El trabajo esclavo en las minas de carbón vegetal en Brasil

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La nueva esclavitud florece allí donde las viejas normas y las antiguas formas de vida se descomponen

Es el caso de Brasil donde la destrucción de la selva tropical y del interior crea el caos también para las personas que viven y trabajan en esas regiones. Más en concreto, a medida que se destruye el ecosistema natural y se desarraiga a la gente, los trabajadores desplazados, incluso los parados de las ciudades, se hacen vul­nerables a la esclavización. Las personas forzadas a llevar a cabo la destruc­ción de los bosques viven sin electricidad ni agua corriente ni comunicación con el mundo exterior. Están total y absolutamente bajo el control de sus amos. Son esclavos de nuevo cuño, rehenes de la nueva esclavitud: forman parte, también ellos (¡y de qué manera!), del inmenso grupo de los perdedores del nuevo sistema económico globalizado.

Desde que el desarrollo llegó a Mato Grosso, a prin­cipios de los años ochenta, comenzaron a aparecer en los suburbios de Minas Gerais reclutadores de trabajadores con cierta experiencia en la fabricación de carbón vegetal. A estos reclutadores, que son piezas clave en el proceso de escla­vización, se los conoce como gatos, que, en cierta medida, se convierten en los «propietarios» de los esclavos que han reclutado, o mejor dicho, de los trabaja­dores que, tras reclutarlos y transportarlos al interior de la selva, se los esclaviza.

Estos gatos trabajan al servicio de los empreiteiros, que son los intermediarios entre los gatos y las compañías de la madera y del carbón, y que, a su vez, explo­tan a los gatos cuanto pueden procurando sacarles hasta el último céntimo en sus operaciones. Ahora bien, el gato debe pagar a sus trabajadores con su parte de los beneficios, por lo que él los explotará mucho más aún de lo que el empreiteiro le explota a él. Por consiguiente, para hacer un buen negocio el gato esclaviza a los trabajadores que reclutó.

Pero por encima del empreiteiro se en­cuentran las empresas para las que todos ellos trabajan, que son las dueñas de los camiones, de las tierras y las que se llevan la mayor parte del beneficio, y que, dado que los obreros/esclavos contratados y gestionados por los gatos, si apare­cen los inspectores estatales o federales, dicen no saber nada. En efecto, aunque saben perfectamente lo que sucede en sus tierras, los propietarios pueden afirmar que desconocen por completo la cuestión de los abusos y de la esclavitud. Si los inspectores del gobierno central o los activistas pro dere­chos humanos descubren o hacen público el uso de esclavos, las empresas expresan su horror, se deshacen (temporalmente) de los gatos culpables, re­fuerzan la seguridad para evitar nuevas inspecciones, y siguen funcionando como hasta entonces.

Al igual que los empresarios japoneses y tailandeses que invierten en prostíbulos donde trabajan esclavas, los empresarios brasi­leños pueden centrarse en su balance de resultados sin tener por qué enterar­se de cuál es la causa de su excelente margen de beneficios. Este es un ejem­plo perfecto de la nueva esclavitud: anónima, temporal, muy rentable, invisi­ble para la ley, y completamente despiadada.

¿Cómo funciona el sistema de esclavitud en los hornos de carbón vegetal en Brasil?.

Cuando llegan (los gatos) a los suburbios con sus camiones de ganado y anuncian que contratan hombres e incluso familias enteras, los desesperados residentes responden de inmediato. Los gatos van de puerta en puerta o usan altavoces para que la gente salga a la calle. A veces los políticos locales, inclu­so las iglesias locales, les permiten usar edificios públicos y les ayudan a re­clutar trabajadores. Los gatos explican que necesitan trabajadores en las ha­ciendas y bosques del Mato Grosso. Como buenos vendedores, exponen las ventajas de un trabajo regular y en buenas condiciones. Ofrecen transporte hasta el Mato Grosso, buena comida, un sueldo fijo y viajes gratis para visitar a la familia. Para una familia hambrienta, aquello parece el milagro de un nuevo comienzo

