1. LO SAGRADO DE UNA SOCIEDAD

Para comprender la dinámica de una sociedad es necesario descubrir cómo ella misma se autocomprende. Pues bien, en la sociedad contemporánea el trabajo ocupa una posición estratégica y conceptual: es una sociedad del trabajo. Ninguno de los proyectos del siglo XVI se concretó de manera tan fuerte como el de la civilización del trabajo.

La crítica de la religión define la sociedad moderna a partir de su sagrado en el sentido formal del término, esto es, aquello que constituye la base de su identidad. En la sociedad del trabajo, esta base y estructura —su ser sagrado—, tal como dice Eric Weil, solo puede ser el trabajo. De ella deriva la necesidad de suprimir los otros sagrados que puedan interferir en su hegemonía. Si la sociedad pre-moderna era teocéntrica, y en ella Dios era reconocido y adorado, ahora el mismo Dios pasa a ser interpretado a partir de la clave de lectura del trabajo.

El sagrado moldea el sistema de valores y principios morales, criterios de evaluación, comportamientos, el tiempo, la antropología, la organización social, la relación con la naturaleza. En la sociedad actual, el éthos tiene su referencia en el trabajo, elevado a ser la principal actividad humana. Esa glorificación sin precedentes en la historia de la humanidad hace creer al individuo que no hay límites para el progreso humano conquistado a través del trabajo. Uno de los resultados de ese optimismo exacerbado condujo a ocultar el discurso crítico. Afortunadamente, en los últimos años la crítica ha ido recuperando terreno. Veamos algunas de estas críticas.

  1. DEFORMACIÓN DE LA RELACIÓN CON LA NATURALEZA.

La centralidad del trabajo coincide con la instrumentalización de la naturaleza para la explotación y dominación a través de la técnica. Por cuestiones de supervivencia, los grupos humanos se constituyen también como comunidades de trabajo. Desde los grupos primitivos hasta la civilización contemporánea, existe una organización colectiva del trabajo. En cambio, a partir de la Revolución Industrial, «la sociedad moderna se autocomprende solo como tal y organiza el trabajo como dominio y relación con el ambiente exterior». Una sociedad como la occidental reduce el sentido de la vida al esfuerzo colectivo de dominar el mundo. Alfred North Whitehead constataba que las formas más elevadas de vida se empeñan activamente en modificar su entorno vital. En el caso de la especie humana, ese ataque al medio ambiente es el hecho más notable de su existencia. En otras palabras: la función primordial de la razón es dar una nueva dirección al ataque al medio ambiente y promover el arte de la vida.

Convertida en una obsesión, esa transformación del mundo pasa a ser una especie de destino común de todo el género humano. Incuestionable, como todo sagrado, el trabajo fue elevado al primer puesto: distingue al hombre de los otros animales, constituye al hombre, la sociedad y la cultura, condiciona la ética y construye la historia (Marx).

El trabajo, por tanto, es el instrumento por excelencia del proyecto prometeico de conquista de la naturaleza. En consonancia con este proyecto, el texto de Gn 3, 19 es interpretado de tal forma que deja entrever que de hecho hay una lucha sin tregua del hombre contra las resistencias de una naturaleza hostil. Este enfrentamiento no es aislado y disperso, sino planeado. El carácter colectivo de este enfrentamiento se expresa, esencialmente, en el trabajo. La idea de naturaleza como fuente de contemplación y conocimiento es sustituida por la visión de una naturaleza como fuente de recursos a disposición del hombre, disponible para ser explotada.

Ante la naturaleza, el hombre se siente un héroe cuya misión es dominar la reserva de materia prima y de energía. El trío trabajo-ciencia-técnica es el ariete que rompe todas las resistencias de la naturaleza. El uso de la tecnología en el sistema productivo es el principal instrumento en la relación del hombre con el medio ambiente. El progreso tecnológico permite que la propia naturaleza y, en este momento, la propia naturaleza humana sean transformadas en un instrumento de dominio. Tal uso desprecia el valor intrínseco de la creación, reducida a una propiedad. Esa mentalidad convierte al hombre en señor y propietario provisto de un instrumental tecnológico cada vez más poderoso.

