El principio del bien común

1877

¿Como hablar de «bien común» en el ambiente actual contrario a todo discurso que ponga en el centro la atención al otro y la prioridad de los intereses generales sobre los personales?

¿Tiene sentido en la situación actual seguir hablando del «bien común»? En contraposición, la DSI ha respondido con la encíclica Caritas in veritate, con la que Benedicto XVI se remonta a la raíz del problema. El papa, en primer lugar, identifica la causa principal de la crisis del concepto mismo de bien común en la «ideología tecnocrática»; en segundo lugar, muestra que aún hoy es posible y necesario reabrir el discurso sobre el «bien común», fundamentándolo en los principios de la legalidad y la ética, y abriéndolo a la dimensión trascendente de la conciencia religiosa.

Juicio crítico sobre la «ideología tecnocrática»

El vacío dejado por el final de las ideologías clásicas ha sido ocupado por una nueva ideología, «libertaria» y «tecnocrática», que se ha convertido en una especie de «pensamiento único» dominante. Esta nueva «ideología tecnocrática» (como la denomina Benedicto XVI) alimenta el individualismo y el egoísmo de nuestros días y se opone radicalmente al concepto mismo de «bien común».

En efecto, la ideología tecnocrática menosprecia el hecho de que la sociedad humana sea una comunidad de personas, es decir, de seres en relación entre sí, y la considera, más bien, una masa de individuos anónimos, uno al lado del otro, cada uno pensando en sí mismo. Por consiguiente, el juicio ético queda subordinado a la eficacia, a la innovación tecnológica y al consenso social, sin referencia alguna a los valores enraizados en la persona humana, en su conciencia moral y religiosa.

La consecuencia más evidente es la degradación, es decir, el cambio de una política inspirada en valores ideales y éticas por la actual «política del hacer». Pero -como advierte Caritas in veritate- «el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser» (CV, 70. Benedicto XVI concluye afirmando: «Sin Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién es».)

El defecto fundamental de la «ideología tecnocrática» dominante se encuentra en su intrínseco materialismo utilitarista, es decir, en considerar que solo tiene valor lo que es «eficaz», que tiene más valor lo que obtiene resultados mejores y «da más» provecho en términos de productividad y de desarrollo económico. Y esto contribuye a reforzar la tentación de hacer política prescindiendo de la dimensión ética y religiosa del hombre. ¿Por qué seguir repitiendo que la dignidad de la persona se fundamenta en el hecho trascendente de que el ser humano es «imagen y semejanza de Dios» cuando la técnica me permite hoy clonarlo en el laboratorio a imagen y semejanza mía?

Aquí se halla la razón del clima cultura y social actual que se opone al discurso sobre el «bien común». El principio del «bien común» -afirma en cambio la DSI- mantiene toda su validez; sin embargo, debe ser refundado reafirmando los pilares en los que se apoya, la legalidad y la ética, y abriéndolo a la dimensión trascendente de la conciencia religiosa.

Por una refundación del principio del «bien común»

En principio es fundamental clarificar los términos. Por «bien común» se entiende «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» . Es la definición que hace el Concilio Vaticano II y que hoy es ampliamente compartida. A su vez, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia específica: «El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque solo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro». Por lo tanto, el bien común no consiste en una definición filosófica abstracta, sino que debe perseguirse concretamente adaptándolo a las situaciones históricas reales en las que se materializa.

Se apoya en el hecho incontestable de que la persona humana es esencialmente un ser-en-relación. Es decir, la persona, para realizarse como tal, necesita vivir en relación con el otro, en una sociedad de iguales, donde todos los ciudadanos gozan de «igual dignidad social» como también de «igual dignidad personal». Se trata de una exigencia primordial.

El «bien común», por consiguiente, es en sí mismo un principio fundamental. «El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. […] Esto vale también para los pueblos» . En otras palabras, el «bien común» implica la aceptación libre y responsable de la exigencia relacional interpersonal y social. Por eso -concluye Benedicto XVI- «el desarrollo humano integral [sinónimo del «bien común»] supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana» (CV 53). Es decir, no se da el «bien común» sin el desarrollo integral y no se da desarrollo integral sin el reconocimiento de la dignidad de la persona humana,de su libertad y responsabilidad en el marco de la experiencia vivida socialmente.

