«El trabajo, por tanto, es uno de los más significativos «puentes» que unen la interioridad subjetiva (lo individual de la persona) con la exterioridad social (lo social de la persona).»
Autor: Ricardo Antoncich-José Miguel Muárriz
EL TRABAJO HUMANO
Dentro de una visión cristiana del hombre, el mundo, creado por Dios para servicio de la humanidad, ofrece sus frutos a través de la actividad del ser humano para dominar la naturaleza. A esa actividad llamamos trabajo.
Como actividad que procede de la persona, que brota de la interioridad de su inteligencia y de su libertad, el trabajo es expresión de un «proyecto», manifestación de unos fines y de unos medios y, por tanto, no exento de valores y exigencias éticas. Porque el trabajo es actividad humana, es decir, consciente y querida, o sea, actividad por la cual el hombre sabe lo que pretende al trabajar y quiere hacerlo, por ello el trabajo es susceptible de ser vinculado como fruto del absoluto creado frente al Absoluto creador. En otros términos, en el trabajo se da también el espacio del encuentro con la gracia o del rechazo de ella por el pecado.
El trabajo, por tanto, es uno de los más significativos «puentes» que unen la interioridad subjetiva (lo individual de la persona) con la exterioridad social (lo social de la persona). Por el trabajo, la persona establece una serie de relaciones con el mundo, con los demás y con Dios mismo. Por la importancia que tiene, por tanto, como manifestación de la unidad de la persona en la diversidad de sus relaciones, el trabajo sirve para definir al ser humano, para caracterizar su existencia.
La filosofía griega proponía una definición del hombre a partir del género (animal) y de la diferencia específica (racional). Cuando se define al hombre como «ser que trabaja» (como lo hace Juan Pablo II en la introducción de la Laborem exercens) se explicita en qué consiste dicha racionalidad humana. «El trabajo es una de las características que distinguen al hombre del resto de las criaturas, cuya actividad relacionada con el mantenimiento de la vida no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas; este signo determina su característica interior y constituye en cierto sentido su misma naturaleza».
Si el trabajo es considerado como índice de toda actividad humana, se constituye en algo así como un «nudo» que amarra múltiples relaciones de la persona solidaria y que lo revela como tal.
El trabajo es el medio de ejercer el dominio del hombre sobre la naturaleza. Precisamente en este dominar el mundo se evidencia la semejanza de Dios en el hombre. Todo progreso en la tecnología, en la transformación de la materia prima en productos elaborados, en los servicios que permiten distribuir los bienes producidos, todo ello refleja el dominio de la persona sobre la naturaleza exterior a él y se hace parte del hombre como imagen de Dios, si tal dominio no se hace independiente de o contra la solidaridad. Un dominio que no se orienta a la solidaridad, sino -con frecuencia- a la explotación de los demás, por las ventajas del adelanto tecnológico y las crisis de los balances de intercambio, no revela a la persona solidaria, sino tan sólo a la persona inteligente y libre, pero que usa su inteligencia y libertad para destruir la convivencia solidaria, y por tanto, éticamente, se sitúa contra el proyecto de Dios.
El trabajo es también un índice muy exacto para medir las relaciones del hombre con los demás y para determinar la intensidad y grado de su solidaridad. Así, por ejemplo, los distintos valores dados a la actividad humana muestran la jerarquía social, las remuneraciones de salarios, las posibilidades de acceso a los bienes de consumo o las oportunidades de desarrollo intelectual y social. Por ello, Juan Pablo II ve en la justicia del salario el índice más seguro para medir la justicia de una sociedad en sus instituciones y estructuras. Como índice, revela el valor que se da al trabajo; el aprecio o desprecio que se hace de él. La remuneración del trabajo muestra si se valora sólo los frutos objetivos de la actividad humana o las dimensiones subjetivas de perfección del ser que trabaja. En una palabra, a través del trabajo y de su justa remuneración es posible percibir si el proyecto de Dios sobre la fraternidad humana se está realizando o no. Se puede medir si el trabajo es actividad que favorece la comunión o divide a los hombres.
Finalmente, el trabajo revela también las relaciones que el hombre establece con Dios. La subordinación de la actividad humana a la voluntad divina era expresada en la Biblia, entre otros signos, por el descanso sabático o los años sabáticos y jubilares. El descanso de la actividad humana moderaba el ímpetu de la producción, pero además recordaba las dimensiones sociales del trabajo. Los frutos de los campos de descanso pertenecían a los pobres, a los extranjeros, a las viudas.
Desde una visión cristiana, el trabajo es una de las características que definen al hombre como señor del mundo, hermano de los demás (o esclavo de ellos cuando el trabajo es explotado) y adorador de Dios, sometiéndose a sus designios y ofreciéndole el fruto de sus trabajos en holocausto. La bendición de Dios, como respuesta de agrado ante quien le es fiel, se representaba con la abundancia de los frutos del trabajo y el poder gozar de ellos; en cambio, la maldición de Dios como muestra de desagrado era revelada por la inutilidad del esfuerzo del trabajo o por no poder disponer de sus frutos, porque «otros comerán lo que tú plantaste».
Como «nudo» de relaciones, el trabajo nos abre a la dimensión económica en cuanto producción y distribución de bienes que sirven a la persona humana. Nos abre también a la dimensión política, pues los conflictos históricos entre trabajo y capital han surgido de la tentación de explotar el trabajo y de la conciencia de su valor y exigencia de defenderlo ante la explotación. Junto con estas dimensiones, el trabajo nos abre también el campo de la espiritualidad por la comunión de los esfuerzos con Cristo trabajador y por la intencionalidad de los trabajos que quieren hacer presente el reino.
Privilegiamos el trabajo como eje articulador de muchos problemas, y de este modo asumimos la extraordinaria importancia que le da el papa Juan Pablo II al caracterizar al trabajo como uno de los problemas centrales de la doctrina social. Más aún; de alguna manera podemos decir que la doctrina social apunta a dar la prioridad al trabajo frente al capital, construyendo el tipo de sociedad que haga posible en forma permanente y estable dicha prioridad. Anteponer el trabajo al capital es la definición de la utopía cristiana de la sociedad y, por tanto, la manera sencilla de contradecir todo otro modelo social que anteponga el capital al trabajo.
