Pablo VI hizo un llamamiento a la responsabilidad personal y colectiva de los cristianos en la vida social, en términos apremiantes: «Hoy más que nunca la Palabra de Dios no podrá ser proclamada ni escuchada si no va acompañada del testimonio de la potencia del Espíritu Santo, operante en la acción de los cristianos al servicio de sus hermanos, en los puntos donde se juegan su existencia y su porvenir.
Hay que dejar planteado claramente que existe también una moral social específicamente cristiana que debe proyectarse sobre la vida colectiva y sobre la vida pública de la sociedad.
No se trata del problema -que puede ser meramente formal- de la «confesionalidad» de la sociedad, sino más bien de un problema real e insoslayable: el testimonio colectivo de las comunidades y sociedades -sean públicas o privadas- formadas por cristianos, que deben dar de la fe que profesan y del Evangelio que han aceptado vivir, ya que los cristianos debemos ser -como nos enseña el Concilio- «testigos de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo» (cf. LG, 38).
Y como la dimensión social es un elemento constitutivo de la vida del hombre -tanto natural como sobrenaturalmente-, el testimonio cristiano no puede ser exclusivamente personal y privado, sino que tiene que -proyectarse social y públicamente tanto en el plano personal como en el colectivo.
En este punto, la llamada «teología política» apunta muy certeramente cuando exige que la acción de los cristianos tiene que proyectarse sobre la vida social y pública sin quedar encerrada en el ámbito de la vida privada.
El Concilio Vaticano II nos proporciona criterios fundamentales de orientación para configurar una moral social cristiana y para iluminar la acción de los cristianos -especialmente de los fieles laicos- en este difícil campo.
Habría que recordar ante todo un texto rotundo del concilio que cierra el paso a toda versión de su doctrina política y social en términos del liberalismo doctrinario del siglo XIX, que proclamaba la separación del orden privado y personal, del social y público, en orden a la aplicación de los principios morales de la religión cristiana.
«La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden temporal. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico. Por tanto, al realizar esta misión de la Iglesia, los seglares ejercen su propio apostolado, tanto en la Iglesia como en el mundo, lo mismo en el orden espiritual, como en el temporal; órdenes ambos que, aunque distintos, están internamente relacionados en el único propósito de Dios, que. lo que Dios quiere es hacer de todo el mundo una nueva creación en Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día. El seglar, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse en uno y otro orden siempre y solamente por su conciencia cristiana» (AA, 5).
Recojamos algunos de sus textos principales, en esta línea de orientación:
«La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no pertenece al orden político, económico o social: el fin que le asignó es de orden religioso, Pero precisamente de esta misma misión religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina…» (GS 42, 2).
«Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y, al mismo tiempo, nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre» (GS 23, 1).
«Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y que se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la faz de la tierra (St 17, 26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo.
Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor al prójimo: … cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: Amarás al prójimo como a ti mismo… El amor es el cumplimiento de la ley (Rm 13, 9-10; Cf. 1 Jn 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo» (GS 24, 1-2).
«Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24, 3).
«La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extienden poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismos y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia» (GS 30, 2).
«El apostolado en el medio social, es decir, el afán por llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en que uno vive, es hasta tal punto deber y carga de los seglares, que nunca podrá realizarse convenientemente por los demás…» (AA 13, 1).
«Es inmenso el campo de apostolado en los órdenes nacional e internacional, en los cuales los seglares son los principales administradores de la sabiduría cristiana… Los católicos, preparados en los asuntos públicos y fortalecidos, como es su deber, en la fe y en la doctrina cristiana, no rehúsen desempeñar cargos políticos, ya que con ellos, dignamente ejercidos, pueden servir al bien común y preparar al mismo tiempo los caminos del Evangelio… Recuerden todos los que trabajan en naciones extranjeras o les prestan ayuda, que las relaciones entre los pueblos deben ser una comunicación fraterna en la que ambas partes dan y reciben a la vez» (AA 14, 1-4).
«.. .por medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Misal Romano, del Prefacio de la Misa de Cristo Rey).
«…Deben, por tanto, los fieles conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios. Incluso en las ocupaciones seculares deben ayudarse mutuamente a una vida más santa, de tal manera que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance su fin con mayor eficacia en la justicia, en la caridad y en la paz. En el cumplimiento de este deber universal, corresponde a los laicos el lugar más destacado. Por ello, con su competencia en los asuntos profanos y con su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, contribuyan eficazmente a que los bienes creados, de acuerdo con el designio del Creador y la iluminación de su Verbo, sean promovidos, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil, para utilidad de todos los hombres sin excepción; sean más convenientemente distribuidos entre ellos y, a su manera, conduzcan al progreso universal en la libertad humana y cristiana. Así, a través de los miembros de la Iglesia, Cristo iluminará más y más con su luz salvadora a toda la sociedad humana». (LG 36, 2).
«Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado…» (Ibid. 36, 3).
«Con este proceder simultáneamente, se prepara mejor el campo del mundo para la siembra de la palabra divina y a la Iglesia se le abran más de par en par las puertas por las que introducir en el mundo el mensaje de la paz» (Ibid.).
«Conforme lo exige la misma economía de la salvación, los fíeles aprendan a distinguir con cuidado los derechos y los deberes que les conciernen por su pertenencia a la Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana. Esfuércense en conciliarios entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad humana, ni siquiera en el dominio temporal, puede sustraerse al imperio de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y simultánea armonía resalte con suma claridad en la actuación de los fieles…» (Ibid. 36,4).
«Porque, así como ha de reconocerse que la ciudad terrena justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión y que ataca y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos» (LG 36).
«Cada laico debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo. Todos juntos y cada uno de por sí deben alimentar el mundo con frutos espirituales (cf. Ga 5, 22) y difundir en él el espíritu de que están animados aquellos pobres, mansos y pacíficos a quienes el Señor en el Evangelio proclamó bienaventurados (cf. Mt 5,3-9). En una palabra, «lo que el alma es en el cuerpo, son los cristianos en el mundo» (LG 38).
En virtud de todos estos razonamientos y consideraciones, se: desprende con toda lógica la verdad fundamental contenida en una frase de Juan XIII en su encíclica social Mater et Magistra: «.. .la doctrina social cristiana es una parte integrante de la concepción cristiana de la vida» (MM 222).
Por esa razón, la fuente principal de la doctrina social de la Iglesia -como la de la religión cristiana- es la Revelación en su doble manifestación de Sagrada Escritura y Tradición: «La Tradición y la Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios confiada a la Iglesia…» (DV, 10).
Fernando Guerrero