Los libros proféticos presentan el modo en que Dios trabaja y la llamada del hombre a trabajar de ese modo, para reflejar el amor y la sabiduría de Dios. Denuncian asimismo el engreimiento del hombre con motivo de su trabajo, que le lleva al olvido de Dios y a la creación de ídolos; también las injusticias, que ofenden a Dios y apartan al ser humano de su vocación. Los profetas, finalmente, recuerdan el trabajo de algunas mujeres como profetisas y jueces.

¡El trabajo es divino! Esta es una constatación que hacemos leyendo el primer capítulo del Génesis: se trata de unas duras jornadas de trabajo que tienen a Dios mismo como obrero protagonista. La semana de la creación es una semana de trabajo que, evidentemente, finaliza con un día de reposo, ¡pues no ha de haber uno sin el otro! Si también aceptamos que somos imagen de Dios (cf. Gn 1,27), no podemos menos que decir que el ser humano es un trabajador nato. Por lo tanto, podemos afirmar que el trabajo es uno de los aspectos de la esencia humana. Ahora bien, cuando hablamos de trabajo, no nos referimos solamente al trabajo manual y algunas veces pesado o repetitivo, sino también a cualquier tipo de actividad creativa. Ben Sir por ejemplo, se ocupa de recordar nos la importancia del trabajo de escriba (cf. Sir 38,34b-39,n)-

Así pues, partiendo de esta base; las líneas que siguen pretenden hacer un brevísimo recorrido por corpus profético de la Biblia al de percibir cómo los libros proféticos tratan la cuestión del trabajo siempre en un sentido amplio. Nos fijaremos en algún casos concretos que, aun así, piden considerarse paradigmáticos y, sobre todo, nos transmiten verdades atemporales que pueden ser de gran ayuda hoy día. ¡Empecemos!

EL TRABAJO MANUAL COMO REVERBERACIÓN CREATIVA DE DIOS

Aceptando que casi toda la Biblia se hace eco de la Ley del Señor expresada en el Pentateuco o, si se prefiere, que es una larga paráfrasis o comentario actualizador de esta, no ha de extrañarnos que los profetas de Israel comenten constantemente pasajes de la Tora. Al inicio del Segundo Isaías, cuando se presenta al rey persa Ciro como ungido del Señor, el texto nos aclara:

¡Ay del que pleitea con su artífice, siendo una vasija entre otras tantas! ¿Acaso le dice la arcilla al alfarero: «Qué estás haciendo. Tu obra no vale nada»? ¡Ay del que le dice al padre: «¿Qué has engendrado?», o a la mujer: «¿Qué has dado a luz?»! Esto dice el Señor, el Santo de Israel, su artífice: «¿Me pediréis cuenta de lo que le ocurre a mis hijos? ¿Me daréis órdenes sobre la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé sobre ella al hombre, mis propias manos desplegaron el cielo y doy órdenes a todo su ejército (Is 45,9-12)

Con estas palabras, Isaías pretende mostrar que el ser humano no puede convertirse en juez de la acción divina, pues, por mucho que quiera, no la entiende en su complejidad ni en su totalidad. Pero la referencia implícita a la creación primordial no se escapa al lector atento: el Dios alfarero que moldeó al ser humano (cf. Gn 2,7) y creó el universo no permite la discusión sobre su trabajo ni sobre sus métodos. La soberbia humana, la altivez del ser humano cuando evita recordar que la vida misma es un don de Dios, conlleva la sustitución del Creador por nosotros mismos. En consecuencia, se acaba adorando cualquier creación idolátrica hecha por manos humanas: «Llena está su tierra de plata y oro, no hay límite para sus tesoros; su país está lleno de caballos, no hay límite para sus carros; su país está lleno de ídolos, y se postran ante las obras de sus manos, que fabricaron sus dedos» (Is 2,7-8); se acaba rindiendo culto a cualquier obra perecedera carente de sentido alguno:

Esto dice el Señor: «No imitéis lo que hacen los gentiles ni os asustéis de ios signos celestes. ¡Que se asusten los propios gentiles! Las costumbres de esos pueblos carecen de sentido: talan un árbol del bosque, lo trabaja el artesano con la gubia; lo decora con oro y con plata, lo sujeta con clavos y martillo, de modo que no se tambalee. Igual que espantajos de pepinar, son incapaces de hablar; tienen que ser transportados, son incapaces de andar. No les tengáis ningún miedo, pues no hacen ni bien ni mal» (Jr 10,2-5).

