“A nadie le está permitido violar impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia”

(León XIII, Rerum novarum, 30).

“El trabajo es factor primario de dignidad”

(Francisco, Encuentro con el mundo del trabajo en Bolonia, 1 octubre 2017).

“Trabajar es propio de la persona humana. Expresa su dignidad de ser creado a imagen de Dios. Por eso se dice que el trabajo es sagrado, el trabajo es sagrado”

(Francisco, Catequesis 19 de agosto de 2015).

 

Dice Luis González-Carvajal que la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) nos ayuda a comprender la realidad social como es y como podría ser. No solo como “debería” ser , sino como “podría” ser, porque es posible construirla de otra manera. Cómo debería ser para responder mejor a la dignidad de las personas, pero también cómo podría ser si la construyéramos desde el reconocimiento y el respeto efectivo de esa dignidad. Para ello, como señala el papa Francisco, necesitamos situarnos en “otra lógica”, distinta a aquella con la que hemos ido construyendo la realidad social: “si se acepta el gran principio de los derechos que brotan del solo hecho de poseer la inalienable dignidad humana, es posible aceptar el desafío de soñar y pensar en otra humanidad. Es posible anhelar un planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos” (Fratelli tutti, FT, 127).

En ese sentido, Francisco plantea que la DSI debe ser concreta y nos invita a ser concretos, “para que los grandes principios sociales no se queden en meras generalidades que no interpelan a nadie” (Evangelii gaudium, EG, 182), porque “el pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en este sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo” (EG 183).

En el planteamiento de la DSI, la propuesta sobre el sentido, el valor y, consecuentemente, la forma adecuada de concebir, organizar y tratar el trabajo humano, ha sido y es central. Lo es desde el considerado primer documento de DSI del magisterio papal (Rerum novarum, de León XIII en 1891) hasta hoy. En el espacio que permite este artículo voy a intentar destacar, desde la invitación a ser concretos, algunos aspectos de la propuesta de la DSI sobre el trabajo que me parecen hoy especialmente relevantes “en un mundo donde el trabajo no se considera con la dignidad que tiene y que da” (Francisco). Relevantes para colaborar a la necesaria transformación social. Sin olvidar que la DSI plantea muchas más cosas sobre el trabajo humano que aquí no es posible considerar.

Voy a referirme al trabajo humano, no solo al empleo. En nuestra cultura social estamos acostumbrados a identificar casi automáticamente trabajo con empleo. Pero no son lo mismo. El trabajo es toda actividad humana que transforma la realidad para dotarnos de los bienes y servicios que necesitamos para vivir, en sentido amplio, personal y socialmente. El empleo es solo una forma de trabajo: aquella por la que se percibe un salario o, más ampliamente, por la que se obtiene un ingreso monetario, aquella a la que se otorga un valor de mercado. Pero hay muchos trabajos que no son empleos y, sin embargo, responden a necesidades humanas y tienen un gran valor social (por ejemplo los trabajos del hogar que no son remunerados, los trabajos de voluntariado, trabajos realizados en el entramado de las organizaciones sociales…). Aunque la DSI no es siempre clara en este sentido (y en ocasiones parece que también identifica automáticamente trabajo con empleo), sí apunta a la importancia de distinguir trabajo y empleo. Lo que voy a plantear sobre el trabajo humano en la DSI es aplicable a todas las formas de trabajo, no solo al empleo. De hecho, considero que el reconocimiento social de los trabajos que no son empleos es muy importante en el reconocimiento efectivo de la dignidad del trabajo.

Trabajo y dignidad de la persona

Para la DSI, la afirmación, promoción y realización de la dignidad humana es el principio fundamental y decisivo de la vida social y de la acción política. Todo en la vida social debe ordenarse al reconocimiento y realización de la dignidad de cada persona y de todas las personas. Por eso, la DSI considera el trabajo humano desde su relación con la dignidad de la persona trabajadora. Así, la DSI se refiere a tres aspectos del trabajo de enorme trascendencia: el trabajo como característica de la persona, la dignidad del trabajo y el trabajo digno (en condiciones dignas).

