EL SUPREMO BIEN

D. Tomás Malagón

Criterios básicos de actuación política (D. Tomás Malagón)

Para determinar lo que realmente constituye el supremo interés del hombre, es necesario definir lo que es el hombre, porque su bien, el bien supremo del hombre, no puede ser medido sino por lo que el hombre es en sí.

El hombre, esencialmente, es un complejo, porque, integrado esencialmente por dos elementos, éstos son entre sí esencialmente dispares. Consta que los dos integran la esencia del hombre, porque, a pesar de su disparidad, cada uno siente que el cuerpo es algo suyo, que son suyos los ojos con que ve, el corazón con que siente y aun las vísceras que se rebelan contra el hambre, y, a la vez, siente también pertenecerle como suyo esa misma conciencia que le da su propia personalidad. La disparidad esencial entre ambos salta a la vista en cuanto el cuerpo se acusa como corruptible, y como incorruptible, el otro componente.

He llamado a este otro componente con el nombre de conciencia, la conciencia que da al yo su propia personalidad. Pero me parece que con esto no he dicho nada, porque la palabra conciencia denuncia más una función transitiva que una entidad permanente. Y parece que lo que corresponde al cuerpo como entidad permanente, como componente del  yo, tiene que ser algo también de carácter estable y permanente.

Y es así. Es lo que llamamos alma: el soporte inmediato de esa función que se llama conciencia y a la vez principio de la vida, que se acusa como algo real en el compuesto.

Nadie duda de la real existencia del cuerpo, sencillamente porque el cuerpo es algo físicamente tangible, ya en sí, ya por la resistencia que opone a cualquier otro elemento material que se le enfrente. Pues en el orden moral, el alma es tan realmente tangible como lo es el cuerpo en el orden físico. Y es que moralmente también tocamos la realidad del alma en cada uno de nosotros mismos al percibir ciertos fenómenos, que no pueden ser producto de la materia del cuerpo, como es el pensamiento, el raciocinio, el libre dominio sobre nuestros actos. Si esto lo produjera el cuerpo, también se darían estos fenómenos en otros animales que tienen cuerpo en todo semejante al nuestro; y si se dijera, precisamente, que la diferencia esencial entre nuestro cuerpo y el de los animales está en que los de otros no pueden producir estos fenómenos, cabría decir que el cuerpo nuestro no era material, sencillamente porque el efecto no puede ser superior a la causa, ni puede dar nadie de lo que no tiene o no puede producir, porque estos fenómenos de orden espiritual, de orden moral, son evidentemente superiores a la materia del cuerpo y, además, no pueden ser producidos por él.

Y si dijéramos, ¿por qué no?, Dios es espíritu purísimo; sin ser materia, crea la materia. Bien; pero es que lo que es más puede producir lo menos y, sobre todo, si quien es más tiene virtualidad infinita, podrá extraer no de sí, sino de la nada, lo que puede producir en la realidad. Pero si en nosotros es el cuerpo el que ha de producir esos elementos tendríamos que sería lo menos lo que produciría lo más, y, además, nunca podríamos admitir en el cuerpo esa virtualidad infinita que posee Dios para poder afirmar que el cuerpo, sin sacarlo de sí, era capaz de producir el espíritu, o lo espiritual de la nada.

Así, pues, consta cómo a la luz simple de la razón, en nosotros son realidad estos dos elementos: cuerpo y alma. Consta también a la luz de la razón cómo estos elementos son esencialmente diferentes. Y consta también cómo el bien supremo del hombre no puede ser puramente material, ni preferentemente material.

No puede ser puramente material puesto que el ser del hombre es un complejo de la materia y de espíritu; y no puede ser tampoco preferentemente material porque argüiría imperfección en Dios el hacer que prevaleciera en nosotros lo que es menos sobre lo que es más, el espíritu.

Esto supuesto, podemos preguntarnos ahora: Creado este ser complejo del hombre por Dios, creado el sujeto de esta complejidad, ¿qué es lo que prevalece ante Dios, puesto en el trance de proporcionar al hombre su bien máximo, el supremo bien? Si realmente ante Dios hubiera prevalecido la realidad del cuerpo podríamos ver cómo  por doquiera estaba rodeado de toda clase de riquezas, con toda clase de comodidades, constantemente saturado por toda clase de delicias: tendríamos que ver al hombre enriquecido con el máximo en el orden material.