EL TRABAJO EN «GAUDIUM ET SPES»
Aunque la palabra «actividad» puede parecer más amplia que trabajo -hay actividades deportivas, artísticas, etc.-, sin embargo, el sentido que el concilio da a esta palabra es sinónimo de trabajo. Se refiere a la actividad transformadora del mundo, tanto interno del hombre mismo: «perfeccionar su vida», como el externo: «dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza». Esta actividad revierte en la comunidad de personas, puesto que «la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo» (GS 33).
El trabajo es, pues, la actividad central que «actualiza» todo lo anteriormente expuesto sobre la persona como ser solidario, la hace crecer en su ser y en su solidaridad.
El concilio quiere responder sobre todo a tres interrogantes: sentido y valor de la actividad, uso de lo producido por ella y finalidad del trabajo. El sentido y valor son explicados por la voluntad de Dios.
El trabajo «para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios» (GS 34). El ser imagen de Dios hace que el hombre deba «gobernar el mundo en justicia y santidad» (id) para glorificar a Dios. Todo trabajo, por humilde y pequeño que sea, participa del servicio a la vida, y de este modo se cumplen los designios de Dios en la historia.
Lo producido por el trabajo y el trabajo mismo debe orientarse al hombre como ser solidario. En tanto el trabajo es actividad que perfecciona a quien lo hace, tiene una dimensión inmanente (subjetiva, dirá Juan Pablo II); y en tanto produce objetos, tiene un aspecto transeúnte (objetivo). La perfección que da el trabajo al sujeto de él «es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse» (GS 35). «Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo» (id). Son precisamente los bienes de la justicia y fraternidad, frutos del trabajo, los que el concilio considera «reino de Dios» presente ya en este mundo, cuyo pleno sentido se desvelará en la escatología (cf GS 39).
En la actividad humana se refleja la ambigüedad del sentido que el hombre, desde su interioridad y en la convivencia con otros, da a su vida. Por eso, el concilio aborda el aspecto del pecado en el trabajo. «Las actividades humanas, a causa de la soberbia y del egoísmo, corren diario peligro» GS 37d).
Los dos pecados, soberbia y egoísmo, reflejan ruptura con dos relaciones fundamentales, Dios y los demás. El orgullo y la soberbia nacen de la satisfacción que el hombre siente al ver el propio progreso; el egoísmo, al no compartir ese progreso con los demás o construir el propio progreso a costa de los demás.
La tentación del orgullo es típica de la era de la secularización. El concilio aborda el problema distinguiendo entre una justa autonomía de lo temporal y una autonomía absoluta. La primera, que se mantiene relativa, sabe ordenar el orden autónomo (interno) de la ciencia y de la técnica a una finalidad (externa) que lo trasciende. En cambio, cuando la autonomía de lo temporal es entendida en sentido absoluto, sin referencia ninguna a otros valores, sobre todo éticos y religiosos, lleva al desorden y destrucción del hombre mismo. «Lo que hace que el mundo no sea ya el ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir el propio género humano» (GS 37). Se constituye en «alienación», nos dirá Juan Pablo II (Redemptor hominis 15).
El egoísmo es fruto de la subversión de valores, «pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno» (GS 37a).
Donde existió el pecado, sobreabundó la gracia. Y el evangelio se vuelve «evangelio del trabajo» cuando nos da la buena noticia del sentido escatológico del trabajo humano.
Este anuncio es hecho por Jesucristo, verbo de Dios, que por la encarnación entra en la historia y asume la condición del trabajo. Sin embargo, el trabajo más fundamental que realizó fue el anuncio del ser de Dios como amor, de la caridad como suprema perfección del hombre y, por tanto, de la esencial apertura del ser humano a la solidaridad. Pero la comunión humana exige el dominio de la tierra. Dominio y comunión constituyen vida humana, y responden así plenamente a la imagen de Dios, señor y trinidad.
Un doble aspecto se distingue en el trabajo: la transformación de la tierra y el establecimiento de las relaciones humanas. Los progresos técnicos sólo pueden ofrecer «el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo» (GS 35a). Lo decisivo es el campo de las relaciones humanas. Ambas dimensiones se exigen y se complementan. El espíritu de Dios distribuye sus carismas encaminando el trabajo hacia cada uno de estos aspectos y, sobre todo, llamando a otros a ser testigos de la vocación escatológica del hombre (GS 38a).
Gaudium et spes ofrece uno de los textos más claros sobre la relación entre escatología y trabajo en la historia. Su aporte, por un lado, relativiza el valor del trabajo y, por otro, lo absolutiza.
Se relativiza el trabajo cuando se dice que el progreso temporal no es el reino, aunque se relaciona con él «Hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo …; sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios» (GS 39b).
Se absolutiza, sin embargo, el trabajo, cuando se afirma que los frutos que produce en la solidaridad humana no son exclusivos de la era temporal, sino que se proyectan, permanecen y se perfeccionan en la propia escatología. «Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrados limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal, reino de verdad y de vida, reino de santidad y gracia, reino de justicia, de amor, de paz. El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor se consumará su perfección» (GS 39c).
Mantener el equilibrio entre la relativización y absolutización del trabajo, entre la subordinación del «material» del reino y lo que propiamente lo constituye ya en la historia y por ello permanece, aunque planificado y transformado, hasta la vida eterna, es tarea difícil pero necesaria para dar al trabajo humano su sentido cristiano.
La unidad de la materia y del espíritu, de la tierra, del trabajo del hombre y de la acción de Dios, al mismo tiempo como realidad presente y como causa de vida eterna, en pocos lugares se ve tan clara como en los sacramentos. La materia entra en la economía sobrenatural; la materia corpórea pertenece al signo visible, significando y comunicando la gracia. En los sacramentos, la materia alcanza su densidad y significación más profunda. Las bendiciones de la Iglesia se extienden no sólo a las personas, sino a los instrumentos de su vida: casa, pozo, campo, prado, viña, comida, horno para fundir metales, máquina tipográfica, barcos, ferrocarril, instrumentos para escalar … Todo ello tiene su lugar en el ritual romano[i].
El concilio ve en la eucaristía el sacramento por excelencia: «El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza cultivados por el hombre se convierten en el cuerpo y sangre glorioso con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial» (GS 38b).
El sacramento eucarístico como memorial de pascua, como representación de la entrega de Jesús, de su donación total por la redención de sus hermanos, se vuelve un «nudo» de símbolos, donde el trabajo del hombre y los frutos de la tierra se hacen signo de vida temporal y eterna.