En primer lugar, el trabajo como dimensión de la vida y del ser de las personas y no como un elemento más de la economía. Ciertamente, el trabajo está llamado a ser elemento central en la vida económica, pero es mucho más que eso, es una dimensión propia del ser y la vida de las personas. Así lo subrayó Juan Pablo II en la introducción de su encíclica sobre el trabajo humano (Laborem exercens, LE): “El trabajo es una de las características que distingue al hombre del resto de las criaturas (…) el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas”.

A veces hablamos del trabajo como un concepto abstracto, como si fuera algo que se pudiera separar de la persona trabajadora, como si fuera algo externo al ser humano. Pero no es así. Es una realidad siempre unida a la persona, no se puede separar el trabajo de la persona, como si fuera un objeto. Si tratamos el trabajo como un objeto lo que hacemos es tratar a la persona como un objeto. Es lo que hace constantemente una economía regida por el criterio del máximo beneficio monetario al menor coste, atropellando así la dignidad del sujeto del trabajo, la persona. Para la DSI el trabajo está siempre vinculado a la dignidad de la persona, su sujeto: “está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona” (LE 6) y, por eso, se debe medir –valorar– siempre “con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo” (LE 7). De ahí que incluso cuando se mira desde la perspectiva de la economía, siempre hay que tener en cuenta y hacer realidad lo que señaló el Concilio Vaticano II: “El trabajo humano (…) es muy superior a los restante elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos” (Gaudium et spes, GS, 67). El trabajo humano jamás puede ser un instrumento, porque está indisolublemente unido a quien siempre debe ser sujeto, la persona. Instrumentalizar el trabajo es instrumentalizar a la persona trabajadora.

En segundo lugar, consecuentemente con lo esto, la DSI habla de la dignidad del trabajo, de “la dignidad que el trabajo tiene y el trabajo da”, en expresión de Francisco. Considerar la dignidad del trabajo es de enorme importancia. Normalmente hablamos, y es necesario y bueno que sea así, del trabajo digno, de las condiciones dignas en que debe realizarse siempre el trabajo. Pero a veces olvidamos que el fundamento del trabajo digno está en la dignidad que tiene el trabajo y su sujeto, la persona. Es muy importante recuperar la conciencia de la dignidad del trabajo, porque esta nos muestra el sentido y valor del trabajo humano que, en gran medida, se ha perdido en nuestra sociedad. No vivimos para trabajar, trabajamos para vivir (en el sentido amplio, no solo por lo que el trabajo supone de disponer de lo necesario para vivir materialmente). Pero vivir la dignidad que tiene el trabajo es muy importante para una vida digna.

La dignidad del trabajo está enraizada en que la persona, con su inalienable dignidad, es sujeto del trabajo. Pero, además, en que el trabajo es digno de la persona, porque con él puede colaborar al desarrollo personal, familiar y social. El trabajo es digno porque está llamado a realizar y desarrollar la dignidad de las personas y la vida de la familia humana. Siguiendo toda la reflexión de la DSI en este sentido, Francisco lo ha expresado así: “Estamos llamados al trabajo desde nuestra creación (…) El trabajo es una necesidad, parte del sentido de la vida en esta tierra, camino de maduración, de desarrollo humano y de realización personal” (Laudato si’, LS, 128). “El trabajo es una dimensión irrenunciable de la vida social, ya que no solo es un modo de ganarse el pan, sino también un cauce para el crecimiento personal, para establecer relaciones sanas, para expresarse a sí mismo, para compartir dones, para sentirse corresponsable en el perfeccionamiento del mundo, y en definitiva para vivir como pueblo” (FT 162).

La DSI sitúa el fundamento de la dignidad del trabajo en nuestro ser a imagen y semejanza de Dios, el trabajo es participación en la obra de la creación y ahí radica su gran dignidad: “Los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia” (GS 34).

De ahí que la DSI considere la responsabilidad del trabajo como esencial para desarrollar nuestra humanidad y el derecho al trabajo –a aportar nuestras capacidades– como derecho humano fundamental que debe ser garantizado por la sociedad.