  1. DEFORMACIÓN DEL INDIVIDUO.

Dentro de la civilización del trabajo encontramos al individuo, cada vez más preso de la voluntad de dominio y explotación. La Revolución Industrial, al minar el sistema antiguo donde el trabajo, la familia y el tiempo eran pautados por la religión, liberó al individuo y decretó el fin de la subordinación al paradigma de la religión y de la rigidez del orden medieval.

El trabajo, liberado de las ataduras teocéntrico-feudales, es atrapado por la sociedad industrial y de mercado. Dentro de la división del trabajo, el individuo se convierte en proletario. La producción de bienes para satisfacer las necesidades del mercado condujo al eclipse de otras dimensiones humanas. Por un lado, el individuo es libre en la medida en que ocupa un lugar en la división del trabajo, que lo mantiene integrado en el mercado, pero, por otro, está preso en los mecanismos de una estructura de producción que desconoce totalmente. El homo faber considerado por su funcionalidad, valor de uso y de mercado, debe prepararse para ocupar algún puesto de trabajo, compitiendo con otros que viven su misma situación.

De la imposición de una realidad suprema se derivan valores que se convierten en lógicas, creencias, actitudes y comportamientos. Para ser alguien en la vida, el individuo es forzado a renunciar a su tradición, asumiendo como suyo un éthos que le es impuesto: la obsesión por el éxito profesional, la competitividad y la eficiencia, la acumulación de capital y el prestigio social. Con el trabajo convertido en mercancía, el individuo debe saber venderse. Su reconocimiento social depende de su capacidad de integración en el mercado. En caso contrario, es un fracasado y un incompetente.

En el plano de la subjetividad se presenta como un individuo dividido entre lo que él realmente es y lo que él hace, o mejor, entre lo que él considera como valor vital y lo que él debe aparentar como valor social. Su éthos interior está al margen del trabajo, se alimenta de otras fuentes, como la religión, la tradición, la familia. En cambio, en la lógica del capital, sus valores morales y religiosos pertenecen a la esfera privada y solo son tolerados en la medida en que no interfieren en su productividad.

En este sentido, Richard Sennet demostró que las pérdidas de los trabajadores no son solo económicas, sino también físicas, psicológicas y morales. La erosión del carácter, según él, es una de las más perversas consecuencias sobre la humanidad del trabajador, conduciendo a una descomposición del tejido social.

La actual reconfiguración del capitalismo intensifica aún más ese control sobre el individuo. Hay un proceso de incorporación total del trabajador al sistema productivo. Como demostró Karl Polanyi, la conversión del trabajo, de la tierra y del dinero en mercancía posibilitó el surgimiento del mercado y de la industria. Pues bien, la Tercera Revolución Industrial transformó en mercancía un cuarto elemento: el conocimiento humano. La hegemonía cada vez más significativa del trabajo inmaterial posibilitado por el intenso uso de las nuevas tecnologías confiere un notable valor económico al conocimiento, a los deseos y a la información.

El conocimiento es utilizado para generar más conocimiento. Las empresas exigen cooperación inteligente, explotando todo el potencial del trabajador. El predominio de la fuerza física, típica de la Primera Revolución Industrial, pierde relevancia frente a las capacidades intelectuales, a la creatividad y al grado de información.

Si por un lado el sistema está dotando de nuevas características al individuo, por otro, el esfuerzo de construcción de la identidad humana cimentada en el trabajo se desvela cada vez más como un proyecto fracasado. La auto-realización en el trabajo es privilegio de pocos. No sin razón las nuevas generaciones están encontrando su identidad y construyendo valores y comportamientos en otras experiencias y puntos de referencia.

  1. DEFORMACIÓN DEL TIEMPO.

La condición humana se desarrolla en un espacio pautado bajo las coordenadas del tiempo. Toda actividad existe dentro del espacio y el tiempo. Se habla mucho sobre el espacio de trabajo, el suelo de la fábrica, pero el tiempo de trabajo, la ficha, es igualmente relevante. No se puede reflexionar sobre el trabajo dejando de lado la dimensión temporal.

Podemos suponer que, si una sociedad se enriquece, las personas preferirán trabajar menos. Con un gran capital invertido, máquinas e infraestructura, así como un aumento en la eficiencia técnica y de conocimiento, sería posible mantener el mismo nivel de vida con menos esfuerzo. Sin embargo, en el capitalismo global y tecnológico, está sucediendo justamente lo contrario. Hay cada vez mayor desequilibrio entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre a favor del primero.