En esta perspectiva adquieren su relevancia los pilares sobre los que se funda el principio del «bien común»: la legalidad y la ética abiertas a la aportación trascendente de la conciencia religiosa.

a) La legalidad

La legalidad significa aceptar y cumplir las reglas de comportamiento que son la base de toda convivencia civil. Así pues, la legalidad se refiere al «sentido del Estado», a la conciencia de los propios deberes y de la propia responsabilidad. No es una tarea reservada solo a los responsables de lo público, sino un deber específico de todos los ciudadanos:

«De faltar reglas claras y legítimas de convivencia, o de no aplicarse, la fuerza tiende a prevalecer sobre la justicia, la arbitrariedad sobre el derecho, con la consecuencia de que la libertad se pone en riesgo hasta desaparecer. La “legalidad”, es decir, el respeto y la práctica de las leyes, constituye, por tanto, una condición fundamental para que existan la libertad, la justicia y la paz entre los hombres» .

No obstante, si bien la observancia formal de las normas [la legalidad] es necesaria, por sí sola no basta para construir la polis a medida del hombre. Es necesario que la observancia de las normas esté animada y apoyada por la ética. Esto aparece claramente en la crisis actual.

En efecto, no hay dudas de que la ideología tecnocrática favorece el egoísmo y la falta de solidaridad, la fragmentación social, con la consecuencia de agrandar más la brecha entre ricos y pobres y de crear nuevas formas de colonialismo cultural. El peligro reside en que la lógica del mercado imponga a todos su modo de pensar y asfixie toda aspiración ética. De aquí la importancia de que la legalidad no se agote en la mera observancia formal de las reglas, sino que esta sea sostenida y animada por la atención al otro, por la conciencia ética.

Esto es particularmente necesario en el marco de los procesos de globalización actuales, donde es preciso que la legalidad se oriente al «bien común» si quiere evitarse que surjan nuevas esclavitudes, peores que las antiguas, y que los pobres sean despojados de su bien más valioso, es decir, de su cultura y de su libertad. La observancia libre y responsable de reglas comunes por parte de toda la comunidad mundial abre, en cambio, perspectivas nuevas y extraordinarias al crecimiento de la humanidad que se globaliza no solo en el plano económico, sino también en el plano social y cultural: conducirá a una mayor comprensión entre los pueblos, a la paz, al desarrollo y a la promoción de los derechos humanos.

Dicho con otras palabras, las reglas políticas, económicas e institucionales (cuya importancia nadie niega) no bastan por sí solas si falta la atención al componente humano y humanizador, si la legalidad carece de espíritu solidario y no se orienta éticamente al «bien común». Lo demuestra la persistencia de graves situaciones de subdesarrollo en el mundo, pese a todos los tratados internacionales sobre los derechos humanos. Pensemos, por ejemplo, en los recientes daños graves causados por la actividad financiera por la especulación dominante, en el drama humano de los flujos migratorios abandonados a sí mismos, en la explotación excesiva de los recursos de la Tierra, en los daños provocados por la corrupción y la ilegalidad a nivel nacional e internacional. Por consiguiente, el bien común exige el encuentro entre legalidad y ética.

b) La ética

El fundamento de todo discurso ético es la dignidad de la persona humana. Se trata de una dignidad trascendente -explica Benedicto XVI- porque se funda en la verdad incontrovertible de que la vida humana es recibida, es un «don». Nadie se la puede dar a sí mismo. Toda persona es una «llamada a la vida», es un proyecto de Dios, una «vocación», que debe ser acogida con gratitud y realizarse libre y responsablemente. La dimensión social se enraíza en la misma dignidad de la persona, ya que esta es esencialmente un ser-en-relación.

La crisis actual se debe al debilitamiento contemporáneo del sentido de la dignidad de la persona y del espíritu de solidaridad responsable de los ciudadanos, causado sobre todo por la difusión de la cultura individualista y libertaria.

El efecto más llamativo es la crisis de la mejor forma de democracia -la «democracia representativa»- que había permitido resurgir a los países europeos de los escombros materiales y morales después de la II Guerra Mundial. En efecto, la cultura dominante ha terminado corroyendo los pilares en los que se cimienta la democracia representativa: la persona, ser-en-relación, ha sido reducida a individuo; la solidaridad a mero formalismo legal; la subsidiaridad, es decir, la participación libre y responsable de los ciudadanos en el «bien común», ha sido sustituida por una especie de «autoritarismo democrático».