En tercer lugar, reconocer y afirmar la dignidad del trabajo exige el trabajo digno (o “decente”, en la expresión de la Organización Internacional del Trabajo), el trabajo en condiciones dignas. La DSI, desde León XIII, siempre ha insistido con fuerza en la defensa de condiciones dignas de trabajo por exigencia del respeto a la dignidad de la persona y de su trabajo. Con la expresión “trabajo digno” o “trabajo decente” desde Juan Pablo II que, el 1º de Mayo de 2000, con motivo del Jubileo de los Trabajadores, hizo un llamamiento para “una coalición mundial a favor del trabajo decente”, apoyando la iniciativa de la Organización Internacional del Trabajo. El papa Francisco ha enfatizado en muchas ocasiones la estrecha relación que existe entre la dignidad del trabajo y el trabajo en condiciones dignas. Estas últimas son, a la vez, exigencia de la dignidad del trabajo y lo que la hace posible en lo concreto: “El trabajo es lo que hace al hombre semejante a Dios, porque con el trabajo el hombre es un creador (…) Y esta es la dignidad del trabajo (…) Toda injusticia que se comete contra una persona que trabaja es un atropello a la dignidad humana (…) En cambio, la vocación que Dios nos da es muy hermosa: crear, re-crear, trabajar. Pero esto puede hacerse cuando las condiciones son justas y se respeta la dignidad de la persona” (Homilía en Santa Marta con motivo del 1º de Mayo de 2020).

En Caritas in veritate, CV, Benedicto XVI subraya que el trabajo digno es esencial para el desarrollo humano integral, y lo caracteriza así: “Un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación” (CV 63).

Basta con comparar esas características del trabajo digno con lo que ocurre muchas veces en el trabajo para comprender la trascendencia y la profunda transformación social que supone la defensa del trabajo digno. Para la DSI el empeño por el trabajo digno es una tarea social fundamental en la que todos estamos llamados a implicarnos y la Iglesia está también llamada a comprometerse en ella por exigencia de su misión, de su servicio a la defensa de la dignidad de las personas trabajadoras.

Y no olvidemos que tanto la defensa de la dignidad del trabajo como del trabajo digno se refieren tanto al empleo como a los trabajos que no son empleos. La dignidad de todo trabajo y las condiciones dignas en que siempre debe realizarse todo trabajo.

La prioridad del trabajo sobre el capital

Por la vinculación entre el trabajo y la dignidad de las personas, Juan Pablo II, en Laborem exercens (nn. 5 y 6), llama la atención sobre la importancia de considerar el trabajo en dos sentidos, el objetivo y el subjetivo. Son dos dimensiones del trabajo humano. La dimensión objetiva se refiere a qué producimos y cómo lo producimos. La dimensión subjetiva al hecho decisivo de que quien trabaja es una persona. Desde luego la dimensión objetiva tiene gran importancia, pero lo que Juan Pablo II quiere subrayar es que la dimensión subjetiva debe tener siempre la primacía sobre la objetiva, porque las personas siempre son más importantes que las cosas: “El primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”. Con esta conclusión se llega justamente a reconocer la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado objetivo” (LE 6).

Una concreción muy importante de esa primacía de la dimensión subjetiva, que también recuerda Juan Pablo II, en lo referido al empleo, es un principio central de la DSI sobre el trabajo humano: la prioridad del trabajo sobre el capital: “Se debe ante todo recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio de la prioridad del “trabajo” frente al “capital” (…) Esta verdad, que pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia, debe ser siempre destacado en relación con el problema del sistema de trabajo, y también de todo el sistema socio-económico. Conviene subrayar y poner de relieve la primacía del hombre en el proceso de producción, la primacía del hombre respecto de las cosas (…) Esta verdad contiene en sí consecuencias importantes y decisivas” (LE 12).

Lo mismo recordó Benedicto XVI en Caritas in veritate, siguiendo la enseñanza del Concilio Vaticano II, a propósito de las políticas neoliberales y los efectos de la gran crisis económica de 2007 en la precarización del empleo y los recortes de la protección social: “Quisiera recordar a todos (…) que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad, “pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social” (CV 25).