Cuando se cae en esa idolatría, nos situamos en un contexto excluyente: Dios y su obra quedan fuera de nuestro interés, y así todo deviene como un monólogo ensimismado, muy alejado del horizonte de sentido que nos ofrece la vida de la fe. En cualquier caso, la metáfora de la alfarería como trabajo creador y creativo que puede dar vida y, más aún, sentido al mundo, es la cosa importante aquí (cf. el texto citado de Is 45 al inicio del apartado). Y este motivo se retoma en el profeta Jeremías. En su libro se manifiesta de manera muy acuciante el drama de la humanidad: los hombres no quieren escuchar a Dios. El pecado bíblico por excelencia es el rechazo al Señor o a su Palabra vivificante (cf. Dt 6,4). No escuchar es la fuente de casi todos los males cuando se refiere a no escuchar la instrucción de Dios ofrecida a la humanidad (la Tora), el consejo de las personas sabias y experimentadas (los Profetas o los Escritos) e incluso a la misma Palabra de Dios encarnada en la humanidad (Jesús; cf. Jn 1,1.14). Por eso Jeremías nos recuerda:

Palabra que el Señor dirigió a Jeremías: «Anda, baja al taller del alfarero, que allí te comunicaré mi palabra». Bajé al taller del alfarero, que en aquel momento estaba trabajando en el torno. Cuando le salía mal una vasija de barro que estaba torneando (como suele ocurrir al alfarero que trabaja con barro), volvía a hacer otra vasija, tal como a él le parecía. Entonces el Señor me dirigió la palabra en estos términos: «¿No puedo yo trataros como este alfarero, casa de Israel? -oráculo del Señor-. Pues ¡o mismo que está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mi mano, casa de Israel. Si en algún momento hablo de arrancar, arrasar y destruir un pueblo o un reino, pero resulta que ese pueblo se arrepiente de su maldad, también yo desistiré del mal que pensaba hacerle. Y, al contrario, si hablo de construir o plantar un pueblo o un reino, pero resulta que ese pueblo hace lo que me parece mal y no me escucha, entonces también yo desistiré de! bien que había pensado hacerle. Así que di a la gente de Judá y a los habitantes de Jerusalén: ‘Esto dice el Señor: Yo soy el alfarero, y estoy dando forma a una desgracia y urdiendo un plan contra vosotros. Que cada cual

La visita de Jeremías al taller del alfarero es una referencia, de nuevo, a la creación. La obra de arcilla, que puede salir bien o mal, no debe hacer olvidar que hay que continuar con la labor con perseverancia abandone su mala conducta y mejore su proceder y sus acciones’. Pero seguramente te dirán: ‘De eso nada. Seguiremos haciendo lo que nos hemos propuesto, actuaremos según nuestro perverso y obstinado corazón'» (Jr 18,1-12).

Ya podemos adivinar que la visita del profeta al taller del alfarero es una referencia, de nuevo, a la creación. La obra de arcilla, que puede salir bien o mal -en el caso de la creación, obviamente, resultó exitosa, cf. Gn 1,4.10.12.18.21.25.31-, no debe hacer olvidar que hay que continuar con la labor con perseverancia. A fin de cuentas, lo importante no siempre es el resultado inmediato, sino la actitud con la que afrontamos la realidad y nuestra capacidad de resiliencia ante la adversidad. Y la metáfora de la alfarería -que nos remite en todo momento a la obra creadora y creativa de Dios- nos proporciona importantes lecciones para sobreponernos y no abandonar una de las actividades constitutivas de la humanidad: el trabajo manual.

LA JUSTICIA SOCIAL COMO FUNDAMENTACIÓN DEL TRABAJO

Ya hemos advertido que en la obra de la creación se reserva un día muy especial para el reposo. Esto es porque la sacralización de las fiestas no es baladí: el hombre bíblico, que conocía bien esto de la explotación laboral -qué decir del pueblo hebreo en Egipto…-, decidió prescribir como elemento fundamental el descanso semanal, e incluso lo fijó en textos inspirados tan importantes como Ex 20 o Dt 5: los conocidos como Diez mandamientos. En efecto, y como nos recordó el poeta, ¡Tebas no la construyeron los faraones!, y es que se empieza con unas horas extras para no quedar mal…, y se termina con jornadas laborales inacabables que solamente alienan al ser humano de su fin auténtico: la felicidad. Y justamente los profetas dan vueltas y más vueltas a la cuestión de la justicia social, que hoy nos parece muy moderna y casi diríamos una obviedad, pero ni es manifiesta ni mucho menos reciente.