La valoración cristiana del trabajo es presentada en forma clara y completa por la encíclica dedicada a este tema, Laborem exercens. El análisis del pensamiento de Juan Pablo II en esta encíclica nos permitirá articular en forma sistemática las diversas dimensiones del trabajo. Sin embargo, no podemos aislar su doctrina del conjunto de enseñanzas del magisterio que le preceden. Hemos visto apuntar ya en Gaudium et spes algunos de los temas, como el trabajo en su dimensión objetiva y subjetiva, la alienación de la técnica y la referencia última del trabajo hacia la plenitud escatológica.
Otros textos nos ayudan a profundizar el valor del trabajo y los derechos que derivan de él. Nuevamente la GS, en otra sección dedicada a la vida económico-social, habla del trabajo.
«El trabajo humano que se ejerce en la producción y en el comercio, o en los servicios, es muy superior a los restantes elementos de la vida económica, pues estos últimos no tienen otro papel que el de instrumentos».
«Pues el trabajo humano, autónomo o dirigido, procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad. Es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia: por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobre eminente laborando con sus propias manos en Nazaret. De aquí se deriva para todo hombre el deber de trabajar fielmente, así como el derecho al trabajo. Y es deber de la sociedad, por su parte, ayudar, según propias circunstancias, a los ciudadanos para que puedan encontrar la oportunidad de un trabajo suficiente. Por último, la remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común» (GS 67).
Pablo VI retorna y ahonda estas ideas: «El trabajo ha sido querido y bendecido por Dios; el hombre debe cooperar con el Creador en la perfección de la creación … Aplicándose a una materia que se le resiste, el trabajador le imprime su sello, mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de invención. Más aún; viviendo en común, participando de una misma esperanza, de un sufrimiento, de una ambición y de una alegría, el trabajo une las voluntades, aproxima los espíritus y funde los corazones; al realizarlo, los hombres descubren que son hermanos» (PP 27).
La valoración cristiana del trabajo tiene una larga tradición. Ya León XIII señaló en el trabajo dos dimensiones: «personal, en cuanto que la energía que opera es inherente a la persona»; y «necesario, por cuanto el fruto de su trabajo es necesario al hombre para defensa de su vida, defensa a que le obliga la naturaleza misma de las cosas, a la que hay que plegarse por encima de todo» (RN 32).
De esta afirmación deduce León XIII la existencia de una norma de «justicia natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes» (id), en virtud de la cual la remuneración del trabajo no puede ser determinada por criterios positivistas o de mercado, sino por principios superiores de derecho natural.
León XIII intuye en el problema del trabajo, de su valor y de su justa remuneración la clave para entender el problema de la violencia social. Sorprendentemente coloca esta violencia en la violación del salario justo, aun antes de cualquier acción reivindicativa por parte de los trabajadores. «Por tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el medio de un mal mayor, acepta, aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el patrono o el empresario, esto es ciertamente soportar una violencia contra la cual reclama la justicia» (RN 32).
Del trabajo fluyen, por tanto, una serie de derechos que pueden ser violados, a veces «institucionalmente» por la legalidad, pero no por la justicia de una ley. Siendo el medio de subsistencia, el primer derecho fundamental del trabajo es el acceso al trabajo; y después de realizado, los derechos que fluyen como la justa remuneración, la cual lleva en sí misma la capacidad de llegar a la propiedad tanto de los medios de producción como de los de consumo.
EL TRABAJO EN «LABOREM EXERCENS»
Consideramos la encíclica Laborem exercens como el eje particular de la presentación actualizada de la doctrina social de la Iglesia. Por un lado, la encíclica quiere expresamente afirmar la continuidad de la enseñanza social; pero, por el otro, ofrece perspectivas nuevas que permiten el reordenamiento de los temas clásicos con nuevos enfoques y acentos. Estos cambios tienen mucha trascendencia para nuestra concreta realidad latinoamericana.
El eje de la doctrina social, según Laborem exercens, es el hombre solidario y su trabajo. El trabajo «define» al hombre, muestra su ser, su naturaleza como persona abierta al mundo por su inteligencia y libertad, pero en medio de una comunidad de personas; de este modo se revela el ser del hombre como «imagen» de Dios.
Definir al hombre por el trabajo puede parecer una concesión al marxismo. El paralelo con coincidencias y divergencias que se pueden establecer es significativo. «Lo singular aquí es que el tema sobre el trabajo, tratado en su más álgida y actualizada problemática, incide en las tesis fundamentales del marxismo…, quizá lo más original es situarse en el mismo terreno de la argumentación marxista»[ii] . Al decir que el papa expone su tesis en el mismo terreno del marxismo, no pretendemos significar que la encíclica sea una interpretación más del marxismo, ni mucho menos que en los temas expuestos coinciden ambas posiciones confrontadas. Como maestro de una doctrina religioso-social, le da un enfoque específico a esos temas. Así al mostrar la convicción de que el trabajo constituye una dimensión de la existencia del hombre en la tierra, la reconoce basada en el patrimonio de las diversas ciencias dedicadas al estudio del hombre, pero añade: «Esta convicción de la inteligencia adquiere a la vez el carácter de convicción de fe» (LE 4) [iii].
EI trabajo es dominio de la naturaleza, pero realizado «en medio de una comunidad de personas» (Introd. de LE). Dos perspectivas se abren de este hecho único, la económica y la política. Porque el trabajo incide en la transformación de la materia, en su distribución y uso, el trabajo se vuelve parte esencial de todo. proceso económico; pero, asimismo, por generar e~ los trabajadores una solidaridad por la misma causa, el trabajo apunta a una fuerza política. Si nos quedáramos sólo en estas dimensiones, sería difícil ver el aporte de la «convicción de fe» a la «convicción de la inteligencia». Pero el trabajo abre al hombre sobre todo a la relación con Dios, reproduce en la actividad humana el dominio solidario de Dios sobre todas las cosas, por ser Señor y por ser Trinidad. Es el conjunto -y la mutua relación entre ellas- de las tres perspectivas lo que hace_ del trabajo el eje de la cuestión social y, por tanto, de la enseñanza social de la Iglesia.
DIMENSIONES ECONÓMICAS DEL TRABAJO
El ser solidario del hombre que trabaja se abre al mundo de los. objetos, sea como instrumentos de su trabajo, sea como materia a prima, sea como producto elaborado, sea, finalmente, como consumo o uso instrumental de. ese producto ya realizado Este conjunto de relaciones se vincula en forma más directa con la economía, atenta a considerar la riqueza y utilidad de los bienes y la necesidad del trabajo para extraerlos, transformarlos, distribuirlos.