A propósito de las “consecuencias importantes y decisivas” del principio de la prioridad del trabajo sobre el capital, Juan Pablo II destaca dos de gran importancia: las políticas laborales y los derechos de las personas trabajadoras. Respecto a lo primero dice: “Cuando se trata de determinar una política laboral correcta desde el punto de vista ético (…) tal política es correcta cuando los derechos objetivos del hombre del trabajo son plenamente respetados” (LE 17). Y respecto a lo segundo: “La realización de los derechos del hombre del trabajo no puede estar condenada a constituir solamente un derivado de los sistemas económicos, los cuales (…) se dejen guiar sobre todo por el criterio del máximo beneficio. Al contrario, es precisamente la consideración de los derechos objetivos del hombre del trabajo (…) lo que debe constituir el criterio adecuado y fundamental para la formación de toda la economía” (LE 17).

Más clara y concreta no puede ser la DSI. Lo que dice es más bien lo contrario de lo que ocurre en nuestra sociedad y en nuestro modelo económico. Por tanto, son una seria llamada a su transformación para poner realmente en el centro a las personas, su dignidad y la dignidad de su trabajo.

Trabajo y bien común

Si tenemos en cuenta lo planteado hasta aquí, es fácil comprender que la DSI dé una gran importancia a la dignidad del trabajo y el trabajo digno en la construcción del bien común de la sociedad. Es algo que hoy conviene resaltar, dada la extensión social del individualismo que dificulta mucho pensar y afrontar las cosas desde la perspectiva del bien común. Todo lo referido al trabajo humano debería tener un papel mucho mayor en las preocupaciones sociales y políticas. Lo que ocurre en el mundo del trabajo es fundamental para el bien común, para su afirmación o negación.

Para la DSI el bien común consiste en la creación de las mejores condiciones sociales posibles en cada momento para que cada persona y todas las personas puedan vivir de acuerdo a su dignidad y realizarse como personas y, por ello, también en la creación de las condiciones sociales para que las familias, las realidades básicas de la vida social, las asociaciones de todo tipo, puedan realizar lo mejor posible su función al servicio de las personas (cf. GS 74).

Buscar el bien común es la función esencial de la comunidad política y en ello todos tenemos una responsabilidad. Porque se trata de crear las condiciones para que todas las personas puedan vivir dignamente, sin que haya personas excluidas, en el corazón del bien común está poner en primer lugar las necesidades y derechos de las personas y familias empobrecidas. Algo que cuesta mucho entender y asumir en nuestra sociedad.

Desde esta perspectiva es desde la que la DSI da una gran importancia al trabajo en la búsqueda del bien común. Así, Juan Pablo II afirmó que el trabajo es clave fundamental de la cuestión social: “El trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial de toda la cuestión social, si se trata de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre. Y si la solución (…) de la cuestión social (…) debe buscarse en la dirección de “hacer la vida humana más humana”, entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva” (LE 3). Y Francisco dirá que el gran tema es el trabajo: “El gran tema es el trabajo. Lo verdaderamente popular – porque promueve el bien del pueblo – es asegurar a todos la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, sus iniciativas, sus fuerzas. Esa es la mejor ayuda para un pobre, el mejor camino hacia una existencia digna (…) Porque “no existe peor pobreza que aquella que priva del trabajo y de la dignidad del trabajo” (FT 162).

También puedes leer —  Fernando Díaz: “Un trabajo que no cuida, que destruye la creación y no respeta la dignidad de los trabajadores no puede considerarse decente”

Trabajo y derechos sociales de las personas y familias

Por la defensa de la dignidad de la persona y la consecuente consideración de que los derechos de las personas trabajadoras deben ser siempre respetados y elemento central en la configuración de toda la economía, la DSI ha insistido siempre en la necesidad del reconocimiento efectivo de los derechos de trabajadores y trabajadoras, como verificación fundamental de la justicia de cualquier sistema social. Se trata de los derechos vinculados al empleo. Así lo plantea el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, CDSI, 301:

“Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. El magisterio social de la Iglesia ha considerado oportuno enunciar algunos de ellos, indicando la conveniencia de su reconocimiento en los ordenamientos jurídicos: el derecho a una justa remuneración; el derecho al descanso; el derecho a “ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral”; el derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin que sea “conculcada de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad”; el derecho a subsidios adecuados e indispensables para la subsistencia de los trabajadores desempleados y de sus familias; el derecho a la pensión, así como a la seguridad social para la vejez, la enfermedad y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral; el derecho a previsiones sociales vinculadas a la maternidad; el derecho a reunirse y a asociarse. Estos derechos son frecuentemente desatendidos”.

