agustín. El también mostró sus preferencias por la comunidad de bienes:

«Las riñas, las enemistades, las discordias, las guerras entre los hombres, los alborotos, las mutuas disensiones, los escándalos, los pecados, las iniquidades y los homicidios proceden de las cosas que cada uno posee en particular. ¿Acaso nos enfrentamos por las que poseemos en común? Usamos del aire comunitariamente; al sol le vemos todos. (…) Luego, hermanos, abstengámonos de la posesión de cosas en particular o -si esto no fuera posible- al menos no pongamos en ellas el afecto»5.

En nuestra pequeña muestra no puede faltar san Juan Crisóstomo, ese predicador incansable del que se ha dicho que difícilmente se encontrará entre sus centenares de homilías una en la que no recuerde a los ricos sus deberes de solidaridad y de justicia, fustigando su egoísmo, sus lujos, su irresponsable despilfarro, proclamando a la vez el derecho de los pobres y necesitados a una equitativa participación en los bienes de este mundo. Pues bien, en unas homilías pronunciadas probablemente en Antioquía -por tanto entre los años 386 y 397- escribe:

«Mirad cómo en las cosas comunes no hay luchas, sino que todo es paz. Mas apenas alguien intenta apropiarse algo, entra en acción inmediatamente la rivalidad, como si la naturaleza misma protestara de que nosotros dividamos lo que Dios quiso que estuviera unido. He aquí el resultado de nuestros esfuerzos: cuando tratamos de poseer algo en propiedad, trayendo continuamente a la boca esas frías palabras de “tuyo” y “mío” es cuando vienen las luchas y los disgustos. Mas donde no hay propiedad privada no hay tampoco luchas ni contiendas. La posesión en común nos conviene más y se conforma mejor con la naturaleza. ¿Por qué nadie jamás entabla un pleito por la plaza pública? ¿No es porque pertenece a todos? Sobre una casa, empero, sobre cuestiones de dinero, vemos que los pleitos no tienen fin. Las cosas más necesarias son comunes; en cambio nos apropiamos privadamente de las que tienen mucha menos importancia. Dios nos dio aquéllas en común para enseñarnos a tener también éstas en común, sin embargo no hay manera de que aprendamos la lección»6.

Citemos, por último, un texto atribuido a san Clemente Romano, pero que es sin duda pseudoepigráfico:

«El uso de todas las cosas que hay en este mundo debió ser común para todos los hombres; pero, a causa de la iniquidad, uno dice que es suyo esto, y otro aquello, y de este modo se originó la división entre los mortales»7.

Sin embargo otros Padres -e incluso varios de los que acabamos de citar, escribiendo en otras ocasiones- aceptan la existencia de la propiedad privada siempre que los propietarios no pretendan beneficiarse en exclusiva de lo que poseen. Fundamentan la comunicación de bienes en la convicción bíblica de que en realidad el verdadero propietario es Dios y los hombres sólo administradores que deben respetar la voluntad de su Señor. Tertuliano en su tratado Sobre la paciencia, escrito entre los años 200 y 203, es muy conciso:

«Incluso lo que parece nuestro, es en realidad ajeno. Nada en verdad es nuestro, ni siquiera nosotros, porque todo es de Dios»8.

Volvamos a san Juan Crisóstomo. En una serie de homilías que predicó sobre Lázaro dice:

«¡Lo que posees no es tuyo sino de otro (Dios)! Si alguien te entregara un depósito, ¿podrías considerarte propietario? ¡De ninguna manera! ¿Por qué? Porque lo que posees no te pertenece. Se te ha entregado en depósito»9. Y, en otro lugar: «¿Acaso la tierra y cuanto la llena no pertenece al Señor? Ahora bien, si lo que tenemos pertenece a un Señor común, también pertenecerá a quienes son -como nosotros- siervos suyos, toda vez que los bienes del Señor se reparten por igual entre sus servidores»10.