Cuando menos, si dijéramos que Dios busca cierto equilibrio entre el elemento material y el elemento espiritual, el hombre se mostraría compensado material y espiritualmente, dentro de las naturales exigencias del compuesto. En el caso de haber prevalecido el elemento material hubiera hecho Dios al hombre como un animal perfectísimo, y si hubiera buscado la armonía entre uno y otro elemento, hubiera surgido un hombre perfectísimo en su estado de naturaleza pura, perfectísimo en el orden natural en cuanto a cuerpo y en cuanto a alma.

Pero la doctrina católica nos enseña que no fue tal el estado primitivo del hombre: que desde el primer momento Dios creo para el hombre el estado de justicia original haciendo prevalecer el alma sobre el cuerpo.  ¿Por qué? Porque lo característico de este estado de justicia original es el haber distinguido al alma, enriqueciéndola con un tesoro incalculable de bienes de orden sobrenatural. Y,  precisamente, para recobrar esos bienes, después de haberlos perdido por su pecado, Dios mismo provocó la redención, cuya finalidad esencial fue restablecer en el hombre esos mismos bienes de orden sobrenatural, que por su pecado había perdido.

Así pues, el bien supremo del hombre para Dios ha sido el alma, el que cuadra al alma, el que se adapta al alma, es decir, su eterna salvación, cual si Dios quisiera darnos a entender que, salvada el alma, estaba salvado todo el compuesto, mientras que, perdida el alma, todo el compuesto también se había perdido.

Y, ¿qué hizo Jesucristo para salvar al alma? Pues lo que hizo, con su redención, fue simplemente injertar en el alma la vida divina por medio de la gracia, que ya sabéis cómo, por medio de la gracia santificante, Dios nos hace participantes de su naturaleza divina, la hace hija de Dios, pues es hijo todo aquel que participa de la naturaleza de su progenitor, y al hacer al alma hija de Dios, la hace también heredera de su gloria como obligada consecuencia. Y estando estrechamente unidos en una misma entidad el cuerpo y el alma, resulta que el compuesto es el que realmente participa de la naturaleza divina, es el compuesto el hijo de Dios y es el compuesto el heredero de su gloria.

Hombre así ennoblecido que, a pesar de todo, no se salva, ¿qué decir de él? Es ciertamente un insensato. Más insensato que lo que expresó el poeta en un rato de brutal sinceridad cuando dijo aquel verso: Loco debo de ser si no soy santo.

Realmente somos insensatos  porque tan alegremente desplazamos de nosotros un cargamento tan ennoblecedor siendo divino y luego cargamos con el vacío desolador del pecado y todas sus terribles consecuencias. Todo esto que parece como designios de Dios sobre el hombre desde su creación, todo esto que Jesucristo consumó con su obra redentora, lo hizo -podemos decirnos cada uno de nosotros-, lo hizo por mi alma, por la propia alma de cada uno de nosotros. Es decir, que ante El, prevaleció mi alma sobre mi cuerpo. Pero si esto es así en cada uno de nosotros, como el conjunto de todos es la humanidad, la conclusión es que tales designios los mantuvo Dios sobre todos los hombres, y por tanto, que Jesucristo  consumó su obra como hemos dicho antes, con carácter verdaderamente universal para salvar las almas de todos, para salvar a todos los hombres. Es verdad, pero no olvidéis que su aplicación efectiva a todos y cada uno de los hombres El no la hizo personalmente, se limitó a tratar de hacerla efectiva en el país de su estirpe regia, más sin descuidar el llevarla a cabo con todo el resto de la humanidad. ¿Para qué, si no, creó su Iglesia como sociedad católica que, con una Jefatura universal sobre todo el mundo, habría de encargarse de ir incorporando a la obra de Jesús a toda la humanidad? Ligada la humanidad entre sí por los vínculos morales de la sociedad natural, gracias a la Iglesia había de quedar más estrechamente unida por sus vínculos de orden sobrenatural que dan carácter específico a su convivencia: el fin de la salvación con los Sacramentos por medio de la gracia y la apretada subordinación  al Jefe supremo inmediato, con el cumplimiento de todos sus preceptos.