Luego la realidad es bien distinta: ciertamente, durante el viaje el gato hace alguna parada en ciertos bares y les dice que coman cuanto quieran, que él lo paga, e incluso antes de salir les ha ofrecido dinero para que lo den a sus fami­lias, como anticipo de lo mucho que ganarán. Pero cuando llegan al campa­mento de trabajo, alejados casi siempre unos cien kilómetros del más próximo lugar habitado, constatan lo cochambroso del mismo, que además está rodea­do de hombres armados, y en ese momento, cuando más asustados comienzan a estar, el gato les advierte, amenazante: «Me debéis mucho dinero: el coste del viaje, y todo lo que comisteis, así como el dinero que os di para vuestras fami­lias: así que ni se os ocurra escapar antes de saldar la deuda que habéis contraí­do conmigo». Esta última es una frase mágica: como luego veremos, y al igual que las niñas tailandesas forzadas a ejercer la prostitución, se sentirán obliga­dos a pagar su deuda, hasta el punto de que este compromiso será más fuerte aún que su deseo de huir. Es más, cuando los trabajadores se embarcan en su ‘viaje’, los gatos les piden dos documentos: su carné de identidad y su ‘cartilla de trabajo’. Estos papeles son imprescindibles en Brasil. El carné de identidad es esencial para cual­quier cuestión que tenga que ver con la policía o el gobierno, y además acre­dita la ciudadanía; la cartilla de trabajo es fundamental para obtener empleo legal… Los gatos dicen que necesitan los documentos para actualizar sus ar­chivos, pero lo normal es que los trabajadores no los vuelvan a ver más. Al quedarse con estos carnés, los gatos dejan indefensos a los trabajadores. Por muy mala que sea su situación, los trabajadores se resisten a marchar sin di­chos documentos.

Como escribía un investigador brasileño,

«desde ese momento el traba­jador ha muerto como ciudadano y ha nacido como esclavo».

Esos campos de carbón brasileños se convierten así en auténticos cam­pos de concentración donde los gatos y sus matones tienen un poder abso­luto y pueden utilizar la violencia a voluntad: lo que quieren son trabajado­res resignados, trabajadores que hagan lo que se les mande. Los gatos y sus jefes no quieren ser propietarios de los esclavos, sino solo explotarlos al máximo. Por eso la duración del internamiento no suele ser muy larga, entre tres meses y dos años, raramente más, lo suficiente para producir grandes beneficios. Además, en esas condiciones tan espantosas, los trabajadores/ esclavos pronto enferman y se debilitan, por lo que a los gatos les sale más rentable sustituirlos por otros (el trabajo en los hornos es tan duro que mu­chos morirán pronto y la mayoría de quienes consigan sobrevivir padecerán antracosis, una neumoconiosis producida por polvo del carbón, además de que también quedan muy debilitados por el trabajo agotador en un ambien­te tan caluroso y con una humedad realmente asfixiante, y como trabajan casi desnudos, las quemaduras son muy frecuentes, principalmente en los brazos, las manos, las piernas y los pies, quemaduras que, al no ser curadas, a menudo se infectan).

Hay que destacar también la impunidad con que actúan estos explotado­res. Es cierto que una parte de lo que ocurre dentro de la selva es desconocido por el gobierno y las instancias estatales, pero también lo es que se prefiere mirar para otro lado y dejar que las cosas sigan funcionando así ,al fin y al cabo la relación entre estas compañías y el gobierno solían ser muy estrechas y en be­neficio mutuo. Porque no olvidemos que la finalidad de la nueva esclavitud, mucho más que la antigua, es el beneficio económico.

La nueva esclavitud es un crimen con millones de víctimas pero muy pocos criminales identificables. Es­tos criminales son en su mayoría ‘respetables’ hombres de negocios. La com­plicada red de contratistas y subcontratistas permite a los inversores locales obtener excelentes beneficios de determinados negocios sin necesidad de saber de dónde procede el dinero. La nueva esclavitud difumina el esclavismo, lo camufla. No es de extrañar que parezca imposible seguir aplicando las leyes en contra de la antigua es­clavitud.

Tal como se concibe hoy en día, el sistema global valora más la propiedad que la vida humana. Cuando un país como China roba la propiedad al capital, pirateando copyrights, películas o tecnología, otros países emprenden accio­nes de inmediato para detener la situación, imponer sanciones y penalizar con aranceles el comercio de la nación ofensora. Cuando lo que se roba son vidas humanas no pasa nada, pues, según la conciencia del libre mercado, esto no constituye un delito.

De hecho, «los gobiernos y las empresas comerciales pueden ser objeto de mayores sanciones internaciones por falsifi­car un CD de Michael Jackson que por emplear mano de obra esclava».

En resumidas cuentas, la esclavitud sigue desgraciadamente bien viva. No es en absoluto cosa del pasa­do. Es más, aunque la esclavitud en el sentido antiguo de propiedad de las per­sonas está en desuso y es muy poco frecuente hoy en día, sin embargo está en alza la nueva esclavitud, que consiste básicamente en una explotación completa y total, sin propiedad y, por tanto, con menos costos. A medida que se expande la globalización, más aumenta esta nueva esclavitud, que, como hemos visto, es mucho peor y más dañina para las personas afectadas de lo que era la vieja esclavitud.