Es necesario, pues, seguir desarrollando siempre la realización efectiva de estos derechos, así como otros que también ha ido concretando la DSI: el derecho de huelga, de libertad sindical, de negociación colectiva. Pero, junto a los derechos vinculados al empleo, la DSI destaca también lo que Francisco ha llamado “los derechos que brotan del solo hecho de poseer la inalienable dignidad humana” (FT 127). En ellos son esenciales los derechos sociales de personas y familias (de hecho, los derechos vinculados al empleo también son derechos sociales fundamentales), particularmente el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda, a las prestaciones sociales que protejan a las personas a lo largo de toda su vida… La DSI también llama la atención sobre el hecho de que los derechos sociales son un medio muy importante para avanzar en el reconocimiento de la dignidad del trabajo y el trabajo en condiciones dignas, porque liberan a las personas y familias de quedar exclusivamente a merced de la rentabilidad. La protección social es también una protección efectiva de las personas y de su trabajo. Por eso es tan importante que las prestaciones sociales sean suficientes.

Trabajo y propiedad. El destino universal de los bienes

Aunque sea de forma breve, es necesario señalar que en estrecha relación con los derechos del trabajo la DSI insiste también en otro aspecto frecuentemente olvidado (y que es muy importante en un sistema socio-económico capitalista en el que la propiedad se concibe de forma excluyente generando enormes desigualdades sociales): el de la propiedad de los bienes vista desde la perspectiva del destino universal de los bienes (el derecho de toda persona a disponer de los bienes necesarios para vivir dignamente). Un destino universal de los bienes que es el “primer principio de todo el ordenamiento ético-social” (Centesimus annus, CA, 31), al que deben subordinarse todas las formas de propiedad. De ahí la importancia que la DSI da, por ejemplo, a la participación de los trabajadores y trabajadoras en la propiedad de la empresa.

Aquí no podemos detenernos en ello, pero es muy sugerente todo lo que, recogiendo una larga tradición de la DSI, plantea el papa Francisco en Fratelli tutti (118-127) sobre la necesidad de reproponer la función social de la propiedad. Lo que incluye repensar en profundidad lo significa la afirmación de la DSI respecto al hecho de que “la propiedad, que se adquiere sobre todo mediante el trabajo, debe servir al trabajo” (CDSI 282).

En este contexto, la DSI da mucha importancia a que, en un sistema socioeconómico como en el que vivimos, es esencial para el destino universal de los bienes el salario justo, que es “la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socioeconómico y, de todas maneras, de su justo funcionamiento (…) Tal verificación afecta sobre todo a la familia. Una justa remuneración por el trabajo (…) es la que sea suficiente para fundar y mantener dignamente una familia y asegurar su futuro” (LE 19).

Trabajo y cuidado

Desde la defensa de la centralidad de la persona como sujeto del trabajo, la DSI siempre ha planteado que en el trabajo hay que cuidar ante todo a los trabajadores y trabajadoras. Lo expresó el Concilio Vaticano II, recogiendo la reflexión anterior de la DSI, cuando afirma: “El conjunto del proceso de la producción debe ajustarse a las necesidades de la persona y a la manera de vida de cada uno en particular, de su vida familiar” (GS 67). Exactamente lo contrario de lo que ocurre muchas veces en nuestra sociedad, en la que se fuerza a las personas a adaptarse y someterse a las exigencias de la rentabilidad económica, lo que dificulta seriamente la vida digna de muchas personas trabajadoras.