Ahora bien, cada vez que se cuestionan uno u otro de estos valores esenciales (aun cuando se hiciera con el consenso de la «mayoría»), se ataca al ordenamiento democrático en sus fundamentos. Surge también entonces el peligro de que la democracia, privada de alma ética, abra paradójicamente el camino a formas de totalitarismo enmascarado, a una absurda «democracia totalitaria». Es el riesgo que corremos actualmente. Cuando una democracia pierde el alma ética, se corrompe y muere.

Sobre todo -insiste Benedicto XVI- es necesario que se tenga siempre presente la estrecha conexión que existe entre ética personal y ética social. Cuando la ética personal se separa de la ética social se producen fenómenos degradantes como los que hoy afligen a la política, las finanzas y la economía: «El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral» (CV 71) . Con este juicio del papa Benedicto choca el de aquellos (prelados incluidos) que distinguen entre moral privada y moral pública, considerando suficiente que la acción pública no contradiga formalmente los valores queridos por la Iglesia y prescindiendo de toda otra consideración sobre la conducta privada, ya sea coherente o depravada.

c) La dimensión trascendente de la conciencia religiosa

Reafirmando que la ética pública y privada no pueden ir desunidas, la DSI insiste, no obstante, en la necesidad de que la ética se abra a la dimensión trascendente de la religión. «La razón, por sí sola -escribe Benedicto XVI-, puede lograr la igualdad entre los hombres y establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no llega a fundar la fraternidad»; para conseguirlo es necesario que la ética se funde en la conciencia religiosa.

La cultura laica está de acuerdo hoy con esta necesidad. Una de las grandes apuestas de la Ilustración era que la democracia liberal se habría autoalimentado autónoma y espontáneamente, sin necesidad de aportaciones externas. Pues bien, esta apuesta ha fallado. La democracia -reconoce N. Bobbio- ha demostrado que no es capaz de saberse alimentar espontáneamente, que no es autosuficiente. Incluso Jürgen Haber- mas -retomando el «teorema» de Ernst-Wolgang Bóckenfórde, según el cual el Estado no puede generar por sí mismo las condiciones de su existencia, sino que necesita presupuestos externos- llega a sostener que es necesaria la religión para volver a civilizar la modernidad: la religión, traducida políticamente en lenguaje laico, puede ayudar a la sociedad europea a conservar sus propios recursos morales . En efecto, la democracia es un instrumento, un método; no puede ser autosuficiente, no tiene en sí las raíces de las que alimentarse. Por consiguiente, el problema más urgente para salir de la crisis actual es ayudar a la democracia a encontrar su fundamento ético, que -como ya explicaba B. Croce, el patriarca de la cultura liberal- se apoya necesariamente en el sentido religioso”. Sin embargo, es necesario evitar el peligro de la «religión civil», es decir, reducir la fe religiosa a un apoyo de la política y a la utilidad que puede aportar al mantenimiento del orden público.

Emblemática, en esta perspectiva, es la consonancia de Nicolas Sarkozy, expresidente de la laicista Francia:

«Es legítimo para la democracia y respetuoso con la laicidad -dijo recibiendo al papa Ratzinger en París en septiembre de 2008- dialogar con las religiones. Estas, y en particular la religión cristiana, con la que compartimos una larga historia, son un patrimonio de reflexión y pensamiento, no solo sobre Dios, sino también sobre el hombre, sobre la sociedad e incluso sobre esa preocupación, hoy central, que es la protección de la naturaleza y del medio ambiente. Sería una locura privamos de ellas, sería simplemente un error contra la naturaleza y contra el pensamiento. Por eso apelo una vez más a una laicidad positiva. Una laicidad que respeta, una laicidad que une, una laicidad que dialoga. Y no una laicidad que excluye y denuncia. En esta época en la que la duda y el repliegue sobre uno mismo sitúan a nuestras democracias ante el desafío de responder a los problemas de nuestro tiempo, la laicidad positiva ofrece a nuestras conciencias la posibilidad de intercambiar opiniones, más allá de las creencias y los rituales, sobre el significado que queremos dar a nuestra existencia. La búsqueda del sentido».

 ¿Qué hacer en la práctica? La respuesta está en el diálogo y en la obligatoria colaboración entre la razón y la fe religiosa: «La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad».

Concluyendo, «la Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer y no pretende “de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados”. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación» . La contribución específica de la Iglesia con su DS a la refundación del «bien común» consiste hoy sobre todo en promover un humanismo trascendente que evite a la humanidad globalizada del siglo XXI caer «en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis» (CV 56).