En primer lugar, la liberación del trabajo no sería posible sin la liberación del tiempo de las amarras del paradigma teológico medieval. En cambio, con la Revolución Industrial el tiempo se convirtió en rehén del sistema productivo. El tiempo dedicado al trabajo es controlado mecánicamente, y éste, a su vez, condiciona los demás tiempos existenciales: la familia, la convivencia social, la religión. Es un tiempo liberado para que esté disponible como un elemento crucial de todo el sistema productivo. Se impuso la idea de tiempo útil, que no se puede perder el tiempo, pues el tiempo es dinero y, por tanto, tiene valor de mercado. Por otro lado, el tiempo improductivo económicamente es considerado inútil, pérdida de tiempo, desperdicio.

Con la consolidación de la civilización industrial, hay un aumento desproporcional del horario de trabajo. En ella, el tiempo que marca el reloj es emblemático, pues representa el control del tiempo y de la disciplina en el espacio del suelo de la fábrica. El control del tiempo del trabajador está en el centro del capitalismo. Para el funcionamiento de la lógica del mercado es vital que el capital asuma el control del tiempo. Entenderlo permite un abordaje que identifique los mecanismos que regulan la relación trabajo-tiempo libre.

Siendo así, ¿cuál es la función del tiempo libre dentro del capitalismo? Parece lógico que en una civilización del trabajo el individuo solo pueda realizarse en el tiempo de trabajo. Sin embargo, eso no impide cierto grado de conciencia de la necesidad de tomar una distancia de las estructuras del sistema de producción. Se encontró la solución en el concepto de tiempo libre, ocupado por el descanso y el ocio. Descanso como tiempo de regeneración físicopsíquica para trabajar mejor, y ocio como tiempo dedicado a la estética, a la cultura y a la religión. El ocio, condenado por la moral de la Iglesia como uno de los siete pecados capitales, recibe una visión positiva con la noción de tiempo libre.

El concepto de tiempo libre obtuvo publicidad a partir de la segunda mitad del siglo XX. Reconocida su importancia por el mercado, por el Estado y por las religiones, adquirió status de derecho humano (art. 24 y 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos). Es, de hecho, una gran conquista de los trabajadores, dejando de ser un privilegio de las minorías ricas. La introducción de la jornada de trabajo de ocho horas, cinco días por semana y vacaciones de treinta días atestigua esta conquista. A eso hay que añadir otro factor: el desempleo. Con ello, el ocio dejó de ser etiquetado como indolencia y pereza. La llegada del uso masivo de nuevas tecnologías en el sistema productivo vuelve a levantar nuevas cuestiones referentes al tiempo libre.

La vida parece situarse poco a poco fuera del horario de trabajo. Desde el momento en que la sociedad industrial eliminó la vigencia del contenido cristiano del descanso dominical, urge definir una forma de descanso mínimamente significativa. El incremento de la sociedad de consumo volcada en el ocio parece responder a ello.

Hay autores que transfieren al tiempo libre toda la responsabilidad de reponer las energías del trabajador y garantizar su satisfacción. El entretenimiento es la mejor forma de evitar frustraciones en el trabajo. J. Dumazédier defiende que el tiempo fuera del trabajo tiene la función de facilitar el ejercicio de la libertad de elección, de la gratuidad y de la satisfacción que no existe en el trabajo. En este sentido, ocio y trabajo son opuestos49. Hay dos maneras de configurar el tiempo libre: pasivo, sin hacer absolutamente nada o entretenerse con las ofertas de ocio; y activo, participar en actividades culturales, sociales y religiosas. De todos modos, trabajo y tiempo libre deberían ser considerados ya desde el principio como dos exigencias antropológicas complementarias. Siendo así, hay una pregunta que tiene que ser respondida. ¿Por qué el individuo necesita buscar en el tiempo libre la satisfacción y libertad que no encuentra en el trabajo? ¿Por qué la alegría de vivir, la capacidad de elección y la creatividad solo pueden ser encontradas en el tiempo libre?