Sin embargo, tal relación de trabajo objetivo no agota el sentido -ni siquiera económico- del trabajo, porque existe e el trabajo subjetivo como actividad humana. “El hombre es el autor, el centro y el finde toda la vida económica-social”, había dicho GS 63a.
Por la dimensión objetiva del trabajo se expresa el dominio sobre el objeto. Ese dominio se manifestó, en mayor proximidad al sujeto, por los instrumentos que usa; y, más lejanamente, por los objetos que transforma. Ambas categorías de objetos le son <<dadas>> al trabajador; una, la del mundo que debe transformar, por el Creador; otra la de los instrumentos transformadores, por el patrimonio científico y técnico de toda la humanidad.
Ni la diversidad de técnicas -con toda la evolución cultural y de la civilización que suponen- ni la diversidad de trabajos mismos -manuales o intelectuales- modifican el hecho sustancial de que el sujeto de esas acciones es el hombre y que la dignidad del trabajo se deriva de su condición de sujeto y no de la técnica más sofisticada o de la mayor «nobleza» de una actividad sobre otra.
La técnica puede constituirse en «aliada» -y en ocasiones en «adversaria», puntualiza el Papa- pero no sustituye al hombre como sujeto. Y el aprecio’ de ciertos trabajos o el desprecio de otros niega el valor único que proviene para el trabajo del sujeto que lo hace. En tanto que es dominio sobre objetos, podrán valorarse sus efectos de modo muy diverso; pero en tanto que es dominio de la persona humana, su valor es siempre el mismo y se mide<<con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo>>.
Coherentemente con esta visión, debe tenderse a superar las categorías sociales basadas en la distinción objetiva de los trabajos. «En esta concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen» (LE 6f). La «convicción de fe» en este punto es concluyente, porque conocemos el misterio de aquel «que siendo Dios se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente «evangelio del trabajo», que manifiesta cómo el fundamento para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona» (LE 6e). El mundo de las cosas producidas por el trabajo sea el de la técnica o el de los recursos antes de su transformación, sea, finalmente, el de los objetos producidos, puede amenazar al hombre mismo como sujeto del trabajo.
En efecto; la técnica, cuando se desarrolla unilateralmente, se constituye en amenaza para el hombre; constituye una verdadera «alienación» por cuanto, habiendo sido creada por el hombre y dependiendo de él, se vuelve contra él y le hace dependiente. «Es un hecho, por otra parte, que a veces la técnica puede transformarse de aliada en adversaria del hombre, como cuando la mecanización del trabajo «suplanta» al hombre, quitándole toda satisfacción personal y el estímulo a la creatividad y responsabilidad; cuando quita el puesto de trabajo a muchos trabajadores antes ocupados, o cuando mediante la exaltación de la máquina reduce al hombre a ser su esclavo» (LE 5d).
También el conjunto de recursos naturales queda subvertido cuando no es tratado con respeto como un don del Creador. El agotamiento de las materias primas es un triste ejemplo de la depredación que el ansia de consumismo irresponsable provoca sobre la naturaleza.
Técnica y recursos naturales corren el peligro de volverse Contra el hombre. Son solamente un conjunto de «cosas», y «no podemos afirmar que ello constituya casi el «sujeto» anónimo que hace dependiente al hombre y su trabajo» (LE 13b).
Donde la dimensión de lo económico puede desorbitarse y volverse «economicismo» es, sobre todo, en el producto del trabajo sometido al mercado. Pierre Bigó destaca las semejanzas del pensamiento de Juan Pablo 11 con Marx: «No es mera coincidencia si Juan Pablo II, el primer papa obrero de la historia obrero en el sentido moderno de la palabra, trabajador manual asalariado en canteras de piedra, el primer papa, además, que provenga de un país socialista, que, por tanto, parte de una cosmovisión distinta de la nuestra, haya elegido el tema del trabajo para su primera encíclica Social, Laborem exercens, muy consciente de aportar algo nuevo a la enseñanza de sus predecesores. No hay que sorprenderse si, en su encíclica, encontramos un eco del análisis marxista, y precisamente en los dos puntos que son los pilares de la construcción de El Capital”[iv]
Bigó considera la semejanza en estos dos puntos: «Igual que Marx, Juan Pablo II considera el mercado no como una sociedad de mercancías, que se intercambian entre sí, indiferentes a las necesidades de los hombres, sino como una sociedad «sujetos», para utilizar su vocabulario (LE 5 y 6). Crítica lo que llama el «economismo» (n 8), que pone al hombre de rodillas, como en una especie de «fetichismo» según la expresión de Marx (El Capital, cp. 1,4), que Puebla asume (n 543) …»
«Como Marx, el papa considera que la antinomia ya secular entre el capital y el trabajo proviene de que el trabajo se considera como una «mercancía sui generis» (n 7), como una anónima fuerza necesaria para la producción». «El trabajo se entendía y se trataba como una especie de mercancía que el trabajador, especialmente el obrero de la industria vende al empresario». «El hombre es considerado como un instrumento de trabajo»».
«Como se ve, el enfoque científico de Marx y el enfoque teológico del papa coinciden en puntos esenciales. Divergen, sin embargo, en puntos no menos esenciales».[v]
El mercado puede producir distorsiones notables, que inciden en el menosprecio del trabajo. Esto se verifica sobre todo en el mercado internacional de productos, que va en detrimento de los países pobres del tercer mundo. Pablo VI había percibido la naturaleza de este fenómeno: «Es evidente que la regla del libre cambio no puede seguir rigiendo ella sola las relaciones internacionales. Sus ventajas son, sin duda, evidentes cuando las partes no se encuentran en condiciones demasiado desiguales de potencia económica; es un estímulo del progreso y recompensa del esfuerzo. Por eso los países industrialmente desarrollados ven en ella una ley de justicia. Pero ya no es lo mismo cuando las condiciones son demasiado desiguales de país a país; los precios que se forman «libremente» en el mercado pueden llevar consigo resultados no equitativos. Es, por consiguiente, el principio fundamental del liberalismo, como regla de los intercambios comerciales, el que está aquí en litigio» (PP 58). «Una economía de intercambio no puede seguir descansando sobre la sola ley de libre concurrencia, que engendra también demasiado a menudo una dictadura económica» (PP 59).