Los profetas son importantes, en este sentido, porque nos muestran que más allá de las desigualdades, que han existido, existen y parece que siempre existirán, lo importante es darse cuenta de cómo se las trata. O, mejor dicho, de cómo se trata a las personas empobrecidas y vulnerables, los pobres de la historia. De hecho, incluso una de las parábolas más interesantes de Jesús tiene la peculiaridad de ser la única que recuerda el nombre propio de uno de los protagonistas: Lázaro (cf. Le 16,19-31). Él era el pobre y miserable que murió sin dejar rastro; el rico, en cambio, no tiene nombre. Nótese la ironía del acontecimiento: auténtica inversión de valores sociales a partir de una lectura casi carnavalesca. Lección evangélica de dignidad y justicia social sin parangón. Y los libros proféticos son paradigmáticos en este tipo de denuncias sociales.

Amos lo formula con una sentencia proverbial: «Que fluya como agua el derecho, y la justicia como arroyo perenne» (Am 5,24). La metáfora natural es muy apropiada: no solo cabe denunciar la injusticia que no cesa por parte de los poderosos (cf. Am 5,11), sino que esta denuncia y la consecuente reparación forman parte constitutiva de la naturaleza; es decir, de la creación misma, que emana de la obra de Dios. La denuncia profética es una necesidad palpitante surgida de la ruptura con la armonía natural. El trabajo tiene que ser una parte de la vida de los hombres, pero no puede ser un instrumento de sometimiento: esto sería una perversión de la obra de Dios. Así pues, Amos muestra que la hipocresía de los poderosos es un arma arrojadiza que, al final, tiene un efecto bumerán:

Aborrezco y rechazo vuestras fiestas, no acepto vuestras asambleas. Aunque me presentéis holocaustos y ofrendas, no me complaceré en ellos ni miraré las ofrendas pacíficas con novillos cebados.

Aparta de mí el estrépito de tus canciones; no quiero escuchar la melodía de tus cítaras (Am 5-21-23).

El Señor aborrece esta acto que festeja falsamente a Dios y en consecuencia, se opone a las ofrendas conseguidas con el sudor y lágrimas de los explotados. De hecho, los explotadores de todos tiempos han tratado a los trajadores como fuente de riqueza nunca como un fin en sí mismo. La tradición bíblica nos recuerda constantemente la figura del faraón -que no es alguien: concreto, sino toda figura atemporal. Esa figura es ironizada sumamente por Ezequiel: «Esto dice el Señor Dios: ‘Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto, cocodrilo gigante que yaces en el cauce del Nilo y dices: Mío es el Nilo, soy yo quien lo ha hecho'» (Ez 29,3). Y es que, cuando el ser humano deja de ser tratado con la dignidad que le caracteriza por el hecho de ser imagen de su Creador, se convierte rápidamente en objeto de control y sumisión por los que se atribuyen erróneamente el papel de dominadores del mundo; deja de ser alguien para pasar a ser algo.

Pero Amos no detiene ahí su proceso contra la explotación humana y la injusticia social. Insiste en acusar a los que se aprovechan de los débiles:

En la obra de la creación se reserva un día muy especial para el reposo. Esto es porque la sacralización de las fiestas no es baladí: el hombre bíblico, que conocía bien esto de la explotación laboral, decidió prescribir como elemento fundamental el descanso semanal:

Escuchad esto, los que pisoteáis al pobre y elimináis a los humildes del país, diciendo: «¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el grano, y el sábado para abrir los sacos de cereal -reduciendo el peso y aumentando el precio, y modificando las balanzas con engaño-, para comprar al indigente por plata y al pobre por un par de sandalias, para vender hasta el salvado del grano?» El Señor lo ha jurado por la gloria de Jacob: «No olvidaré jamás ninguna de sus acciones». ¿No va a temblar por esto el país, y no harán duelo todos sus habitantes? Se alzará todo él como el Nilo, como el Nilo de Egipto se agitará y se calmará (Am 8,4-8).

El Señor no olvidará jamás semejantes actos que, al final, son consecuencia de olvidarse de Dios, de alejarse de su Palabra. Conocer bien al Señor implica no acometer tales acciones deshumanizantes y profundamente injustas (cf. Jr 22,16).

El profeta Miqueas también entona una denuncia similar:

Y yo digo: «¡Escuchad, líderes de Jacob, jefes de la casa de Israel. ¿No es cosa vuestra conocer el derecho? Pero odiáis el bien y os gusta el mal. Les arrancáis la piel y hasta raéis los huesos; os coméis al resto de mi pueblo, lo despojáis de su piel, le machacáis los huesos, lo ponéis en trozos en la olla, como carne en caldereta. Cuando ¡lamen y griten, no ¡es escuchará el Señor; entonces se esconderá de ellos, a causa de sus crímenes […) Escuchad esto, líderes de la casa de Jacob, jefes de la casa de Israel, que aborrecéis el derecho. Y pervertís lo justo. Construís Sion con sangre; Jerusalén, a base de crímenes» (Miq 3,1-4.9-10).