El sistema productivo capitalista tiene un problema de fondo: el tiempo libre no significa necesariamente tiempo liberado. La racionalidad económica del capitalismo —competitividad y productividad— se realizaría realmente si consiguiese liberar al hombre de cualquier otra preocupación que no sea la del trabajo, producción y consumo. Pero no es así. El tiempo libre no significa liberación del trabajo, porque todo el tiempo de vida está invadido por la lógica de la jornada laboral controlada por el capital. En este sentido, el tiempo libre es una perversión del auténtico descanso: el individuo trabaja y obtiene el beneficio del tiempo libre que, a su vez, lo devuelve a la jornada de trabajo con mejor disposición física y anímica.

Esta cuestión toca otro aspecto: la industria cultural. El mercado se encargó de convertir el tiempo libre en una mercancía valiosa. Un porcentaje significativo del trabajo inmaterial se destina a la industria del entretenimiento. El descanso del trabajador se ve invadido por un sinnúmero de alternativas: programas deportivos, talk shows televisivos, películas, centros de placer y comerciales, miles de ofertas de IPads, notebooks, smartphones, tablets y, en fin, toda la parafernalia de la electrónica. Con la industria cultural, el tiempo libre se convirtió en sinónimo de distracción. El trabajador del suelo de la fábrica se convirtió en consumidor del suelo de la compra; la civilización del trabajo, en civilización del consumo. Se trata del principio el tiempo es dinero llevado a sus últimas consecuencias.

A pesar de todo, algunos lo ven como una especie de inclusión social. Pero, ¿qué es el tiempo libre en una sociedad donde el aumento de la productividad y de la competitividad se impuso como norma de mercado? ¿Qué es el tiempo libre para miles de personas que tienen la urgente necesidad de multiplicar el trabajo debido a los bajos salarios, reduciendo o eliminando casi totalmente el descanso? ¿Cuánta gente desaprovecha el festivo de la empresa para trabajar de manera informal? La invasión del tiempo libre por el trabajo es una realidad para muchas personas. La referencia de la jornada de trabajo —ocho horas de la sociedad industrial— se convirtió en un concepto vago. El Iphone, la tablet, las conexiones inalámbricas mantienen a los individuos conectados al trabajo. Son las tecnologías diluyendo las fronteras entre trabajo y descanso, vida profesional y privada. La flexibilidad laboral conduce a la flexibilidad del descanso. Muchos ya no saben cuándo empieza y termina su jornada de trabajo. Es la crisis del sentido del trabajo exportada al sentido del descanso, un apéndice del empobrecimiento del valor humano del trabajo.

  1. ¿QUÉ QUEDA DEL DOMINGO?

Así como sucedió con el trabajo, el sentido de las palabras descanso, tiempo libre y ocio adquirió un nuevo significado. Con el domingo no fue distinto. Hasta hace algunas décadas, el domingo era considerado primordialmente como el día del Señor, el más especial y esperado de la semana. Karl Rahner recuerda que la semana de cinco días también existía durante la Edad Media, cuando el cristianismo había conseguido hacer del domingo un día solemne. Pero, al contrario de la civilización del trabajo, era un día especial por motivos religiosos. La combinación de descanso y culto dominical, a partir del siglo IV, favoreció la experiencia religiosa y atribuyó contenido específicamente teológico al día de descanso del sábado.

Durante el largo periodo de la cristiandad, la sociedad está totalmente configurada por la religión: el tiempo, la economía, el orden social y el trabajo. En sus inicios, la legislación oficial sobre el descanso dominical no tenía fundamento cristiano. Era necesaria una reglamentación oficial del tiempo de trabajo y descanso. El emperador romano Constantino intentó responder a esa necesidad usando el respeto que tanto cristianos como no cristianos mostraban por el domingo. Los primeros confiaron al Estado tal legislación del tiempo con la condición de que fuese respetado el derecho de reunirse el domingo para el culto religioso. El domingo era esencialmente un día de culto para los primeros cristianos. Hasta finales del siglo II no encontramos ninguna indicación de que los cristianos considerasen el domingo por la ausencia de trabajo. Las exhortaciones de la Iglesia pre-constantiniana se referían únicamente al culto. La Didascália siríaca, por ejemplo, no exigía descanso durante el domingo: «Por tanto, cada uno de vosotros, fieles, en todo tiempo y a toda hora, dedíquese al trabajo cuando no estéis en la Iglesia». De hecho, en el Imperio Romano nadie dejaba de trabajar el domingo. Los cristianos, que durante mucho tiempo fueron miembros de los estratos sociales más humildes del Imperio, no podían darse el lujo de guardar un día de reposo, pues su condición social no se lo permitía.