Si el mercado puede rebasar la utilidad que presta a la economía y convertirse en mecanismo de dictadura económica, todavía es mayor su peligro cuando se trata de «mercado de trabajo», porque lo que está en juego es el hombre como trabajador, sometido a la categoría de una mercancía. Esto atenta fundamentalmente contra la dignidad del trabajo.
Juan Pablo II señala una oposición diametral entre el «evangelio del trabajo» como novedad cristiana, que considera el valor por el sujeto que trabaja, y el <<economicismo» que, invirtiendo la relación, considera l trabajo por l valor de los objetos producidos.
El considerar el trabajo mismo como una mercancía, o simplemente como una fuerza necesaria para la producción. (cf. LE 7b), es un peligro permanente más allá de las formulaciones explícitas que se hagan de este hecho. «Una ocasión sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímulo para este modo de pensar y valorar, está constituido por el acelerado proceso de desarrollo de la civilización unilateralmente materialista, en la que se da importancia primordial a la dimensión objetiva del trabajo, mientras la subjetiva -todo lo que se refiere indirecta o directamente al mismo sujeto del trabajo- permanece en nivel secundario … Precisamente, tal inversión de orden, prescindiendo del programa y de la denominación según la cual se realiza, merecería el nombre de «capitalismo» en el sentido indicado más adelante con mayor amplitud … El error del capitalismo primitivo puede repartirse dondequiera que el hombre sea tratado de alguna manera, a la par de todo el complejo de los medios materiales de producción, como un instrumento y no según la verdadera dignidad del trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por consiguiente, verdadero fin del proceso productivo» (LE 7c).
Si lo subjetivo del trabajo está amenazado por el economicismo, su defensa adquiere una dimensión ética-social. La opción por el trabajo en su subjetividad, es decir, la solidaridad de y con los hombres del trabajo se impone no como una opción por un grupo frente a la universalidad del amor a todos, sino como una defensa del hombre amenazado por la prioridad de las cosas sobre él.
La subjetividad del trabajo no termina en el sujeto individual que lo realiza, sino que se proyecta a todo el conjunto de personas con las cuales se relaciona, en primer lugar, con la familia, la cual debe ser el lugar propio para aprender la virtud de la «laboriosidad», es decir, del trabajo digno que ennoblece al hombre. Fácil es de percibir que salarios injustos y bajos no son elemento educativo para los hijos a fin de valorar el trabajo de sus padres. Las funciones educativas de la familia están, pues, en relación con estructuras más globales; y por ello la solidaridad con el trabajo y de los hombres del trabajo deviene fuerza social y política.
La solidaridad, aunque engendra una fuerza política, es sin embargo, mucho más que una mera fuerza política. Por eso, en primer lugar, queremos destacar su valor ético.
La inversión de valores producida por el economicismo lleva a «ciertas irregularidades, que, por motivos ético-sociales, pueden ser peligrosas» (8a).
La anomalía de gran alcance, de explotación del trabajo por el capital, dio origen a la cuestión proletaria … El papa no considera esta cuestión como un problema de «clase», sino como un problema ético. «Tal cuestión –con los problemas anexos a ella- ha dado origen a una justa reacción social ha hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de solidaridad’ entre los hombres del trabajo, y ante todo, entre los trabajadores de la industria. La llamada a la solidaridad y a la acción común lanzada a los hombres del trabajo -sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono, despersonalizado- en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a dominar sobre el hombre- tenía un importante valor y su elocuencia desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo y contra la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias, de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador. Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran solidaridad» (LE 8b).
Nuevamente subraya el papa la óptica de la moral social reconociendo que fue justificada la reacción «contra el sistema de industria y de daño, que pedía venganza al cielo…>> «Esta situación, estaba favorecida por el sistema socio-político liberal, que, según sus premisas de economicismo reforzaba y aseguraba la iniciativa económica de los solos poseedores del capital, y, no se preocupaba suficientemente de los derechos de los hombres del trabajo, afirmando que el trabajo humano es solamente instrumento de producción, y que el capital es el fundamento, del factor eficiente y el fin de la producción» (LE 8c).
La justicia social no puede realizarse sin la solidaridad. Y porque esta solidaridad, antes de ser una fuerza social, es una exigencia ética, por eso «la Iglesia está vivamente comprometida en esa causa, porque la considera como su misión su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo para poder ser verdaderamente la Iglesia de los pobres» (LE 8f).
Pocas palabras tan claras para justificar por qué una parentación de la doctrina social de la Iglesia tiene que centrarse en el trabajo y en la óptica de los pobres, en solidaridad con sus esfuerzos y su lucha.
DIMENSIONES POLÍTICAS DEL TRABAJO
Si el trabajo, por su dimensión subjetiva, llega a tocar la gran sociedad, la nación, es porque ésta es «una gran encarnación histórica y social del trabajo de todas las generaciones Todo esto hace que el hombre concilie su más profunda Identidad humana con la pertenencia a la nación y entienda también su trabajo como incremento del bien común elaborado Juntamente con sus compatriotas, dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve para multiplicar el patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres que viven en el mundo» (LE 10c).
Cuando hablamos, pues, de las dimensiones políticas del trabajo nos referimos a la organización social y política, que es fruto ciertamente del trabajo «político»; pero, además, debe orientarse a proteger la subjetividad del trabajo y garantizar sus derechos. Particularmente tocamos aquí dos derechos relacionados con el trabajo: el derecho al trabajo y a la justa remuneración del trabajo. Muy ligados a estos dos está el derecho de propiedad, que merece capítulo aparte.
DERECHO AL TRABAJO
No es la primera vez que el magisterio social aborda este tema. Ya León XIII al describir al trabajo como «necesario» justifica implícitamente un derecho al trabajo (RN 32). Pero es Pío XII, en La Solennità, quien formula explícitamente esta exigencia: «Al deber personal del trabajo, impuesto por la naturaleza, corresponde y sigue el derecho natural de cada individuo a hacer del trabajo el medio para proveer a la vida propia y de los hijos» (LS 19). Ahora bien, ¿quién garantiza este derecho? A esta pregunta responde Pío XII: « … el deber y el derecho de organizar el trabajo del pueblo pertenece ante todo a los inmediatos interesados: patronos y obreros. Si éstos no cumplen con su deber o no puede hacerlo por circunstancias especiales y extraordinarias, es deber del Estado intervenir en el campo del trabajo y en su distribución y división, según la forma y medida que requiere el bien común debidamente entendido» (LS 20).