Pero ha sido Francisco quien, desde su defensa de “la cultura del cuidado”, ha formulado con más claridad la estrecha relación entre trabajo y cuidado; cómo el reconocimiento de la dignidad del trabajo exige poner en el centro el cuidado, trabajar cuidando el planeta, cuidando a los demás, cuidando ante todo a las personas trabajadoras. En su Mensaje a la 109 Conferencia Internacional del Trabajo de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el 17 de junio de 2021, lo planteaba así: “El trabajo es una relación, entonces tiene que incorporar la dimensión del cuidado, porque ninguna relación puede sobrevivir sin cuidado (…) El cuidado (…) debe ser una dimensión de todo trabajo. Un trabajo que no cuida, que destruye la creación, que pone en peligro la supervivencia de las generaciones futuras, no es respetuoso con la dignidad de los trabajadores y no puede considerarse decente. Por el contrario, un trabajo que cuida, contribuye a la plena restauración de la plena dignidad humana (…) Y en esta dimensión del cuidado entran, en primer lugar, los trabajadores”.

Cuidar es expresión fundamental de amar, que es el sentido más radical y profundo del trabajo humano. Cuidar a las demás personas con el trabajo, dedicando nuestras capacidades y esfuerzos a responder a las necesidades de las personas y de la sociedad es una buena forma de servir; dedicar nuestras capacidades y esfuerzos a cosas que no sirven a las necesidades sociales es una forma de descuido y de negar la dignidad humana. Cuidar el planeta, trabajar sin destruir, porque hay demasiadas formas de trabajo que, desde la lógica de la rentabilidad económica a costa de lo que sea, destruyen, descuidan, ponen en peligro la casa común. Cuidar, ante todo, a las personas trabajadoras, con formas de organizar el trabajo que respeten y cuiden la salud (física, mental, espiritual…) y la dignidad de trabajadores y trabajadoras. Demasiadas personas sufren la siniestralidad laboral o el deterioro constante de su salud por condiciones indecentes de trabajo. Una enorme lacra social a la que no se presta la debida atención, pero que es central en la defensa de la vida y la dignidad del trabajo.

Se comprende fácilmente la revolución que supondría en la forma de entender y organizar el trabajo todo lo que significa esta perspectiva del cuidado y la enorme trascendencia del cuidar para reconocer la dignidad del trabajo y avanzar hacia el trabajo en condiciones dignas.

Trabajo y lucha contra el empobrecimiento

Un elemento central en todo el planteamiento de la DSI sobre el trabajo es el de su importancia para las personas empobrecidas. En un doble sentido: en la lucha contra el empobrecimiento y en la prioridad que debe darse a las necesidades y derechos de los trabajadores y trabajadoras empobrecidos.

Por una parte, la DSI subraya que el empleo en condiciones dignas es esencial para la lucha contra la pobreza, pues la violación de la dignidad de las personas trabajadoras es una de las causas fundamentales del empobrecimiento, las desigualdades y la exclusión social. El empleo precario, en las diversas formas de economía sumergida, de subempleo, el desempleo…son causas fundamentales del empobrecimiento de personas y familias. Hasta el punto de que con las políticas neoliberales de precarización del empleo han crecido mucho los llamados “trabajadores pobres”, personas que tienen empleo pero a las que los bajos salarios no permiten acceder a los bienes básicos para un vida digna. No cualquier empleo permite salir de la pobreza, es necesario que sea en condiciones dignas, estable y con el respeto a los derechos de las personas. Además de la necesaria protección social a la que antes me he referido. Pero no solo se trata del empobrecimiento económico, también de condiciones de empleo que desestructuran (por las largas jornadas, por la permanente inestabilidad laboral que es inestabilidad vital…) la vida personal, familiar y social de muchos trabajadores y trabajadoras.

Un magnífico texto de Juan Pablo II lo expresa muy bien, subrayando la trascendencia que esto tiene para la sociedad y para la Iglesia: “Para realizar la justicia social (…) son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de los hombres del trabajo. Esta solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de los trabajadores (…) La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo, para poder ser verdaderamente la “Iglesia de los pobres”. Y los pobres (…) aparecen en muchos casos como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano: bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo –es decir por la plaga del desempleo–, bien porque se desprecian el trabajo y los derechos que fluyen del mismo” (LE 8).