San Agustín escribe:

«Aquel que ofrece algo al pobre no piense que da de lo suyo propio. (…) “Mío es el oro -dice Dios- y mía la plata” (Ag 2,8); no es vuestro, ¡oh ricos de la tierra! ¿Por qué vaciláis en dar al pobre de lo que es mío o por qué os envanecéis cuando dais de lo mío?»11.

Por último recordemos un sermón pronunciado por san Gregorio Niseno en marzo del año 382:

«Vosotros, ricos (…) no penséis que todo es vuestro. Compartidlo con los pobres y amigos de Dios porque en realidad todo es propiedad de nuestro Padre común, y todos nosotros somos hermanos. Por eso sería mejor y más conforme a los dictados de la justicia participar por igual de los bienes. Mas, cuando esto no sea factible y uno o dos se lleven la mayor parte de la herencia, que al menos los demás hermanos reciban también su parte»12.

Recapitulando ahora lo que hemos visto podemos concluir que los Padres, aun cuando manifiestan preferencias por la comunidad de bienes, consideran que el único imperativo absoluto es que los bienes beneficien a todos.

Un texto de san Basilio que he querido reservar para el final corroborará este juicio. El Obispo de Cesarea se pregunta:

«Cuando alguien roba los vestidos de un hombre, decimos que es un ladrón. ¿No debemos dar el mismo nombre a quien pudiendo vestir al desnudo no lo hace?». Y continúa así: «El pan que hay en tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que cuelga, sin usar, en tu guardarropa pertenece a quien lo necesita; los zapatos que se están estropeando en tu armario pertenecen al descalzo; el dinero que tú acumulas pertenece a los pobres»13.

Como vemos, es un texto que se aproxima sorprendentemente a la idea proudhoniana de que «la propiedad es un robo», puesto que llama ladrón al poseedor de los bienes que otros necesitan, pero notemos que el latrocinio no está para san Basilio en la propiedad misma, sino en el disfrute exclusivo de ella. Parece, pues, que podemos mantener la conclusión anterior: el único imperativo absoluto es el del uso en beneficio de todos, y no la propiedad común.

Luis Gonzalez-Carvajal Santabárbara


Notas al pie

1Cfr. Platón, La República, lib. III, núm. 416 (Obras completas, Aguilar, Madrid, 1972, p. 721).

2Cipriano de CARTAGO, Sobre las buenas obras y la limosna, 25 (Obras de San Cipriano, BAC, Madrid, 1964, pp. 250-251).

3Basilio el Grande, Homilía dicha en tiempo de hambre y sequía (PG 31, 325).

4Ambrosio de Milán, Tratado sobre el Evangelio de san Lucas, lib. 7, cap. 124 (BAC, Madrid, 1966, p. 407).

5Agustín de Hipona, Enarraciones sobre los Salmos, salmo 131, cap. 5 (Obras completas de San Agustín, t. 22, BAC, Madrid, 1967, p. 442).

6Juan Crisóstomo, Sobre la Primera Epístola a Timoteo, homilía 12, núm. 4 (PG 62,563-564).

7Pseudodecretales de san Clemente Romano, epístola 5 (PG 1, 506).

8Tertuliano, Quinto Septimio, Tratado de la paciencia, cap. 7 (Tratado de la paciencia y Exhortación a los mártires, Apostolado mañano, Sevilla, 1992, p. 25).

9Juan Crisóstomo, Homilías sobre Lázaro, homilía 6, núm. 8 (Obras completas de San Juan Crisóstomo, t. 2, Jus, México, 1966, p. 160).

10Juan Crisóstomo, Sobre la Primera Epístola a Timoteo, homilía 12, cap. 4 (PG 62,563).

11Agustín de Hipona, Sermón 50, 2 (Obras completas de san Agustín, t. 7, BAC, Madrid, 4a ed., 1981, pp. 730-731).

12Gregorio Niseno, Sobre los pobres que deben ser amados, discurso I (PG 46, 465).

13Basilio el grande, Homilía «Destruiré mis graneros», sobre Le 12, 16-21, núm. 7 (PG 31,277).