Si el derecho al trabajo es un derecho natural (cf. PT 16) que exige ser atendido (cf. OA 14), ¿pueden los responsables señalados por Pío XII garantizar el derecho al trabajo? ¿No surgen quizá situaciones nuevas, que obligan a intervenir al Estado de modo mucho más estable y no sólo por «circunstancias especiales y extraordinarias»? A tales situaciones parece referirse Pablo VI: «Con el crecimiento demográfico, más marcado en las naciones jóvenes, el número de aquellos que no llegan a encontrar trabajo y se ven reducidos a la miseria o al parasitismo irá aumentando en los próximos años, a no ser que un estremecimiento de la conciencia humana provoque un movimiento general de solidaridad por una política eficaz de inversiones, de organización de la producción y de los mercados, así como de la formación adecuada» (OA 18). La temática del desempleo es angustiosa. Puebla advierte la situación de desempleados y subempleados, despedidos por las duras exigencias de crisis y modelos económicos que someten al trabajador a fríos cálculos económicos (DP 37), con secuelas de inestabilidad familiar, migraciones, etc. (576). El derecho al trabajo exige una consideración internacional y global, y deja de ser un problema aislado y local.
El problema del derecho al trabajo es planteado en Laborem exercens con acentos nuevos. En primer lugar, la distinción entre empresario directo e indirecto permite continuar la línea marcada por Pío XII, que ponía la solución al problema del empleo en los más directamente interesados en el proceso productivo (empresario, trabajador); pero, al mismo tiempo, superarla, puesto que la función del empresario indirecto no aparece como excepcional en ciertas circunstancias, sino como permanente y concomitante a los acuerdos entre empresarios directos y trabajadores.
«La distinción entre empresario directo e indirecto parece ser muy importante en consideración de la organización real del trabajo y de la posibilidad de instaurar relaciones justas e injustas en el sector del trabajo. Si el empresario directo es la persona o la institución con la que el trabajador estipula directamente el contrato de trabajo según determinadas condiciones, como empresario indirecto se deben entender muchos factores diferenciados, además del empresario directo, que ejercen un determinado influjo sobre el modo en que se da forma bien sea al contrato de trabajo, bien sea, en consecuencia, a las relaciones más o menos justas en el sector del trabajo humano» (LE 16d,e).
El empresario indirecto es un término bastante amplio, que abarca elementos muy heterogéneos: personas, instituciones, contratos colectivos de trabajo, principios de comportamiento establecidos por la persona e instituciones que determinan todo el sistema económico o se derivan de él. Aunque «indirecta», se trata, sin embargo, de verdadera responsabilidad, condicionando el espacio del propio empresario directo y del trabajador en sus relaciones recíprocas.
Para una perspectiva latinoamericana, la aplicación que hace Juan Pablo II del concepto de empresario indirecto al Estado tiene gran significación. Las relaciones entre Estados a nivel internacional «puede convertirse fácilmente en ocasión para diversas formas de explotación o de injusticia, y de este modo influir en la política laboral de los Estados y, en última instancia, sobre el trabajador, que es el sujeto propio del trabajo» (LE 17c). El Papa explícitamente desciende al deterioro de los términos de intercambio, que en el pensamiento económico y político de América Latina ha jugado tanto papel: los países industrializados «ponen precios lo más alto posibles para sus productos, mientras procuran establecer precios lo más bajo posibles para las materias primas o a medio elaborar…; la distancia entre la mayor parte de los países ricos y los países más pobres no disminuye ni se nivela, sino que aumenta cada vez más, obviamente en perjuicio de estos últimos. Es claro que esto no puede menos de influir sobre la política local y laboral, y sobre la situación del hombre del trabajo en las sociedades económicamente menos avanzadas» (LE 17 c).
Podríamos mencionar otros ejemplos que el Papa no considera, como la propia Iglesia con su doctrina social, que influye también en el modo de enfocar el problema; los inversionistas con sus expectativas justificadas o injustificadas, que condicionan notablemente el espacio de acción para el empresario directo, etc.
La solución del problema del empleo no se dará en forma adecuada sin una planificación global. Se puede aplicar al problema específico del empleo lo que Pablo VI decía de la planificación del desarrollo: «La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. No hay que arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los ricos y la potencia de los fuertes confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndola a la servidumbre de los oprimidos» (PP 33). La planificación desde los poderes públicos, sin embargo, debe asociar las iniciativas privadas y los cuerpos Intermedios. «Evitarán así el riesgo de una colectivización integral Integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluirá el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana» (PP 33).
Exactamente la misma observación hace suya el papa Juan Pablo II: insistiendo en la necesidad de la planificación global, que debe se hecha sobre todo por el Estado, pide que se evite «una centralización llevada a cabo unilateral mente por los poderes. públicos. Se trata, en cambio, de una coordinación justa y racional, en cuyo marco debe ser garantizada la iniciativa de las personas, de los grupos libres, de los centros y complejos locales de trabajo, teniendo en cuenta lo que se ha dicho anteriormente acerca del carácter subjetivo del trabajo humano» (LE 18b).
La colaboración internacional se impone también para garantizar el empleo a todos, para establecer las justas proporciones entre los diversos tipos de empleo y los adecuados sistemas de instrucción y educación.
La solidaridad humana, exigencia en cada ser personal de llegar a su plenitud, va revelando exigencias cada vez mayores, niveles de participación cada vez más amplios. Pedir la solución del problema del empleo a la humanidad entera y a sus responsables no tiene sentido si el hombre no es un ser solidario, y si el trabajo no tiene una dignidad que le viene de la subjetividad humana. Desde estas premisas tiene sentido establecer estas exigencias de solución.
DERECHO AL JUSTO SALARIO
El salario es el medio de vida para el trabajador. Defender el derecho al salario es defender su derecho a vivir dignamente como persona. El primer argumento ofrecido por la Rerum novarum para defender la propiedad privada de los medios de producción es que tal derecho se vincula al salario justo del trabajador.
Podemos distinguir, pues, dos clases de bienes a Ios que se accede por el salario: los bienes de consumo necesarios para la vida personal y familiar y los bienes de producción. El argumento de León XIII abarcaría los dos derechos, como lo analizaremos más adelante. Por ahora nos limitamos a la relación del salario con los bienes de consumo necesarios para la vida.
León XIII advierte que la «opinión de que el salario es poco» (RN 29) origina desórdenes, y sugiere prevenir esos males anticipándose con las leyes que desde la justicia (y no desde la simple legalidad del derecho positivo, como sucede con tanta frecuencia) fijen el salario en su monto equitativo.