El culto tenía lugar al alba o inmediatamente después de la cena. El resto del domingo era dedicado al trabajo, como toda la gente de entonces. Antes de Constantino era imposible guardar el domingo como día de descanso del trabajo. Las primeras leyes referentes al descanso dominical fueron promulgadas por el Estado durante el periodo de Constantino. El primer decreto es del 3 de marzo del año 321: «Todos los jueces, gobernadores, administradores y otras ocupaciones deben descansar en ese honorable día del Sol. Los campesinos deben ser libres y no molestados en el trabajo del campo, pues frecuentemente sucede que no hay día más favorable para la siembra del trigo o la plantación de la vid; no sea que se pierda el momento favorable enviado por la providencial divinidad». La ley destaca el establecimiento de la semana de siete días en todo el Imperio, y, según el decreto, se trata de la semana planetaria, debido al uso del término día de Sol. En cambio, aunque el decreto no tenga origen explícitamente cristiano, la aplicación del decreto de Constantino es revestido de gran importancia por su significado simbólico al introducir un nuevo modo de comprender el tiempo humano. Tal valor simbólico recibirá connotación cristiana solo en el Decreto General del emperador Cario Magno del año 789, que regula el precepto del descanso dominical en todo el Imperio para que se pueda descansar en el día del Señor:

«El domingo no debe ser realizado ningún trabajo servil. En este día tan importante los hombres deberán abstenerse de todo trabajo en el campo: no cultivarán viñedos, no labrarán campos, no recolectarán, no se ocuparán de alimentar a los animales, no deberán cercar los campos, no desmatarán las florestas o derribarán árboles, ni tallarán canteras como edificarán casas, absteniéndose también de trabajar en sus jardines, no responderán a los procesos, y mucho menos cazarán. El domingo solo están permitidos tres tipos de transporte: para el ejército, para el abastecimiento y, en el caso de que suceda, el entierro del amo. Las mujeres se abstendrán igualmente de los trabajos textiles: no cortarán ni coserán con la aguja, ni cardarán la lana, ni espadarán el lino y tampoco lavarán ropa en público. Todo ello es para que se pueda descansar en el día del Señor».

A partir de la Revolución Industrial, el domingo fue incorporado por la cultura moderna y su perfil fue perdiendo el carácter típicamente sagrado, sumándose al fin de semana que empieza en la víspera del viernes. El domingo se convirtió en un tiempo cultural de no trabajo. El vaciamiento de la práctica religiosa no deja ninguna duda: hay una multiplicidad de formas de aprovecharlo. Para muchas personas ya no es un día santificado, sino apenas diferente, sin trabajo, un anexo del tiempo libre incorporado al sistema productivo. Es todo el fin de semana lo que es esperado con ansia desde el lunes, planeado con antecedencia para aprovecharlo de la mejor manera posible. Otros, a su vez, trabajan el domingo como el sector cultural, el ocio, el transporte, los hospitales, la seguridad del comercio.

Esa deformación del domingo demuestra el tránsito de la negación del descanso como dimensión antropológica para la absolutización de la ley del trabajo. Al excluir cualquier perspectiva transcendente, surgió una mística del trabajo separada del descanso, limitada al acto de producir. Como resultado, el domingo ya no representa una posibilidad concreta de experiencia de liberación y transcendencia, aunque sea brevemente. Eso hizo que categorías teológicas como el séptimo día de la creación y el sábado/domingo cayesen en el ostracismo de la reflexión teológica el trabajo.

  1. DEFORMACIÓN DE LA FINALIDAD DEL TRABAJO

La deformación del tiempo lleva a la pregunta sobre la finalidad de la actividad humana. La sociedad moderna es caracterizada como una civilización del trabajo, pero su paradigma es esencialmente economicista. En ella, el poder del capital invade y domina todas las dimensiones de la existencia. También el trabajo está preso de la racionalidad económica, origen de la pérdida de su sentido humano.

