La dignidad de la persona es el principio fundamental sobre el que se basa toda la vida social. Es el primer valor, reconocido por todas las Constituciones democráticas del mundo. Pero ¿qué es la persona? ¿En que se funda su dignidad inalienable?

 

La principal dificultad actual sobre lo que se dice acerca de la persona reside en que la cultura dominante -la que respiramos cada día, el neoliberalismo, que, después del final del socialismo real, se ha convertido en el «pensamiento único»- ha reducido el concepto de persona al de individuo, es decir, ha difundido una concepción «débil», reduciéndola a una realidad puramente inmanente. La persona, sin embargo, es una realidad esencialmente abierta al otro, trascendente: es un ser-en-relación que no puede vivir replegado o cerrado en sí mismo, como querría el individualismo dominante en la actualidad. De negarse la relacionalidad intrínseca de la persona, se cae -como sucede hoy- en el egoísmo y en el subjetivismo; se pone la búsqueda del propio interés por encima del común; se identifican el bienestar y la calidad de la vida humana con el consumismo; se excluye a Dios del horizonte del hombre y se pretende construir la ciudad terrenal «como si Dios no existiera»; se considera o se tolera la religión como mero fenómeno privado o cultual, sin ninguna relevancia social; se niega la existencia de normas éticas objetivas y se exalta el relativismo ético como una forma de madurez civil y humana.

Con esta concepción «débil» de persona, entendida como «individuo», está inexorablemente unida la crisis de la sociedad de nuestro tiempo: las relaciones sociales se reducen al mero respeto formal de las reglas; la legalidad al frío empleo de la 29 justicia; la convivencia a pura filantropía, pero sin verdadera fraternidad. En conclusión, el «pensamiento único» individualista, hoy dominante, es sustancialmente una cultura sin alma, materialista, un humanismo exclusivo, sin Dios, cerrado al Absoluto y a la atención a los demás, hasta el absurdo de levantar muros divisorios y barreras de alambre de púas.

Para superar esta concepción débil de la persona y de la sociedad, y para construir una sociedad finalmente justa y fraterna, a medida del ser humano, es preciso, por tanto, volver a partir del fundamento: recuperar la dignidad de la persona, su ser sujeto-en-relación con Dios y con los demás. La persona se realiza y logra su perfección y madurez solo trascendiéndose.

La DSI evoca, por tanto, tres principios fundamentales compartibles por todos:

1) en primer lugar, para que la dignidad humana y sus derechos tengan un valor absoluto deberán fundarse en el Absoluto, es decir, en Dios;

2) en segundo lugar, la persona alcanza su perfección relacionándose con los demás, sobre todo en la familia;

3) y, al mismo tiempo, en la sociedad.

La persona, sujeto-en-relación con Dios

La historia demuestra que Dios y el ser humano están juntos o caen juntos. Todas las veces que el ser humano excluye o rechaza su relación con el Absoluto, se pierde a sí mismo. Comenta Pablo VI:

«Ciertamente, el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios no puede menos de organizaría contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana. Lejos de ser norma última de los valores, el hombre no se realiza a sí mismo si no es superándose».(Pablo VI, PP 42).

Esto está confirmado por el hecho de que cada vez que el ser humano se encuentra a sí mismo, encuentra a Dios; como ha sucedido en Rusia, donde, después de casi cien años de «ateísmo científico», el redescubrimiento de la libertad ha llevado al redescubrimiento de Dios y de la religión.

Por esa razón, frente a la crisis del concepto mismo de persona y de su ser-en-relación, es necesario recomenzar a partir de la relación personal con Dios. Para este propósito es determinante el encuentro con el evangelio. En efecto, recuerda el Vaticano II, «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22). Es decir, la palabra de Dios hace de espejo, de conciencia crítica, mostrando lo que hay de positivo y de negativo en una determinada concepción de la vida. Al mismo tiempo, funciona como conciencia profética, es decir, indica horizontes nuevos, renueva a las personas y los modelos de vida. No basta con criticar lo que no funciona, sino que es necesario, ante todo, construir positivamente una cultura nueva, dando testimonio de los valores evangélicos: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien» (Rom 12,21).