La determinación del salario justo es delicado problema de política económica. Los documentos eclesiales se limitan a describir en términos genéricos el nivel de vida al que salario debe ser acceso. Juan XXIII, por ejemplo, lo formula de la siguiente manera: «Ha de retribuirse al trabajador con un salario establecido conforme a las normas de la justicia y que, por lo tanto, según las posibilidades de la empresa, le permita tanto a él como a su familia mantener un género de vida adecuado a la dignidad del hombre» (PT 20). Igual descripción encontramos en Pablo VI, OA 14, y en GS 67.
Sin embargo, ya Pío XI había tratado de marcar criterios más prácticos:
- «Ante todo, al trabajador hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia» (QA 71). Si esto no se está logrando, «la justicia social postula que se introduzcan lo más rápidamente posible las reformas necesarias para que se fije a todo ciudadano adulto un salario de este tipo» (id).
- «Para fijar la cuantía del salario deben tenerse en cuenta también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no podría soportar» (QA 72). El Papa señala que, si la empresa por las exigencias del mercado debe vender los productos a un precio no remunerativo, manifestaría una situación global que «priva de su justo salario a los obreros, que, obligados por la necesidad, se ven compelidos a aceptar otro salario menor que el justo» (id).
- «Finalmente, la cuantía del salario debe acomodarse al bien público …, que se dé oportunidad de trabajar a quienes pueden y quieren hacerlo. Y esto depende no poco de la determinación del salario, el cual, lo mismo que cuando se lo mantiene dentro de sus justos límites puede ayudar, puede, por el contrario, cuando los rebasa, constituir un tropiezo» (QA 74). Por eso la justicia «pide que, en unión de mentes y voluntades, y en la medida en que fuera posible, puedan percibir una remuneración suficiente para el sostenimiento de su vida» (id).
Estos criterios son retomados y ampliados por Juan XXIII en Mater et magistra 71. Una precisión importante aporta el número 75 de MM: «Hoy en muchos Estados las estructuras económicas nacionales permiten realizar no pocas veces en las empresas de grandes o medianas proporciones rápidos e ingentes aumentos productivos a través del autofinanciamiento, que renueva y completa su equipo industrial. Cuando esto o él juzgamos que puede establecerse que las empresas reconozcan por la misma razón a sus trabajadores un título de crédito, especialmente si se les paga una remuneración que no exceda la cifra del salario mínimo vital» (MM 75).
En todos estos criterios, para no caer en un «positivismo económico», es decir, en una posición que considere justos los precios determinados simplemente por el juego del mercado, es importante recalcar el valor prioritario del primer criterio: la justicia ante el trabajador. No sería lícito decir que el bien de la empresa o de la economía nacional no permite cumplir con la justicia, con el trabajador; se estaría edificando en este caso una empresa y economía nacional sobre la base de una violenta agresión al trabajador. Si el funcionamiento concreto de la empresa y de la economía nacional no permite el salario justo del trabajador, son aquéllas las que deben cambiarse, y no éste el que debe sufrir represión por reclamar sus justos derechos.
Por ello, Juan XXIII insiste: «Así como no es lícito abandonar completamente la determinación del salario a la libre competencia del mercado, así tampoco es lícito que su fijación quede al arbitrio de los poderosos, sino que en esta materia deben guardarse a toda costa las normas de la justicia y de la equidad» (MM 71).
El problema del salario cobra una importancia central, como es evidente, en la Laborem exercens. Más aún; en una concisa frase, Juan Pablo II afirma: «El problema clave de la ética social es el de la justa remuneración por el trabajo realizado» (LE 19a).
La perspectiva de esta afirmación es ética. «Se trata de poner en evidencia el aspecto deontológico y moral» (LE 19a). En efecto, el salario es expresión real del aprecio que se hace del trabajo en cuanto actividad del hombre. Se pueden tener otras perspectivas para la remuneración, v. gr., «según el tipo de trabajo» (manual, intelectual, cf LE 6f), o según «un valor objetivo más o menos grande» (id); pero el valor «se mide con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza» (id).
El aprecio real puede expresarse por la moneda, por la remuneración económica, teniendo en cuenta su valor adquisitivo en una sociedad concreta. Pero el aprecio real se debe evidenciar sobre todo en las estructuras jurídicas, en el salario legal, en los servicios y prestaciones sociales en caso de enfermedad, desempleo, etc.; en la protección de categorías particulares de personas (la mujer, LE 19; el campesino, LE 21; los minusválidos, LE 22; los emigrantes, LE 23).
El salario se vuelve el símbolo monetario y jurídico de la justicia social. «Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socioeconómico y, en todo caso, su justo funcionamiento merece, en definitiva, ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema … De aquí que precisamente el salario justo se convierta en todo caso en la verificación concreta de la justicia, de todo el sistema socioeconómico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es ésta la única verificación, pero es particularmente Importante, y es en cierto sentido la verificación clave» (LE 19b).
¿Por qué merece tanta importancia el salario? Porque es «una vía concreta a través de la cual la gran mayoría de los hombres pueden acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto a los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción» (id). El acceso a los bienes de uso común ha sido definido en el número anterior como derecho fundamental, que exige no sólo pagar un salario al que trabaja, sino dar subsistencia a los trabajadores desocupados y sus familias, porque «es una obligación que brota del principio fundamental del orden moral en este campo, esto es, del principio del uso común de los bienes, o, para hablar de manera más sencilla, del derecho a la vida y a la subsistencia». El salario justo es reclamado sencillamente por el «derecho a la vida», que nace de Dios y quien «ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos» (GS 69); por ello, «sean las que sean las formas de propiedad …, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes» (id).
La importancia política del trabajo, sobre todo al generar los derechos mencionados, de empleo y de salario se concreta en forma visible y organizada en los sindicatos para «la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y medios de producción .(LE 20b). «La experiencia histórica enseña que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la Vida social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas»
Como será ampliado posteriormente, al tratar del conflicto social entre trabajo y capital, el sindicato tiene un objetivo ético la defensa del valor del trabajo. Por ello es una fuerza Social y política que incide en el juego de otras fuerzas sociales para buscar el bien común. Juan Pablo II distingue dos niveles de políticas: «En este sentido, la actividad de los sindicatos entra indudablemente en el campo de la «política» entendida ésta como una prudente solicitud por el bien común. Pero, al mismo tiempo, el cometido de los sindicatos no es «hacer política», en el sentido que se da hoy comúnmente a esta expresión Los sindicatos no tienen carácter de «partidos políticos», que luchan por el poder, y no deberían ni siquiera ser sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos. En efecto, en tal situación, ellos pierden fácilmente el contacto con lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera y se convierten, en cambio, en un instrumento para otras finalidades» (LE 20e).