Nuevamente, el profeta se hace eco de los trabajos alienadores, forzados, esclavizadores: la construcción mediante sangre y crímenes -aunque sea de templos o edificaciones pías- supone el abuso del ser humano, su reducción a la condición de esclavo, su paso de persona a cosa. De nuevo se refleja el problema, gravísimo, de la quiebra de la dignidad emanada de la creación… Y esta fractura de la dianidad se hace evidente con algunos trabajos que son más alienadoras y pecaminosos aún, como el caso de la prostitución. Pero no porque sea mala por sí misma -¡que lo es!-, sino porque existen condiciones sociales y económicas que hacen que sea viable e incluso necesaria para algunas personas. Ahí radica la crítica feroz del profeta Miqueas: «Todos sus ídolos serán destrozados, todas sus ganancias irán al fuego, aniquilaré todas sus imágenes; pues las ha reunido con ganancias de prostitución, se convertirán en ganancias de prostitución» (Miq 1,7). El problema real estriba en que una sociedad haga posible que sus ciudadanos realicen trabajos denigrantes y perjudiciales.

Isaías no desaprovecha ninguna ocasión para hacer hincapié en estas cuestiones. Sus líderes se alejan del Señor a causa de su actitud de explotación y marginación de los pobres de su sociedad:

Hay opresión entre la gente: cada uno subyuga a su vecino, con arrogancia trata el joven al anciano, y el villano al hombre respetable. Uno querra a su hermano en la casa paterna: «Tienes un manto, sé nuestro jefe, toma el mando de esta ruina» […] Pueblo mío, sus opresores son niños, mujeres ¡o gobiernan, pueblo mío, tus guías te extravían, confunden tus senderos. El Señor toma su sitio para el proceso, se pone en pie para juzgar a ¡os pueblos. El Señor se querella contra los ancianos y gobernantes de su pueblo: «Vosotros habéis devastado ¡a viña, ¡os despojos de ¡os pobres están en vuestras casas. ¿No os importa oprimir a mi pueblo, hacer añicos a los pobres? -oráculo del Señor, Dios del universo-» (Is 3,5-6.12-15).

La opresión de una mayoría social por parte de una minoría privilegiada es un incumplimiento flagrante de la Ley del Señor, del pacto establecido entre Dios e Israel. Por eso Isaías se estremece y proclama que llegará el día en que la justicia se abra camino por medio del Mesías: «Juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al malvado» (Is 11,4). Todo el sentido de la esperanza proclamada por Isaías se encuentra en los capítulos finales del libro (Is 60-66), cuando los opresores serán derrotados y se establecerá el reinado justo de Dios (cf. Is 60,3-12), la nueva creación. En ese momento resplandecerá la justicia social:

El Espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad; para proclamar un año de gracia del Señor, un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a ¡os afligidos, para dar a ¡os afligidos de Sion una diadema en lugar de cenizas, perfume de fiesta en lugar de duelo, un vestido de alabanza en lugar de un espíritu abatido. Los llamarán «robles de justicia» «plantación del Señor, para mostrar su gloria». Reconstruirán sobre ruinas antiguas, pondrán en pie los sitios desolados de antaño, renovarán ciudades devastadas, lugares desolados por generaciones (Is 61,1-4).

¡DIOS QUIERE MISERICORDIA, NO SACRIFICIOS!

Un caso muy interesante lo encontramos en el ejemplo que nos brinda el profeta Oseas. De hecho, este profeta es muy apropiado para ilustrar una manera concreta de entender el trabajo y la relación que establecemos mediante nuestra labor con el Señor. Ya desde la célebre metáfora de la prostitución de Israel al principio de Oseas se nos da a entender que el pueblo de la alianza se ha separado de su partner, rompiendo así las cláusulas originales y abrazando otras causas (cf. Os 1,2).