Ahora bien, el evangelio enseña que el ser humano vale por lo que es, no por lo que tiene o lo que hace. El ser humano merece amor y respeto porque vive, no porque posee. Su dignidad está vinculada al hecho de que es persona. Por eso, desde el momento en el que se enciende la primera chispa de la vida en el seno de la madre hasta el momento de la muerte física, toda persona conservará siempre su integridad, aunque sea pobre o esté enferma, aunque se equivoque o sea delincuente. La persona no pierde nunca su grandeza original y nadie puede quitársela. El ser humano es siempre el principio y el fin de la convivencia. Sobre este punto -teóricamente- estamos todos sustancialmentc de acuerdo: «Creyentes y no creyentes -dice el Concilio- están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos» (GS 12).

La dificultad surge, en cambio, cuando se trata de explicar el origen y el fundamento de la dignidad de la persona. Son muchas las explicaciones que se dan. Sin embargo, como demuestra la historia, ninguna concepción puramente inmanente del ser humano logra fundamentar de un modo absoluto la dignidad y la existencia de derechos inalienables. Cada vez que se niega o se ignora el origen trascendente de la persona, se cae en el relativismo y el hombre se destruye. La raza, la cultura, la salud, el poder, el éxito, el dinero o cualquier otra realidad inmanente no podrán jamás dar un fundamento al valor originario de la persona. La persona tiene siempre valor de fin, no podrá nunca convertirse en cobaya o instrumento, ni siquiera para lograr un fin bueno, como podría ser el caso de la investigación científica o médica.

La revelación divina nos ayuda a descubrir el verdadero origen de la dignidad trascendente del ser humano. «La Biblia nos enseña -explica el Concilio- que el hombre ha sido creado “a imagen de Dios”, con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios»4. Es decir, la persona posee -a diferencia de los demás seres vivos- una dignidad trascendente y derechos inalienables, porque ha sido creada «a imagen y semejanza» de Dios (Gn 1,26).

¿Pero qué significa ser creados a imagen de Dios? En la Biblia el término «imagen» (eikón en griego) indica la esencia misma de la realidad que es representada y se hace presente. Por eso el Génesis, cuando dice que «Dios creó al ser humano a su imagen», pone de relieve que la persona participa del conocimiento y la libertad de Dios. La persona es «imagen» de Dios -especifica el Concilio- porque el ser humano «es la única criatura en la tierra que Dios quiso por sí misma»5. Con otras palabras, comenta Juan Pablo II, «el origen del hombre no se debe solo a las leyes de la biología, sino directamente a la voluntad creadora de Dios… Dios “ha amado” al hombre desde el principio y lo sigue “amando” en cada concepción y nacimiento humano. Dios “ama” al hombre como un ser semejante a él, como persona» . Por tanto, ser creado a «imagen y semejanza de Dios» significa dos cosas: la primera, que cada uno de nosotros (cada persona) existe porque ha sido «querido» directamente por Dios con un acto de amor libre; y, la segunda, que cada uno de nosotros (cada persona) es libre y capaz de conocer y de amar.

Esta dignidad trascendente de la persona -ya de por sí grande y sublime- alcanza su plenitud gracias sobre todo al destino sobrenatural del ser humano. En efecto, la Sagrada Escritura revela que «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15) por excelencia es Cristo, el Hijo unigénito de Dios, hecho hombre. «A Dios nadie lo ha visto nunca…, él [Cristo] lo ha revelado» (Jn 1,18); quien ve a Cristo, ve a Dios (cf. Jn 14,9). Esta prodigiosa revelación nos hace conocer que, como Cristo es imagen del Padre, así, análogamente, también el ser humano es imagen de Dios; y que, por consiguiente, ninguno de nosotros existe por azar, sino que, como Cristo y con él, también nosotros formamos parte del plan eterno del Padre, «oculto desde siglos en la mente de Dios, creador del universo» (Ef 3,9), y ahora manifestado en la plenitud de los tiempos: «el plan de recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra». Toda persona es llamada a llegar a ser en Cristo un «hombre nuevo» (Ef 1,10; 2,15).

Por lo tanto, la expresión «ser persona, creada a imagen y semejanza de Dios» no significa solo ser naturalmente inteligentes y libres, sino también estar llamados a participar en la vida divina, a llegar a ser hijos en el Hijo, hasta poder decir: «No soy ya yo quien vive, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2,20). Solo en Cristo alcanza la persona su pleno significado.