La raíz de la subordinación del trabajo al capital nace del hecho de que solo se considere su faceta económica. Dada por supuesta su racionalidad, todo adquiere valor de mercado y todo gira en torno de los resultados económicos. El mercado aparece como aquella mano invisible smithiana que distribuye todos los factores, incluyendo la fuerza del trabajo. Es verdad que Adam Smith veía el trabajo como fuente de riqueza, pero entiende ésta solo como factor económico. La teoría del valor lo convirtió en una sustancia abstracta y que despersonaliza, que representa cosas, no personas. En una palabra, mercancía.

Esa lógica eclipsa la dimensión social del trabajo. La intención de producir bienes útiles para la sociedad es sustituida por los intereses del capital, considerados más importantes que las demandas de la sociedad. Su finalidad es el principio de acumulación privada, el interés individual y el enriquecimiento material. Paradójicamente, la sociedad del trabajo se centra en la defensa de los intereses del capital antes que en los derechos del trabajo.

Esa subordinación tiene sus reflejos más visibles en las relaciones laborales. La sociedad salarial expresa un modo de relación en que el trabajo asalariado es la base del orden social, en que el individuo es identificado con el empleo que posee y el salario que recibe. Es una relación que proviene de la primacía del capital. Esto es, la sociedad del trabajo y la sociedad salarial son dos caras de la misma civilización controlada por el capital. Es, también, una aplicación visible de su lógica. Se trata de una relación social institucionalizada, cuyo único bien del trabajador es su trabajo y los salarios compensatorios, su principal objetivo.

Esa forma de relación fundamentada en el capital trae implícito el no reconocimiento de uno de los términos. En este caso, la persona que trabaja. El capital oculta su origen para reafirmase como autoreproductor, o mejor aún, autogenerador de sí mismo. Al separarse de la persona que trabaja, el capital niega que provenga del trabajo. Éste solo adquiere algún protagonismo porque permite la reproducción y acumulación del capital. Pero, en último término, el bienestar del capital es lo que realmente importa: dinero, propiedad, información, tecnología, acciones, reserva de moneda, etc.

Si, por un lado, el trabajador solo puede alcanzar su sociabilidad en la medida en que tiene un empleo que lo integra en el mercado, por otro lado, como individuo, está despersonalizado, es casi anónimo. Por tanto, la sociedad salarial no es sinónimo de sociedad justa e igualitaria, porque en ella la jerarquía y la discriminación en las relaciones laborales nunca dejaron de existir. En ella, la pretendida liberación del trabajo hecha por el capitalismo no pasa de ser una mera subordinación, no ya de los señores feudales, sino del poderoso amor y señor capital. La entronización del capital significó también la ilusión de realizar ya, aquí y ahora, todos los deseos humanos. Siempre a costa del sudor de los trabajadores. Éstos, hechos cada más a imagen y semejanza del mercado —productor-consumidor— están incorporados a la actividad de su creador, el capital.

Por último, esa civilización fundada en el capital tiene aspiraciones universalistas. La sociedad del trabajo es un fenómeno cada vez más global, un modelo a ser copiado. De hecho, el sistema productivo es el mismo en todos los países desarrollados y emergentes. Hay consenso en que ese proyecto debe ser realizado si el mundo anhela alcanzar una tasas de crecimiento que borren del mapamundi las zonas subdesarrolladas. En síntesis, la globalización está acompañada por la exaltación del trabajo en su versión occidental. Los valores, los principios y la ética del trabajo se van imponiendo sobre valores, principios y éticas de otros sagrados más tradicionales, siempre en defensa del principio de acumulación del capital.

¿La conversión del trabajo en una especie de religión no tendrá su raíz en la propia religión? ¿Dos mil años de cristianismo no contribuyeron para esa comprensión del trabajo? Hay un intenso debate acerca de la influencia de la religión en el surgimiento del capitalismo. Es una cuestión antigua y actual, sobre todo después de la publicación de La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber (1864-1920). ¿Qué papel tuvo la religión en el surgimiento del capitalismo? ¿Hasta qué punto es válida la tesis weberiana?

 

Fuente: Libro CRISTIANISMO Y ECONOMÍA (capitulo 3 )

Autor: Estanislau Gasda, profesor de la Facultad Jesuita de Belo Horizonte, doctor en Teología por la Universidad Pontificia Comillas, pertenece al grupo de Doctrina Social de la Iglesia organizado por las universidades católicas de América Latina y España, junto con la Conferencia Episcopal Latinoamericana.