Cabe decir, por consiguiente, no ya sólo de mí, sino de todos los hombres destinados desde su primer balbuceo a un orden superior, que los mismos que viven en la tierra y mientras viven en ella, tienen que pensar, desde el primer momento, en el Cielo: que en el decurso histórico de la humanidad se distinguen dos períodos, uno provisorio que se desarrolla aquí en la tierra y otro que habrá de durar eternamente en el Reino de los Cielos: pero siendo este período eterno culminación suprema del provisorio, también habrá  que confesar que sería locura despreciar los intereses del cuerpo y sus problemas y que, siendo el cuerpo elemento esencial en nuestro ser, el abandono de lo que a él afecta repercutiría también en el conjunto. Esto es verdad. Pero también es verdad que anteponer los problemas del cuerpo a los del alma, sería como anteponer los designios de la criatura sobre los del Creador: porque estimar que las soluciones del cuerpo, los de los problemas del cuerpo deben prevalecer al gran problema de la salvación del alma, sería como enmendar la plana a Jesucristo.

Jesucristo, mirando a todos los hombres, les quiso atraer hacia Sí en todos los momentos y en todos los estados y cualquiera que fuere la situación en que se encontraren, por eso dijo en cierta ocasión: Venid a Mí todos los trabajados, los atribulados, los que estáis gravados con el peso de vuestros problemas materiales. Si fuera verdad que nadie podría acercarse a El, que nadie podría preocuparse de su salvación sino después de tener resueltos todos los problemas materiales, habrá que enmendar la plana a Jesús y cuando El nos dijera “venid a Mí los trabajados y atribulados”, tendríamos que responderle: No, todavía no, porque antes tenemos que resolver estas tribulaciones, este agobio, este trabajo que nos oprime.

Como propalar que la Iglesia ha fracasado en sus propósitos al no dar resueltos de manera absoluta los problemas esenciales del orden material, vale tanto como afirmar que a la Iglesia toca esa gestión de un modo director, cuando en realidad de verdad la Iglesia si resuelve esos problemas, sólo es de la manera indirecta que le corresponde, buscando de modo primordial la salvación de las almas, es decir, por repercusión indirecta, como logró en la Historia la abolición de la esclavitud, la rehabilitación de la mujer, la limitación de la patria potestad que ya no es un derecho de vida y muerte, la reforma del concepto de propiedad, el quebrantamiento del absolutismo del Estado pagano y del Emperador, pues ya el Estado no lleva consigo la idea de dominio, ni el Emperador es el dios: logró así la fusión de latinos y bárbaros, como más recientemente la de españoles y americanos; hechos sociales de proporciones y de importancia no menores que otros que hoy nos mortifican, como a nuestros antepasados los que ya están superados.

Si por esta repercusión indirecta es indudable que la Iglesia ha influido eficazmente en los problemas sociales, en los materiales del mundo, resolviendo esos problemas tan gigantescos, ¿por qué hemos de pensar que no va a resolver los que ahora nos oprimen, si no son de mayores proporciones que aquellos que Ella ha resuelto con este mismo procedimiento?

Acusar a la Iglesia de lentitud o de ineficaz por la pausa con que se llega a estos resultados, es incurrir en la gran ingenuidad de pensar que el cambio de estructura en el orden temporal equivale al cambio de un traje.

No: las estructuras de orden temporal están íntimamente enlazadas con la manera de ser de los hombres: son al hombre lo que es el esqueleto al organismo humano. El esqueleto puede irse transformando gradualmente, lentamente, esas transformaciones que nos denuncian los adelantos de las Ciencias Naturales, pero con una lentitud muy grande: es que se trata de algo consustancial con el organismo. Pues con no menor lentitud pueden irse transformando esas estructuras sociales.

Acusar a la Iglesia de ineficaz porque tan lentamente se consiguen esas transformaciones, es inmoral; más aún, precisamente el hecho de no estar esto logrado todavía, justifica lo que tantas veces hemos dicho, que aún queda labor para la Iglesia, todavía sigue el buen Jesús de actualidad. Si los que precedieron a su vida terrena se salvaron precisamente por creer, por esperar en El, porque esperaban Su venida, no va a faltarnos a nosotros porque no hemos llegado a participar de su convivencia material en este mundo. Cristo ayer: por la esperanza del Redentor se salvaron los que le precedieron. Cristo hoy, por estas tácticas salvadoras adaptadas al momento presente, como esta táctica del mundo mejor consolidada con los milagros que también sirvieron para consolidar los inicios de la Iglesia Católica: Cristo ayer, Cristo hoy, y Cristo siempre mientras su obra redentora halle un hombre en quien poderla realizar.  

 

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