Deberíamos grabar en nuestra mente y nuestro corazón estas palabras para vivirlas. En nuestras sociedad necesitamos prestar mucha más atención a lo que ocurre en el mundo del trabajo. También en nuestra Iglesia para hacer concreto y no abstracto el servicio a las personas empobrecidas y la búsqueda de la fraternidad.

Por otra parte, la DSI también ha insistido siempre en algo que cuesta mucho entender en nuestra sociedad (en la que se ha perdido en gran medida la capacidad de pensar y sentir la realidad desde la perspectiva del bien común, sacrificado por la búsqueda del solo interés particular fruto del individualismo que conduce a la indiferencia): para avanzar en justicia, en el reconocimiento de la dignidad del trabajo y el trabajo en condiciones dignas, es imprescindible poner en primer lugar las necesidades y los derechos de los trabajadores y trabajadoras empobrecidos. No hay otro camino para el bien común que, como he señalado antes, tiene en su corazón que no haya personas excluidas, empobrecidas. Ayudar a comprender esto y a actuar en consecuencia es un servicio esencial a prestar en nuestra sociedad. El papa Francisco, en el mensaje a la OIT que he citado más arriba, insiste en ello de manera muy concreta.

El aprecio por el sindicalismo

Un último aspecto que me parece importante señalar de la aportación de la DSI sobre el trabajo es el gran aprecio que desde siempre ha mostrado por las organizaciones de trabajadores y trabajadoras, en particular por los sindicatos. Hoy es necesario subrayarlo y recordarlo. Para la DSI en la defensa de la dignidad del trabajo y del trabajo digno es imprescindible la labor de los sindicatos. Benedicto XVI lo recordó en Caritas in veritate: “La invitación de la Doctrina Social de la Iglesia (…) a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer” (CV 25). Y los sindicatos deben prestar especial atención a los trabajadores y trabajadoras empobrecidos y sin voz (cf. CV 64).

Como hemos visto, Juan Pablo II subrayó en Laborem exercens la permanente necesidad de movimientos de solidaridad de los trabajadores (LE 8). Además, dedicó una amplia reflexión en el número 20 de la encíclica al sindicalismo. De ella me parecen especialmente destacables dos afirmaciones: que los sindicatos “son un exponente de la lucha por la justicia social” y “un factor constructivo del orden social y de la solidaridad”. Y, sobre todo, que “se debe siempre desear que, gracias a la obra de sus sindicatos, el trabajador puede no solo “tener” más, sino ante todo “ser” más: es decir, pueda realizar más plenamente su humanidad en todos los sentidos”.

En esa misma línea, Francisco subraya que “no hay una buena sociedad sin un buen sindicato” (Discurso a la Confederación Italiana de Sindicatos de Trabajadores, 28 de junio de 2017). Francisco ha dado mucha importancia a los encuentros con los trabajadores y trabajadoras, y con sus organizaciones. Es una realidad que se enmarca en su gran valoración de los movimientos populares, cuyos encuentros ha promovido muy activamente por considerarlos decisivos para el presente y el futuro de nuestra humanidad a través de objetivos esenciales para la justicia y la dignidad humana, caracterizados como lucha por “Tierra, Techo y Trabajo”. Para Francisco, “los movimientos populares que aglutinan a desocupados, trabajadores precarios e informales y a tantos otros que no entran fácilmente en los cauces ya establecidos” son “sembradores de cambios”, con los que “será posible un desarrollo humano integral” (FT 169).

En este marco, en el discurso a la Confederación Italiana de Sindicatos de Trabajadores, expresó dos características que necesita tener el sindicalismo, la “profecía” y la “innovación”:

“La profecía se refiere a la naturaleza misma del sindicato, a su vocación más verdadera. El sindicato es expresión del perfil profético de una sociedad. El sindicato nace y renace todas las veces que, como los profetas bíblicos, da voz a los que no la tienen, denuncia al pobre “vendido por una par de sandalias” (cf. Amós 2, 6), denuncia a los poderosos que pisotean los derechos de los trabajadores más frágiles, defiende la causa del extranjero, de los últimos, de los descartes”.