La perspectiva ética de la defensa del valor del trabajo, como expresión del ser humano, da a los sindicatos un sentido moral que trasciende los intereses de «clase», y sobre todo de «egoísmos de clase». Los sindicatos «son un exponente de la lucha por la justicia social… como dedicación normal «en favor» del justo bien …, pero no es una lucha «contra» los demás. Si en cuestiones controvertidas asume también un carácter de oposición a los demás, esto sucede en consideración del bien o de la justicia social y no por la «lucha» o por eliminar al adversario» (LE 20c).
La división social, el antagonismo y la destrucción del adversario son contrarios no sólo al ser solidario del hombre, sino a su expresión por el trabajo. «El trabajo tiene como característica propia que, antes que nada, une a los hombres, y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad» (id).
DIMENSIONES ESPIRITUALES DEL TRABAJO
Constituye una novedad en el magisterio social introducir este tema en el contexto de un discurso de «doctrina» sobre la sociedad, aun cuando esta doctrina sea moral o religiosa. La perspectiva que se abre por este hecho es interesante. La doctrina sola, sin una espiritualidad y una vida concreta, no serán solución suficiente. Más aún; se puede quedar en el nivel de las abstracciones académicas. Lo importante del mensaje sobre el trabajo -sin negar el aporte del magisterio- está en el testimonio vivo de los cristianos que viven su trabajo con una espiritualidad.
Sin entrar en la discusión de lo que es espiritualidad, el papa apunta una breve idea: el trabajo es acto de la persona total de su cuerpo y de su espíritu; corresponde a una intencionalidad y a un proyecto ordenado a su vida. Dios tiene también un espíritu, que se revela en la palabra del Dios vivo; tiene también un proyecto, que es igualmente proyecto de Vida.
La espiritualidad del trabajo consiste, pues, en la comunión de «espíritus», el del hombre y de Dios; en la comunión de sus «proyectos» y en la comunión de sus «vidas». Porque el trabajo expresa la vida, busca la vida, desarrolla la vida, por eso es dominio de la tierra y dominio solidario de los hombres. La imagen de Dios, Señor de todas las cosas, se hace presente en el dominio sobre las cosas creadas; la imagen del Dios, que es comunión de personas divinas, se hace presente en ese dominio de la comunidad humana solidaria. El dominio «sobre» puede expresarse por lo técnico; el dominio «de» la persona solidaria constituye su dimensión ética (el de, en este caso, representa el sujeto del dominio, y no su objeto).
El evangelio es la buena noticia de la vida. Referido al trabajo, esta buena noticia comenzó ya con la creación. El hombre entra en comunión con Dios por la gozosa actividad que completa la creación, en la que Dios vio que todo era bueno.
Pero. el mal se atraviesa en este proyecto de vida y de gozo y pervierte el sentido del trabajo; lo vuelve motivo de orgullo y de rebelión del hombre secular contra Dios, lo vuelve egoísmo y explotación de los otros. El evangelio del trabajo debe damos la buena noticia de que los males del orgullo y del egoísmo son también vencidos y que el trabajo vuelve a glorificar a Dios.
Jesucristo trae la plenitud del evangelio del trabajo. Lo trae, en primer lugar, porque lo cumple silenciosamente con su trabajo manual (experiencia cristiana que debería haber desatado todo un cambio de. mentalidad para superar los viejos conceptos de la antigüedad: trabajo de músculos y manos, indigno de hombres libres, trabajo de esclavos (cf LE 6e). Lo anuncia sobre todo usando el trabajo humano como símbolo y como parábola del actuar de Dios en la historia humana, y sobre todo vive como trabajo ese mismo anuncio.
La práctica de Jesús nos enseña que el trabajo no sólo tiene que vencer las «resistencias» del mundo físico: «Aplicándose a una materia que se le resiste, el trabajador le imprime un sello, mientras que él adquiere tenacidad, ingenio y espíritu de invención» (PP 27). Hay también «resistencias» en la persona individual y colectiva que hay que vencer; yeso constituye también trabajo. Implantar el reino en el corazón de sus discípulos, conducirles hacia la conversión, mantener con cuidado su fe amenazada por peligros, todo ello también implica «tenacidad, ingenio y espíritu de invención».
Pablo recoge el espíritu de Jesús en sus exhortaciones al trabajo; es medio de vida, condición del ejercicio de la caridad del compartir, camino de profunda identificación con Dios mismo.
Juan Pablo II acude con insistencia a Gaudium et spes para completar la espiritualidad del trabajo. Allí encuentra el sentido y valor, tanto de la actividad en sí misma como de sus frutos, así como la relación entre progreso y reino, y la continuidad y permanencia de los frutos de justicia, fraternidad, amor y paz.
En el trabajo se realiza aquella parte del evangelio que tiene trascendencia redentora y salvífica: el misterio pascual. El trabajo es sudor y fatiga por dominar el mundo físico, pero también es todo eso como consecuencia de la «condición actual de la humanidad» (LE 27c). El mundo social de los sujetos, y no sólo el mundo físico de los objetos es el que echa la cruz «sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia»; pero Cristo resucitado da sentido y esperanza, purificando y ennobleciendo «aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (LE 27c, d).
Desde una visión religiosa, trascendente, exigente como espiritualidad, Juan Pablo II ha podido humanizar las relaciones económicas y políticas del trabajo. Su pensamiento, por la íntima unidad de estos tres aspectos, no puede ser identificado con los de reformadores sociales o estudiosos de la ciencia económica. Los trasciende con el aporte de la fe.
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[i] C. V. TRUHLAR, SJ, Labor christianus?, en «Razón y Fe» (Madrid 1963)
[ii] J VÉLEZ CORREA, SI, «Laborem exercens» una confrontación con el marxismo, en «Medellín» 29 (1982) 33-58, 33.
[iii] lb, 33
[iv] PIERRE BIGÓ, La doctrina social de la Iglesia en América Latina, en «CIAS», Buenos Aires, 328 (1983) 5-14; 5.
[v] Ib,5