Llegados a este punto, cada uno puede parafrasear y aplicarse sinceramente el famoso texto de san Pablo a los Romanos: «Desde el principio el Padre me conoció y me amó en su Hijo unigénito, Desde siempre me eligió (“pre-destinó”) a ser hijo suyo en el Hijo (“a ser conforme a la imagen de su Hijo”), para que él sea el primogénito de muchos hermanos. Por eso. Dios dijo mi nombre (“me llamó también”), me hizo entrar en comunión de vida con él (“me ha justificado”, en hebreo sedeq) y manifiesta en mí su poder (“me ha glorificado también”)» (cf. Rom 8,29s).

Aquí es donde verdaderamente se funda la dignidad trascendente de la persona: en el hecho de ser querida y amada por Dios, llamada a participar en la vida divina. Hombre, ¡llega a ser tú mismo! Esta es la premisa y el origen de todo discurso verdadero sobre el ser humano: Dios es anterior a la persona y funda su dignidad, su libertad y sus derechos inalienables.

Vemos así cómo la cultura dominante, amasada de materialismo y de secularismo, mina no solo la dignidad del ser humano, sino todo aquello sobre lo que se fundamenta: los derechos inalienables, personales y sociales. Por tanto, hay que volver a partir no tanto de un discurso teórico sobre Dios, cuanto de la experiencia personal de nuestra relación filial con él. La consciencia de ser «imagen» (es decir «hijo») de Dios se adquiere, más que con el estudio, con la vida en el Espíritu, que nos guía progresivamente hacia la verdad en su totalidad (cf. Jn 16,13).

La DSI clarifica además que el lugar donde la persona se descubre y se realiza como sujeto-en-relación son «los otros», que pueden considerarse en dos círculos concéntricos: el primero, más pequeño, es la familia; el segundo, más amplio, es la sociedad.

La persona, sujeto-en-relación en la familia

El primer lugar donde la persona se descubre y se realiza como sujeto-en-relación con los otros es la familia. La familia es la cuna donde el ser humano nace, crece, se desarrolla y toma conciencia de que es persona; se descubre a sí mismo y su relación con el otro: con los padres, los hermanos, la sociedad, con las realidades de su entorno; la familia, por eso, es el lugar privilegiado donde la persona experimenta qué significa ser sujeto de una dignidad trascendente y de derechos inalienables.

En efecto, la persona no puede mantenerse nunca encerrada en sí misma. Tiene siempre una dimensión social. La sociedad 34 no es ajena a la persona, no es como una etiqueta que se pega al cuello de la botella. La índole social es intrínseca a la persona. La sociedad, comenzando con la familiar, nace en el interior de la persona. Esta es esencialmente social. También bajo este aspecto el ser humano es imagen de Dios, en quien cada una de las tres personas divinas tiene una relación intrínseca con las otras.

La DSI subraya esta ulterior especificación de la relación con el otro, como aspecto esencial de la semejanza del ser humano con Dios. «Desde el principio -dice el Concilio- “los hizo hombre y mujer”. Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin relacionarse con los demás» (GS 12). Por eso, después de haber dicho: «a imagen de Dios lo creó», la Biblia misma añade inmediatamente el plural: «varón y hembra los creó» (Gn 1,27), es decir, el ser humano creado a imagen de Dios no es un ser aislado, sino intrínsecamente «social», como Dios que es Trinidad; y las relaciones humanas interpersonales son relaciones de comunión y amor, a imagen de las de la Trinidad: «Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza: llamándolo a la existencia por amor, lo llamó al mismo tiempo al amor» (Juan Pablo II Familiaris consortio 11) ; un amor que, perteneciendo al ser mismo de la persona y orientándola esencialmente al otro, posee -como en Dios- una doble característica: es fecundo e indisoluble. Estos caracteres fundamentales son los que hacen al primer círculo de la sociedad, la familia, «imagen y semejanza» de Dios Trinidad, familia divina.

En primer lugar, el amor es fecundo. Ser-en-relación es siempre fecundo; genera conocimiento, amor, vida. Cuando dos personas se aman, se enriquecen una a otra, en todo caso espiritualmente, porque el amor produce alegría, confianza en la vida y en sí mismas, crecimiento humano; y, después, también en el plano físico. Es más, puede decirse que la fecundidad espiritual de los esposos llega a su cima en la fecundidad física: un cónyuge solo puede enriquecer al otro haciéndolo padre o madre. «De este modo los cónyuges -dice Juan Pablo II-, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre»9. Gracias a la fecundidad espiritual y física, ser persona se realiza plenamente en la comunión familiar.