“La innovación. Los profetas son centinelas, que vigilan desde la atalaya. También el sindicato tiene que vigilar desde las murallas de la ciudad del trabajo, como un centinela que mira y protege a los que están dentro de la ciudad del trabajo, pero que mira y protege también a quienes están fuera de las murallas. El sindicato no realiza su función esencial de innovación social si vigila solo a los que están dentro, si solo protege los derechos de quien ya trabaja o está jubilado. Esto se debe hacer, pero es la mitad de vuestro trabajo. Vuestra vocación es también la de proteger los derechos de quien todavía no los tiene, los excluidos del trabajo que también están excluidos de los derechos y de la democracia”.

Por eso: “Vivir las periferias puede convertirse en una estrategia de acción, en una prioridad del sindicato de hoy y de mañana (…) No hay un sindicato bueno que no renazca cada día en las periferias, que no transforme las piedras descartadas por la economía en piedras angulares (…) “justicia juntos”. No hay justicia juntos si no es junto con los excluidos de hoy”.

Tarea social y tarea eclesial

A modo de conclusión creo que podemos decir que, según el planteamiento de la DSI sobre el trabajo, la defensa de la dignidad del trabajo y el trabajo en condiciones dignas es una tarea fundamental de la sociedad y de la Iglesia. De la sociedad, porque para construirla de forma humana, justa y fraterna, es esencial el trabajo en condiciones dignas y el reconocimiento efectivo de su dignidad. De la Iglesia lo es en su servicio a la sociedad, particularmente a las personas empobrecidas, desde el Evangelio. Como hemos visto, Juan Pablo II lo expresó muy claramente en Laborem exercens (n. 8), al recordar que la Iglesia debemos estar vivamente comprometidos en la defensa de la dignidad del sujeto del trabajo, de las personas trabajadoras, y que esto forma parte de nuestra “misión”, de nuestro “servicio”, “por fidelidad a Cristo”, para poder ser verdaderamente “la Iglesia de los pobres”. Así pues, colaborar en el empeño por el reconocimiento de la dignidad del trabajo y el trabajo digno es, también, una tarea propiamente eclesial.

Estos dos textos (el primero de la Conferencia Episcopal Española y el segundo del papa Francisco), lo expresan bien:

“Para que el trabajo sirva para realizar a la persona, además de satisfacer sus necesidades básicas, ha de ser un trabajo digno y estable (…) La apuesta por esta clase de trabajo es el empeño social por que todos puedan poner sus capacidades al servicio de los demás. Un empleo digno nos permite desarrollar los propios talentos, nos facilita el encuentro con otros y nos aporta autoestima y reconocimiento social. La política económica debe estar al servicio del trabajo digno. Es imprescindible la colaboración de todos (…) para generar un empleo digno y estable, y contribuir con él al desarrollo de las personas y de la sociedad. Es una destacada forma de caridad y justicia social” (Iglesia, servidora de los pobres, 32).

“Hoy el trabajo está en riesgo. En un mundo donde el trabajo no se considera con la dignidad que tiene y que da (…) El mundo del trabajo es una prioridad humana y, por tanto, es una prioridad cristiana (…) Donde hay un trabajador ahí está el interés y la mirada de amor del Señor y de la Iglesia” (Encuentro con el mundo del trabajo en Génova, 27 de mayo de 2017).

Y en esta tarea de colaborar desde nuestro ser y misión a la defensa de la dignidad del trabajo y del trabajo digno, es muy importante que la Iglesia propongamos siempre la espiritualidad del trabajo, el sentido y valor que tiene el trabajo humano, que tan bien describió Juan Pablo II en Laborem exercens (24-27). Necesitamos acoger con gratitud –es un don que se convierte en tarea para nosotros– un hecho que Juan Pablo II destaca por su elocuencia: Jesús de Nazaret, el Cristo, fue un trabajador, una persona del mundo del trabajo, y “él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre” (LE 26).

 

Autor: Paco Porcar

Fuente: htps://www.noticiasobreras.es/2024/01/el-trabajo-en-la-doctrina-social-de-la-iglesia/