El pueblo se ha alejado especial-mente de Dios acometiendo actos que, como ya hemos visto, son aborrecidos por él, como es el caso de los sacrificios rituales «de cara a la galería», sin un auténtico corazón agradecido: «Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos» (Os 6,6); así como en Os 8,13: «¡Sacrificios de carne asada! Sacrificaron la carne y se la comieron. El Señor no los acepta. Tiene presente su perversión y castiga sus pecados: deberán retornar a Egipto». También, y ligado con esto, encontramos la cercanía de Israel con los ídolos paganos: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí: sacrificaban a los baales, ofrecían incienso a los ídolos» (Os 11,2); o bien 12,12: «Efraín pastorea el viento, persigue el viento del este todo el día, falsedad y pillaje multiplica. Hasta han hecho una alianza con Asiría y ofrecen aceite a Egipto»; e incluso lo vemos claramente en 13,2: «Y, sin embargo, continúan pecando y se fabrican estatuas fundidas, con su plata hacen ídolos, según su destreza: todo es obra de artesanos. Se les dice: ‘Sacrificadle; hombres besan a becerros'».

Lo expresa a la perfección el profeta Miqueas: «Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad y caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6,8). El hecho de caminar con Dios implica necesariamente, pues, ser justos y amar la bondad. Esta bondad traduce un concepto hebreo fundamental: hésed. Hay que traducirlo como amor inquebrantable, y es la actitud que nunca debemos perder de vista, ya que es la actitud fundamental de Dios mismo, tal como nos lo transmiten varios textos esenciales (cf. Ex 34,6; Jl 2,13). Justamente por eso tenemos que aplicar esta lógica a todos los aspectos sociales y económicos, como las relaciones laborales y de la vida diaria. Cualquier trabajo que huya de estas

Tenemos que aplicar la lógica del hésed a todos los aspectos sociales y económicos, como las relaciones laborales y de la vida diaria. Cualquier trabajo que huya de estas coordenadas rehúye, en realidad, a Dios mismo.

LAS PROFETISAS Y EL TRABAJO

También merecen unas palabras algunas de las profetisas bíblicas. Y es que las mujeres israelitas también se dedicaron, al igual que sus homónimos, a trabajar con el fin de alabar al Señor del universo, y lo hicieron como coadyuvantes necesarios de los varones profetas, es decir, en ningún caso como sometidas o inferiores, sino justamente como soporte fundamental de la labor profética. ¡No hay lo uno sin lo otro!

El caso de Rahab es increíble (cf. Jos 2,8-12). Esta mujer cana-nea auxilió a los espías de Josué en su tarea de conseguir penetrar en la tierra prometida, en Jericó, y deviene creyente del Dios de Israel. Rahab demostró que, inde-pendientemente de cada historia concreta, se halla un sinfín de posibilidades merced a la fe.

Débora, líder indiscutible entre los líderes de Israel, se encuentra también entre las profetisas des-tacadas (cf. Jue 4-5). No solamente es llamada profeta, sino que es juez del pueblo, acumulando así dos cargos que la sitúan entre las más destacadas figuras del antiguo Israel. Aparte de esto, el valor textual de la historia de Débora se debe a que Jue 5, el llamado Cántico de Débora, es uno de los textos más antiguos del Antiguo Testamento (con un lenguaje arcaico que dificulta la traducción). Ahora bien, el valor del mensaje y de la labor de Débora se encuentran en la capacidad de comprender que, si transitamos por el camino del Señor, tenemos todo de nuestra parte. Así lo hizo ella acudiendo en ayuda de los débiles.

Un último ejemplo lo encontramos en Juldá (cf. 2 Re 22,14-20), una profetisa de breve aparición, pero de importante impronta. Tanto es así que el sumo sacerdote de Jerusalén no acudió a sus colegas Jeremías o Sofonías, que andaban profetizando en ese momento por la ciudad, sino a Judá. Y la consultaron ni más ni menos que para interpretar el libro de la Ley que en tiempo de Josías se había encontrado en el Templo; es decir, ¡para ser exegeta oficial de la corte de Jerusalén! Su oráculo resultó decisivo para salvar al pueblo de la destrucción y, por tanto, su trabajo intelectual -se supone que era una erudita- fue de gran ayuda para la nación.

RECAPITULANDO…

El recorrido que acabamos de trazar nos ha permitido ver que nuestras labores, desde las más cotidianas y rutinarias hasta las más elevadas e infrecuentes, forman parte de la creación y, más importante aún, de nuestra esencia misma. El trabajo, en todas sus formas, y siempre y cuando se alinee con la armonía de la creación y no nos aleje de nuestra dignidad constitutiva, es querido por Dios desde el principio. Solamente tenemos que asegurarnos de que no nos alejamos del horizonte de la Palabra, que no perdemos de vista que la vida es un don que hay que festejar con alegría, y siempre re-conociendo la debida gratitud de poder contribuir a la labor fundamental, creativa, que nos fue encomendada en un origen, y que el papa Francisco nos recordó con énfasis: la de cuidadores del jardín.

 

Fuente: Revista Reseña Bíblica nº 124/4 (extracto)