¡Dios nos ha pensado juntos! Somos personas diversas, caracteres diversos, con cualidades diversas, y, sin embargo, aun siendo y manteniéndonos diversos, estamos destinados a vivir unidos: «En la “unidad de los dos” el hombre y la mujer son llamados desde su origen no solo a existir “uno al lado del otro”, o simplemente “juntos”, sino que son llamados también a existir recíprocamente, “el uno para el otro”» (JPII Mulieris dignitatem 7). Queridos esposos, ¡Dios os ha pensado unidos, desde el principio! Pensando en uno, Dios pensó siempre en el otro y en los hijos.

En segundo lugar, el amor es, para siempre, indisoluble. «La entrega de la persona -dice Juan Pablo II- exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona» . Es decir, la totalidad y la fidelidad de la entrega conyugal derivan también del ser persona «querida» a imagen y semejanza de Dios, el cual es capaz solo de amar infinitamente, con todo su ser, «para siempre».

Justo por esto, entre los esposos, «la donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente» (JPII Familiaris consortio 11).

Las relaciones familiares, por tanto, se fundan en la consciencia de que «ser persona» forma parte del plan de Dios y en el hecho de que «ser imagen de Dios» significa reconocer a la persona una dignidad trascendente y derechos inalienables. Por consiguiente no se podrá reducir nunca la vida familiar -sin destruirla- a una relación de pareja predominantemente extrínseca y funcional, como hoy querría la cultura dominante: el marido desarrolla su «función», la esposa la suya, y así el hogar «funciona» como funciona un hotel o una empresa, donde cada uno desarrolla su propia función, haciendo que «funcione» el negocio. ¿Y la comunión? ¿Y el amor? ¿Y la unidad en la dualidad? Si queremos que la familia sea -como debe ser- «una comunidad de personas, para quienes el propio modo de existir y vivir juntas es la comunión de personas», debemos recuperar «la referencia ejemplar al “nosotros” divino. Solo las personas son capaces de existir “en comunión”» , a imagen y semejanza de Dios.

Por consiguiente, la verdadera razón por la que la cultura dominante no acepta actualmente la fecundidad ni la indisolubilidad del amor se encuentra en el rechazo a la trascendencia de la persona, al concepto de ser humano creado a imagen de Dios y llamado a participar en la vida divina, Y puesto que el ser humano, cuando pierde a Dios, se pierde a sí mismo, así la familia, privada de su fundamento absoluto, se destruye. No extraña pues que muchos consideren hoy la familia como uno de tantos eventos contingentes. De manera que, frente a los cambios profundos y continuos, encuentran totalmente normal preguntarse: si los modelos de ayer no sirven ya en ningún campo, ¿por qué deberíamos permanecer atrincherados en el antiguo modelo de familia? ¿Por qué si fracasa un primer proyecto de familia no probar con un segundo y quizá con un tercero, como se hace con cualquier otro proyecto humano?

Es urgente, por tanto, en el contexto sociocultural de nuestro tiempo, dominado por el «pensamiento único» individualista, volver a fundamentar la familia en el valor absoluto del ser, tal y como Dios la quiso. Sin embargo, para ello no basta con un mero discurso cultural. Regresa la necesidad del testimonio de la vida. Más que razonamientos, se necesita experiencia vivida. Por tanto, la forma más eficaz de evangelización de la familia es demostrar con hechos, con la vida, que abrirse al don de la gracia divina, lo que a muchos les parece imposible, no solo es posible, sino bello. Pero no es suficiente decirlo con palabras, Hoy la gente está cansada de palabras. «El hombre contemporáneo -nos repite Pablo VI- escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio» (Pablo VI Evangelii nuntiandi 41).

El mundo necesita hoy testigos del evangelio. Las familias en crisis necesitan familias dispuestas a dar razón de su experiencia también en el plano cultural, pero sobre todo dando testimonio, viviendo en plenitud y gozo el sacramento del matrimonio, dejando transparentar la realización del «gran misterio» de la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia.

 La persona, sujeto-en-relación en la sociedad

En este punto, el horizonte se extiende. En efecto, la persona no solo se perfecciona en la familia, sino que mediante ella se convierte en centro y célula viva de la sociedad civil. «La índole social del hombre -explica el Concilio- demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados, porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación»15. Y Benedicto XVI afirma: «Ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. […] En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal» (BXVI Spe salvi 48) .

Se comprende entonces por qué el amor y la solidaridad, es decir, el vínculo que -a imagen de Dios- une a los hombres entre sí, no solo en la familia, sino también en la sociedad civil, es algo más que un «un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos» . De hecho, el ser «imagen de Dios» sublima, por un lado, la dignidad de la persona, y, por otro, sublima el amor y la solidaridad entre los hombres (en la familia y en la sociedad) transformándolos en caridad (agápé):

«A la luz de la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar dispuestos al sacrificio, incluso extremo: “dar la vida por los hermanos”» .

El amor del cristiano, por consiguiente, no es mera filantropía. Es caridad (agápé), es decir, amor primario, gratuito y desinteresado, y transforma la convivencia humana en «civilización del amor».

La fe cristiana no se opone a la razón, sino que la integra (la «purifica», diría Benedicto XVI). La ley es de hecho necesaria, pero no basta por sí sola:

«En nombre de una presunta justicia (histórica o de clase, por ejemplo), tal vez se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos. La experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones»(JPII Dives un misericordia 12).

La solidaridad encuentra su perfeccionamiento en la fraternidad, reforzada por la conciencia religiosa que lleva a los seres humanos a descubrirse hijos del mismo Padre. La historia confirma que para construir un mundo más equitativo no basta el equilibrio de derechos y deberes, si falta la fraternidad (que, no por azar, es uno de los principios fundamentales de la Revolución francesa).

En concreto, en la presente situación cultural y políticamente fragmentada del mundo, ¿son capaces los cristianos de ayudarle a encontrar su unidad en el respeto a la pluralidad, en sintonía con los procesos de globalización? ¿Pueden o no realizar junto con los otros ciudadanos del mundo una mediación cultural que acoja cuanto de válido hay en las diferentes tradiciones, sin pedir a nadie que rechace las propias raíces y la propia historia, sino impulsando a todos a superar a los anacrónicos muros ideológicos y culturales y a mirar para adelante hacia una humanidad unida?

Ciertamente, sí. No solo son capaces, sino que hoy es su deber específico. Los compromete a ello el «gran “sí” de la fe» que -como dijo Benedicto XVI, teniendo presente en particular la situación italiana, en el discurso al Congreso Nacional Eclesial de Verona- debe testimoniarse mediante la caridad, también en el plano cultural, social y político. Se trata de ofrecer sus valores e ideas no de un modo instrumental, para imponer a los demás la propia visión confesional, sino participando de forma desinteresada en la formación de un ethos civil y laico compartido, en tomo al que realizar la unidad en la pluralidad, necesaria para garantizar el bien común.

Los principios y los valores son en sí «innegociables», pero su traducción histórica está sometida a las condiciones de tiempo y lugar, al consenso y al desarrollo de las costumbres y de la vida política. Pertenece a la naturaleza misma del arte de la política no permitir que esas exigencias absolutas se traduzcan inmediatamente en leyes, sino imponer la necesaria gradual idad exigida por las situaciones concretas. «El fiel laico -afirma el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia [CDSI]- está llamado a identificar, en las situaciones políticas concretas, las acciones realmente posibles para poner en práctica los principios y los valores morales propios de la vida social. […] La fe nunca ha pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema rígido, consciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive, impone verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente mutables»( PONTIFICIO CONSEJO JUSTICIA Y PAZ, Compendio de la Doctrinal Social de la Iglesia, 568). Por consiguiente, se aplica también al ejercicio de la caridad cultural y política lo que Benedicto XVI dice más en general en la encíclica Deus caritas est: «El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre él, dejando que hable solo el amor. Sabe que Dios es amor (cf. 1 Jn 4,8) y que se hace presente justo en los momentos en que no se hace más que amar» (BXVI Deus caritas est 31 c).

Los cristianos, por lo tanto, no dejarán de aportar una contribución responsable: mientras que por un lado se esforzarán por inspirar su acción social y política en los valores absolutos, respetando las reglas democráticas de la laicidad y en diálogo con todos, por otro lado no dejarán de testimoniar con la palabra y el ejemplo, en privado y en público, su adhesión al Evangelio y a la Iglesia, confiando en la fuerza irresistible del testimonio de la fe a través de la caridad: «Vosotros seréis mis testigos» (Hch 1,8).

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